Hoy, el Ayuntamiento de Campofrío ha rendido homenaje a Juan Delgado López, su poeta. Yo traté y admiré a Juan y me cupo el honor de escribir una larga introducción a su obra completa donde revisaba su biografía y comentaba sus libros. El poeta y yo trabajamos durante años aquella obra completa. Fue un trabajo hermoso, distendido, hecho de copas y de largas conversaciones. No fue posible publicarla en vida porque la enfermedad de Juan se nos adelantó, pero al cabo de un año de su fallecimiento y gracias a la Universidad de Huelva y a quien entonces era su rector, Francisco José Martínez, pudimos ver su sueño editado. Hoy, como homenaje al amigo y al maestro, reproduzco el largo prólogo a aquella edición.
Hoy hemos tenido la oportunidad de escuchar a Pepe Delgado, su hermano, Antonio García Correa o a José María Franco hablando de su obra, y ver cómo sus paisanos lo homenajearan con su presencia, hemos tenido la sorpresa lírica de asistir a un acto único o al menos de una profunda justicia poética: el viento, prescindiendo de todo protocolo, inauguraba la placa de la biblioteca que desde entonces lleva su nombre. En el momento de la inauguración, una ráfaga de viento alzó la cortina y el nombre de JUAN DELGADO LOPEZ que daba nombre a la biblioteca quedó a la luz. La alcaldesa dijo unas bonitas palabras, pero ya el viento le había usurpado el honor de la inauguración. El autor que escribiera Tiranía del viento,o la cantata Cobre y viento, vio, tuvo que ver, cómo el viento en su nombre inauguraba la biblioteca.
Para
Angelita
JUAN
DELGADO:
POR
UNA POSIBLE SENDA DE SU OBRA
Palabras
previas
El
pasado día 9 de mayo falleció en la localidad de Riotinto, Juan
Delgado, acaso el poeta más genuino y interesante que ha dado la
Cuenca Minera y la Sierra de Huelva hasta la fecha. Su muerte, no por
menos anunciada, nos cogió a todos con el paso cambiado. Meses
antes, concretamente el 20 de febrero y por mediación del CAL, se le
ofrendó en la Biblioteca Pública de Huelva un muy concurrido y
emocionante homenaje en el que intervinieron, al margen del poeta
homenajeado, Paco Huelva, Manolo Garrido y yo mismo. Fue su último
acto público. La despedida. Ya entonces a Juan se lo veía
visiblemente cansado, y de su natural fortaleza, quedaba apenas un
remedo. Aun así, el poeta, habló de su concepción del arte, de la
dignidad, de sus compañeros y maestros de viaje, de los seres más
cercanos y también del proyecto de publicación de su obra completa,
que fue su última batalla, tal vez su última batalla perdida. Las
muy pocas veces que hablamos desde entonces estuvieron presididas por
este tema. La última conversación que tuvo en vida, según Ángeles,
su esposa, la mantuvo conmigo. Sabiéndose ante la inminente antesala
de la muerte, me pidió que tratase de conducir este proyecto a su
final. “Aunque sea en papel de estraza”, dijo, en una expresión
que tanto por lo que tenía de humildad cuanto de ruego, me conmovió.
Esa fue, pues, su última voluntad, a la que ahora, por fin, aunque
tarde, hemos dado cumplimiento.
Durante
años, él y yo trabajamos codo con codo en este proyecto de libro,
que no se llegó a publicar en vida, como era nuestro deseo. Es
evidente que entonces no sospechábamos que su vida sólo se
prolongaría por corto tiempo. No es este el momento de contar las
dificultades, despropósitos y silencios que encontramos por el
camino. En su sepelio fue el rector de la Universidad de Huelva,
Francisco José Martínez, quien asumió la publicación, extremo que
le honra y honra a la institución que rige. En Manuel José de Lara,
hijo del poeta José Manuel De Lara, vicerrector de la Universidad de
Huelva encontramos también todo el apoyo posible, de manera que no
tengo sino que agradecerles el respaldo que ambos brindaron a la obra
y a la memoria de un poeta de verdad, que llevó siempre la dignidad
como enseña.
*
a
José Manuel, Juan Blas y Angelita
Por
fin, se dirán algunos, una recopilación completa1
de la obra de nuestro poeta Juan Delgado, tan dispersa y poco
divulgada que a veces ni el propio autor disponía de ejemplares de
sus libros. Su obra, que ha merecido antologías en Chile o Méjico,
que es considerada en Cuba, apenas si ha logrado la atención de
nosotros, sus estrictos paisanos. El hecho no es nuevo, pero no deja
de ser orientativo y hasta cierto punto escandaloso.
Las
páginas que siguen, pretenden ser un simple plano de lecturas. Una
obra tan vasta y tan compleja como la de nuestro poeta, precisaría
de ojos más cualificados, sensibles y exhaustivos que los míos,
acaso deformados por la amistad y la admiración. La obra de Juan es
vocacionalmente compleja, poliédrica y, déjenme añadir, arbórea,
de manera que uno se siente en ella como cuando de niño, en las
siestas de junio, se subía a los cerezos y veía tantas y tantas
apetitosas cerezas que nunca se sabía muy bien a qué rama acudir.
Nació
Juan Delgado López en Campofrío (Huelva) en el otoño de 1933, en
los umbrales de una época difícil, agria y tenebrosa, que va a
marcar a varias generaciones de españoles, pero muy en particular a
ésa que se ha dado en llamar “la de los niños de la guerra” (o
generación del 50), a la que Juan Delgado, por edad, por
sensibilidad y por “cultura” pertenece, si bien lo tardío de su
obra y su insularidad lo convierten en un poeta enajenado, soltizo,
sin un marchamo generacional al que ceñirse (y ya sabemos lo crucial
que es quedar al amparo del paraguas taxonómico). Cuando su primer
libro, Por
la imposible senda de tu boca,
“un atormentado libro de amor”, como el propio poeta lo define,
salga a la luz en 1971, ya hará casi una década que los nuevos
aires de la poesía española han asentado sus reales en el panorama
literario hispano, reaccionando contra el realismo imperante y
abriendo su experiencia poética hacia ámbitos como el lenguaje y la
experimentación, tan denostados por las corrientes del realismo.
Estos poetas del lenguaje, entre los que cabría mencionar a Jesús
Hilario Tundidor, Manuel Mantero, Diego Jesús Jiménez o Rafael Soto
Vergés, que publican sus libros en los primeros años de la década
del 60, darán paso a la nueva hornada de poetas antologados por
Castellets con la exitosa etiqueta de los novísimos, que supondrá
un revulsivo para la lírica española. La poesía de los 70, momento
de la irrupción editorial de Juan Delgado, ha pasado de cuestionar
el pasado y cargar las armas del futuro, a interesarse por nuevas
manifestaciones artísticas (el cine, el pop, la abstracción, la
publicidad...), reflexionar sobre el lenguaje, así como incorporar
nuevas tradiciones poéticas, generalmente allende las fronteras de
la lengua. Grosso modo, con los novísimos se pasa de una poesía en
blanco y negro, a la incorporación del color. Desde su primera
entrega, el camino de JDL, jalonado por una veintena de títulos, se
ha ido construyendo en solitario, serpenteando con indiferencia ante
las corrientes de moda en el oscilante panorama lírico español, lo
que acaso pudiera motivar que la crítica no haya reparado
suficientemente en una obra recia, honda y plena de matices como la
de este poeta onubense, que se enfrenta como pocas a lo humano,
dialogando críticamente con el tiempo, abrazando esencial,
telúricamente el espacio, e interrogándose a sí misma y a su
entorno con inmediatez y dignidad, pero sin grandes alharacas.
Es en
el paisaje nativo de Campofrío donde JDL vivirá los primeros once
años de su vida, y estos años de libertad serán de una importancia
decisiva no sólo por el énfasis que sus distintas obras han puesto
para iluminar ese periodo, sino también y, sobre todo, porque son
años de absorción y de deslumbramiento, en los que la vida ha
mostrado al poeta las caras más amables y, al tiempo, amargas de la
existencia. Es en estas experiencias primeras del mundo donde
realmente se fragua un imaginario que se debate dentro de los polos
del conflicto interior y de la contemplación. Sus primeros
recuerdos, pues, nos circunscriben a ese paisaje fronterizo que es la
localidad natal de Campofrío, asentado en un territorio limítrofe
entre la sierra y la mina, o lo que es igual, entre una concepción
rural y estática de la existencia, con sus luces y sus sombras,
basada en los ciclos de la naturaleza, y otra concepción fabril y
dinámica, sustanciada en los procesos sociales de los siglos XIX y
XX. Este carácter fronterizo de su territorio vital va a definir
también el espectro fronterizo del futuro poeta, que beberá
intermitentemente del mundo frondoso y aéreo de la Sierra, que el
poeta tenderá a identificar con la pureza y la esencia, así como
del mundo subterráneo y de reminiscencias feéricas de la mina, que
identificará con un mundo conflictual y sombrío, si bien ambas
identificaciones se inviertan con frecuencia en un juego de reflejos
del que acaso hablaremos más tarde. El mundo rural, el de la
inocencia herida, con su paisaje humano, acotado geográficamente en
el territorio de Campofrío, queda recogido en El
cedazo,
un libro de tibios y dolorosos recuerdos infantiles (con la memoria
atormentada de los años de la guerra y de la posguerra), así como
en su mucho más reciente Paisajes
de la memoria,
donde ya esos mismos recuerdos se tamizan, orientados hacia la piedad
y al descubrimiento de un mundo complejo, en continua tensión, donde
belleza y dolor, descubrimiento y pérdida, (identidad, en
definitiva) se imbrican recreando el especial microclima de una
infancia “desgajada”, rota por la brutal irrupción de la guerra
civil y sus secuelas, que dejarán hondas cicatrices en el poeta.
También en Treinta
sonetos vegetales
(Badajoz, 1996), aparece la infancia, esta vez asociada a la
vegetación y por extensión a la Naturaleza. Naturaleza e infancia
serán para el poeta un binomio evidente y sin fisuras.
Como
hemos dicho, será en El
cedazo
(Madrid, 1973) y en Paisajes
de la memoria (Jabugo,
2002), ambos radicados en Campofrío, donde Juan Delgado haga un
repaso memorioso de su infancia, junto a sus hermanos Manuel (poeta
también, fallecido en 1958) y José, que tomó los fueros de la
pintura. A través de esos dos libros escritos en distintos períodos
de su vida, podemos seguir el itinerario de un niño sensible y
observador, que a medida que se le van quebrando los pilares de su
inocencia, asociada generalmente con la naturaleza, entra a perfilar
las primeras pinceladas de la conciencia. Tal proceso, doloroso y
lleno de caídas en los infiernos, como se atisba en ambas obras,
quedará ya como un sustrato al que el autor volverá a lo largo de
distintos periodos de su vida, en busca de explicaciones acerca de su
identidad. Poemas atmosféricos como el que da inicio a El
cedazo,
nos transportan a un mundo misterioso, por conquistar, cuando todo
pendía de una idea sincrética y sensorial del mundo, participando
todo de un halo mágico y prodigioso que envolvía misteriosamente
los objetos e iba revistiéndolos de asombro:
Y
luego los cohetes, explotaban
a
nuestra misma altura, los vencejos
se
alborotaban en fugaz negrura
dando
a la tarde agilidad y vida.
Pero
si El
cedazo
comenzaba con una visión de descubierta del mundo, con poemas de
calidez emocional como el dedicado a la memoria de María, la niña
desconcertada ante la sorpresa de su propia sexualidad, o el de la
escuela, o el de su habitación grande y fría, lugar donde el
prodigio se envolvía de un aire familiar:
Las
volutas de encaje en las cortinas
tamizaban
la luz; ¡cuántas docenas
de
millares de veces he seguido
con
la vista su extraño laberinto
hasta
la negación del abandono!
pronto
se enseñoreará de sus páginas una luz férrea, aristada, que nos
conducirá a la oscuridad, como ya se transluce en el episodio que
narra la historia de la yegua de Juanini, donde no podemos evitar un
estremecimiento al oír los tiros que preludian los horrores de la
guerra, pero donde el niño, perdido hasta entonces en la naturaleza,
comienza a tomar conciencia de sí mismo y del mundo, de la
oscuridad, de la incertidumbre, aunque los versos parezcan escritos
desde la distancia:
Sonaban
tiros. Sangre, sangre, sangre,
allí
estaba el barranco:
el
agua para lavar mi sangre,
la
oscuridad para ocultar mi sangre,
el
miedo para llorar mi sangre,
el
grito denunciando mi sangre,
y
los disparos todos en la diana plena de mi sangre.
Poco
a poco, los poemas de El
cedazo
van adentrándonos en los recovecos de una época terrible, donde el
fanatismo religioso, la miseria, la crueldad ambiental en la que
hasta los niños, por puro sentido imitativo, eran partícipes (es
espeluznante el poema en el que los niños juegan, a fusilar y hacer
la guerra ante las mujeres enlutadas), dibujan un ambiente
irrespirable, apenas atemperado por un paisaje que parece planear
benéficamente sobre el olor insoportable del miedo, el hambre, la
insidia y la resignación humana. Si a todo este escenario escabroso,
se añade la muerte del padre, que trabaja como capataz de
carpintería en la mina de Peña del Hierro, hecho que trastoca la
vida familiar y que traerá consigo no sólo el dolor y la ausencia
sino también el desarraigo, nos haremos una idea bastante clara de
la importancia que para el poeta tendrán estos años primerizos,
llenos de sobresaltos y angustias personales.
La
temprana muerte del padre, que sorprende al niño en su traje de
inocencia, es un episodio central en la vida del poeta, no ya por el
dolor que el hecho le produce, sino por la “sorpresa” que supone
la idea física y definitiva del acabamiento:
Luego
se fue mi padre una mañana
sorprendida
de octubre;
nos
quedamos desnudos
como
un árbol al viento del otoño.
No
era dolor lo mío, era sorpresa.
En
Paisajes
de la memoria,
libro que viene a ser una especie de “complementario” de El
cedazo,
extremo que Juan Delgado frecuentará a lo largo de su trayectoria
como una forma de volver sobre los mismos temas, nos encontramos con
los paisajes (y paisanajes) de su infancia, desde una visión acaso
menos “conflictiva” y sí, más melancólica, atenuada por el
paso de los años. Por ella pasan los lugares, los sabores y colores
de su niñez, convertidos, ya se ha dicho, en una especie de sustrato
anímico, vital, enraizado, en el que, obviamente, tampoco falta la
visión oscura, la miseria moral y la presencia contumaz del hambre y
del oprobio. A través de las páginas de prosa poética que
conforman el libro y en las que abundan las evocaciones y los
recuerdos, el poeta, más que contarnos episodios de su niñez —que
lo hace y lo hace con profusión—, acaso nos esté levantando un
mapa de su territorio más íntimo, acotando su geografía más
personal, donde se hallan las claves de un mundo que ha ido creciendo
y transformándose, sí, pero que permanece intacto en su memoria.
El
frío, los sabañones, el hambre, el miedo...; el luto de los hijos
de hombres fusilados por el sólo motivo de ser pobre. Todo
condicionaba y prohibía nuestro alto derecho a gozar de la infancia.
[...] El mundo luminoso de la infancia, traicionado, juzgado y
empequeñecido.
Otro
de los títulos que de forma nítida rememoran esta etapa, es 30
sonetos vegetales.
El libro, compuesto exclusivamente por sonetos, es una visión de la
infancia, tamizada, encardinada por los elementos vegetales (y por
tanto, fugaces) de la naturaleza. En este libro, la presencia amorosa
de la madre, cuidadora del reino
en tanto que cuidadora de las plantas, nos llama poderosamente la
atención, sobre todo porque la madre, que tan decisiva fue en la
formación de JDL, mujer de carácter y llena de determinación,
apenas si aparece en una poesía en la que sí tienen su lugar los
hermanos y el padre (aunque éste limitado al poema reseñado de su
muerte). Pero esta no aparición de la madre puede resultar equívoca,
pues su figura está presente de continuo, como una atmósfera, como
esa instancia superior y protectora que atenúa los rigores del
presente. En este sentido, no deja de ser curiosa la relación que
Juan Delgado establece entre el mundo vegetal y el femenino: como si
la sombra, siempre protectora e íntima, la belleza y el fruto,
fueran arbitrios de lo femenino, y así, ese universo vegetal
primigenio, queda bajo la advocación subliminal y envolvente de la
madre. En este punto no sería ocioso advertir la clara distinción
entre lo femenino y lo masculino que se establece en la poesía de
JDL. La guerra, por ejemplo, el mundo terrible de la afrenta y del
odio aparece como un bastión exclusivo de los hombres, mientras las
mujeres (fijemos nuestra atención en las mujeres calladas, enlutadas
y medrosas) parecen presidir el reino de la luz y de la vida.
También, cómo no, el de la pena y el luto. Mientras ellos “traen”
la guerra y el dolor, como algo que pertenece a su propio instinto,
ellas lo “padecen” y ese testimonio, ese cuenco de sufrimiento
representado por las mujeres es algo que aparece con claridad en la
escritura de carácter memorialístico de Delgado.
Como
decíamos, el fallecimiento del padre trastorna las expectativas
familiares. La madre, mujer valiente y resolutiva, decide poner rumbo
a la vecina localidad de Riotinto, donde Manuel, el hermano mayor,
que acaba de cumplir los dieciocho años, encuentra un trabajo con el
que poder hacer frente a las necesidades más perentorias. Los
primeros años de Riotinto son difíciles tanto para Juan como para
José, que se convierten en el blanco de la crueldad de los niños
mineros, quienes no hacen más que asumir y reproducir la crueldad
que se respira en el ambiente. De este periodo de reaclimatación y
de pre-adolescencia no hay apenas vestigios autobiográficos en una
obra, que, salvando los tres citados ejemplos, tampoco es que se cebe
en la palinodia y en la frecuentación de la memoria. Si acaso
podemos citar el soneto inaugural de Sonetos
para un mismo amor,
en el que Juan Delgado recuerda los primeros escarceos amorosos con
Angelita, la que más tarde se convirtiera en su esposa.
Al
cumplir los trece, el futuro poeta se coloca como aprendiz en una
imprenta local, donde permanece largos años hasta convertirse en
maestro cajista. El servicio militar lo arranca de Riotinto y lo hace
tomar el camino de Sevilla, donde, aparte de trabajar en otra
imprenta con la que se sufraga la estancia, asiste a clases en una
academia nocturna. Los años cincuenta representan una tímida
evolución del régimen tiránico que, buscando su propia
supervivencia, ha de abrirse al exterior, persiguiendo inversiones y
el respaldo internacional, lo que trae como consecuencias más
inmediatas un dinamismo social desconocido, pero también una sangría
demográfica sin precedentes del sur hacia el norte peninsular. A su
retorno a la mina, afianzados sus conocimientos y sus inquietudes
culturales, Juan Delgado trata de fijar su propio camino, casándose
con Ángeles —Angelita—, verdadero contrafuerte de su vida, y
encontrando un empleo estable en la Riotinto Patiño, empresa
dedicada a la extracción del cobre y que no ha mucho ha recibido el
testigo de la presencia inglesa en la cuenca minera onubense, de la
que el propio Delgado se ha de convertir en un crítico veraz tanto
en su poemario Memoria
de la niebla,
que ve aquí la luz por vez primera, cuanto en Cuentos
del viejo capataz,
(1995), libro en el que Delgado expone desde el realismo más acerado
episodios de ese dominio despiadado y cruel de la colonización
inglesa en Riotinto. Por esta época le nacen los hijos Juan Blas y
José Manuel. Son también años de intensa búsqueda personal en un
país que no ha acabado de cerrar sus cicatrices, pero que ha puesto
rumbo a una industrialización irreversible. La Cuenca Minera, pese a
que ya va notando un más que evidente deterioro económico, todavía
es una isla de prosperidad en el granero de mano de obra barata que
es entonces Andalucía.
Desde
su regreso a las Minas, tras la aventura sevillana, Juan Delgado
forma parte activa de la Peña Literaria Riotinto que componen, entre
otros, los poetas locales José María Fontenla2,
Manuel Chaparro Wert3
y Francisco Arranz García4.
La importancia de La Peña en la formación de Juan será decisiva,
pues gracias a las enseñanzas de los maestros citados se afianzarán
los horizontes del joven aprendiz de poeta. Será en estos años
cuando obtenga el premio Universidad de la Rábida, con el libro La
sangre perseguida,
base de lo que luego sería la cantata minera Cobre
y viento.
La
cuenca minera se ha manifestado tradicionalmente como uno de los
focos culturales más significativos, influyentes y con un carácter
más singular del sur español. La larguísima carga genealógica de
dolor, de explotación y de oprobio que la comarca ha venido
experimentando, el fuerte sentido cooperativo, educativo, cultural e
ideológico ganado a sangre y fuego por los movimientos sociales y
sindicales radicados en la zona, la necesidad de buscar apoyaturas
vitales y alternativas al incierto infierno que supone la mina, la
asunción de la realidad minera como algo que imprime carácter...
han creado en torno a las poblaciones de la llamada Cuenca Minera un
microclima cultural que ha tendido a crear y fortalecer sus propios
patrones, muchas veces al margen de la realidad circundante, de tal
modo que no es difícil determinar los rasgos propios que definen a
los poetas, plásticos y músicos nacidos o criados en la zona.
Pensemos, por ejemplo, en el pintor Daniel Vázquez Díaz, Labrador,
Mario León, o en el poeta José María Morón. Tanto Vázquez como
Morón pervive una evidente ausencia de color, un sentido
arquitectónico del dibujo y del verso, una decidida vocación
expresionista en los rasgos, una muy evidente tensión vital, así
como una clarísima percepción del hombre como animal social,
encadenado (y condenado) a sus iguales por un destino que no se ve
tanto como algo personal, sino como ligado a imponderables leyes
históricas y sociales; el hombre que parece cobrar vida en la obra
de estos dos artistas, es un hombre temporal, que atiende a su
trabajo, que se lo ve en sus quehaceres y en sus desconsuelos, pero
siempre acompañado de otros, con los que conforma una trama de
fuerte vocación coral.
La
obra de JD no sólo no escapa a los rasgos característicos que acabo
de mencionar, sino que los asume con la naturalidad de una herencia
diáfanamente asumida. Tanto Chaparro Wert como Francisco Arranz
García son poetas de la estirpe del José María Morón5
de Minero
de estrellas (1933),
un libro que crea escuela, siendo uno de los primeros —si no el
primero— que en la poesía española se inclina por una temática
inequívocamente social, donde se exalta el trabajo y el trabajador,
al tiempo que se condena la explotación y las insalubres condiciones
laborales de los mineros. La creación literaria, feudo tradicional
de la burguesía, trataba de soslayar cualquier aspecto social o
íntimo que incomodase a sus receptores, de manera que la publicación
de Minero de estrellas, viene a constituir la conquista de un
territorio apenas hollado. La
sangre perseguida,
primer libro de Juan Delgado, se orientará, pues, de la mano de los
compañeros de tertulia y las lecturas de Morón y Hernández, hacia
una temática minera, en la que las preocupaciones de orden social
marcarán el tono de unos poemas que, salvo aciertos puntuales, habrá
que considerar como de formación. En ellos existe una tensión
formal evidente que más tarde, cuando el poeta realmente cuaje en un
decir propio, se manifestará en un depurado dominio de las formas
clásicas, como el soneto, del que Juan Delgado se ha convertido en
un maestro. La
sangre perseguida, que
como indica su título, pretende ser una visión crítica de la
historia minera, de la que el autor se siente parte, está construido
con poemas asonantados y canciones, cercanos en su textura al
romance, experiencia que le servirá de escuela para libros
posteriores, como sus dos cancioneros, los dedicados a los ríos
Tinto y Odiel. Tal cual ya hemos referido, La
sangre perseguida
serviría de base para la cantata minera Cobre
y viento
publicada en 1987.
Con
su segundo libro (el primero editado), Por
la imposible senda de tu boca,
de clara adscripción hernandiana, Juan Delgado rompe las fronteras
locales para iniciar su largo periplo lírico. Con él obtiene el
premio Ángaro de poesía en 1971, lo que no sólo le servirá de
estímulo para continuar por los caminos ya trazados, sino que lo
hará crecer como hombre y como poeta, iniciando así un camino
solitario, de grandes dificultades, pero precisamente por eso,
coherente y sobrio, de continuo crecimiento. A partir de esa primera
edición, las publicaciones se irán sucediendo con regularidad,
salvo el período de 1975 a 1988, en el que sólo publica Oficio
de vivir
y La
luz con el tiempo dentro,
dos de sus libros de mayor carga existencial y simbólica. Este
período sirve al poeta para retomar fuerzas y reemprender desde
posiciones estéticas y existenciales mucho más sólidas un rumbo
seguro y perfectamente jalonado de publicaciones.
Su
presencia real en la poesía onubense, tan discreta como
insoslayable, ha crecido a lo largo de los años, siendo uno de sus
referentes ineludibles, a pesar de que su distanciamiento de la
cultura oficial lo ha mantenido en un terreno de semiclandestinidad.
Sin embargo, su caminar solitario y convencido, le ha granjeado
premios y ediciones en toda la geografía peninsular y aun fuera de
España, como es el caso de su Antología
amarilla
(Valparaíso, 1994), y reeditada en México en 1996. En la década de
los 90 viajó a Chile, dirigió la deliciosa colección de poesía
“Pliegos de mineral”, que publicó obra inédita de poetas
contrastados como Juan Ramón, Bergamín o García Montero. Como hito
personal a una vida entregada a la cultura, Juan Delgado fue nombrado
hijo adoptivo de Riotinto en 1995. Con ocasión del acto, publica el
que será su único libro de tono estrictamente narrativo, Cuentos
del viejo capataz
(1995). Él continúa radicado en la calle Cervantes de Riotinto.
Viaja con frecuencia por la península y recibe algunos importantes
premios. A mediados de la década de los 90 comienza una singular y
persistente aventura, que es su espacio radiofónico en Radio
Aracena, donde todos los sábados a mediodía daba su peculiar
versión de la Sierra. Fruto de este asiduo trabajo será el libro
Geografía
y amor (2007) el
último editado en vida, en el que colabora el pintor José maría
Franco.
Uno
de sus últimos proyectos, si no el último,
tiene
como compañero de viaje al fotógrafo Manuel Aragón, con quien ya
trabajara en Cancionero
del Tinto,
y trata sobre los niños saharauis de los campamentos de Tinduf :
Tinduf,
el dolor de la arena,
pero no llega a verlo publicado. El 20 de febrero de 2010, se le
brinda un homenaje en la Biblioteca Provincial de Huelva, organizado
por el CAL, que será a la postre, su última presencia pública.
Fallece el 9 de mayo. Los diarios provinciales recogieron encendidos
elogios a su persona y a su verbo. El resto está en su obra, aunque
acaso sea interesante acabar este apartado biográfico con la propia
poética que Juan Delgado leyó en la Biblioteca Pública de Sevilla
en febrero de 1961:
Quizás
por estas irregularidades [se refiere a la marginación que sufren
muchos de los poetas de postguerra, debido, sobre todo, a
condicionantes ideológicos o geográficos] lo que digo a
continuación aclare un poco las cosas: no me siento ligado a ningún
movimiento poético porque siempre he ido por libre, a contrapelo, a
salto de mata. No me he dejado llevar por los ismos más o menos de
moda, posiblemente porque no he llegado a tiempo a ninguno de ellos.
Sé muy poco de teorías literarias y creo que sirven de muy poco. No
sé nada o casi nada de retórica y ni falta que me hace. No enciendo
los pebeteros de los elogios ni cultivo los jardines de las
relaciones públicas. Camino en solitario. Elijo las últimas
lecturas apetecidas y estoy fuera de los cenobios oficiales que
arropan y promocionan. Por todo esto es un poco anárquica mi
producción poética. Si tuviera que decidir los poetas que considero
importantes en la poesía actual, posiblemente los nombres elegidos
tendrían voces, formas y concepciones poéticas distintas y hasta
divergentes. Conviene citar aquí a Eliot que habla de los préstamos
poéticos: “El buen poeta, generalmente, toma prestado de autores
de tiempos remotos, o de ajeno lenguaje, o diverso interés”. Me
interesa todo, como algunos pájaros con los materiales para hacer su
nido; pienso que un solo verso puede salvar a un poeta. Mi
preocupación al escribir siempre es el hombre, la criatura humana
tan pobre y desvalida; su lucha constante para conseguir una brizna
de felicidad. Mi punto de partida es la vocación; salí de la cota
cero, sin muchas bases culturales; me adentré en lecturas y estudios
que me atraían y me ayudaban a formarme; me apoyé en los clásicos,
Cervantes, Quevedo, San Juan de la Cruz...etc”.
Desde
sus comienzos, la obra de Juan Delgado se viene sustentando en varios
temas recurrentes que se entrelazan de manera orgánica y
equilibrada, de manera que a veces resulta imposible clasificar
alguna de sus obras bajo uno solo de estos temas. Ya en el reducido
espacio que imponía la solapilla de Paisajes
de la memoria,
el libro que publicó la Asociación Literaria Huebra en 2002, traté
de resumir su obra bajo los parámetros de memoria, esencialidad,
compromiso e identidad, aun a sabiendas de que a un poeta complejo,
avalado por una experiencia humana tan rica y una obra tan extensa,
poliédrica y zigzagueante, es difícil reducirlo a un puñado de
parámetros más o menos rígidos. Pero también es cierto que todo
poeta verdadero —y Juan Delgado lo es— se atiene a una serie de
recurrencias y a frecuentaciones nodulares sobre las que va
estampando su propio ser. Es por ello que a partir de este momento me
iré orientando a través de los citados cuatro pilares de forma que
podamos observar, siquiera de forma panorámica, su obra.
Pero
antes de comenzar a abordar el paisaje intencional de su poesía,
querría dar cuenta de una curiosa característica de la obra del
poeta de Campofrío. La concepción artística de Delgado lo lleva a
escribir libros, no poemas. Cada uno de sus libros aborda un tema
distinto y concreto. En uno será el amor, en otro el peso
existencial, la historia minera, su geografía íntima, el viaje, el
dolor por su tierra o por la tierra andaluza, o los recuerdos de su
infancia... Tal proceder no nos llamaría demasiado la atención, si
no fuera porque al cabo del tiempo, cada uno de sus libros vuelve a
reescribirse, dando lugar a libros hermanos, contiguos, donde
reaparecen esos fantasmas en apariencia apaciguados. Ese es el caso
de Seis
sonetos para un mismo amor,
de 1998 que nos recuerda en su temática amorosa al inaugural Por
la imposible senda de tu boca,
publicado en 1971 o De
cuevas y silencios
(1988), una deliciosa entrega que trata del amor, incluso de la
carnalidad del amor, pero que se escora hacia un universo telúrico,
que tendrá continuidad en obras como Cancionero
del Tinto
(2006) o Habitante
del bosque (2007)
en los que la tierra, ese elemento sustancial en Delgado, cobra un
protagonismo evidente. Algo parecido ocurre entre El
cedazo,
de 1973, Treinta
sonetos vegetales
(1987) y Paisajes
de la memoria
(2002), libros que comparten la mirada sobre los paisajes inaugurales
de la infancia, brutalmente despojados de la inocencia y donde se
percibe con rotundidad una voz moral, que resonará a lo largo de
toda su ya vasta trayectoria. Otro tanto cabría decir de esos dos
libros existenciales y telúricos que ahondan en la cartografía del
viento y el silencio, dos alegorías tan caras en la obra de Juan
Delgado, Oficio
de vivir (1975)
y Tiranía
del viento
(1999), publicados con 25 años de diferencia, aunque parezcan nacer
de un mismo impulso; y eso por no hablar de los dos cancioneros, o de
la relación existente entre De
cuevas y silencios
y Julianita.
Este fenómeno se da también en los libros inéditos como Al
andar
o Suite
de la Sierra,
libro este que, a su manera, entronca con Habitante
del bosque
y éste con Árbol
de bendición,
que a su vez, etc... Es la suya, en fin, una obra entretejida de
lugares hollados, de pasillos que nos conducen a libros anteriores,
algo así como una intrincada red de galerías excavadas en la piedra
viva del hombre.
Como
ya hemos advertido, la memoria es uno de los pilares donde se asienta
la poesía de Juan Delgado. Lo que aquí denominamos memoria
trasciende, en todo caso, lo puramente personal para imbricarse en
una significación más compleja. Digamos cuanto antes que gran parte
de la poesía de Juan Delgado posee un marcado rasgo moral. El
hombre, según Delgado, pertenece tanto a la historia como al paisaje
y, ante ambos, adquiere un deber ético, un lenguaje, una manera de
entender el mundo y de entenderse a sí mismo. La visión telúrica
que enraíza en algunos de su libros, y su compromiso moral que
aparece en otros, no son tan lejanos como pudiera parecer en un
principio, ya que ambos están sustentados en la búsqueda de la
identidad, un elemento nodular en su visión poética. Desde luego,
Delgado no ha sufrido en primera persona los desdichados hechos
acaecidos en febrero de 1888, llamado “Año de los tiros”, pero
en la medida en que él se siente imbricado en el paisaje minero, en
la medida en que está impregnado por esa realidad y se sabe parte de
ella, los hechos no necesariamente vividos de 1888 se encadenan en su
propia memoria, son memoria genealógica que tienen para él tanto o
más valor que la propia experiencia personal. En este punto debemos
sopesar el hecho, ya citado, de la marcada impronta minera, a la que
tan sustanciado se siente el poeta, pero tampoco debemos dejar pasar
por alto la decisión del hombre que hace suyos el dolor secular de
una tierra a la que se siente anclado y con la que se identifica.
Desde esta perspectiva es necesario abordar la lectura de La
sangre perseguida
y la posterior cantata Cobre
y viento,
sin olvidar, claro es, su reciente Cancionero
del Tinto.
La
sangre perseguida,
el primero de sus libros, permanece inédito como tal, aunque parte
de él fue reelaborado para dar forma a su cantata minera Cobre
y viento,
editada y estrenada con Música del maestro Álvarez de Sotomayor en
1987. Nos hemos referido a él como a un libro primerizo, impregnado
de un cierto sabor “moroniano”, en el que el poeta une su voz a
la voz de los maltratados mineros, identificándose con su dolor y
haciéndose partícipe de su desventura secular. Es evidente que,
escrito en plena dictadura franquista, el texto supone un acto de
valentía moral y de compromiso crítico, que va más allá del
propio correlato minero:
Sangre
y amor, sombra y luz: negro arcángel que no puede
paliar
el dolor antiguo de la mina y de su gente.
Dolor
y angustia del miedo tirano, donde convergen
y
se achican los deseos porque la indigencia crece.
Cinco
millones de miedos en cada oscuridad mecen
la
cuna del niño grande que al miedo sólo obedece.
O
más adelante:
En
fila,
esperando
la mano del Leñador
que,
dura y cierta y negra y firme,
amortaje
las filas cuadriculadas de la sangre.
Campofrío, foco de El cedazo |
La
memoria colectiva de sus primeros escarceos, pasa a ser memoria
individual en El
cedazo
(1971), libro amargo, testimonial, sincero, agrio por momentos.
Necesario, nos dirá el poeta, para proseguir su andadura. Sin este
libro, donde salen a desfilar todos los fantasmas de la infancia,
junto al doloroso despertar a una realidad correosa y áspera, quizás
Delgado no hubiera podido ahondar en su propio ser, arrancándose
todo esa costra de dolor que no lo dejaba respirar. Todo el dolor que
le supone este cruel careo con la infancia, lo libera de la carga
oscura que ha ido soportando a lo largo de su vida, de manera que el
libro opera como un auténtico liberador emocional. De él confiesa
el poeta: “es
como una ceremonia de purificación en la que se van desnudando de
ataduras, los paisajes interiores de la niñez hasta mostrar las más
sensibles vísceras del sentimiento”.
En él, Delgado nos habla del paraíso perdido de su infancia, cuando
cada cosa se convertía en el milagro intocado de un mundo que había
que ir descifrando. Claro, que ese mundo inaugural se reveló en toda
su amargura en cuanto se escucharon los primeros disparos de la
guerra. Este hecho trascendental clausuró y fracturó su infancia
sin que esa infancia hubiera tenido tiempo de cuajar. A cambio, se
encontró con la violencia, la amargura, la indignidad, el hambre, y,
sobre todo, la crueldad y la sinrazón humana.
El
Cedazo
es un riguroso compromiso con la memoria, en el que se reconstruye
trazo a trazo el mosaico solar donde se asentaba su vida, para luego
dar paso a un paisaje lunar, lleno de heridas no cicatrizadas: un
auténtico aprendizaje de vida. La inocencia vulnerada y la hosquedad
del mundo, se convierten en los ejes gravitatorios de ese libro
escrito desde las mismas tripas. En él, cobra principal protagonismo
el factor humano, con sus luces y sus sombras, así como el paisaje,
que juega un papel de contrapunto, acaso de barrera emocional ante el
cataclismo que supondrá para un niño la guerra civil, cuya alargada
sombra es proyectada constante y amargamente a lo largo de sus
páginas. Comienza el referido libro con unos versos que iluminan el
resto de la obra, porque contiene ya gran parte de los elementos
esenciales de su poética:
Hoy
me llegan calientes los recuerdos
llenos
de sol de estío, de tardes prietas
en
sadismo infantil buscando grillos
por
la pradera rumorosa y noble
con
sus pozos de antigua arboladura
sembrando
de nostalgia la mirada,
y
las verdes culebras sobre el limo
verde
y mojado de la charca eterna.
El
cedazo,
bascula entre el canto y el llanto. Son sus páginas la rememoración
de un paraíso ya definitiva y trágicamente perdido, visto desde el
fondo de ese barranco donde va a parar la yegua de Juanini en una
noche donde se desatan, casi al unísono, el aguaje y los tiros. Es
desde ese barranco, batido por la lluvia (que más tarde, en Oficio
de vivir
y en Tiranía,
se transformará en viento), pero en verdad encenagado por los lobos
inciviles de la discordia, desde donde sitúa su punto de vista Juan
Delgado López y al que seguirá siendo fiel entrega tras entrega.
El
tema de la memoria reaparece nítidamente en Treinta
sonetos vegetales
(Badajoz, 1996). Con él retorna Juan Delgado a su Campofrío natal,
convertido ahora en esa patria rilkeana, que es la infancia.
Reaparecen aquí los muros protectores, las sombras tutelares, la
atmósfera femenina, el “ámbito de la madre”, que todo lo
ampara. Construido en el riguroso arte del soneto, el poeta vuelve la
mirada hacia los paisajes de su niñez a través de esos árboles que
sirven de hitos de una memoria (de un tiempo) que el poeta, más
sereno y contenido en su decir, acaso más nostálgico, intenta
recuperar. Entiendo, pues, que este libro habría que leerse como el
reencuentro emocionado de JD con su infancia, con su pueblo y, si me
apuran, con el patio de su casa, visto como el centro gravitatorio de
una existencia definitivamente perdida, dejada atrás. Juan Delgado
se retroalimenta en estos árboles modestos, dadivosos, capaces de
atraer las siempre copiosas precipitaciones del recuerdo. Treinta
sonetos...
es un libro amable, en el sentido de que el poeta no problematiza ni
se cuestiona, como hiciera en El
Cedazo,
las causas de su pérdida del paraíso. Los árboles de sus sonetos,
asientan sus raíces sobre el terreno fértil de la memoria, que
ahora es gozosa, indagadora, constructiva, teñida, eso sí, de una
fina gasa de melancolía y de ternura.
Casi
treinta años más tarde Juan Delgado retorna al “cedazo” de su
infancia, con Paisajes
de la memoria
(2002), escrito predominantemente en prosa poética. Es el paisaje,
en efecto, el catalizador de gran parte de ese mundo interior al que
retorna con la turbación de quien ha errado el camino. Como en
Treinta
sonetos,
las prosas de su Paisajes
suponen el retorno de Delgado a su patria (a su infancia) a través
del paisaje, con la diferencia de que si los sonetos reflejaban un
mundo interior, bendecido por las manos femeninas, en Paisajes
se vuelve a enfrentar con un mundo exterior, mucho más áspero y
problemático, en el que reaparece la crueldad y los peores
instintos, pero esta vez la mirada del poeta parece más aquietada,
dando paso a la ternura y a la piedad. Muchos son los pasajes de este
libro que buscan el reconocimiento a personajes reales que en medio
de la negrura, supieron desprenderse de lo mejor de sí mismos, para
aliviar la desesperación de los demás. Los paisajes que registra
Delgado en este libro son paisajes habitados, humanizados por la
memoria, paisajes exteriores, pero también interiores, con
habitaciones, despensas, cuartos, albercas, calles, árboles, pozos
oscuros, patios umbríos de geranios encendidos, donde transitan
mujeres que vuelven de la memoria, cargadas de paciencia y de
vida..., un paisaje, en fin, por el que deambulan figuras y rostros,
que a fuerza de ser habitado, rememorado, cantado y por qué no,
sufrido, adquiere las dimensiones de un teatro íntimo en el que, y
ahí estriba el misterio y el milagro de la creación, nos sentimos
representados. Paisaje
de la memoria
opera como una relectura pormenorizada de El
cedazo.
Muchos de los episodios y personajes que aparecían en este libro,
vuelven a retomarse en aquél, creando un evidente sentido especular,
si bien, como hemos referido, Paisajes
se puede ver no tanto como una necesidad de desenterrar los fantasmas
de la infancia, cuanto de reconsiderar la infancia desde los ojos de
la reconciliación. Existe el dolor en Paisajes,
pero prepondera la ternura, la comprensión, el homenaje a quienes
salieron indemnes de aquel trago.
Muy
cercano a la memoria, a veces trenzándose con ella, aparece el tema
del compromiso. Ya hemos insinuado que Delgado pertenece a una
tradición minera donde los valores del compañerismo y el compromiso
social han mantenido un peso muy evidente. Por otra parte conviene no
olvidar las vicisitudes históricas que han acompañado al poeta a lo
largo de su vida. También tenemos que tener en cuenta que los
comienzos de su largo camino literario vienen marcados por una
tendencia social y realista de la poesía española, si bien tal
escuela comienza a presentar signos de esclerosis a principios de la
década de los 60, cuando los llamados poetas del lenguaje (Soto
Vergés, Jesús Hilario Tundidor, etc...) irrumpen en el mundo
poético español, dando paso con posterioridad a los más cacareados
novísimos.
El
primer libro de Delgado es La
sangre perseguida, escrito
entre 1969 y 1973 y jamás editado en su forma original. Ya el título
delata las intenciones del autor, pero veamos los dos primeros
versos, donde Delgado, impostando el tono de “Niño Yuntero” de
un Hernández leído a escondidas (influencia decisiva en esa época),
se retrata:
¡Ay
minero de Riotinto de triste voz enterrada,
con
la sangre perseguida, prisionera y lacerada!
Delgado,
siguiendo los pasos de Morón y Hernández, traza en este libro la
genealogía moral de los mineros de Riotinto, a través de sus ansias
y sufrimientos, sin olvidar sus hitos históricos, como aquel
infausto 4 de febrero de 1888, llamado de los tiros, en el que fueron
masacrados decenas de personas, hecho que Delgado revisitará en
ulteriores entregas. La
sangre
es un libro atrevido y duro, incapaz de franquear las puertas de la
censura franquista. En todo caso, moroniano en la concepción y
hernandiano y lorquiano en el decir, adolece todavía de un estilo y
de un carácter propio.
Con
el tiempo, La
sangre perseguida
será el germen de la cantata Cobre
y Viento,
editado en Riotinto en1987, en lo que parece un auto-homenaje de la
tierra a su propio dolor y a su propia historia. En este libro,
concebido como obra musical, Delgado canta a la dura gente de su
“tierra de polvo y de esfuerzo”, que ha vivido en condiciones
infernales, que ha luchado con dignidad, que ha sabido ganarse el pan
con el sudor de su frente. Como refiere en su última canción, el
poeta se busca y se funde con su tierra, en ese dolor que llega de
las galerías, en la entrega y en el sufrimiento que cada minero
lleva en su sangre, como un niño perdido.
Corta Atalaya, Río tinto. |
En
1999 Juan Delgado comienza a escribir un libro aún inédito titulado
Memoria
de la niebla,
que ve aquí la luz por vez primera, y que insiste en el compromiso
vital que desde hace décadas ha venido sosteniendo con su tierra y
con su gente. Memoria...
es un libro de desagravio, donde Delgado, que comienza su primer
poema relatando la historia tartésica y milenaria de la mina,
continúa narrando la terrible “carga de sangre, sudor y sueños”
que el inhumano colonialismo británico impuso a esta tierra:
Las
mujeres, famélicas, con los pechos vacíos,
ven
morir a sus hijos y se arrancan los pelos
de
desesperación. Lucharon
más
allá de la humana concepción de resistencia,
más
allá de la vida y de la muerte, más allá del amor.
Fue
el tiempo de la mayor iniquidad,
de
la bota pisando la cerviz de la vida...
Memoria
de la niebla
es un libro valiente, incisivo, pedregoso si cabe, de compromiso
vital, en el que su autor, que ya había pergeñado su visión tanto
En
la sangre perseguida
cuanto en la cantata titulada Cobre
y viento,
al margen de su libro de relatos Cuentos
del viejo capataz
(1995), nos da cuenta del pasado ignominioso, escandaloso y fúnebre
de su tierra. A diferencia de otros autores de la cuenca que han
decidido reflejar el período de dominación colonial inglesa como
ejemplo de progreso y de armonía intercultural, dejando de lado la
dura carga de arbitrariedad, humillaciones, oprobios y crueldades que
hubo de sufrir la comarca y sus gentes, Delgado no deja de advertir
en estas páginas toda la carga de sufrimiento y de castigo de un
pueblo que luchó siempre con dignidad y con conciencia de clase.
Hasta el paisaje parece volverse híspido, lleno de costurones y de
rabia, en estos versos hirientes, duros, enérgicos como la tierra de
la que nacieron:
Los
montes calcinados en vómitos oscuros
parecen
maquillados para el Juicio Final
que
inexorablemente afila sus colmillos.
Prodigiosos
abismos jalonan las tinieblas
de
fuego del terrible Palacio de la Noche,
y
allí, en la fiebre del bárbaro conjunto,
Como
vemos, compromiso y memoria, memoria y compromiso se trenzan en la
obra de Juan Delgado de tal manera que resulta difícil saber dónde
comienza el uno y dónde concluye el otro. Pero el compromiso del
poeta radicado en Riotinto no sólo se atiene al rasgo social o
histórico que hemos repasado esquemáticamente en esta trilogía,
que culmina el impresionante Memoria
de la niebla,
sino que se escora hacia el lado de la identidad, otro de los
referentes axiales en que hemos dividido su obra. Identidad y
compromiso, como antes ocurriera con memoria y compromiso, aparecen
íntimamente entrelazados, de manera que no siempre es fácil
delimitarlos.
Juan
Delgado siempre ha sido consciente del tiempo histórico que le ha
tocado vivir, pero también del lugar espacial donde ha nacido y
transcurrido su existencia. La sierra onubense, especialmente
Campofrío, y la cuenca minera, especialmente Ríotinto, han
conformado su referente vital, el territorio en el que ha fijado sus
raíces. Ya en el libro Memoria
de la niebla,
nos mostraba con dolor las cicatrices del paisaje roto y esquilmado
de la mina: símbolo no sólo de la crueldad humana, sino también de
la ceguera y de la insania de los explotadores. Pero su relación con
el paisaje no siempre estará marcada por esta sensación de amargura
y de sufrimiento que advertimos en la citada obra.
Río Tinto a su paso por Minas de Riotinto, valga la redundancia. |
Tres
son los libros ya publicados con los que JD nos acerca a su mundo
espacial e identitario: Cancionero
del Odiel
(1991), Cancionero
del Tinto
(2006), con fotografías de Manuel Aragón y Habitante
del bosque
(2007). Comencemos por los dos cancioneros. Ya el título de ambos
nos sugiere una cierta complicidad, cuando no complementariedad.
Media entre ellos la redacción de libros decisivos como son Tiranía
del viento,
publicado en 1999, o Habitante
del bosque (editado
en 2007), Memoria
de la niebla
o El
sueño de una noche de ginebra,
escritos entre ambos cancioneros. En realidad Cancionero
del Odiel
y Cancionero
del Tinto
son, pese a su evidente complementariedad, libros opuestos, no ya en
la descripción y concepción del paisaje, solar el uno y lunar el
otro, sino en la propia subjetivación de ese paisaje. Tinto y Odiel
son los ríos que atraviesan la provincia onubense de norte a sur
hasta desembocar en las marismas de Huelva, pero mientras el Odiel,
nacido en la Sierra, que discurre vivaracho y cantarín por su
infancia de Campofrío, es un río infantil de luz y vida, el Tinto,
es un río anciano, de sombras, mineral y telúrico, que parece estar
del lado del conflicto y de la muerte. Dos ríos distintos,
especulares, que se anudan y reflejan precisamente en la experiencia
vital del propio poeta. Mientras el Odiel queda adscrito a la
infancia y sus canciones:
UNA
hojita sí, una hojita no.
—la
mariposa a la flor—//
Una
hojita sí, una hojita no.
—el
pájaro a la canción—.//
Una
hojita sí, una hojita no.
—el
chopo en busca de sol—.
el
Tinto, más bronco y tenebroso discurre por los territorios que viran
hacia la muerte:
Un
cadáver lleva el agua
espuma
del mineral;
nadie
va a su entierro, nadie
llora
su muerte.
perseguido
siempre por la historia del hombre, y su tragedia:
¿Con
qué las limpiaré yo;
las
aguas del Río Tinto
con
qué las desteñiré
que
olviden sangre de siglos?
cuando
no por su propio carácter lunar:
El
pulso de la mina le clava
estiletes
oxidados a la luna.//
La
corriente se la lleva, río abajo,
envuelta
en sangre, desnuda.
Junto
a los dos cancioneros, Juan Delgado no ha dejado de frecuentar
creativamente el territorio donde ha transcurrido su vida. Un ejemplo
es el inédito, Suite
de la Sierra,
cercano en su composición a las prosas poéticas de
Geografía y amor, publicado
con dibujos de José Mª Franco
(Sevilla,
2007). Ambos libros hablan de esa intensa relación que Juan
establece con su territorio vital y con el de sus ancestros. Tal y
como ocurriera con Cancionero
del Odiel,
en Suite...,
Delgado se deja acunar por la lírica popular, de tal manera que los
poemas se convierten en cálidas pinceladas, hermosas canciones
exentas de conflicto. El mundo que reflejan estos poemas es el de la
inocencia, el de la pura oralidad. Tomemos este ejemplo dedicado a
Valdelarco:
La
memoria de la niebla
viste
al pueblo de suspiro.
Solo,
perdido, encontrado
en
la paz de su latido,
Valdelarco
borda en oro
de
leyendas su apellido
en
la almohada serrana
de
su nido.
Una
obra singular en la trayectoria de Delgado es La
luz con el tiempo dentro
(1988), cuaderno de título juanramoniano que opera como islote
bibliográfico, si bien está relacionado con otro cuaderno, Árbol
de bendición.
Si éste se centra en el olivo, como símbolo identitario, aquél lo
hará en la luz. El referente de La
luz...
es sin duda Andalucía, la Andalucía callada, doblada en su cerviz,
sangrante, pero que ha deslumbrado al mundo con su cultura. El tono
armónico y sutil de los poemas, tan lejano al de Memoria
de la niebla,
hacen de La
luz...
un libro apacible, lleno de luz, ecuánime y en cierto sentido
senequista. Árbol
de bendición,
dedicado al olivo, que en cierto sentido entronca con Treinta
sonetos vegetales,
se teje también con los nudos de la identidad, en este caso
andaluza. El olivo, árbol de cultura, aparece como personaje mudo y
capital del paisaje fundacional y de la historia. Es, más que un
elemento del paisaje, un símbolo de plenitud y de cultura.
Habitante
del bosque
(2007), forma junto a El
Cedazo, Oficio de vivir,
Tiranía del viento,
Memoria
de la niebla
y el también inédito Sueño
de una noche de ginebra,
uno de los jalones esenciales en la obra del poeta de Riotinto. Se
trata de un libro denso, otoñal, en el que el autor, en la
culminación de su panteísmo —no lejano al panteísmo junramoniano
de Dios
deseado y deseante— ,
se interroga sobre la vida y hace brotar desde su palabra la
naturaleza, pura, vencida si cabe, pero plena de armonía:
Estoy
aquí, como un dios caudaloso,
sin
voz y con presencia de un estrenado aliento.
En
este sentido Habitante
del bosque,
que es un libro de identidad, pero también de esencialidad, podría
considerarse una especie de obra troncal en la obra de Delgado. Es
aquí donde vienen a parar todos los caminos, todas esas ramas de que
antes hablábamos. Con el pretexto de la mirada otoñal a la Sierra,
el poeta se vuelve cáliz y voz. Cáliz porque toda la naturaleza
exaltada se derrama en él, va a dar en él, que la recibe
alborozado; voz porque es la palabra, su palabra, la que re-crea
—vuelve a crear— el espectáculo de la Naturaleza. Comunión, en
suma:
Estoy
entre los árboles y me encuentro conmigo,
soy
uno más, cansado, de los troncos insomnes
que
pervierten la luz en esguinces de formas.
O aún
más gráficamente en este poema, “Solo” de dos versos rotundos,
esclarecedores:
Reina
la soledad. El mundo rueda
en
la mente de un dios de soledumbre.
En
“Sorpresa”, ya la comunión es completa: el hombre se funde con
el bosque, el “yo” poético trasciende, convirtiéndose él mismo
en bosque:
Estoy
en mí. El bosque ahora soy yo:
se
ha convertido en un pedazo de mi cuerpo roto
que
sólo alienta por mi luz y mi silencio.
Es el
propio poeta, en cuanto cáliz y voz, el que se convierte en Dios, en
el único ser que puede “vivificar” la Naturaleza, unirse a ella,
ser a la vez estrella y lombriz herida:
Aquí,
tendido
en
la humildad brillante de poseer estrellas,
soy
tan alto que puedo
besar
la tierra y ser lombriz o mariposa herida.
Habitante
del bosque,
ya lo hemos dicho, es un libro angular en la trayectoria creativa de
Juan Delgado. En él vienen a desaguar y a fraguar todas sus demás
entregas. Es un libro prometeico, panteísta, pero también un libro
otoñal (y no sólo por la recurrente visión plástica del otoño,
de las hojas doradas), donde el autor se despoja de todo para
entregarse a la Naturaleza, para fundirse con ella, verdadero
propósito del libro. Su posterior El
sueño en una noche de ginebra (inédito
hasta hoy), ambientado en los mismos parajes de Habitante...
y en cierto sentido su continuación, hará hincapié en esta
despedida.
La
esencialidad es un rasgo que brota lenta y gradualmente en la obra de
Juan Delgado. Si sus primeros dos libros manifiestan un afán
memorístico, necesario para exorcizar los fantasmas y las deudas
contraídas con el pasado, en Oficio
de vivir
y sus obras posteriores se manifiesta una necesidad de inmanencia y
de identificación con las fuerzas y representaciones de la
Naturaleza.
Aunque
en su primer libro nos ofrece una imagen devastadora de las creencias
religiosas y sus instituciones, desde la perspectiva de aliadas de la
represión, el odio y el fanatismo fascista, Juan Delgado no deja de
ser, a su manera, un escritor “religioso”, si por religión
entendemos la necesidad del hombre de trascender los propios límites
de su experiencia y de su conocimiento. El poeta no se siente en modo
alguno un ser aislado del mundo, sino que vive ligado a todo cuanto
le rodea, ligado con el hombre y su historia, sí, pero también con
el nodular misterio de la existencia. En efecto, Juan es un poeta de
la Naturaleza, un panteísta que, obviamente, no puede ni quiere
desligarse de su legado cultural y sanguíneo. Existe en el poeta de
Campofrío una visión trascendente que él trata de sorprender una y
otra vez en los elementos naturales, donde viene a sentirse como un
elemento más. Ríos, regatos, montañas, árboles, cielo, sol, mar,
pájaros, hierba..., aparecen de continuo por sus poemas no sólo
como una prueba de la inmanencia, sino de liberación. La Naturaleza
para Juan Delgado representa ese estadio virgen y paradisíaco donde
se celebra la existencia y sólo la presencia omnívora del hombre,
ese viento gélido y tenebroso que una y otra vez aparece en su obra,
emponzoña esa celebración, esa comunión. No importa repetir que
esta dicotomía entre Naturaleza y Hombre constituye acaso el rasgo
más capital y persistente en la escritura de Juan Delgado.
Todo
está programado. El escenario
en
una mente eterna se perfila:
Incandescente
rueda por la nada
la
pelota perdida que promete
liberar
de tinieblas el vacío.
Con
estos reveladores versos que nos ponen en el umbral de una
cosmogonía, comienza uno de los libros más importantes y
significativos en la trayectoria vital y poética de Juan Delgado,
Oficio
de vivir,
que es en realidad un canto al hombre en su terrible condena. La
visión del hombre que se muestra en este libro de título pavesiano,
es la del dolor, la del quebranto. El hombre ha sido, por mor de su
egoísmo, de su impiedad y de su ceguera, expulsado del paraíso (del
“teatro eterno”, que dirá significativamente el poeta),
enajenado de su propia condición natural y se ve errando sin
sentido, a vueltas con la duda, embriagado por la supuesta grandeza
de su propia existencia, pero en el fondo huérfano. Según Delgado,
el hombre ha roto el pacto con su propio ser, con su raíz, con ese
entramado solidario de la naturaleza, y por tal motivo habrá de
sufrir hasta el final de sus días. (Por cierto que parecido será el
sufrimiento y el exilio que aquejen al Príncipe rebelde de
Julianita).
Tal sufrimiento es el que aparecerá de una manera crónica en este
libro y constituirá un rasgo recurrente en su obra posterior:
Aquí.
Desnudo en el Dolor.
Con
la recién nacida
idea
de soledad.
Víctima
del instante
y
víctima también del infinito.//
Aquí.
Desnudo en el Amor.
Con
los ojos clavados en la duda
y
las manos cargadas de silencio.
Con
la sangre que duele,
y
es amarilla, y arde...,
y
va gritando al hombre
la
angustia de ser hombre.
El
poeta, sabedor de la ruptura causada por el hombre, clama una y otra
vez por la re-conciliación, por una vuelta a los principios, pero
algo crucial se ha roto entre hombre y naturaleza, de modo que la
respuesta de ésta no puede ser otra que la del silencio, un silencio
abisal, definitivo, que se hace eco de la orfandad humana, pero que
también se impone como castigo. Es el silencio de Dios el que
sugiere el panteísta Delgado: la ruptura, la grieta surgida entre el
hombre y el universo, que él, muchos años más tarde tratará de
cerrar en su Habitante
del bosque.
Ciertamente esta amarga visión parece un calco de la recogida en el
Libro
del Génesis,
cuando Adán y Eva son expulsados del paraíso, tras haber
traicionado la confianza de Dios, al comer de la manzana prohibida,
pero, como ya se ha sugerido, en Juan Delgado este pensamiento podría
venir marcado por indelebles tintes autobiográficos. Delgado es un
poeta panteísta, vital, que se sabe parte de un todo armónico en el
que, ay, existe un elemento disonante: el hombre, para el que no hay
futuro:
y
el futuro es un pozo de agua sucia
mal
oliente refugio de los sapos
que
gestan la invasión y el exterminio.
Oficio
de vivir,
se teje sobre este nudo, que Delgado no dejará de frecuentar con su
angustia existencial. Libros tan espaciados en el tiempo como son
Tiranía
del viento
(1999) o Habitante
del bosque
(2006), registrarán este insoluble conflicto, aportando, como es
obvio, sus evidentes peculiaridades.
Oficio
se divide en dos partes. En la primera, vista casi como una
cosmogonía, se afrontará la discusión entre Naturaleza y Hombre,
en un escenario de sombras y traiciones; los veintitrés sonetos que
forman la segunda parte del libro, se anudarán con el significativo
título de “Sonetos existenciales” y se rematarán en una no
menos significativa “Oración”. En los sonetos se aprecia la
influencia de dos poetas a los que Delgado seguirá siendo fiel a lo
largo de los años: el alicantino Miguel Hernández y el cántabro
José Luís Hidalgo: en el primero encontrará el ejemplo de vida y
la intensidad dramática que hace que los versos parezcan escritos en
la piedra, así como esa impronta solar que parece impregnar las
veintitrés piezas; al autor de Raíz
y
Los muertos
debe ese rasgo de angustia existencial que sobrevuela todo el libro,
pero que se hace acaso más intensa en los sonetos.
Como
ya hemos dicho, un rasgo que resulta peculiar en la obra de Delgado
es el sentido circular y recurrente de los temas que va tratando, de
suerte que hay libros suyos que parecen resucitar al cabo de los años
y las publicaciones. Después de Oficio
de vivir,
libro de fuerte carga existencial, Delgado se escora hacia otros
temas, como es la luz —si bien la luz como símbolo de Andalucía—
en La
luz con el tiempo dentro,
o el amor en su De
cuevas y silencios,
un libro deliberadamente ambiguo que por un lado se nos presenta como
un juego de sensualidades y comuniones, y por otro es un canto a la
tierra que fecunda y a la vez es fecundada.
No
será hasta 1999, cuando nuestro poeta publique el que será uno de
sus grandes títulos, Tiranía
del Viento,
que retomará la brecha abierta de Oficio
de vivir.
Tiranía...
es, en apariencia, un libro de corte paisajístico, pero en él el
paisaje no es más que un telón de fondo, una metáfora. El viento
terrible que sopla en cada una de sus páginas sacude, sí, los
paisajes interiores del poeta, que trata de rebelarse o defenderse,
pero el viento del que habla, campa más que en el paisaje, en los
dientes y en los huesos del hombre, que es quien lo mancilla y lo
hiere. Vuelve a presentarse aquí la dicotomía entre paisaje y
hombre de la que hablamos refiriéndonos a Oficio...,
con
la diferencia de que
Tiranía es
un libro mucho más hecho, más maduro, más decisivo, si cabe:
Todo
es sucio y opaco. Todo quema
los
árboles queridos del jardín del ensueño.//
Se
interponen brutales los sonidos
del
viento negro en la indefensa mente:
checa,
purga, tortura, asesinato,
dictador,
guerra, horno crematorio,
tiro
en la nuca o fusilamiento...;
y
los senderos de la luz se pierden
en
el pozo sin fin de la impotencia.
El
paisaje que aparece en Tiranía
es, en palabras del poeta, “un paisaje de ortigas”, donde “todo
es [ya] sucio y opaco. Todo quema los árboles queridos del jardín
del ensueño”. Es pues un libro interior y desatado donde el poeta
examina con dolor, con impotencia su propio áspero mundo. En uno de
los más logrados poemas de toda su carrera, que nos recuerda al
Rosales de la Casa
encendida,
Juan Delgado escribe:
Afuera
está la vida.
Pero
yo estoy aquí, dentro, en la casa cerrada a cal y canto,
en
la memoria de las cosas rotas,
donde
no llega el alma
de
la lluvia y el sol...[...]
Afuera
está la vida,
y
yo no puedo.
Tiranía
del viento,
publicado en plena madurez, es un ejercicio titánico en su
ejecución, equilibrado y preciso en las formas, donde se
transparentan los esfuerzos de nuestro poeta por delimitar los
contornos, por precisar este río de turbulentas voces que parecen
llegar desde lo primigenio, como destilación de una memoria
arrebatada, amorecida, donde emergen aquí y allá, como basáltica
argamasa, sombras y presagios. Es la metáfora del viento la que
Delgado escoge para este libro arrebatador y angustioso. El viento,
como esa presencia oscura que acaba con todo, que va dejando entrever
aquí y allá las huellas inmarcesibles de su paso, esparciendo y
arrumbando las teselas de la vida, cobrando con aplomo y dolor cada
uno de sus débitos y donde a veces, sólo a veces, reaparece,
aterida y cursiva la llama de la esperanza. Como en algunas de sus
colecciones precedentes, el poeta busca en los entresijos de su
infancia una luz húmeda y brillante a la que poder agarrarse, pero
aquel niño que fue, aquella mirada que inauguraba el mundo, se ha
trocado más reseca, más adusta, más aristada. Será el rostro
erosionador y funesto del viento, con sus cargas ancestrales de odios
y miserias, el que acabe por convertirlo todo en un escenario de
pavesas, donde la impotencia, la sensación de fatalidad, la propia
imposibilidad de retornar al viejo paraíso, serán sus ejes
gravitatorios. La atmósfera del libro, cargada de angustia y de una
densidad inusitada, tiene en la metáfora del viento tiránico y
homicida su eje miliar, la presencia en off que justifica y da
dimensión al libro, parece estar abriéndose paso, arrancando
celosías, retorciendo los barrotes de las rejas, castigando las
tablas apuntaladas de la puerta, amenazando en suma ese edificio cada
vez más débil y amenazado que es la vida.
La
claridad del agua se ha estancado
en
las venas, y ahora, maloliente,
no
se puede beber; el alma tiene
que
buscar en lo hondo, en las entrañas
del
tiempo, en el pozo más profundo
de
la duda hasta el fin del sacrificio.
—Treblinka
huele a carne de carroña,
la
muerte es humo en cámaras de Auschwitz,
en
Dachau gimen los que se salvaron
de
la fosa común con cal e indiferencia.
Gruta de Aracena |
Tiranía,
pues, es una obra compleja, de precisa arquitectura, que avanza sobre
dos brazos paralelos y complementarios (los frescos que depara la
realidad, las hebras del ensueño) que en ocasiones parecen acercarse
y alejarse, como los meandros de un mismo, agotado río.
Hasta
ahora hemos tratado de recorrer la obra de Juan Delgado desde los
cuatro ejes de la memoria, la esencialidad, el compromiso y la
identidad. Cabría añadir, sin embargo, un quinto elemento que, si
bien se halla repartido desigualmente (mas nunca ausente) en cada uno
de sus libros, tiene en cambio, una esencial importancia en las
entregas más hondas del escritor de Campofrío. Me refiero al
aspecto de lo telúrico, a esa fuerza instintiva y oscura de la
tierra que tira hacia dentro de la memoria caudal y hasta femoral a
la que el poeta se siente adherido, como un imán que lo atrae sin
quererlo. Creo entender que la coartada de lo telúrico, de lo
esencial oscuro, de esa sabiduría del instinto, que da hondura a la
obra de nuestro poeta, nace de la propia visión del paisaje de la
cuenca minera y no tanto de interacciones arquetípicas, que el autor
asumiría de manera previa y fatal. Es cierto que toda obra que se
precie mantiene anclajes con una realidad que nos trasciende y que
esta realidad tiende a manifestarse según unos patrones más o menos
fijos, pero lo que nos interesa de un autor concreto, no es tanto lo
que tenga de “identificable con el acervo genérico”, cuanto la
respuesta personal a ese acervo. A mi entender, la razón del
universo telúrico que ronda a Juan Delgado López, a través de sus
distintos libros, tiene más que ver con un asentamiento puntual y
próximo, es decir, con la asunción con que el poeta reconstruye en
sí mismo su propio paisaje, que queda así dibujado, interiorizado,
re-conocido, con esa luz, con esa textura interior que sólo cabe
ofrecer a través de la poesía. No olvidemos que en Juan Delgado es
también identidad, una manera de entenderse con su propio
imaginario.
La
vena telúrica, por llamarla de algún modo, está presente en muchos
de los libros de Delgado, pero adquiere carta de singularidad en
colecciones como
Cancionero del Tinto,
Tiranía
del Viento
o muy especialmente en De
cuevas y silencios (1988),
merecedor del premio Bahía. De
cuevas y silencios
es, puede ser, una obra amorosa, pero enseguida comprendemos que ese
amor transciende la mera carnalidad y el puro deseo para hacerse
tierra, mineral, entraña. En su primer poemario publicado, Por
la imposible senda de tu boca (1971),
que nos recuerda en su impronta y en su ejecución a El
rayo que no cesa
del poeta de Orihuela, un vitalista Juan Delgado nos da cuenta de su
pasión —“tengo la sangre en pie”, escribe— y de sus desvelos
amorosos. El referente de ese amor, no nos cabe la menor duda, es la
mujer, el cáliz maduro, el centro orbital de una pasión que se
trasciende en amor. Desesperación, ausencia, renuncia, duelo,
afirmación, placer, búsqueda, dudas, de nuevo ausencia... son
jalones en esa comunión que busca el poeta y que encuentra en la
amada. Sin embargo en De
cuevas y silencios
la cartografía del amor busca la raíz, la galería oculta, el
pasaje secreto. Lo que ahora abrasa al poeta es la mujer galería, la
mujer tierra, la mujer mineral, la mujer pilar, sustentadora de un
mundo que no se tiene:
Eres
boca de amor silenciosa y ardiente,
espiral
que succiona hasta el centro del mundo.
En De
cuevas y silencios,
el poeta salta sobre sí mismo y se va en busca de la memoria, de su
primera memoria, pero también de su destino. Un libro, pues, de
introspecciones, donde el poeta, ya en pleno dominio de su voz, se
hace esencial, escarbando y proyectándose en los orígenes. Su
mirada apunta hacia ese majestuoso teatro interior que es el útero,
allá donde nace el mundo, pero también hacia el paisaje
interiorizado de Riotinto, horadado, torsionado, fecundado por hondas
galerías, por dramáticos costurones de mineral, donde la tierra se
muestra desnuda y pletórica. Es a través del amor, de la
fecundación, cuando se reencuentra Juan Delgado con el paisaje, que
ya no actúa como contrapunto ante el mundo feroz de unos hombres que
lo ensucian con su presencia, sino que viene a convertirse en refugio
interior, en órgano sexual, fecundante, anterior y posterior al
hombre. De
Cuevas
y silencios
podría considerarse a primera vista, un libro atípico en la
bibliografía del poeta de Campofrío, pero es, a la vez, el que
sostiene sus libros anteriores y posteriores. Del dolor hondo, de
raíz existencial, que observábamos en Oficio
de vivir,
y que más tarde reaparecerá en Tiranía
del viento, pasamos
a en De
cuevas y silencios
a la búsqueda de un sentido, de una luz inaugural, de un principio
motor, de una causa última y primera. La tierra, palpitante y honda,
capaz de autorregenerarse, representa esa causa y ese principio. Si
Juan Delgado fuese un poeta metafísico, hubiera buscado y acaso
encontrado en Dios las respuestas que demandaba un libro como Oficio
de vivir,
pero Juan Delgado no es, no quiere ser todavía un poeta metafísico
(lo será a su modo en Habitante
del bosque),
sino telúrico, que va en busca de esas respuestas en las entrañas
mismas de la tierra, en ese ser primordial, atávico e instintivo que
habita en el fondo de cada uno de nosotros.
(No
es este ensayo el lugar más idóneo para examinar la curiosa y
equilibrada convergencia que en la obra de Juan Delgado vienen a
representar los cuatro elementos de que hablara el griego: agua,
tierra, fuego y aire. Sugiero a más sagaces y afortunados
comentaristas esta curiosa y apasionante tarea).
Cercano
a De
cuevas y silencios
es Julianita,
poema para un oratorio
(2006), basado en una conocida leyenda de Aracena, ya escrita por
José Nogales, según la cual el Príncipe de la Luz, al rebelarse
contra su padre, el Rey Sol, es condenado a la oscuridad de la Gruta
de las Maravillas, donde se lamenta amargamente. Sus lamentos llegan
a oídos de una hermosa adolescente, Julianita, que se compadece de
él. El amor surge entre el Príncipe y la muchacha y con él la
desdicha, pues el encierro del Príncipe concluirá cuando conozca el
amor, de manera que al ser privado del amor de Julianita, quien ha
decidido dejar el mundo de la luz para vivir en la gruta junto a él,
se da muerte y la muchacha se convierte así en un ser errante por
las hondas y exultantes galerías de la gruta. La cercanía física
entre De
cuevas
y Julianita,
viene dada por las referencias telúricas y amorosas que ambos libros
destilan, pero en Julianita,
a mi modo de ver, prepondera el sentido de rebelión, sobre lo
feérico, por no entrar en ramificaciones sicoanalíticas. Es la pura
libertad, la rebeldía contra la ley establecida, la insumisión del
hijo contra el padre, lo que precipita la tragedia. El amor es el
bálsamo, el cauterio, el milagro que hace soportar la dura condena,
el mundo oscuro. ¿Un libro telúrico?, sí, sin duda, pero también
un canto a la rebeldía y a la libertad. Al amor.
El
amor es también un tema importante en la trayectoria de Juan Delgado
López. Su primer libro, Por
la senda imposible de tu boca,
del que ya hemos hablado, se centraba en el amor, como también
Julianita.
El amor de Por
la imposible...
era apasionado, desbocado, en el que la duda y la ausencia,
desesperaban al poeta, que quería fundirse totalmente en la amada.
En Julianita
el amor servía como lenitivo a la condena y era concebido como
salvación. Seis
sonetos para un mismo amor
(1998), un delicioso cuaderno dedicado a Angelita, el amor de su
vida, es realmente un homenaje, una ofrenda, un reconocimiento a ese
amor que fructificó en la niñez y se ha prolongado a través del
tiempo. En los seis sonetos caben todos los estadios del amor; desde
las dudas y las sorpresas iniciales, hasta la fecundidad, la ternura,
el deseo, la vida doméstica y sosegada.
En
este repaso apresurado de la obra del poeta de Riotinto no es posible
detenernos como quisiéramos en el viaje. Ya al hablar del compromiso
y la identidad, nos hacíamos eco de esos referentes culturales en
los que se veía reflejado el poeta y van sustanciando su obra. Dos
libros inéditos, Al
andar,
y Cuaderno
de Santa María de Mave,
a los que habría que sumar el también inédito Suite
de la Sierra,
dan cuenta del interés y la curiosidad intelectual del poeta por las
cosas que le rodean o las que le salen al camino. Cuaderno
de Santa María de Mave,
nos recuerda en su plasticidad, pero también en su esencialidad a
Habitante
del bosque.
El cuaderno da cuenta del asombro ante el paisaje castellano,
centrado en la sobriedad y en la pureza que el poeta asocia a la
religiosidad. La presencia trascendente de Dios parece flotar en cada
uno de los poemas. Es, si me lo permiten, un libro donde se une la
sobriedad machadiana con el “vuelo” del último Juan Ramón. En
este cuaderno Juan Delgado parece dar en sí, encontrarse. Estos
paisajes y claustros bendecidos por el silencio y la edad sirven al
poeta para meditar sobre el paso del tiempo, pero también sobre la
permanencia, la soledad, la relación del hombre consigo mismo. Un
libro, pues, de revelación. Al
andar,
precedente de Suite
de la Sierra,
y escrito en 20 años de caminar, es un cuaderno de hermosas estampas
de viaje, pero en el que se vierte toda la tradición lírica
castellana. En él se abrazan el Atlántico de Isla Canela con el
Cantábrico de Fuenterrabía, la prolija Meseta castellana con el
ardiente sur. Una colección de canciones, impresiones y reflexiones
de caminante, escritas con esa ligereza de quien está de paso.
Los
días encontrados y otras oraciones
(1999) es también un libro extraño en la bibliografía de Delgado.
Su extrañeza no deriva de su temática, sino de la propia concepción
del libro. No es, como todos lo que conforman su dilatada obra, un
libro unitario, sino el resultado de sucesivos estratos en el que se
registran varios materiales que no guardan otra conexión entre sí
que el estilo personal, inconfundible del poeta. Sus piezas fueron
apareciendo en revistas y catálogos sin que, lógicamente, hubiera
cuando se concibieron, un criterio unificador. Con todo, alguno de
los mejores y más logrados poemas de Delgado se hallan en este libro
de poemas, en el que Delgado frecuenta el homenaje emocionado a las
personas queridas y compañeros de viaje.
El
hasta la fecha último libro de JD es Sueño
de una noche de ginebra.
Se trata de una reflexión sobre la vida y la muerte, ante ese vaso
de ginebra que aquí posee un carácter especular y confesional. El
poeta, tal vez “inducido” por la ginebra, “tan redonda en el
vaso”, mezclándola con su propia sangre, dialoga consigo mismo,
como si esa revelación “lo estuviera esperando desde siempre”,
como si hubiera necesitado tan largo camino de vida y esperanza para
llegar al punto exacto donde la verdad se revela, donde el ser
aparece desnudo ante sí mismo:
Y
me miré en su fondo repleto de estaños apagados y destellos
fugaces,
y
allí estaba un suspiro de medusa
que
me creció en los pulsos como una sangre alada
que
me alzara triunfante a la aventura ingrávida de conjugar el ser con
el no [ser,
a
despojarme de todas las oblicuas y opacas complacencias para dejarme
[limpio
en
la imposible noche de la verdad luciente, de la verdad sonora.
Frente
a sus últimas colecciones (léase Habitante...,
Memoria...),
Sueño...
se concibe como un libro abierto, donde el poder de la palabra y de
la introspección cobran un inusitado interés. El poeta aquí,
desata su lengua, se lanza a ese río especular al que lo invita la
ginebra. Y aunque no estemos hablando de recuento o de balance de
vida, en este diálogo sin cortapisas entre el autor y su imagen,
percibimos que las cartas del tiempo se van poniendo sobre la mesa:
Los
fantasmas del tiempo recobrado
van
disparando el flash de la memoria,
y
en una millonésima de instante
desfilan
por la mente los círculos concéntricos
de
una vida vivida en reflejos de azogue.
Y
que a pesar de esa cordialidad, de entendimiento casi, se advierte ya
un fin, un retorno a los orígenes:
es
el retorno a casa,
a
la casa perdida,
a
la casa habitable,
al
jardín encendido de los sueños.
Sueño,
en efecto, cierra espléndidamente el círculo que comenzara con El
cedazo.
Habrá sin duda nuevos libros con los que continuar este viaje, pero
nosotros hemos acabado aquí nuestro recorrido y llegado a nuestro
puerto. De hecho el autor no ha incluido en este libro los libros
inéditos: los primerizos Primeros
poemas
y La
mina en la sangre,
ambos escritos en la década de 50, Poemas
de ausencia,
de la década siguiente, el oratorio Poema
del Descubrimiento
—oratorio— escrito en 1980, Las
muñecas de tía Rosario lloran
y Enredados,
aguja, hilo y dedal,
ambos de 2009 o Tinduf,
el dolor de la arena (homenaje a los saharauis) también
de 2009,
así
como Sonetos
humanales,
Y
Dios puso la risa de un niño en mi paisaje,
o la carpeta Dedicatorias
y homenajes, que
acaso algún día vean la luz.
Como
se ha dicho, no era intención nuestra analizar en profundidad cada
una de las vetas y jalones que conforman la bibliografía de Delgado,
sino servir de meros guías para una lectura más provechosa de los
poemas que siguen. El no habernos conducido por un eje temporal, lo
sabemos, presenta notables desventajas, pero dado el dibujo de
círculos concéntricos que recrea la obra de Juan Delgado López,
hemos preferido abordarla desde una estrategia axial. En cualquier
caso, lo que pretendemos es que el lector, tanto el conocedor de la
obra como el que se enfrenta a ella por vez primera, se reconozca en
cada una de las distintas facetas de este poeta enormemente coherente
y a la vez poliédrico a quien seguimos, admiramos y queremos.
Fuenteheridos,
5 de marzo de 2006, 11 de octubre de 2010
Sobre
la consideración de completa podría haber algún tipo de sensato
desacuerdo por parte de sus futuros estudiosos. Digamos que la
presente edición es la que Juan Delgado me confió como completa,
sin que esto excluyera, paradójicamente, que se quedaran por unos u
otros motivos algunos poemas fuera. Esta es, para acabar, “su”
poesía completa y a su voluntad nos aferramos.
José
María Fontenla Granado (Riotinto 1883, Huelva, 1968), considerado
como el verdadero impulsor intelectual del grupo, era oficinista en
las minas y fue poeta, narrador y colaborador periodístico en
diarios onubenses. Entre sus libros recordemos la interesante
novela, 4
de febrero de 1888
, inédita, como el resto de su obra..
Manuel
Chaparro Wert nació en Ríotinto en 1901y murió en la misma
localidad en 1970. Fue maestro nacional y facultativo de minas.
Publicó Serranía
y Poemas
del camino (verso),
así como Estampas
escolares
Cartas
a Javierín,
11
cuentos
y La
ciudad enemiga,
en prosa.
Francisco
Arranz García nació en Riotinto en 1899. Fue facultativo de minas
y durante un tiempo ejerció su profesión en México. Más tarde se
hizo profesor de inglés y se dedicó a la enseñanza. Su obra
permanece inédita, salvo Poemas
de la mina
(1976), y los poemas publicados en revistas y publicaciones locales.
Aunque
nacido en Puebla de Guzmán en 1897, José María Morón pasó su
infancia y juventud en una Nerva convulsionada por los movimientos
sindicales. En 1933 obtiene el premio Nacional de Poesía por el
libro Minero
de estrellas,
que combina tradicionalidad formal con una preocupación por los
contenidos sociales, teniendo como eje conceptual la dura vida en
las minas. Aunque publicó con posterioridad algunos otros libros de
expresión vanguardista, se lo recuerda por el citado libro.
Falleció en Madrid en 1966.
0 comentarios:
Publicar un comentario