CANIJO, LA BAJADA A LOS INFIERNOS DE FERNANDO MANSILLA

 CANIJO, LA BAJADA A LOS INFIERNOS DE FERNANDO MANSILLA

La historia siempre la cuenta quien gana la historia y con ella su relato. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Los años ochenta y noventa de la pasada centuria pasan por ser años de esperanza colectiva, de modernidad, de progreso social y económico en España. Quizás fuera también eso, no sé, pero para quienes vivieron en su zona de sombra, no debió ser fácil pasar sus puertos y fronteras. Fernando Mansilla que fue uno de ellos, que se invistió en un superviviente de toda la grisalla y toda la inmundicia de esos años, lo supo bien. Nacido en Barcelona fue a caer en el Pumarejo sevillano en el año 1981, cuando en el Pumarejo empezaba la fiesta negra del caballo. Por ese año y el siguiente yo también era un junlai que me trabajaba las calles del barrio y compraba posturitas de chocolate a un gitano rumboso (que puede que aparezca como sobresaliente en esta novela) en la misma esquina del Puma con San Luis, el epicentro de Canijo. Muchas veces debí cruzarme con Fernando Mansilla y con esa pléyade de personajes que aparecen en su Canijo, que acabo de leer, luego de beberme el documental Libertino, de mi medio paisano Rafael Oliver, que lo conoció bien, Pero, claro, yo me quedé en los porritos que fumaba en algún umbral de la calle Parras donde había nacido Juanita Reina o en las inmediaciones de San Luis, mi reino. Pero yo nunca pasé de la posturita y así me ahorré el viaje al fondo de la noche que tan exhaustivamente describe Mansilla en esta extraordinaria novela. Ni un servidor tenía dinero ni muchas ganas de caer en el hoyo de la droga dura. No sé si es por eso que al leer Canijo, la novela de Mansilla que, desde luego tiene mucho de autobiográfica -una novela de este jaez no puede escribirse sin una fortísima carga personal-, he entrado en tan rápida combustión que su lectura no me ha abandonado hasta acabar tan exhausto como sus personajes ya en sus últimas líneas. El caso es que entrar en Canijo no ha sido como entrar en una novela convencional, sino traspasar un cristal y sentir que todo cuanto allí pasaba, todo cuanto en sus páginas se iba cociendo, me concernía, participaba de mi experiencia vital y de la de toda una generación. Muy pocas veces en la vida de un lector avezado una novela tiene el poder de envolverle de tal manera que se sienta atrapado entre el dédalo de sus paginas, arrastrado de línea a línea por la fuerza irresistible y lisérgica de la historia y del estilo, hasta el punto de crear en el lector una adicción del tipo de la que es capaz de crear Mansilla con su mágico y asombroso Canijo, que curiosamente habla de las adicciones.
Canijo nos sumerge en el submundo yonqui de la Sevilla de 1982 a 1987, que marca en España la llegada del caballo y la irrupción del sida, que debastará a una generación de chicos. Mientras la ciudad se transforma de una capital provinciana y sucia en una ciudad sensual y coqueta que en breve albergará la Expo ´92, que hace traslucir su glamour y su cosa, otra Sevilla, mucho más oscura y despiadada brega en sus callejuelas por un pico, bajando de tres en tres los escalones que conducen a los sótanos del infierno. En ese vericueto de calles que se estiran y enmarañan entre el albero de La Alameda y la calle San Luis, los personajes de Canijo se buscan la vida y las venas como pueden, utilizando todo cuanto tienen a mano, unas veces una navaja, otras la dignidad, otras la suerte o la mala suerte, de forma que todo ese hormiguero de voces, de pasos, de portales, de caídas y recaídas, se convierte en un gran agujero de voces y de pasos por donde transita lo peor y a veces lo mejor del género humano. Unos y otros personajes de esta adictiva historia conviven en esta búsqueda y en ese horror que Mansilla -y he aquí lo formidable- consigue hacer habitable, incluso heroico a través de un texto límpido, eficaz, que sabe condimentar su historia con el habla sevillana y caló, lo que envuelve el texto en un halo de naturalidad y verosimilitud. Este libro, claro, no podía se escrito de otra forma de como lo hace Mansilla que une el don del oído al de la mesura. Es cierto, todos o casi todos los personajes de esta novela inician su bajada a los infiernos, unos de una manera y otros de otra, porque no son ni pueden ser lo mismo el viaje del terrible Gamba o el Limones, que todo lo van sembrando de canguelo, de violencia y de animalidad, que el de Carlos Serena, un joven trompetista que deambula por las calles como un ser desorientado y sensible que ha perdido definitivamente el rumbo de la vida y que ya sólo pretende sobrevivir y demostrarse a si mismo que a pesar de todo sigue siendo un hombre. No es lo mismo el Viejo e impoluto Camarasa, forrado de oro, que los hermanos Molina, tocados ppor la traedia, o que la patulea de yonquis que desde la mañana temprano recorren las esquinas y ventanas de la ciudad en busca de su papelito y su cosa. El retablo que aquí nos propone Mansilla forma así una especie de Monipodio cervantino donde bullen todos los miasmas del mundo y donde cada cual trata de encontrar la pócima sagrada que les alivie el día. Pero no es ésta la única referencia clásica que encontramos en este libro. Uno lee Canijo como si se tratara de una Iliada moderna, sí, porque hay a lo largo de su bien trabada historia, una lucha sin cuartel entre lo interior y lo exterior, un continuo entrechocar de escudos y de navajas, un ir y venir de personajes envalentonados y de personajes frágiles que tratan de sobreponerse a la inevitable caída. Por haber hay hasta una suerte de Aquiles que parece inmune a las heridas de arma blanca, en un claro guiño homérico. En fin, una novela sorprendente escrita con gusto, con distancia, sin eludir lo sangriento pero sin cebarse ni mucho menos en la sangre. Una de esas novelas, en definitiva, que si mucho no me equivoco va camino de convertirse en un clásico, pues es capaz de interpelarte, de proponerte cosas, de contarte algo que te hace sentirte como un ser humano que lucha en este cenagal en el que hemos convertido la vida.

Canijo', de Fernando Mansilla: la heroína en Sevilla | by Eduardo Irujo |  Papel en Blanco 
No sé si muchos se han fijado en una cierta anormalidad -o no- que afecta a los artistas sevillanos. Normalmente si uno se atiene al momento presente -a cualquier momento presente-, parece que es la cultura oficial de Sevilla, la cultura capillita y costumbrista la única existente, la que se impone, la que ocupa y llena los ateneos, las casas provinciales, los cortes-ingleses y demás instituciones, pero cuando uno escarba un poco en la cultura viva sevillana, cuando las hojas del tiempo caen sobre el asfalto, desnudando el paisaje y dando visibilidad a lo que antes no fue visible, comienza a surgir una otra manifestación de la cultura sevillana mucho más underground y si me apuran castiza, que acaba por imponerse. El caso de Mansilla, un artista siempre al filo de lo imposible y de la invisibilidad, me resulta paradigmático. Como me lo resultan definitivamente Silvio Melgarejo o en su caso Luis Cernuda, como desde luego lo son Pata Negra, Carlos Lencero, José María Algaba, Ricardo Pachón, Kiko Veneno, Smach, el Chocolate, el Pali o incluso Ignacio Sánchez Mejías, que reflejan esa otra Sevilla que casi nadie quiere ver, que tiene mucho de guasa surrealista, pero también de visión senequista y amarga. Una Sevilla que se ríe y se llora de sí misma.
Concluye el libro de Mansilla (ed. Barret) con un colofón cuya última frase es "haze mansillista". Muchos lo somos ya.

EL MUNDO DE TRUMAN

 EL MUNDO DE TRUMAN

Retratos - Capote, Truman - 978-84-339-6670-4 - Editorial Anagrama 

 

Con ocasión de la serie Feud, donde se da cuenta de los últimos años vividos por Truman Capote, tras dar a la luz varios capis de Plegarias atendidas, gracias a los cuales se vio privado del favor de sus cisnes, mujeres de la gran sociedad neoyorkina de los setenta, esposas de potentados y políticos de relumbrón, riquísimas, sutiles y glamurosísimas, decía que con ocasión de la serie, me he puesto con la biografía trumanesca escrita por Gerard Clarke y he alucinado en colores. Con Capote, infierno, paraíso, paraíso e infierno, sordidez y glamour, buen gusto y hedor, se entrelazan de una manera absoluta. Con veinte años, tras una infancia sureña, desdichada y feliz al mismo tiempo, cuidado por sus tías, medio abandonado por sus padres, y sus modales de chico desinhibido y aparatosamente homosexual, ya se había ganado el prestigio de las revistas y los ambientes literatos de NY donde lo consideraban carne fresca. No había publicado aún un solo libro y ya era considerado la perla blanca de la nueva literatura, un nuevo Scott Fitzgerald. Se gastaba la pasta que le ofrecían en los mejores restaurantes y tiendas de la ciudad, donde era reconocido como una especie de duendecillo locuaz y manirroto. Su madre, una mujer profundamente desequilibrada y arribista, que tras un matrimonio destartalado con su padre, un tal Arch, había conocido a un empresario llamado Joe Capote, tenía entre ceja y ceja triunfar en los ambientes chics de la ciudad del Hudson, pero no lo había logrado. Su ascendencia sureña no era del gusto de los yanquis. Eso marcó profundamente la mentalidad del joven escritor que de pronto tenía a su alcance un mundo rutilante donde él se movía como pez en el agua. Llegó su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, un libro sorprendente, pero tampoco nada del otro mundo, que vino a sellar, sin embargo, su explosión. El chicuelo petulante y afeminado había llegado ya a su sitio, que no era otra cosa que la sombra de la divinidad neoyorkina. Capote, un tipo tan inteligente como chispeante se las ingeniaba para estar en boca de todos, para ser la salsa de todos los guisos y la guindilla de todos los platos, el conocedor de los secretos de tocador mejor guardados de la ciudad. Escritor de moda, concibió carísimos guiones para Brodway y para películas y conoció a las principales personalidades del cine de la época, desde Bogard hasta John Huston, pasando por Marilyn, Montgomery Clift, Ava Gardner, Sinatra y toda la estelar patulea de la época. Durante años vivió a cuerpo de rey por Europa y América relacionándose con las personalidades más incontrovertidas de la época, bebiendo como un cosaco y tomando fármacos sin cuento. Chocó con Norman Mailer y sobre todo con Tennesee Williams y Gore Vidal por unos quítame esas pajas. Se creía intocable, mientras seguía flotando en esa burbuja dorada, adulado por una jet que temía sus pildorazos. Por medio dos novelas, Arpa de hierba, un libro irregular y, sobre todo, Desayuno con diamantes, que fue llevada con rotundo éxito al cine y que a mí me parece un librito descomunal. El personaje de Holy siempre me pareció uno de más fascinantes que yo haya leído. En 1959 cayó en sus manos un suelto del periódico. Una familia de granjeros había sido asesinada en Holcombt, Kansas, el profundo Sur de los Estados Unidos. Capote decidió acudir a Kansas con su amiga de infancia Harper Lee (la autora de Un pequeño ruiseñor). Allí trabó amistad con medio condado y también con los autores del horrendo crimen, con quien mantuvo una amistad bastante controvertida (hay peli al respecto). Parece ser que Capote, que estaba a punto de concluir su célebre A sangre fría a falta de un final, estaba ansioso porque colgaran a sus amigos y acabara la historia de una puñetera vez. Por fin presenció la ejecución, acabó el libro y algo se le quebró dentro. El éxito de la novela, que inauguraba la novela de no ficción -sobre eso también hay mucha tela que cortar- lo convirtió en un personaje aún más célebre y rico, que se lo rifaban en televisión por su lengua desinhibida y su causticidad única. Para celebrar el éxito de su A sangre fría celebró en NY una célebre fiesta a la que acudió lo más granado de la jet a ambos lados del Atlántico. Aquello resultó un despiporre, y aquel sureño bajito de voz aflautada, fue coronado como el rey de Nueva York, que es como decir del mundo conocido. Ese fue su momento de máximo esplendor. Era como ver el mundo desde lo alto del Empire State, con una copa de Don Perignon del 59 en la mano. A partir de entonces sólo le quedaba atemperar su caída. Su vida de excesos, sus indescriptibles chaperillos con los que aparecía aquí y allá, su petulancia y su arrogancia iban a minar poco a poco su figura. Sólo el alcohol y los tranquilizantes lo mantenían en pie, pero no acababa de hincarle el diente a ninguna obra nueva, salvo esporádicos guiones alimenticios. Pronto se presentaron las clínicas de desintoxicación, las recaídas, las humillaciones, la desbandada de sus principales valedores, tras la publicación de varios capítulos de su Plegarias atendidas, libro proustiano donde los haya, donde parecía vengarse de esa sociedad glamurosa que tiempo atrás le había abierto las manos, quizás creyéndolo un perrito de lanas o un bufón que amenizaba con su brutal inteligencia y causticidad sin cuento, las meriendas y las cenas. Ya casi al final de su vida, sacando fuerzas de donde no las había, firmó Música para camaleones, una miscelánea deliciosa que contiene algunas de las mejores páginas escritas por él. Sus últimos cuatro años sobran en su biografía, pues fueron un sin parar de asuntos y escenas turbias, de clínicas, de disparates, de pésimas decisiones y de ninguneo. El chico joven y deslenguado que había sido acogido por la élite neoyorkina acababa como una piltrafa, olvidado por muchos y odiado por casi todos. La suya, por todo esto que cuento, fue una vida sin duda alguna fascinante, como fascinante es su escritura. Flaubert y Proust fueron sus maestros. Flaubert en su estilo límpido y en el manejo del fraseo, Proust fue su referencia vital, su inspiración, su modelo. Libros como Desayuno con diamantes, A sangre fría o Música para camaleones bastarían para encumbrarlo como uno de los mejores estilistas del siglo y quedarán como el legado de un escritor finísimo e inteligente, tocado por los dioses. Lo demás, su vida, hace décadas que se extinguió.


una niña perdida en gonçalo m. tavares

 

La niña perdida, de Gonçalo m. Tavares


Cuando ya todos o cas todos le hemos metido mano a la novela (mañana hablaremos sobre ella) creo que es pertinente hacer algunas reflexiones sobre ella. No he querido hacerlas antes para no mediatizar de ningún modo vuestra lectura.

Una niña está perdida en el siglo XXEstoy releyendo durante estos días Una niña perdida en el siglo XX de Gonçalo m. Tavares, libro del que mañana conversaremos. Como te habrás dado cuenta Una niña es una novela muy especial. Por muchas razones, desde luego, pero acaso lo sea desde la perplejidad que como lectores la novela nos provoca. No es una novela cómoda, no es una novela al uso. Es una obra a mi modo de ver que suscita muchas más preguntas que conclusiones, de tal forma que como sugiere su autor, podríamos afirmar que la novela huye descaradamente de las conclusiones.

Qué tenemos en sus páginas: tenemos a dos personajes que se encuentran en una estación. Un fugitivo (aunque no sabemos de qué huye) llamado Marius y una niña con síndrome de Dawn, que se llama Hanna. A partir de aquí qué pasa, cuáles son los pasos que da la obra. Digamos antes de nada que se trata de una novela acumulativa, es decir donde las cosas no suceden de una manera causal, sino azarosa, pues los personajes van conociendo personajes, sueños y situaciones sin aparente hilazón, sino de forma acumulativa, como ocurría con La Odisea Homero, El Lazarillo de Tormes e incluso con El Quijote, de Cervantes o el Ulises de Joyce. Si a cualquiera de las citadas novelas le quitamos uno o varios capítulos la novela y su espíritu no cambia, como no cambia un ramo de claveles si les quitamos uno o dos claveles. Los personajes y peripecias de nuestra novela se suceden en un orden que podría ser distinto del que es y la novela no perdería casi nada. Podríamos añadir uno o dos capítulos y tampoco la obra se resentiría por ello. Cuando leíamos La vida normal de Maria Dulce Cardoso o incluso Ensayo sobre la ceguera una cosa desembocaba naturalmente en otra, había, por decirlo así, una dialéctica de causa-efecto, una concatenación, de forma que lo que venía después dependía de lo dicho anteriormente. Con La niña esto se rompe. Los capítulos podríamos barajarlos de otra manera y no perdería sentido la obra. De hecho vamos saltando de una situación y de un personaje insólito a otro personaje y situación igual o más insólito sin que haya un hilo donde agarrarnos. Igual pasa con la organización del texto. Sabemos que hay una cierta "densidad" metafórica en torno al nazismo, pero no parece que el tema sea la brutalidad o la sinrazón del nazismo y si lo es parece estar muy escondida. Tenemos indicios de que el nazismo anda por ahí, agazapado, por el hotel, por Vitrius el anticuario, que sigue una hilazón de números, por los tatuajes del dueño de la pensión, por el tipo que va fotografiando niñas con síndrome de Dawn, etc... hasta el punto que estaríamos tentados a pensar que el libro va sobre el nazismo, pero no, el libro habla básicamente de Hanna, la niña indefensa a quienes todos sonríen, a quienes todos (incluido Marius) acogen, de quien todos se percatan. Ella es el centro de la historia, si es que hay alguna historia. Ella se convierte en el solo eje sobre el que bascula el libro. El libro podría hablar también acerca de la desorientación, de cómo el hombre contemporáneo está desorientado, aplastado por la propia realidad, por la historia, hasta tal punto que decide recluirse en un mundo personal, en aventuras íntimas, en extrañezas con las que se enfrenta a la alienación colectiva.

Todo en la novela está como sin cerrar, incluido su final. Esto nos debiera hacer pensar. ¿Por qué el escritor ha elegido esta forma, esta indefinición, qué se espera de nosotros, lectores en esta obra. Cuál es nuestro papel. Porque si en una novela convencional se espera que lleguemos a conclusiones, aquí ¿a qué conclusiones podremos llegar? Quizás lo que nos sugiere el autor es una historia que ha de ser completada por nosotros, que debe ser repensada por nosotros. El autor no define su mirada, su intención, y no nos cuela su manera de ver el mundo, como ocurría con Saramago en Ensayo sobre la ceguera. A propósito de todo esto dice el autor:

Me gusta la idea de un autor sin espacio, un narrador que no sabemos muy bien dónde se ubica, quién es y que no hace ningún juicio de valor. Y me gusta también la idea de un narrador que mira para un lugar sin saber qué lugar es ese.

En estas palabras de autor creo que está el meollo del asunto, si es que el meollo tiene asunto o si hay asunto, meollo o lo que sea.**

 

 


DOCTOR PASAVENTO

 

DOCTOR PASAVENTO DE ENRIQUE VILA-MATAS.

 

Doctor Pasavento - Vila-Matas, Enrique - 978-84-339-6882-1 - Editorial  AnagramaAlgún amigo me dirá con mucha razón que soy un pesado y un cansativo y no tengo más remedio que darle la razón. Soy un pesado y un jartible, vaya por delante. Después de leer Bartleby y compañía, y comenzar Dietario estoy leyendo ahora Doctor Pasavento, una vez que le he cogido carrerilla al para mí siempre escurridizo Enrique Vila-Matas y antes de que me acabe atragantando. Pero no, se me atraganta. De verdad que por más que miro y por más que lo intento no veo nada en su escritura. Lo juro y lo siento como un absoluto fracaso personal. Todo mi ser quisiera entenderlo, pero no, por más que lo intento no acabo de entender la lógica artistica o metafísica o como queramos calificarla, de esta escritura. Todo en la textura literaria de este intento me parece inane, como una torre Eiffel hecha con palillos, como una inmensa gamba hecha con chocolate. Tan inane como la horrible gamba de Lichtenstein en el paseo marítimo de Barcelona o el plátano fijado a la pared con cinta americana. Este libro es como hacer cien mil fotocopias de tu propio culo, o de tu nariz para no ponernos sicalípticos. ¿Hay en eso arte? Yo, que nada doy por hecho, me lo sigo preguntando. ¿Qué es Doctor Pasavento? No hay en ese intento la menor profundidad dramática, no vemos sufrimiento alguno, es como si persiguiéramos a alguien en la calle que camina despacio, ques compra el periódico, que recorre los 150 metros hasta el parque, que busca un banc, que abre el periódico y va recorriendo una a una sus hojas, qu luego hecha unos granos de maíz a las palomas y luego, después d ehaber dejado el periódico en una papelera vuelve a casa, donde se hace una ensalada y unas pastas, friega los cacharros, se echa la siesta mientras se escucha la tele, se levanta, tma un café cn una torta, intenta leer un rto Dctor Pasavento, pone una serie, mira el reloj, se decide a hacer la cena, una cosa ligera, cena con picos y una cerveza, se restriega los ojos, se pone el pijama, se quita las gafas, que deja en la mesilla, se acuesta, se echa las sábanas en lo alto, se retoca el pelo y apaga la luz. No parece que las aventuras de ese individuo, como las del propio Pasavento transformen al personaje, ni siquiera sus percepciones evolucionan, pero es que ni siquiera es empático. Pasavento no traduce las inquietudes de nadie. Es insólito por eso, por eso solo, porque es tan distinto y distante a nosotros que nos produce curiosidad, acaso extrañeza, pero no empatía y n nos muestra nada. ¿Qué representa Pasavento? ¿Qué metáfora esconde? No soporta una mínima comparación con Bartleby, ni con Samsa, ni siquiera con Soares, Remedios la Bella, Andrea (de Nada), Juanita Narboni, Azarías, Juan Lobón, La Maga o Berte Trepax, pongo por caso y ha tenido 300 páginas para ello. No nos plantea un espacio mental como Echner, Chirico o Tanguy, no nos describe un personaje como Hopper o Bacon, y cuando doy estos nombres rimbombanes es sólo para entendernos, por no mencionar a estrictos contemporáneos. Yo a una nocvela le pido que proponga un viaje, una transformación. Si no hay viaje, si el personaje n se mueve de su casilla, si ni siquiera la experiencia por la que pasa es realmente epifánica para el personaje, porqué había de serlo para mí. Porque si el personaje no se transforma, ¿por qué yo, como lector, como alguien que no vive directamente esa experiencia debo experimentar algo? ¿Qué debo incorporar a mi experiencia humana o incluso a mi experiencia como lector cuando leo a Vila-Matas?, me pregunto. No encuentro sustancia en su escritura. He acabado cn muchas fatiguias Doctor Pasavento, una de sus más celebradas obras, y, lo siento, no he encontrado nada en ella. Una especie de semisueño en la azarosa calle Vaneau, de París, un viaje insustancial y truncado a Sevilla, un hotel y varios reencuentros en Nápoles, un tipo que pretende desaparecer, pero que no acaba de desaparecer (tema que, por cierto es el magma de Bartleby y compañía y aquí repite, recurriendo además a personajes como Gracq, Walser, Salinger, Craven, Atxaga y toda esa larga lista de incunables suyos, que ya estaban incluidos en Bartleby, un libro mucho más interesante que este). Se pasa las páginas y las páginas sin romper un solo plato, sin revelarnos nada, deambulando en el vacío, como el personaje de hamsiano de Hambre, pero con mucha menor tralla psicológica, porque Pasavento es tan vacuo como lo es una bella libélula que volase por encima de la alberca en una tarde plomiza de verano. Sí, Pasavento es un haiku de trescientas páginas y para eso uno elige a Basho. Si el libro nos hablara de la inanidad de la vida contemporánea, bueno, uno podría estar tentado de seguirlo, pero no, habla de la mera desaparición social y literaria d eun individuo concreto, no de la muerte, no de la erosión de la vida, no de la sensación de estar de más, no de la sensación de fracaso, ni siquiera del azar, pues su visión del azar es blanda, futil, inconsecuente. Lo de Siria es simplemente infantil, dan ganas de llamar al autor y decirle, tío, con lo de Siria te has pasado ds pueblo. Uno lee un libro suyo y se queda con la misma sensación de quien se ha atiborrado de gominolas o quien ha visto pasar a toda velocidad el pelotón ciclista por una carretera recta de Albacete. Nada por el camino ha conmovido tu adentro, nada te ha movido, nada te ha puesto en riesgo, nada ha caido, nada se ha plantado, nada ha germinado. Unos ciclistas que pasan, zas, el fugaz vuelo de una libélula. Es cómodo Vila-Matas, no te pone en dificultades, no te hace tambalear, no te exige tomar partido, no te hace reflexionar, no te ha llevado a ninguna encrucijada, no te ha mostrado ninguna víscera, ningún cáncer oculto, simplemente te habla de autores de los que has oído hablar o que conoces y eso, bueno, te prueba, e habilita en un círculo, enuna élite, vale, y claro, eso te hace sentir bien en el mundo, en tu mundo, pero nada más. Lo siento: nada más. Azúcar glassé, libelandia. La experiencia humana que relata la novela no tiene mayor consistencia que la historia que te contaría un desconocido en un autobús cuando no tienes otro remedio que escucharlo (estás enjaulado ahí dentro) y que olvidas en cuanto te bajas, porque, claro, decides bajarte antes de que te pongan la cabeza como un bombo y esperar al siguiente bus. Todo, perdónenme, es una mera paja mental que está muy bien como cosa personal pero que a mí, que estoy loco porque me transmita algo, que en cada página pido, ruego incluso, que me haga descarrilar, no logra transmitirme más qe un bisbiseo. Entiendo que a alguien le parezca -sólo parezca- seductor su acerbo literario, que a alguien apabulle con su granero de lecturas, con sus citas, como ocurre con Borges, pero las suyas son casi siempre cogidas con alfileres. Entiendo, claro, puedo entender y aprobar que su literatura sea excéntrica, quiero decir, que tenga un fuerte carácter personal y se salga de lo manido, cosa que podría aplaudir, pero, con franqueza, más allá de esa nimiedad, qué nos aporta como hombres, qué nos aporta como lectores, como seres sociales, como individuos. Creo que muy poco, la verdad. Si uno compara al Doctor Pasavento con Soares, que también quería desaparecer, no encuentra parangón alguno. Pero hablemos ahora de su estilo, de su fraseo. Tampoco su estilo, seamos justos, es la hostia: no es un Landero o un primer Mendoza en el fraseo o en la felicidad del hallazgo lingüístico, no se trata de un Martínez de Pisón o de un Llosa en la primorosa estructura de la novela, que en Vila-Matas parece aleatoria, laxa, voluble, sin un por qué, seamos sinceros. No se trata de comparar, no, pero su escritura carece de la gracia casi surrealista de un Benítez Reyes, de la fuerza evocativa de un Llamazares o la fuerza expresiva de un David Torres o de un Tocornal: no, sinceramente, no me parece que haya detrás de Vila-Matas un gran estilo, ni un estilistar maravilloso, irrepetible. No. No hay vuelo en su escritura. Carece de emoción, de duende. Una página suya nunca será una página de un Hidalgo Bayal o de un Lencero. Todo en él es, me temo, la suma de un gran equívoco y de un tiempo confuso, epidérmico, insustancial que ha perdido el norte, que acepta su propia inanidad como grandeza, que proyecta su irrelevancia en un arte cómodo, portátil, irrelevante y que parece arrastrado por un caballo que ha perdido las trazas de un caballo. Por más que lo leo y quiero sacar algo positivo -porque quiero, necesito hacerlo, joder-, no consigo llegar a otra conclusión. Me da la tristísima impresión de que es un escritor para gente que le pide muy poco a la escritura, un raro que alimenta ciertas necesidades superfluas de rareza y de autoengaño, pero la rareza o la anomalía en sí mismas no son nada, son un mero aperitivo, y el autoengaño es una droga fácil, un somnífero. Lo peor de todo es que acabé la novela y lo hice como quien pasea por una ciudad aburrida y sin interés, pero por la misma razón que cuando uno ha pagado cinco noches de hotel, bueno, se abandona la idea de que la estancia y el gasto de dinero y tiempo acabarán valiendo la pena.


RIMBAUD EL TOCAPELOTAS

 

BIOGRAFÍA DE RIMBAUD
 
 
 
 
Como todo el mundo sabe la vida de Rimbaud es un disparate. Su obra deslumbra porque es la obra de un adolescente a la vez culto y endemoniado, un tipejo que le daba igual ocho que ochenta, un psicópata de libro, un jovenzuelo a la vez odiado y admirado por gente mayor que lo miraba como si se tratara del mismo diablo con ojos azules. Él, claro, impasible ante todos, sabiéndose a la vez admirado, odiado y deseado se comportaba como un niñato o como una cabaretera. Su obra, claro, que es un visto y no visto, un gancho en pleno rostro del siglo XIX, arrolla todo su tiempo. Verlaine es el único que ve claro en este niño infernal, que lo conduce a la locura y al delirio, al poeta en que se va a convertir, al que es el poeta futuro y del futuro. Los demás cuchichean, los demás le lanzan pullas, los demás le señalan con el dedo, pero los demás quedan a años luz del joven imberbe que incendia el pajar en que se había convertido la poesía francesa tras la muerte, cuatro años antes, de Charles Baudelaire, el grande, para convertirse en algo así como un prototipo de las posteriores estrellas del rock. Graham Robbs en su potente biografía recorre el alma insurrecta de este chico que se convierte en una daga que abre en canal la poesía del siglo XIX y que hace llegar el romanticismo a su más alta cima, porque descontento de todo y de todos el furioso adolescente continúa el legado del autor de las Flores del mal, colocando el yo en el centro mismo de su relato, pero el suyo ya es un yo mordido por la gusanera, centrifugado por la mierda. No, Rimbaud, nacido del espíritu de la comuna (aunque reniegue de ella) no se hace ilusiones, si Baudelaire cantó a la oscuridad del alma humana, el adolescente Rimbaud, que no debe nada a nadie y mucho menos a la tradición y a la academia, se recluye en las letrinas y desde allí imparte su lección magistral y su cosa, y no hay lección como la suya en el arte europeo del último tercio del siglo XIX, donde ejerce de diva en ausencia. Nadie llegó tan lejos como este chavea imberbe y algo imbécil, nadie chapoteó como él en la sagrada mierda, nadie nos mostró como él su mondongo pelado, o como él diría, su boca negra. Hay tres Rimbaud según Robb, en primer lugar el poeta decadente y gamberro (casi punkarra) que se caga literalmente en la poesía y los poetas del momento, en segundo lugar el chico peripatético y ubicuo que es incapaz de estarse quieto en ninguna parte y que recorre Europa de parte a parte perdiendo todas las batallas, y el explorador y vendedor de armas africano que convive con la muerte en los talones y a quien la muerte pilla casi sin darse cuenta, cuando y como menos la espera, en el justo momento en el que comienza a ser rico y es un respetable y (como tal) oscuro empresario abisinio. 
Frederic REGLAIN/Gamma-Rapho via Getty ImagesEn los tres personajes bulle una personalidad torturada y tormentosa, tóxica como la cicuta, en todas comparece la traición del padre, que un mal día huye de casa, la sociedad imposible que representa su familia y su ciudad, la austeridad enfermiza de la madre, los estertores de un país enfermo y decadente, Francia, los miasmas de una sociedad que ha visto en el colonialismo y todas sus negruras la salida y el portazo a un mundo antiguo, que ha dejado de respirar hace tiempo. Robb sigue por las calles de París, Londres o Bruselas al chico fantasioso y punkarra y lo sigue luego en sus cientos de viajes (incluido Java) y en su exilio de Adén y Harar con el bolígrafo en una mano y la lupa en la otra, dispuesto a contar todo, absolutamente todo lo que el mundo ha vomitado sobre el insolente Rimbaud, pero uno echa algo de menos en esta bio: un contexto más claro, más noticias de sus compañeros de viaje, como Verlaine, Delahaye, Irzambad y una visión del poeta Rimbaud, tras dejar de ser el poeta Rimbaud. Porque hay un poeta Rimbaud a pesar incluso del poeta Rimbaud, porque hay como una nueva floración cuya descendencia ha llegado hasta hoy, donde Rimbaud goza de un lugar en el panteón de poetas imprescindibles, de los que supieron incendiar la poesía del momento para iniciar un nuevo camino que es en el que aún estamos. En todo caso las casi 600 páginas de este libro son un avispero donde pululan un millón de avispas rabiosas que llevan en su aguijón la sangre podrida de Europa.

LAS BRONTË, UN PLAN DE FUGA

 

LAS BRONTE, UN PLAN DE FUGA (Nota de lectura)

 

Comencé con Anne y su inquilina de Wildfell, una novela algo impostada para el gusto actual, donde se advierten con mucha claridad las costuras, pero que resulta una novela honesta, una novela valiente (Anne es una escritora que afronta los retos de la época y que no palidece ante las convenciones), de manera que su lectura se hace amena aunque a veces inverosímil y muy dependiente de sus ideas. Se ve que Anne tiene todavía (cuenta con 30 años cuando la escribe) una cierta torpeza argumental y todo parece como demasiado inventado. Sin embargo es una novela altamente recomendable. Muy recomendable, de un protofeminismo evidente. Lo que caracteriza a Anne es su tono conmovedor, su alta sensibilidad. 

La segunda novela de Anne es Agnes Grey, quizas más popular que La inquilina y que trata de una chica que se hace institutriz para ayudar a su necesitada familia, de modo que va a dar con un par de casas nobles, donde impera la convencionalidad, el egoismo de clase y la estupidez, viniendo a hacerle la vida imposible a esta joven e inexperta institutriz, timorata de dios, poco agraciada, algo dubitativa, religiosa y perfectamente inocua. La temática es algo parecida a Jane Eyre (escrita depués que ésta, digámoslo ya) y su trama, por llamarla así, está basada casi enteramente en tintes autobiográficos. En efecto Anne fue institutriz y, acaso debido a su carácter o acaso debido al carácter de sus pagadores, su experiencia vital como institutriz resultó frustrante. Pero entremos en harina: más allá del voluntarismo de la autora, de lo que hay de crítica a la burguesía campesina de la época y todo lo que se quiera, la novela es una castaña, una pura castaña escrita con desgana, hecha con una tan alta desnutrición literaria, ejecutada con tan poco vuelo, y donde todo se vuelve esperable, con personajes en blanco y negro, con tramos tan pesadísimos y en el fondo tan definitivamene frívola -aun cuando una de las críticas de la autora radica en la frivolidad de la sociedad iburguesa- que uno camina por sus paginas con cierta perplejidad, como si no acabara de creer que una obra tan imperfecta, tan diletante, escrita por una aficionada tan incapaz de darle vida a los personajes, sea considerada un clásico y se siga traduciendo y reeditando. Mientras la leía es que no conseguía dar crédito a su mediocridad. Desde luego no es otra cosa que la obra de una principiante sin demasiado talento. Y fíjense que todo cuanto me inspira Anne es ternura, una ternura infinita. Nada que ver, obviamente, con Jane Eyre que también se mete bajo las faldas de una institutriz, pero en Jane Eyre hay momentos líricos, magníficas descripciones y el personaje narrador es mucho más creíble. Escrita a la par y en la misma mesa que Cumbres Borrascosas esta Agnes Grey es que no soporta la más mínima comparación. 

No sé dónde he escuchado que Anne, la menos conocida de las Brontë, es acaso la más interesane de las tres hermanas. Al menos en lo que a calidad literaria respecta, esto es radicalmene falso. Su obra está a años luz de sus hermanas, sobre todo de la de Emily. La suerte de Anne, creo yo, estriba en haber sido hermana de las otras dos, que la convierten en rareza biográfica. Difícilmente sus dos novelass soportan un análisis objetivo y literario. La literatura no se mide por las intenciones, sino por su acabado, por cómo está escrita la obra, por su definición literaria en definitiva, y Anne Brontë no deja de ser una chica voluntariosa e ingenua que, sí, pone en solfa a cierta sociedad de su època, pero ese bagaje es poco para considerar que sus intenciones llegaron a buen puerto

. La historia detrás del mito de las Brontë


Luego me pasé a la relectura de Jane Eyre, de la mayor y más longeva de las hermanas, Charlotte. Jane Eyre está muy bien escrita y tiene momentos de una escritura deslumbrante. Todo en ella es creíble menos su final que me parece que estropea mucho la preciosa novela, porque trata de edulcorar y cerrar bien una historia que no tendría que cerrarse con un final emotivo y convencional. Y además es abrupto y muy traído al pelo. Estamos, claro, en el romanticismo y en una sociedad muy convencional, con lectores muy convencionales que al final de la lectura buscan una cierta satisfacción, una redención, abandonar el sofá y marchar al vitral a mirar si han florecido las rosas. En todo caso, Jane Eyre supera todos los obstáculos posibles de argumentación (salvo el mencionado, claro) con nota, porque su estilo es pausado y verosímil, trata las cosas con un cierto aliento poético y el personaje central al margen de interesante, es creíble. Muy creíble y entrañable. Jane es una chica bondadosa con un gran corazón y un sentido del bien innato. Incluso cuando lo pasa mal en el hospicio pone buena cara y lo que debió ser una experiencia terrible no cobra ahí dimensiones demasiado patéticas. Una gran novela sin duda. Con ella empieza ese personaje luego tantas veces aparecido en novela y cine: la loca del doblao, esa persona enigmática recluida en vida que va a tener un importante papel en la trama. De lo mejor para mi gusto el momento en que abandona la casa de Rochester y se lanza a lo que salga con 20 peniques y todo el dolor de su corazón. Páginas magistrales, con descripciones paisajísticas (y aquí, como en sus hermanas, el paisaje exterior se relaciona íntimamente con el paisaje interior).


Cumbres Borrascosas ha sido la tercera lectura, combinada eso sí con una bio instructiva pero no emulsionante. Creo que es la cuarta relectura de Cumbres, pero es una novela a la que siempre le sacas cosas nuevas y te está esperando con nuevos cuchillos afilados. La primera ya me enganchó de una manera tal cuando yo era adolescente y las hormonas están disparatadas y personajes como Heathcliff y Catherine te ponen a cien con su sed trágica y sus existencias incandescentes. Aquí no hay nada convencional, no hay el menor guiño al lector, no hay concesiones. Cada párrafo supera al anterior en lo que es una kermesse lectora, si bien una kermesse bastante agria, pero una pasada al fin y al cabo. Heathcliff debe ser uno de los personajes más rotundos de la literatura, un tipo shakesperiano - Shakespeare se aparece una y otra vez en la voz de sus personajes protagonistas- que ha pactado con el diablo, que vive el infierno en vida y que procura que su infierno no sólo llegue sino que devaste a los demás. Un personaje que se adelanta a Dostoyevsky y que lo supera incluso en su desmesura, y que delata también a Kafka y su imposibilidad de escapar a los infiernos de la imaginación. Se trata de una novela compleja, narrada quizás de la única manera que pudo ser narrada, porque uno imagina a Emily, ese ser áspero y cándidamente conmovedor, hija de un clérigo e hija de su tiempo y de una ideología castradora -una especie de Emily Dickinson en la abrupta Inglaterra de los páramos-, decía que uno imagina a Emily detenida ante los problemas argumentales que una obra como esta le deparaba de continuo y cómo su solidez, su genialidad le hacía siempre tomar el mejor atajo porque la historia -una de las mejores y más conmovedoras de la literatura- y los personajes de una hondura casi abismal se le imponían, de manera que tenía que improvisar tablados, puntos de vista y acciones excéntricas para que toda la tramoya le cuadrase y no se le cayese encima. Una novela escrita en estado de gracia espiritual e incandescente y en un estado infernal, casi volcánico porque lo que esa chiquilla, inexperta en la vida, enclaustrada y alejada del mundo, nos describe es el infierno en la tierra, el cómo se crea ese infierno y cómo, una vez las llamas nos atrapan, no podemos escapar de ellas. Una novela conmovedora, que a pesar de las relecturas te va doblando la espalda en cada página, que te va infestando en cada párrafo, que te va conmoviendo en la testarudez de esos personajes que aceptan su destino trágico y con ellos quieren incendiar cuanto les rodea. Cumbres es la enfermedad. La pasión y la enfermedad cuando se rozan, cuando una nace de la otra y las dos caen sobre un lago pútrido y esmeraldino a la vez. La belleza del mal. No hay descanso, no hay tregua, no hay redención posible. Emily llega mucho más allá que sus hermanas, yendo a buscar los materiales mucho más cerca, en el tumor de uno mismo. No se puede escribir después de Cumbres y Cumbres había acabado con ella. Emily no murió de tisis, murió porque había habilitado Cumbres, porque había vuelto de ese páramo y ya el mundo, el resto del mundo no tenía nada que decirle. Sólo por eso.

En fin, un viaje maravilloso al mundo Brontë del que no se puede salir ileso, tal como se entró.

oficio de ecritor









EL OFICIO DE ESCRITOR

manuel moya



Antes de nada debo formular una afirmación necesaria: sí, aunque a algunos escritores y a otros les parezca raro, existe el oficio de escribir. Hay escritores por el mundo que tienen un oficio, que son un oficio en sí mismos y que con su oficio dignifican la literatura y la vida. Porque de eso creo que trata la literatura, de dignificar la vida, tanto en lo personal como en lo colectivo. Dignificar la parte soleada y la parte envuelta en sombras, naturalmente. La escritura es algo así como un tendedero donde colocamos nuestras sábanas a la vista de todos. Nuestra vida, nuestros humores, nuestros amores, nuestras vigilias y nuestros quebrantos quedan expuestos ahí, a merced del sol, de la luna, de la noche, de la brisa y de la mirada de otros hombres. Esas sábanas tendidas se convierten por un extraño juego de magia o de simple y conmovedor misterio en nosotros, en lo que al final es nuestra huella en la Tierra, nuestro paso por estos pedregales. En esas sábanas colgadas del tendal se posarán los grajos y alguna vez que otra se verán agitadas por los vendavales, pero también el sol las dorará al atardecer y en ellas persistirán nuestras huellas, nuestros sueños o nuestros insomnios. Y esas huellas, esos sueños y esos insomnios podrán ser muy poca cosa, sí, pero son nuestros. Nuestra modesta y acaso ilusa tentativa de desafiar al tiempo indomable.

Pero ciñámonos al título. La escritura es un oficio como el de dentista, abogado criminalista, soldador, futbolista, descorchador, lampistero, cirujano, pescador sexador de pollos, albañil, estilista, proxeneta, agricultor, drag queen o sastre. Un oficio al que debemos entregarnos sin esperar mucho de él, como ocurre con los grandes amores, como ocurre con las grandes aventuras y exploraciones que nos han empujado un poco más allá. Tal vez la escritura no merezca la pena y se convierta en un arduo esfuerzo sin compensaciones, pero dónde está escrito que todo lo que hacemos con esfuerzo ha de ser compensado y ha de tener un rédito vital asegurado. La literatura es y tiene que ser una vocación, pero yo diría más, la escritura es una pasión. Sin pasión no hay gran escritura. En 1929 un gran poeta, Rainer María Rilke escribía estas palabras a Franz Kappus, un aprendiz de poeta que le había enviado unos versos para que Rilke le hiciera su crítica:

"Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debe hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le mueve a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida".


En mi vida de escritor he visto a muchos jóvenes doblar la cerviz a las primeras de cambio en cuanto no encontraban en la recepción de sus obras la respuesta social que esperaban. Lo que ellos buscaban no era estrictamente la escritura, si no sus alrededores, sus partes de sol y de bonanzas, su espectáculo, por decirlo así. Y han acabado abandonado porque la realidad no se correspondía con el tamaño de sus anhelos. Ellos no estaban motivados por la escritura, sino por esa "fiesta" de egos que ingenuamente pensaban que se escondía en el mundo literario. Por el prestigio, por la celebridad, por la pasta, por todas esas cosas que la escritura suele ofrecer con cuentagotas y no con equidad. Todo el mundo tiene derecho a sentirse Dios, pero cuántos, cuántos posibles dioses hay en estos momentos deambulando por el mundo. Álvaro de Campos ya hablaba de eso en Tabacaria:


¿En cuántos áticos y no-áticos del mundo

habrán ahora mismo autogenios soñando?

¿Cuántas nobles, altas y lúcidas aspiraciones–

sí, verdaderamente nobles y altas y lúcidas–

y quién sabe si realizables,

verán la luz del sol real o lograrán el auditorio de la gente?

El mundo es de quien nace para conquistarlo

y no de quien sueña con conquistarlo...


Pero, es cierto, existe una cierta concepción equivocada del esfuerzo, seguramente alentado por la filosofía capitalista y calvinista del esfuerzo, según la cual sin esfuerzo nada es posible, pero al tiempo se da la paradoja según la cual las cosas que más nos congratulan y nos gratifican no nos exigen esfuerzo alguno. El esfuerzo y la culpa son el legado de la religión en nuestras vidas. Las cosas según esta concepción han de costarnos, las cosas han de dolernos, las cosas han de ser conquistadas o vencidas, como si vivir fuera una batalla y nosotros su campa viva. Y la metáfora de la batalla, del esfuerzo por un lado y de la culpa por otra parecen las consignas de la vida, cuando no son más que su brazo opresor. Sangre, sudor y lágrimas. Se nos dice que tenemos que batallar, que abrirnos paso a codazos si es necesario, se nos dice que no basta con ser como somos, que tenemos que zaherirnos por hacer las cosas no lo suficientemente bien, por ser como somos, por merecer lo que de ninguna forma merecemos, etc... Uno se ve gordo, calvo, bajo, triste y uno siente que debe flagelarse por eso, pues no se esforzó lo suficiente o no renunció lo suficiente. Hay quienes siguen pensando que la autoflagelación es el método. Cuántas veces he escuchado en corredores o ciclistas aficionados decir con un vibrante orgullo aquello de "hoy me he pegado una paliza del carajo" o "casi acabo muerto, pero valió la pena"... ¿Como? Acabas casi muerto y te ha merecido la pena? Intenta el suicidio, chaval, igual así te sientes completamente realizado. No otra cosa decían los monjes que utilizaban el cilicio para contener sus instintos, sus dudas y sus caídas en el vacío. Sin embargo las cosas no tienen por qué verse de esa manera. Amar a alguien o a algo no nos cuesta nada ni nos incendia de culpa. Escuchar al hijo o a la madre ausente, contemplar en silencio una escena de la naturaleza, por insignificante o intrascendente que sea, bañarnos en un río, contemplar el mar o el fuego, recordar a los seres queridos, consolar a un amigo, observar algo hermoso, algo vivo, algo accidental, abrazar a un ser querido, charlar con alguien... nada de eso requiere dinero o esfuerzo, nada de eso pide "pegarnos una paliza" o "acabar muertos", nada de eso suma culpa a la culpa. La felicidad nos hace libres y mejores, pero no queremos ni estamos acostumbrados a ser ni libres ni mejores, sino correctos y anónimos ciudadanos que cumplen con las normas, por más arbitrarias que éstas sean, pero bueno, basta ya de simplezas y de filosofía de baratillo. La escritura no es ni tiene por qué ser una flagelación, aun cuando existe una nutrida nómina de escritores que han sustituido el cilicio por la pluma, pero eso es otro cantar.

Pero volvamos a Rilke. Imaginemos que uno ha respondido a la cuestión del poeta checo con un sí, es decir, que uno está dispuesto a decir sí al reclamo de la literatura y está dispuesto a pagar su alto precio. Que no hay marcha atrás. Lo primero, claro, será hacerse con un instrumental básico. La escritura es un oficio con instrumental propio. Un oficio que en vez de palustre, utiliza el teclado o el bolígrafo, que en vez de bisturí usa el papel en blanco, que en vez de la cubitera de coctáils usa la papelera y que en vez de un tractor utiliza una biblioteca. Sin ese instrumental básico (pluma, papel, papelera, biblioteca), no hay manera de escribir. En caso de mucha necesidad, tal vez podríamos prescindir de la biblioteca física, bueno, pero a condición de que seamos capaces de llevarla en la cabeza, pero apenas podríamos prescindir del papel, como tampoco de la pluma, que es el puntero que hace estampar el negro en el firmamento de lo blanco, o, por supuesto, de la papelera, que es el mejor y más sutil instrumento del escritor, aquél del que no puede prescindir en casi ninguno de los casos. Hablaremos poco de la pluma o del papel porque todos lo conocen y todos lo han probado. Uno podrá llegar a prescindir de ambos y escribir de cabeza como lo hacía Pedro Garfias, nuestro escritor del 27, que iba a las imprentas con su libro de poemas perfectamente pre-impreso en la cabeza, uno puede escribir en las paredes y hay paredes maravillosamente escritas.


Yo, sin embargo, me voy a detener hoy en esa gran olvidada que es la papelera, un instrumento que suele pasar desapercibido y que no cuenta con el pedigrí de sus dos compañeros de trabajo, pero sin papelera, sin el discernimiento o el filtro que supone una papelera, escribir es casi imposible. Un porcentaje muy grande de cuanto escribimos son tentativas, aproximaciones, borradores. Autoanalizar la obra, corregirla, pulirla, contrapesarla, descartarla, averiguar si está acabada o no, si se le puede afinar un poco más, trabajos tan poco glamurosos, ocupan aproximadamente el 80% del oficio de un escritor. Me resisto a creer en esos autodenominados escritores que publican un texto sin haber intentado mejorarlo. Me tocan las narices esos poetas que te recitan un poema cinco minutos después de haberlo compuesto o ésos que te dicen, lo compuse ayer, mira, no me ha dado tiempo a corregirlo pero léelo. ¿Cómo?, ¿me estás pidiendo que me coma un pollo crudo sólo porque es tu pollo? Los primeros bocetos de un poema o de una novela, hacedme caso, son casi todos malos, salvo si te apellidas Cervantes, Shakespeare, Sthendal, Rimbaud, Dostoyevski o Lorca. El resto de los mortales necesitamos corregir, pulir y decantar una y otra vez, una y otra vez. Es por eso que me parece una atrocidad publicar textos póstumos, bocetos, páginas sin desbrozar o sin acabar, que el autor aún guardaba en sus cajones para seguir trabajando. En mi caso, me enfrento al texto como a un viaje que empieza en su primera redacción, muy intuitiva, para luego irse transformando hasta acercarse a su forma final. A eso lo llamo esclarecimiento, pero podríamos denominarlo también decantación. Muy poco a poco el texto, dialogando contigo, te lleva hasta su meollo, hasta su decantación última. No siempre se produce la decantación, sin embargo. Muchos textos no completan su viaje, pero ocurre a veces que un texto te dice, clac, no lo toques más que así queda la rosa. Otras veces los abandonas o los olvidas. A veces no necesitas de más de diez o doce correcciones para que alcance su forma, pero en la mayoría de las ocasiones este viaje supone un trabajo arduo y paciente, con frecuencia de años. Por eso lo llamo viaje. Por eso considero a la papelera como el mejor cómplice del escritor. Sólo conozco a un escritor sin papelera: se llamaba Fernando Pessoa, y convirtió su arca en una inmensa papelera de donde aún extraemos sus textos. Pero el de Pessoa es el típico caso del escritor iceberg, y además Pessoa, llegado a un cierto punto de su vida, sin un posible retroceso, tuvo que decidir si corregir y ordenar lo ya escrito o lanzarse a tumba abierta y, acaso desesperado y vencido, cuando ya no le quedaba mucho tiempo de vida, eligió la segunda opción.

El suyo, con todo, es un caso excepcionalmente raro, pero la literatura está llena precisamente de casos raros, e incluso parece que la rareza, a la que solemos llamar por estos pagos originalidad, suele ser un don precioso, si bien el exclusivo y a veces gratuito culto a la originalidad encierra tantos peligros como las selvas de Salgari, Kipling o Quiroga. Cuando la originalidad es sincera y nace de lo más adentro está muy, pero que muy bien, pues aporta frescura y desoye el polvoriento corsé del orden, que suele ser la carcoma del arte, si no su freno, pero cuando la originalidad es meramente epidérmica o casual, cuando no sale de las tripas y más bien se debe a una perentoria necesidad de llamar la atención, suele acabar en la mera ocurrencia y, cuidado, el campo de la ocurrencia sin más le estará vedado a un artista comprometido con su arte. Para que una ocurrencia dé el pego ha de ser corregida hasta dejarla en los huesos y luego volverla a armar, limando sus asperezas, quitando aquí y sumando allá, hasta hacerla irreconocible. Una ocurrencia tiene al menos que pasar el proceso que Karl Popper define para la ciencia. Es necesario falsar las ocurrencias, someterlas a un severo escrutinio, a preguntas y a respuestas y sólo si pasa el examen, la ocurrencia, que evidentemente ya no lo es, se convertirá en material literario. Huyan tanto de las ocurrencias como del café con cianuro, de las gráciles medusas o de gente como Medea, Ricardo III o de los miembros del jurado del Nadal. Un poeta no es nunca un ocurrente, alguien que se queda en la mera ocurrencia, sino un artífice, alguien que hurga en lo desconocido, alguien que se enfrenta al límite, alguien que rastrea en la luz o en la oscuridad, alguien que se zambulle con una lupa en su propia piscina.

Con el instrumental descrito y con una ventana abierta hacia afuera o hacia adentro, bastaría para enfrentarnos -si enfrentarnos, por qué no- a la escritura. La ventana es imprescindible, porque la ventana es una flecha que nos precipita hacia los demás y es un hueco que nos vacía de nosotros mismos, según su orientación. Sin una ventana, lo admito, es muy difícil escribir. Porque la ventana, ya sea hacia adentro o hacia afuera, es lo que confiere sentido a la escritura, su horizonte, su hábitat. Podremos llamar a esa ventana, la mirada, pero el concepto sería el mismo. Tenemos que escribir algo, acerca de algo, pues es imposible escribir en la nada, desde la nada. Podremos, eso sí, lanzarnos a la búsqueda, sin saber con exactitud hacia dónde nos dirigimos y eso suele dar buenos resultados, pues vayamos donde vayamos siempre lo haremos hacia territorios y horizontes donde algo nos interpela. Bastaría con dejarnos fluir, con dejarnos abrazar por la escritura, sea cual sea su resultado. Incluso podría servirnos de terapia. Se trataría de salir del laberinto de nosotros mismos o penetrar en el laberinto exterior. Pero, claro, es necesario apechar con sus posibles consecuencias y no hacernos trampas en el solitario. En el fondo el escritor no escribe de lo que desea escribir, sino de lo que puede escribir, o de lo que tiene que escribir. La escritura se convierte en este sentido en un mecanismo boomerang. Vuelvo a la ventana: Ha habido discursos literarios rupturistas, los ha habido que niegan esto o lo otro o lo de más allá, pero todos tienen una ventana a la que mirar, un horizonte, interior o exterior, al que recurrir. El horizonte es importante, pues es el lugar hacia el cual se dirige la mirada, la línea que esa mirada enfoca y penetra. Sin un preciso horizonte se hace muy, pero que muy difícil escribir. Pero lo único que podemos afirmar de un horizonte es que jamás es definitivo. Después de una cordillera siempre viene otra y después de una línea de mar otra viene, pero se trata de eso, de seguir la llamada de eso tan huidero como es el horizonte.

No hace falta mucho para escribir, sino ponerse a ello. No hay ningún ser humano que no tenga algo que decir o que revelar. Cada persona, decía Arendt, es insustituible y el verdadero horror es sumirse, esconderse en la gregariedad, la excesiva imitación de elementos impuestos, la dejación de uno mismo y las convicciones personales por ganarse una vida placentera y tomar un puesto en la manada, la banalidad en suma. Toda existencia está llena de conflictos, rupturas, traiciones a uno mismo y a los demás, gozos, dudas, compromisos, grandezas y miserias y ésa es la cantera del escritor. El trabajo de escritor se parece mucho al de minero. Miren, antes de extraer un sólo gramo de plata, el minero ha de cavar y cavar toneladas enteras de tierra. El escritor antes de sacar un gramo de literatura también ha de mover toneladas de tierra. Días, meses, años, arramblando palabras, emborronando papeles, dando de comer a las papeleras. Que extraiga mármol o arcilla, que cargue sus barcos con plata o con tierra de cabezos es quizás cosa que tendrá que ver con el oficio tanto como con el mundo interior. Porque el oficio consiste en acabar discerniendo entre plata y tierra o cómo extraer plata de lo que parece simple tierra. Mil palabras pueden contener todo el plomo del mundo, pero quince o veinte bien halladas y pulidas pueden esconder una pepita de oro. Cargar un barco con plata o con tierra no puede ser lo mismo. Y lo que en este oficio suele convertir la tierra en plata, amigos míos, no es otra cosa que la palabra, la lengua, la tradición, la capacidad de enfrentarse a unas y conversar con las otras.

Empecemos por la palabra. El minero escritor ha de conocer bien las palabras, tiene que conocer su peso, su timbre, su precisión, su tempo y su cochura. Por dónde parten, por dónde sueldan. El verdadero escritor ha de aprender cómo engranarlas, cómo doblegarlas, cómo adelgazarlas, cómo sublimarlas, cómo llevarlas al punto de ebullición, cómo transformarlas, cómo utilizarlas de sillares para levantar un magnífico lienzo, cómo omitirlas, cómo darles sentidos equívocos, cómo conferirles respiración o cómo vomitarlas, pues será a través de ellas como construirá su mundo. No hay palabras buenas o palabras malas, palabras pobres o palabras ricas, palabras chuscas o palabras solemnes, siempre que pertenezcan al escritor y a su mundo. A veces en mis novelas utilizo palabras vernáculas. Son siempre palabras que conozco, que he asimilado, que he utilizado alguna vez en mi vida y que conviven conmigo. No veo a los hombres de mi tierra diciendo acequia, cuando ya tienen la palabra lieva, ni la palabra azada cuando ya tienen la palabra sacho. A mi padre, que era agricultor, jamás le escuché la palabra azada. Siempre dijo sacho y cuando pongo a hablar a gente de mi comarca la palabra que utilizo es sacho. Éste es sólo un ejemplo. Sería desastroso escribir provisto de un diccionario, porque muchas de las palabras que extraería de él no serían mías y por tanto se comportarían como elementos extraños al texto, y aunque esto os parezca poco plausible, esta impostura se advierte como se advierte un ladrillo en una pared de mampuesto o como con una simple ojeada el que sabe discierne entre el diamante y el metacrilato. El escritor se nutre de palabras. Mientras más palabras tenga en su mochila, mejor. También por esto el escritor ha de leer y también escuchar a los hablantes: para así aumentar su acerbo lingüístico, haciéndolo más rico, más maleable, más natural. Pavese solía hacer largos listados de sinónimos para poder trabajar con ellos cuando lo necesitara y solía escuchar a los campesinos de la Langa para así hacerse con las variantes lingüísticas de la región de su infancia.

Un escritor es un músico y si oís un poema o un relato, veréis que hay algo regular en su fraseo, una música, una suerte de proporción, de compás, de equilibrio que va urdiendo las frases, y que como lector te va conduciendo a través del párrafo o del poema. Una frase se construye como un paseo marítimo al anochecer: cada setenta metros una farola, una luz, cada 250 un quiosco, un paso de cebra, cada 500 una fuente. Todo en el párrafo -en la frase- ha de ser armónico y se ha de relacionar armónicamente con las demás, cada palabra ha de tener su respiración, su tenor, su sitio. Y esto hay que aprenderlo exclusivamente de los maestros de nuestro idioma, después de leer páginas y páginas porque es aquí donde las traducciones pueden tergiversar el swim de cada escritor. No es necesario colgarse un metro de costura al cuello cuando escribimos. Puede hacerse y hay gente que lo hace y lo hace muy bien, pero no es necesario.

El escritor es esclavo de su lengua y ha de conocerla con la mayor exactitud y ha de investigar en ella. Parafraseando a Pessoa "la lengua es la patria del escritor". Conocer su lengua es obligación de todo escritor, como es obligación de un mecánico de coches conocer las piezas de un coche, sus variantes y su funcionamiento. Y cuando digo conocer la lengua quiero referirme no sólo a su parte teórica, sino también a su uso, a su oralidad. Así como el buen pintor ha de conocer las texturas de cada pigmento, el escritor habrá de estar familiarizado con las texturas de su lengua. No es esto algo que se estudie en los libros, sino que es un arte, por así decir, que se va adquiriendo poco a poco, a medida que uno se interesa por la palabra. A veces ese conocimiento lo hace por contraste con otras lenguas. Yo confieso que la traducción y el conocimiento de otras lenguas me sirve para ahondar más exactamente en los mecanismos, en la grandeza y en los puntos muertos de mi lengua. Pongo algunos ejemplos: me sorprende mucho que ni el español ni el portugués tengan un específico pronombre posesivo de tercera persona del plural, de forma que decimos esta pelota es de ellos o suya, cuando todas las demás personas del verbo poseen su voz específica. Me sorprenden las dobles o terceras negaciones: no vengo nunca, ni vengo ni no vengo, nunca nadie me dijo nada; me encanta, por ejemplo, la palabra lusa luar que significa rayo o reflejo de luna, pero en español no tenemos una palabra específica para ese concepto; para designar el olor a tierra mojada de la lluvia, el español tiene una palabra infame, petricor, que ningún poeta se atreverá a colocar en un poema; una palabra con tanto flujo como doquier ha caído en la irrelevancia o sustituida por la perífrasis por todas partes cuando en inglés existe el everywhere, en italiano el dovunque o el dapertutto, o en francés el partout. Son nimiedades, de acuerdo, pero sin poseer una conciencia orgánica de la lengua, sin conocer algunas de sus limitaciones o grandezas es difícil prosperar en la escritura. Concretamente presto mucha atención al andaluz, porque me resulta un lenguaje más vivo, intuitivo, preciso y plástico que el castellano septentrional. Una frase como "vengo muertecito vivo", me vuelve literalmente loco por cómo se cruzan términos antagónicos para reforzarse, y cómo el diminutivo se convierte por la gracia del lenguaje andaluz en aumentativo, de modo que decir que vengo "muertecito vivo", o "estoy loquito perdío", más allá de ser intraducibles, son disparates lingüísticos que a mí me encantan. O el valor de la redundancia para expresar graduación: el tipo estaba loco loco, ¿el coche iba ligero ligero o iba despacito despacito? O el famoso noniná, esa expresión maravillosa que desafía toda lógica gramatical y en eso consiste su intraducible belleza. O el también intraducible noysí utilizado en mi comarca para expresar un no categórico. ¿Cómo carajo una lengua llega al noniná o al noysí? ¿Por qué triunfaron tales expresiones? ¿Por qué se han quedado? Conocer y querer la lengua es prestar atención a éstas supuestas banalidades. Conocer bien nuestro instrumental lingüístico no es cuestión de un día ni de dos, pero viene a ser como conocer la paleta cromática para un pintor o las interacciones de las piezas mecánicas para un mecánico. Puedes pintar cuadros sin conocer cómo se relacionan los colores entre sí, de acuerdo, pero sin ese conocimiento esas obras tal vez carezcan de armonía y de contrapeso y ante ellos sentiremos que algo no va. Se puede escribir con relativamente pocas palabras. Antonio Machado y San Juan de la Cruz son acaso los poetas con las paletas lingüísticas más pobres del castellano y sin embargo ambos dos son, tal vez junto a Lorca, los más altos poetas de la lengua. El propio Rulfo es un narrador sobrio con una muy limitada tabla semántica, pues no emplea, como Machado, más que un puñado de palabras gastadas y sin embargo su cortísima obra es una cima de nuestra lengua. Rulfo, prestad atención a esto, no utilizó en su obra más palabras que las que utiliza un campesino analfabeto de Jalisco, su tierra, pero cada palabra tiene el peso de una piedra y a la vez el vuelo de un totochilo, "esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles". Pero, cuidado, con esas pocas palabras construye un universo. ¡Y qué universo!

La tradición también es algo en lo que el escritor ha de escarbar y tomar partido, hasta hacerla suya. Existe un acerbo lingüístico, un universo temático o genérico, un gusto por determinados caminos de la escritura, una manera de resolver situaciones, unas hechuras, una mirada al mundo, una relación con el lenguaje, tradiciones en suma. Unos hacen novela histórica, otros poesía de la conciencia, thrillers, realismo mágico, metapoesía, suspense, expresionismo, picaresca, esperpento, noir, neobarroquismo, novela crítica, novela romántica, neorrealismo, psicologismo, historicismo..., el listado es tan largo como presumible, pero lo único cierto es que el escritor que quiera trabajar en alguna de estas canteras, ha de conocerlas bien, desde dentro, desde la lectura, desde el conocimiento profundo de sus fuentes y de sus expresiones. La tradición son las referencias, el adn, la larga cadena que lo une a otras formas de escritura. La tradición es el entramado óseo que sostiene la obra del escritor. Uno es parte de una carrera de relevos y ha de saber de quién tomar el testigo o al menos cuál es tu equipo. Naturalmente podrá combinar dos o más tradiciones pero sólo, y subrayo el adverbio, sólo desde el cabal conocimiento de ellas. Aquí es de capital importancia la lectura. Cada fórmula tiene unas reglas no escritas, intuitivas que sólo se conocen mediante su frecuentación y su reflexión.

La escritura habla de nosotros, de nuestro mundo, de nuestros intereses, de nuestra tradición, de nuestros anhelos. La condición humana, la naturaleza, el tiempo y su paso, la historia. Al escritor le basta consigo mismo para describir el mundo. Dentro de él está todo. Todo cuanto él conoce, que es tanto como decir tanto sobre lo que puede escribir. Sus experiencias, sus fobias o sus anhelos son equiparables al del resto de los mortales, pero él, embaucador al fin, los hace suyos, él escarba en ellos, él nos los presenta como algo nuevo. El dolor, como sugería Shakesperare iguala a los hombres, y así el amor, la esperanza, la duda, los miedos, etc... Todo cuanto tengamos que decir ya está en nuestra cabeza. Por fortuna no es necesario pagarse un vuelo a Nairobi o Nueva Zelanda para recrear en tu imaginación una calle de Nairobi o Nueva Zelanda donde el personaje recibe por vez primera un beso o un disparo en el pecho, pues todos los primeros besos y todos los disparos en el pecho nos siguen ocurriendo aquí y ahora, una y otra vez, y Nairobi no deja de ser un raro decorado secundario en mitad de la plenitud del beso o del disparo; no hay que haber conocido la Roma de los césares para echar a andar a un personaje por esas calles oscuras y salitrosas donde es raro que no nos conmueva el olor nauseabundo de la muerte. Sí, nosotros, cada hombre lleva todo el mundo y toda la historia del hombre encima. Nacemos con eso como nacemos con una piel sonrosada u oscura. Somos parte de algo muy anterior a nosotros, algo que va a condicionar nuestras vidas, pues nos servirá de carril por el que caminar. Hay, sí, que haber ahondado en uno mismo, hay, sí, que haber dejado atrás los convencionalismos y estar dispuesto a echarse al camino (al horizonte), aceptando que podrás darte de bruces con una pacífica jirafa o con un león embravecido y que tu oficio es salir bien parado del encuentro. La coartada que elijas es lo de menos. Hay quienes escriben por vocación y eso está bien, hay quienes lo hacen por necesidad y eso está bien, hay quienes lo hacen por entretenerse y eso está bien, hay quienes lo hacen en defensa propia y eso está bien, hay quienes lo hacen para deslumbrar a su vecina y eso está bien, hay quienes lo hacen por fastidiar y eso está bien, hay quienes lo hacen por profesión y eso está bien, hay quienes lo hacen por curarse y eso está bien, hay quienes lo hacen para disculparse y eso está bien, porque no importa desde dónde partamos, sino cuál sea nuestro viaje. Y como pretendía Kavafis hablando de Ulises lo importante acaso sea el viaje y no su fin.

La escritura es forma. Hablaba Borges de que no había más de 5 argumentos para una novela. Me parecen muchos. Lo importante no es lo que escribamos, sino cómo lo hagamos. En cada momento de la historia hay argumentos recurrentes. Antes de ayer se hablaba del honor, ayer se habló de la condición social, hace un rato de la libertad, hoy del feminismo, mañana de multiculturalismo, pasado mañana sobre la invasión de los selenitas, ayer prevalecía la novela social, esta mañana la erótica, a mediodía la histórica, el thriller, pero sólo las buenas novelas, las realmente buenas, las que estén bien escritas formarán parte de nuestro acerbo. No por hablar de un tema de prestigio o de moda tu obra será buena. No. Importa la forma, el cómo esté contada la historia, el cómo fluya el poema, el cómo el autor haya contado su historia. Hay muy pocas novelas que superen la descripción del mundo femenino como La plaça del diamant y esto ocurre sencillamente por el brutal aunque contenido análisis que su autora hace sobre el mundo femenino en una época aciaga para la mujer. Merçé Rodoreda logra en esa novelita de no demasiadas páginas hacernos ver con toda su acritud y toda su humildad el universo femenino en una época concreta. Lo que salva a la novela no es lo femenino, sino la manera de estar contada esa historia. La idea del Dios católico subyace en el meollo de todas las catedrales, pero hay que reconocer que hay catedrales y catedrales. Pues igual pasa con la escritura.

La escritura es la descripción de un viaje, ya sea hacia adentro, hacia afuera, o hacia donde nos dé la gana. Partimos de algo para llegar hasta un otro algo. Una novela o un poema no es más que algo que empieza de una forma y acaba de otra. El poeta no describe una flor, pues eso lo haría mucho mejor el botánico. El poeta no describe la flor sino que nos hace verla, sentirla, pensarla, incorporarla a nosotros. Nos la revela, en suma. Transforma la flor en otra cosa, en algo que sin dejar de ser flor, ya es otra cosa y nos pertenece, nos habla, nos abre la espita de la memoria, nos convoca, nos conmueve. Si el poema no es capaz de abrir esos cauces, si no es capaz de revelarnos algo o emocionarnos con algo, si el poema no nos interpela, si no nos pregunta o no nos inquieta, el poema no ha cumplido su función y se convierte en un acto fallido, en un artefacto mal trazado, como el reloj que atrasa sistemáticamente o un puente varado en mitad de un río. Los personajes de una novela comenzarán un camino que los transformará, pues en caso de no hacerlo, la experiencia será nula, no habrá nada que contar, no habrá novela y si no hay nada que contar, si lo que contamos es tan irrelevante que ni siquiera parece concernir a los personajes, qué podrá decirnos a nosotros o a nuestros lectores. Es indispensable que una novela o un poema proponga algo y lo desarrolle. Y esto vale, naturalmente, igual para una novela de suspense (donde un suceso habrá de ser desvelado a través de un viaje que se inicia en la ignorancia, para acabar en el conocimiento), que para una novela psicológica donde un suceso hace que el personaje entre en una dimensión desconocida de sí mismo y avance sobre ella, o en la novela histórica donde el personaje se siente espoleado y transformado por los acontecimientos que le toca vivir o los propicia. Ha de quedar claro que la novela debe partir de un lugar para arribar a otro. Los personajes que comienzan la novela no son ni pueden ser (o parecer) los mismos que asisten a su final. Una búsqueda, una muerte, una desilusión, una salvación, una renuncia, una toma de conciencia, una culpa, una condena, una derrota, una revelación, los espera entre sus páginas y ellos son los primeros sacudidos. De no ser así, qué lector se tomaría el trabajo de seguir el curso de algo que no tiene curso, que no conduce a nada, que ni siquiera ha hecho cambiar a sus protagonistas. Una novela no es más que un billete a alguna parte. La escritura es, pues, transformación. Proceso. Viaje. El escritor es un viajero que viaja sobre el grafito de su lápiz o desde las teclas de su ordenador buscando un rastro, no pocas veces su propio rastro.

Escribir es un oficio y como tal hay que tomárselo y hay que vivirlo. Uno lo tiene que aprender de otros, al menos hasta que las manos estén encallecidas de pasar páginas y leer en los demás y conocer el alma humana, e intuir nuestras limitaciones, y no desconocer nuestras esperanzas. Leer, no hay más camino que ése, hasta ir discerniendo entre el ruido, los sonidos verdaderos de los enlatados. Hay que saber cómo los demás han afrontado el hecho y el oficio, qué nos han dejado, cuáles fueron sus carencias, cuáles sus miserias y cuáles sus grandezas. Saber qué han visto otros es haber estado allí, es haber experimentado o al menos contemplado la visión. Pero es que, además, tengo la casi certeza de que todos los escritores verdaderos son gente curiosa, buscadores de perlas, inconformistas que necesitan explorar en sus suelos más profundos, que desean observar cómo antes otros afrontaron su vida y su escritura. Es hermoso escuchar a los pintores hablar de la pincelada de tal pintor, de cómo aplica determinadas técnicas, de la predilección por determinados pigmentos, de cómo prepara los lienzos, la pared del fresco, o el papel de grabado, de cómo es su cocina. Los escritores también tenemos cocina. De unos nos interesan el fraseo, de otros la estructura, la temperatura, en otros la adjetivación o las descripciones, unos destacan por la construcción de sus personajes, otros por el manejo del diálogo, por el tempo, de unos nos interesa cómo construyen la frase, de otros su falta de solemnidad, la fuerza, la ligereza, la mirada, su compromiso, su sagacidad, su audacia. No es lo mismo Carroll que Celine, como no es lo mismo Lezama Lima que Rulfo. Al conjunto de rasgos que informan de un escritor solemos llamarlo taller. Crear nuestro propio taller es importante. Leer a los demás es leer en uno mismo. Observar cómo alguien afronta la escritura del amor, del deseo, de la frustración, de la derrota, del poder, del compromiso, de la euforia, del misticismo, del dolor, de la aventura de la vida, de la prisión, de la oscuridad, de la esperanza, de la fatalidad, de la frustración, de la desgracia o de la dicha, nos descubre, aunque sólo sea por contraste cómo lo hubiéramos afrontado nosotros. El escritor no puede prescindir de la experiencia ajena, como no puede prescindir de la estrategia con que se enfrenta a cualquiera de esos estados de la vida. Un escritor es un observador, un cotilla, un oidor, un curioso. Y, por sobre todas las cosas, un lector. Un escritor que no leyera tendría el mismo éxito como escritor como el natural de una aldea de Guinea Papúa que pretendiera inventar un tractor sin conocer la existencia de la rueda o las leyes de la termodinámica. Un escritor no podrá construir artilugios sin saber cómo los hacen quienes les precedieron o incluso cómo lo hacen sus contemporáneos. Esto parece algo de perogrullo pero cuántas veces nos encontramos con jóvenes escritores que afirman no leer para así evitar que sus lecturas les influyan. Imaginen ustedes que nos negáramos a comer para así no dejar entrar en nuestro organismo ninguna partícula nociva venida del exterior. Y si sin comer es imposible vivir, lo siento, sin leer no es posible la escritura, aunque también es cierto que no está escrito en ninguna parte que sea imprescindible escribir.

Otro aspecto de la escritura que de ningún modo quisiera soslayar es el de la responsabilidad del escritor con su tiempo y con su espacio. Sé que hay escritores que no quieren saber nada de compromisos. Esos escritores francamente no me interesan, no están en mi tradición, por así decir. El solipsismo no me interesa. Vivimos dentro de una inmensa naranja y todos viajamos con ella. Sobre esa naranja se van produciendo hechos lo queramos o no. La indiferencia ante esos hechos no es posible. O sí, pero la indiferencia ya es una actitud, una manera de posicionarse frente a los hechos. Ningún escritor nace exclusivamente de sí mismo. Necesita de los demás. Y necesita de los demás no sólo para aprender, sino para que su obra tenga una posibilidad de ser recibida y discutida. Publicar no significa otra cosa que convertir mediante la imprenta en público lo que antes permanecía en el ámbito de lo privado. Publicar por tanto implica una responsabilidad, una tentativa de comunión y de diálogo con el otro y con los otros. Cada escritor elegirá qué tipo de compromiso y qué tipo de ligazón lo unirá con su tiempo y con su espacio. Pasar de puntillas no es posible. No se trata de influir o de pretender convertirse en una suerte de Norte social, de sacerdote de la comunidad, pero sí tratar de penetrar en los conflictos, contradicciones, perspectivas y pálpitos de su tiempo. El escritor se convierte sin quererlo en una veleta que registra los cambios de viento, las precipitaciones, las borrascas, los seísmos. No es posible escribir sin proponer algo, escondiéndose tras las cortinas, haciéndose el invisible, tratando de agradar a todos. El escritor ha de formarse una teoría del mundo, una teoría del hombre, una teoría del tiempo y en la medida que esas teorías sean más o menos certeras, más o menos sinceras y más o menos plausibles podrán servir a los demás, podrán proponer nuevas visiones o nuevas respuestas. Un escritor sin mundo, que no se lleve al mundo con él mientras escribe, es en esencia un escritor muerto, un escritor sin programa, un escritor sin preguntas, un escritor sin respuestas y todo podremos perdonárselo a un escritor, salvo que no nos provea de preguntas, que su escritura no proponga nada, que no se rebele ante anda. Desconfíen ustedes de la literatura y del literato que rehuye la pelea, que se esconde, que no transpira, que no responde a los retos de su tiempo y de su espacio.


La escritura es generalmente un oficio mal pagado, difícil, de feroz y a veces espúrea competencia y al que generalmente tenemos que ayudar con segundos oficios o pasarlo de todos los colores. El alejandrino Páladas escribió esta frase que siempre ha regido mi escritura: "Para que Paris siguiera raptando a su Helena, yo me hice mendigo". Alguien como Pessoa publicó en vida muy poco y en lo poco que publicó hubo de pedir ayuda a los amigos o pagárselo de su propio bolsillo. Lorca no comenzó a vivir de su oficio hasta 6 años antes de su muerte y eso que Lorca es un caso extraño de pronta victoria en la literatura. Es una lástima que tanta victoria no fuese entendida por la ferocidad de los demás. Sus primeros libros hubieron de ser sufragados por sus padres. Lo mismo vale decir de JRJ, cuyos primeros 20 poemarios fueron pagados por él mismo. Esa y no otra es la razón por la que llegó a saber tanto de tipografía. Los novelistas parecen hechos de otra pasta pero su situación ha sido y es similar. Vemos a unos cuantos rostros televisivos a quienes parece les va muy bien, pero no nos equivoquemos, son una muy pequeña minoría y esa minoría por lo general viene de otras guerras: suelen ser periodistas para medios importantes, tertulianos, famosetes del tres al cuarto o asimilados. Pérez Reverte fue un reportero de guerra de la tele cuando sólo existía una sola cadena televisiva y muchos de los últimos Premios Planeta son personas que vienen del mundo del periodismo de alto vuelo, del mundo del espectáculo o son simples rostros de la tv. No pretendemos desde aquí echar por tierra este divino oficio, pero no se dejen ustedes encandilar por el oropel y la fanfarria. Este es un oficio generalmente de derrotados a quienes luego, pasado el tiempo, hay que rescatar de los escombros, de las escombreras, de los socavones. Ignoro por qué nos conmueve más la derrota que la victoria. Las primeras ediciones de los grandes libros suelen ser caras: la razón siempre es la misma, se imprimieron muy muy pocos ejemplares. Y porque de la derrota y del derrotado suele salir mucho mejor literatura, pero es este un hecho tan incontrovertible por ahora como que la Tierra es redonda.

Aunque algunos se empeñen, no hay manera de saber si un libro tendrá éxito o no, si venderá ejemplares o no, salvo que narre un chismorreo psicalíptico sobre un futbolista o un rey. Así quizás, y sólo quizás, sí. Podrías escribir como el culo o que tu negro escriba como el culo pero entonces probablemente sí, entonces venderás por encima de los mil ejemplares. No pienses mucho más allá de esa vertiginosa cifra. Los escritores debiéramos desaprender a contar más allá de 200, pues eso nos evitaría muchos malentendidos con los demás y con nosotros mismos. Para un editor acertar con un best seller es tan probable como acertar en la quiniela. Nadie puede explicar porqué Tiempo entre costuras, Patria o Soldados de Salamina superaron las 50 ediciones. El que sean libros pésimos no basta para explicarlo todo. Ni los más bravos editores, acaso los más interesados en el asunto, logran dar con la tecla. A veces leo en algún anuncio a un tipo que dice tener la fórmula infalible para escribir un best seller, pero luego busco en google los libros de quien paga el anuncio y tampoco ellos han logrado dar con ese best seller prometido o quizás, no quiero ser demasiado severo con ellos, se conforman con señalar el camino, pues los iluminados aparte de raros, suelen ser desprendidos. Quizás no hayan escrito ese libro para no apabullar a los mortales o para dejar hueco a los demás mindundis que andamos por estos andurriales y que necesitamos apuntarnos a sus cursos. Es un gesto de agradecer, pero yo, que soy malicioso por naturaleza, intuyo que el no acertar ni una se debe a la cantidad de variables que han de darse con un libro no para que sea bueno, que también, sino para que simplemente se venda. Y esas variables son tan infinitas que ni siquiera Dios o estos señores tan señoreados han dado aún con la tecla. En todo caso el oficio de escritor no acaba cuando pone la palabra fin a su última corrección o galerada. El escritor ha de acompañar al libro, ha de difundirlo, ha de conseguir que lo lea el mayor número de lectores. Los primeros libros de un autor apenas se venden, pero puede que lo lea alguien que pueda leerlo y proyectarlo. Publicar tiene mucho de echar una mensaje en una botella al mar. Probablemente la botella acabe rompiéndose contra un acantilado o enterrada en la arena, pero, bueno, han ocurrido milagros.

Digámoslo en plata: en literatura hay mucha más cochambre que lentejuelas. Si usted pretende ser novelista de oropel, mi consejo es que abandone a todo correr esta sala, que se compre una camarita y un micrófono, que se monte un estudio de you tuber, que haga un reportaje degollando literalmente a su abuela, consiga que un perro cante por bulerías o que un choco atraviese en actitud marcial un semáforo, provoque a su vecino con un bate de béisbol, pásele un porro al rey de Inglaterra, pinte de azul el puente de San Francisco y convenza a sus vecinas para que se tiren a una charca inmunda, y grábelo, grábelo todo. En fin, haga lo que tenga que hacer, y una vez labrada cierta notoriedad y ganada una pasta, contrate a un negro -aquí le dejo mis honorarios- para que le escriba su primer best seller o lo que sea. Este es mi principal consejo para que la inversión en este curso le resulte altamente rentable. No sólo se ahorrará tiempo y desdichas, sino también pasta, pues no tendrá que comprar cantidades ingentes de libros (que además tendrá que leer y entender y almacenar bajo las camas, vaya quilombo), no tendrá que mendigarle a ningún amigo que lea sus textos, no tendrá que agarrar por los mismísimos a sus familiares, amigos y compas de currelo para que acudan a su primera presentación (a la segunda no irá nadie, ya se lo aseguro) y por supuesto no tendrá que soportar la pedantería casi segura de los críticos y de sus editores, todos los cuales le hablarán de Lacan, de Gombrowitz, de Pessoa o de Proust, con quienes ha de familiarizarte enseguida no vaya a pasar por un dominguero con su cestita de setas recién comprada en el Corte-Inglés. Y eso, compadre, es lo último.

Por supuesto si quiere ser escritor, digo escritor, escritor de verdad, haga la prueba de fuego y acuda puntualmente a las ferias del libro para ver colas de youtubers, toreros y demás botox televisivos, ésas que le dan siete vueltas al recinto mientras usted, escritor de oficio, permanece ocioso con su flamante pluma de 50 euros defendido del ridículo sólo por una pila de libros y el techo de una caseta, fortaleciendo su espíritu y controlando su perplejidad, mientras medita sobre la existencia y cavila sobre las naturalezas de Raskolnikov, del Dr Jekill y Mr Hyde, de Enma Bovary, de Ana Ozores, de Ignatius Reilly o de Remedios la Bella, pero a sabiendas de que mañana seguirá escribiendo porque no puede dejar de hacerlo, porque se seguirá sintiendo atado a esa rueda que la tan lisonjera como cabrona fortuna ató a su cuello, y todo, todo esto se lo dice un tipo como yo, que dedica sus pulmones a este sagrado oficio, y que para ir a una feria del libro debe pagarse el transporte, el menú barato, el hotelito y las copas, para acabar firmando uno o dos ejemplares a un amigo trasnochado que no ha encontrado excusas para rechazar su invitación o, peor aún, al colega que ha reconocido cuando pasaba casi suprepticiamente junto al stand, para hacerlo caer en su red, como una vulgar viuda negra, y el pobre no ha tenido la crueldad o la displicencia de no adquirir un ejemplarcito firmado por usted, un ejemplarcito que alguien pisoteará esta misma noche junto al contenedor de su barrio, sin que nadie haya leído la dedicatoria o el título, naturalmente. Pero si usted ha optado por no salir de esta sala y apechugar con lo que le cuento, le auguro al cabo de innumerables fracasos la consideración de un centenar de personas (con suerte dos centenares) y vivirá una incierta aunque náufraga posteridad. Aun así, hay gentes que incluso estando las cosas como están, ponen todo su afán y todo su ser en la escritura porque estoy convencido de que no hay derrota que no alumbre una pírrica victoria, y porque uno puede vivir sin dinero, uno puede vivir sin coche, sin una casa confortable, uno puede vivir en la pura incertidumbre, pero a cambio llevará consigo la pasión y es la pasión, que no otras zaramanguayas, lo que nos hace la vida soportable. O como diría Pessoa a través de Reis:


Para ser grande, sé entero: nada

tuyo exagera o excluye.

Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres

en lo mínimo que hagas.

Así en cada lago toda la luna

brilla, porque alta vive.