CÓMO LEER UNA NOVELA

Ayer anduve por Huelva dando una charleta acerca de cómo leer una novela. No pensaba prepararme nada, pero al cabo pensé que, joder, si uno va a dar una charla mejor que se prepare algo por si ese día anda uno espeso y las palabras tardan en fluir. Hablar de cómo se lee una novela es algo difícil. Imagínese a Ferrán Adriá hablando durante una hora sobre cómo se sorbe una sopa o al propio Cortázar cómo carajo empuñar un bolígrafo. Porque eso de lo de la copita de coñac y el cigarrillo ya no cuela. Hasta el propio Cortázar, lector empedernido, pasó de puntillas en su Historias de cronopios y de famas, de elaborar unas Instrucciones para leer una novela (después lo intentó en los preliminares de Rayuela, pero esa es otra), hallando pertinente, sin embargo unas instrucciones para dar cuerda a un reloj, subir una escalera o matar hormigas en Roma, temas encontradizos y algo traídos de la mano. Si el maestro no lo hizo, nosotros, bueno, nosotros lo intentamos. Este es el texto que leí. Menos mal que luego lo mejoramos todo con un suculento coloquio en el que apareció Milan Kundera, Sandor Marái, Thomas Mann o Ken Follet, por este orden. Un tipo muy interesante defendió en el coloquio que mi propuesta de "inmersión en la novela era loable, pero que él se entendía mejor desde la posición del voyeur, del lector omnisciente. Bueno, es otra manera de ver la cosa y de transitar por ciertas lecturas.

 

 

 
MO LEER UNA NOVELA

MANUEL MOYA
 
 

Equipo crónica. Meninas.
Serían las once de la mañana cuando el maldito teléfono se puso a berrear y me sacó de los sueños. Como sé que a veces se comporta como un histérico, alcé el auricular y apareció una voz dulcísima, casi susurrante, como salida de una de esas novelas que últimamente causan tanto furor entre las damas de casa. Pensé que quien me llamaba no podía ser sino una vendedora de seguros o de artilugios sexuales, pero no. Era la bibliotecaria. ¿La bibliotecaria?, me pregunté. Mientras me hablaba imaginé que la chica portaba en su mano una buena fusta de piel de rinoceronte y unas botas de montar como las que se gasta Meril Streep en Memorias de África, ahí es nada. Lo juro, mientras la chica se presentaba como bibliotecaria y demás, pensé en correr hacia la biblioteca familiar y pillar alguna de las novelas del divino marqués y embarcarme en la recitación de algún pasaje memorable, donde la sin par Justine, virgen hasta la víspera, resultaba brutalmente introducida en el mundo del sexo por dos burguesones de aquí te espero. Es lo que tiene leer, que uno se calienta y cree que todo el monte es orégano. Pero, pueden creerme, en todo monte hay mucho más de abrojos que de oréganos. El caso es que no me decidí a bajar las escaleras y tomar la dichosa novela y recitarle a la chica un par de pasajes escogidos que nos hubieran puesto a tono. Pero en cuanto me recuperé de aquella voz melodiosa y sensual, y de fijar mi atención en lo que la chica trataba de proponerme, ay, acabé entendiendo que la proposición que me lanzaba era de otra naturaleza acaso menos febril pero mucho, muchísimo más perversa. Tú, me cascó casi sin pestañear, sólo tienes que soltar lo que sepas de cómo se lee una novela y luego hablamos. Eso dijo: luego hablamos. Y créanme, sus palabras me dejaron mortalmente perplejo. Perplejo y, ya pueden imaginarse, con la moral por los cielos, porque aquello de luego hablamos es lo que todo cincuentón espera escuchar de una chica de veintitantos. En todo caso, lo importante para ella era la charla, el deciros a vosotros cómo carajo leer una novela y eso, créanme, me escamaba. Porque pueden estar seguros que aquella chica no me llamaba para decirme lo del luego hablamos, sino para soltarme lo de la conferencia. Primero la conferencia y luego, caballerete, ya se verá. Pero en fin, uno es precisamente un caballero y no se va a dejar arruinar el día por el primer contratiempo que le sale al paso, teniendo en cuenta además aquella misteriosa y levemente prometedora frase final que sin ser nada, podía serlo todo. Por frases mucho menos comprometedoras se han iniciado guerras, se ha hundido algún imperio y ha muerto más de un elefante. Le dije que sí, que por supuesto, que yo soltaría durante aproximadamente una hora todo cuanto se me ocurriera sobre cómo leer una novela y que al final, pues bueno, ya echaríamos nosotros nuestra parrafada. Qué podía decirle si no. La chica dijo un "pues en eso quedamos" y colgó sin darme tiempo a nada más y yo me quedé, pueden figurarse, como un maldito chimpancé agarrado a una banana de goma espuma. Y ésa y no otra es la razón por la que hoy haya sorteado medio millar de curvas, haya blasfemado contra dos camioneros y un volvo danés, le haya hecho la peineta a un viejito que no había puesto el intermitente para coger un desvío, me las haya visto con un par de mormones, y le haya colgado a un amigo que me venía con propuestas eruditas.
Porque, verán, mientras le decía sí a la chica no tuve consciencia plena de adónde carajo me metía. Tú, me dijo, sueltas lo que te parezca durante una hora y luego hablamos. Eso del "luego hablamos", lo repito una vez más, es lo que me dejó sin argumentos. Les confieso que a esta edad cualquier proposición por honesta que sea, se recibe como una bombona de oxígeno o un telegrama del gobernador de Texas en el corredor de la muerte. Pero no, la chica sólo quería que les explicase a ustedes de qué coño estamos hablando cuando hablamos de leer una novela o algo parecido. Y yo, todavía con la oreja caliente por la fricción del auricular, me puse a pensar en serio sobre qué podría decirles acerca de cómo carajo leer una novela. Porque la pregunta de cómo leer una novela es exactamente la misma de cómo comer una sopa o zamparse un helado. Anden y pregúntenle a Ferrán Adriá cómo carajo se come una sopa. El tío os mirará con una sonrisita y os soltará que la sopa se toma con una cuchara, pero para eso no hace falta recurrir a un cocinero de postín. Otra cosa, os dirá, es cómo se hace una sopa, porque, amigo, ahí tenemos para unos cuantos libros. Cientos de libros, por cierto.
En fin, estaba descorazonado. Para una vez que me llama una chica... Miré a la ventana, donde un cielo de un azul desvaído y roto parecía pasar de mí y el gallo de la vecina con sus quiquiriquís roncos a lo Janis Joplin, no hacía sino mofarse en mis morros de las expectativas emocionales de un tipo que, no hay más que verlo, lleva como el culo la cincuentena. Pero, bueno, yo me había comprometido y eso en un hijo de campesinos, es sagrado. Tendría que apechugar con la tarea. Iba a impresionar a la chica, ya vería. Muy mal se me tenía que dar la tarde para no acabar con ella en algún garito indiscreto. Pero la cosa no se presentaba fácil. La preguntita se las traía. Cómo explicar cómo carajo se lee una novela o mejor aún, cómo coño hacer que uno explica cómo leer una novela sin parecer que uno ha leído muchas más novelas de las que uno ha leído y sin dar la impresión de que ha leído muchas menos novelas de las que uno ha leído, no sé si me explico. Porque al fin todo es cuestión de tono, de ir tirando de un hilo, de ir poniendo ladrillo tras ladrillo hasta conseguir algo sólido, capaz de engancharte, de susbsumirte. De todas maneras llamé a un par de amigos novelistas y les conté el lío en el que andaba metido. Ambos me dieron algunas desinteresadas consejas y ambos se dieron trazas de colgarme pronto, alegando asuntos inaplazables. Uno de ellos me dijo: lo tienes fácil, chaval, una novela se suele leer de adelante hacia atrás, salvo excepciones. El otro fue aún más concluyente y me dijo, que cómo se va a leer una novela, pues leyéndola, coño, leyéndola, si es que se deja leer, naturalmente, y aunque la cosa parecía pedestre, no iba muy desencaminada: sí, puedo jurarlo ante la Biblia: hay novelas que no se dejan leer, novelas híspidas, de muy mal humor, mal encaradas, mal dispuestas, resentidas, e incluso de una banalidad irritante. Por la noche le conté a mi mujer la cuestión pero ella me miró con recelo, hasta que acabó por soltarme aquello de "otra vez te ha has dejado embaucar por una de esas niñatas, no?". Yo me defendí diciéndole que no, que esta vez me había llamado un hombre de unos sesenta años que debía tener un grave problema de halitosis, a lo que ella arguyó que estaba hasta las narices de esas niñatas que me llaman a cualquier hora con las más diversas propuestas y que lo mejor era cambiar de número telefónico y de vida. Las cosas por casa estaban así. Cierto es que las semanas pasadas había mantenido unas extrañas aventuras con varias heroínas de novela y que ella, mi mujer, quiero decir, había interceptado algunos SMS (perdonen, yo soy así de antiguo) de contenido ciertamente confuso entre las heroínas y un servidor. Contraataqué diciéndole que por favor me echase una mano, que esta vez, por mi padre, no era lo que parecía, pero a ella lo del título de la conferencia no acababa de cuadrarle y me pidió el teléfono de la chica para decirle cuatro cosas. En fin, acabé por sucumbir y le solté el número de la bibliotecaria que, como era natural, no estaba en la oficia a las once y media de la noche. Aquello supuso un triunfo para mí, pero yo sabía que mi mujer no dejaría de llamar a la chica a primeras horas de la siguiente mañana para soltarle una de sus frescas. Y vaya si lo hizo. No acabaron de sonar las nueve cuando en bata pelada se fue derechita al teléfono y, sin decir palabra, comenzó a aporrear las teclas. No sé quién se puso al teléfono, pero a medida que pasaban los minutos la voz de mi mujer se iba como suavizando. Llegó un momento en el que no pude evitar pensar en un trío, pero lejos de eso, al colgar mi mujer se vino hacia a mí y me espetó que a ver si espabilaba, pues Martita -así la llamó, Martita- estaba convencida de que yo me iba a preparar una conferencia de puta madre sobre cómo leer una novela y toda la pesca, a lo que añadió que la Martita de marras era hija de un conocidísimo suyo -eso dijo, conocidísimo suyo- al que no veía desde que estudiaba en el santo Ángel y que a lo mejor se apuntaba a mi charla y que al final de todo los cuatro tomaríamos unas tapitas aquí detrás, por la plaza Niña. Yo, nuevamente hundido, no sé si por lo jodido del tema, por la manifiesta imposibilidad del trío o por la sola mención del Santo Ángel, subí al estudio y me encerré durante más de una hora, hasta que sin pensarlo, por puro cabreo, tomé uno de aquellos libros voluminosos que suelen acompañarme en el trabajo diario y me puse a leer. 
La verdad es que las primeras frases estaban bien. Su autor había logrado colocar dos o tres reclamos lo suficientemente apetitosos para que en mí, que me las doy de listo, entrara el gusanillo de la curiosidad o de la suspicacia. Porque qué va a hacer uno si ya en la primera frase le sueltan algo así como, "yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo". La verdad es que tras esta primera frase, ya no puede uno parar de leer hasta saber por qué carajo uno comienza confesando de sí mismo que no es malo aunque lo parezca, y al mismo tiempo diga que en realidad no le faltarían motivos para serlo. Aquí, me dije, hay miga. Este cabronazo tiene algo que contar y yo no voy a soltarme de su solapa hasta que no haya desembuchado toda esa mierda de su maldad que me tiene que contar. Dos horas más tarde había concluido la novela, pues era una novela lo que había tenido entre manos y sí, puedo decirlo, el protagonista era un cabronazo de tomo y lomo que mata a su perro, a su mujer, al querindongo de la madre y a todo lo que verdeguea. Pero no sólo el protagonista era un cabronazo de tomo y lomo. La verdad es que hasta el calor, que una y otra vez aparece por las páginas como si alguien se hubiera dejado la calefacción puesta, te deja sin resuello, eso sin contar las ingratitudes, las infidelidades, todo ese mundo cerrado y cruel, donde todo tiene una pinta de infierno que no puede con ella, de manera que hasta el asesino, un tal Pascual Duarte, nos va cayendo de puta madre a medida que pasan las páginas y los infortunios y hasta sus crímenes los hallamos justificados, ya porque haga una pechada de calor y así cualquier cerebro se convierte en sopa, ya porque la vida que lleva toda esa peña es un martirio, ya porque a ver quién tiene cojones de ver en medio de tanta oscuridad y tanta infamia y tanta pelotera, ya porque cuando uno está inmerso en la mierda, es todo mierda y lo mismo vale una muerte que veintitrés. El caso es que uno acaba la novela con el alma en los pies y se dice a sí mismo que durante el tiempo que ha durado la acción de la novela, uno ha logrado atravesar aquel espejo de Alicia, ¿recuerdan?, ese en el que todo cobra una nueva y desconcertante dimensión. Lo que yo llamo la suspensión de uno mismo, vale, o lo que es decir, la dejación del uno en lo otro, siendo el uno quien lee y lo otro la escritura, no sé si me pillan o qué. Y así, por dos horas, la realidad de uno, que habla de hipotecas y desahucios, de cervezas frías y de chicas calientes, ha entrado en suspensión, se ha volatilizado por arte de birlibirloque y uno, zas, se ha ido a vivir a un ambiente distinto, con otros personajes, con otras realidades, con otras historias. Y eso lo ha conseguido uno, me digo, cada vez más dentro de la realidad que de nuevo lo circunda, con ese cielo levemente azul y frío, con el canto ronco del gallo y con las voces de mi mujer que me dice que me ha llegado algo por SEUR, y eso, se dice uno, quería decir, lo ha conseguido con la simple inmersión en una historia que en realidad ni me va ni me viene, que ocurre en una época que no me interesa para nada y con unos personajes que, de encontrármelos en la vida, los mandaría a tomar por culo porque en verdad son una partida de cabrones. Porque era aquí donde quería llegar: qué cojones ha pasado en la conciencia de mí mismo durante este tiempo, por qué he tomado ese librejo y me he puesto como un poseso a ver qué es lo que al final ocurría con ese hombre que no se declara malo, aunque lo parezca y desde luego no le faltan motivos para ello. Quizá, piense uno más en frío, es una historia exagerada, no sé hasta qué punto real, que se ha inventado un tipo que, por si faltara algo, me cae como el culo, pues fue un soplón de la pasma, un trepa de los de vomitar, un homófobo de aquí te espero y en general un saborío y un cantamañanas. Pero aún siendo exagerada la historia que se cuenta, aún sabiendo que su autor es un capullo y un soplagaitas, uno no deja de hundirse y hundirse durante todo el rato en la historia que se cuenta, y queda uno como succionado por la historia que van levantando esas páginas, anulado por la temperatura existencial que rodea el relato, confundido en su propia visión de la moral y de las relaciones sociales, acogotado por el calor, inmerso en un mundo al que uno no iría ni bajo las esposas de la guardia civil.
 
Y sí, ya sé, lo he ido leyendo estos días por internet, ante el acojono de estar aquí entre vosotros sin nada que deciros, que lo importante en una novela son los personajes, la acción, el conflicto, la verosimilitud, la atmósfera, la capacidad del autor para imbricarnos en la trama, los trucos de que se vale para mantenernos en ascuas, los pespuntes que aparecen aquí y allá sin que el lector los note, el lenguaje, etc... Internet lleva razón una vez más, porque cuando a la hora de la verdad la novela no arranca, los personajes no se los cree ni el guardia de la Campana, la atmósfera no nos convence, la historia va que no va, los diálogos no son creíbles, los personajes son unos fantoches, el conflicto es una pamplina o el escritor es un trilero de tres al cuarto al que se le ven todos los trucos, uno levanta la mirada de la página, mira hacia la ventana y cierra el tomito como si cerrara la puerta de un calabozo y hasta luego Lucas. Porque las novelas sólo hay que leerlas si se dejan leer, si son capaces de arrancarnos de nosotros mismos y engancharnos a su realidad y a su cosa. Si la magia no sucede, lo mejor es dejarlas, pues seguir leyéndolas sería como almorzar un plato repulsivo, mal cocinado, acaso agrio, que te hace revirar la sangre. Quién atacaría un plato de fango por simple placer. Yo no, desde luego. Hay novelas que no se dejan leer cuando tienes veinticinco años y novelas que son insoportables pasados los cincuenta, pero bueno, sigamos en lo que estamos. Sí, todo en una novela ha de tener su razón de ser y su proporción y todo ha de estar salpimentado de tal forma que llegue el momento en que uno salga de sí mismo y se meta ahí, en el conflicto y en la encarnadura de unos personajes que no conoce uno de nada y que son irreales, pero que de pronto son mucho más reales que el vecino del tercero, el que se pasa todo el día dale que dale con los canarios.

Por resumir: entrar en una novela es como entrar en un sueño. Uno comienza a contar ovejitas hasta que se le rompen los muellecitos del alma de tantas ovejitas saltimbanquis que saltan las paredes de piedra, brincan por la pradera y se van lentamente hacia la majada hasta que al seguir a una ovejita, no sabemos por qué, no sabemos cómo, zas, ya has abierto la puerta, ya estás ahí, del otro lado, metido en el sueño, ya la realidad de los desahucios, la prima de riesgo, la prima Lolita y su hermano Antonio, han dejado de existir y al momento empiezas a ver a un fraile que va alocadamente por la carretera con unos testículos como los de un rinoceronte y una campanilla en cada oreja, y que al fijarte bien lleva un saco a la espalda del que salen cien golondrinas rojas y las golondrinas, zas, rompen a volar por encima de unos pinos que han aparecido de repente hasta que se convierten en cabras montesas que corren por los despeñaderos y te van dando topetazos y tú te agarras a las rocas y una cabra te cornea y tú vas rodando barranco abajo hasta que te detiene el tronco carcomido de un pino, donde, ay, aparece una chica muy guapa vestida como de orquesta, de voz cristalina y suave que está hablando por teléfono y que al parecer le propone a alguien que dé una charla sobre cómo leer una novela y enseguida, no sabes porqué, no sabes cómo, la chica que sigue agarrada al teléfono y tú rodáis abrazados por la hierba, pero cuando mejor está la cosa, zas, tu mujer, desde el sueño te da un codazo y tú tragas aire y te despiertas y quieres seguir soñando con la chica vestida de orquesta, quieres volver a la chica y a la hierba pero la chica se ha najado con un buzo y lo que queda en su lugar es el compromiso de dar una charla de cómo leer una maldita novela y entonces te desvelas del todo y lamentas no ser lampistero o comedor de fuego o simplemente el chico ese que sale de las tartas, al que nunca le preguntan cómo coño se sale o se entra en una tarta, porque empezar una novela acaso se parezca más de lo conveniente a entrar en el hueco de la tarta antes de salir al otro lado, donde hay decenas de chicas gritando como locas y tú, con tu tanguita de elefante y tu bala en la recámara vas camino de convertirte en el rey de Egipto, pero, bueno, bueno, no saquemos los pies del tiesto y ahora cuéntenme ustedes lo que sepan de ese milagro consentido que es leer una novela. Yo, os lo juro, no sé qué coño estoy haciendo aquí, aunque de esto también podremos hablar luego, Martita, vida, no sé si me explico.

1 comentarios:

Ignacio dijo...

¡Qué maravilla! Muchas gracias por este magnífico ensayo. Enhorabuena.