He
de admitir que siento cierta debilidad por Truman Capote, uno de esos
escritores de raza como Flaubert, Nabokov o Vargas Llosa a quienes no
imaginamos haciendo otra cosa que escribir. Truman comenzó su tarea
siendo muy joven. Según nos cuenta en su libro Música
para camaleones
(de donde extraemos el presente relato), con 8 años, tal vez
desterrado del mundo de los niños que correteaban libres por las
calles de Nueva York, ya se encerraba en su cuarto para escribir
historias que luego, cuando contaba con 15 años, publicaba en
diarios de prestigio de la nación. Fue un niño prodigio y un joven
triunfador que con sólo veintitrés años entraba como un obús en
el mercado literario americano con Otras
voces, otros ámbitos,
una novela colorida y perturbadora que enseguida atrajo la atención
de la crítica y del público y que le abrió las puertas de los
salones y de la industria de Hollywood, que enseguida vieron en aquel
joven amanerado y chisposo una especie de Oscar Wilde en miniatura.
Inquieto por naturaleza, aquel chico sureño se dejó seducir por
unos y por otros y así tuvo acceso a los tocadores de la
biutifulpipol. Y ahí se mantuvo contra viento y marea, escribiendo
obras de creciente interés, como Desayuno
con diamantes (Breakfast at Tiffany's),
que al ser llevada al cine por Black Edwards, con Audrie Hepburn en
el papel de Holly, acabó por reportarle una celebridad de la que ya
jamás se bajaría. El mundo del cine atraía entonces a los más
sobresalientes escritores americanos, como Faulkner, Trumbo o Scott
Fitzgerald y Capote anduvo merodeando por él sin dejar de practicar
su afilado periodismo y su acerada lengua. A mí Desayuno
con diamantes
me parece una novela excepcional que releo cada poco tiempo y que
cada vez me sorprende con esa irrepetible frescura y ese sentido de
la libertad. Pero siendo esta una novela excepcional, el verdadero
momento de Truman Capote llegó al publicar A
sangre fría,
un relato periodístico que contaba desde la más pura objetividad el
infausto y gratuito crimen ocurrido en un miserable pueblacho de
Kansas. Durante años Truman Capone recorrió aquellos parajes
tocados por los signos del mal, buscando pruebas, explicaciones y
coartadas para explicar tal monstruosidad. Como todas las obras
realmente innovadoras,
A sangre fría,
tal vez su obra mestra, fue recibida con igual porción de palmas que
de pitos. Capote cuenta con su habitual desparpajo que Norman Mailer
firmó una crítica nefasta sobre la novela, lo cual no le impediría
abonarse escrupulosamente a su fórmula. Porque Capote, que bien
podría haberse dejado embaucar por la industria cinematográfica,
siempre se consideró un hombre libre, nada complaciente con su
propia escritura, de manera que una y otra vez trató de explorar
nuevas voces, nuevas formas de encarar el hecho de la narración. Sus
relatos, menos conocidos, son sublimes y guardan un extraño
equilibrio entre el material periodístico y la literatura. Tienen
todos esa chispa, ese humor contenido, esa daga a punto de aparecer
que nos lo hacen irrepetibles. Árbol
de noche
y Música
para camaleones
son sus libros de relatos más conocidos y traducidos. En 2006
apareció la película de Bennet Miller, Capote,
con Philip Seymour Hoffman en el papel de TC. La peli, alejada de la
melindrosa hagiografía, es altamente recomendable para percibir los
complicados mundos de este talentoso escritor que siempre fue una
especie de offsider, alguien que se pasó la vida sabiendo que tenía
mucho más talento y mucho menos dinero que sus iguales. El relato
escogido es una crónica periodística sobre esa criatura llamada
Marilyn, a quien compara con Ofelia.
UNA HERMOSA NIÑA
Truman
Capote
Así
fue. “Oh, sí”, me informó Miss Collier. “Tiene algo. Es una
hermosa niña. No lo digo por lo obvio, tal vez demasiado obvio. No
es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo que ella
tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante,
nunca podría salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil,
tan sutil, que sólo la cámara puede captarlo. Es como un colibrí
en vuelo: sólo la cámara puede congelar su poesía. Pero quien
piense que la chica es otra Harlow, o una puta, está loco. Hablando
de locura, es de eso que nos estamos ocupando: de Ofelia. Supongo que
la gente se reiría de sólo pensarlo, pero realmente podría ser la
Ofelia más deliciosa del mundo. Estaba hablando con Greta la semana
pasada, y le hablé de Marilyn como Ofelia, y Greta dijo sí, que lo
creía porque la había visto en dos películas, muy comunes y
vulgares, pero que de todos modos dejaban entrever las posibilidades
de Marilyn. En realidad, Greta tiene una idea divertida. ¿Sabes que
quiere hacer una película de Dorian Gray? Con ella como Dorian, por
supuesto. Bueno, dijo que le gustaría que Marilyn fuera una de las
chicas que Dorian seduce y destruye. ¡Greta! ¡Tan desaprovechada! Y
qué talento, bastante parecido al de Marilyn, cuando se piensa. Por
supuesto, Greta es una actriz consumada, de máximo control. Esta
hermosa criatura carece de todo concepto de disciplina o sacrificio.
No sé por qué, pero me parece que no llegará a vieja. Es absurdo
que lo diga, pero siento que morirá joven. Espero, ruego, que viva
lo suficiente para liberar ese talento tan extraño y encantador que
es en ella como un espíritu prisionero.”
Ahora
Miss Collier ha muerto, y yo estaba en el vestíbulo de la capilla
Universal esperando a Marilyn. Hablamos por teléfono la noche
anterior y quedamos en sentarnos juntos en el servicio, que empezaría
al mediodía. Ya llevaba más de media hora de retraso. Siempre
llegaba tarde, pero pensé que, por una sola vez, podía llegar a
horario. ¡Por el amor de Dios! ¡Maldición! De repente llegó, pero
no la reconocí hasta que me dijo…
MARILYN:
Querido, perdóname. Pero como ves, me maquillé y luego pensé que
no debería ponerme pestañas postizas ni pintarme los labios ni
nada, de modo que me lavé la cara, y no sabía qué ponerme…
(Lo
que se había puesto finalmente habría sido apropiado para la
abadesa de un convento que asiste a una audiencia privada con el
Papa. Tenía el pelo totalmente cubierto por un pañuelo de chifón
negro, un vestido negro suelto, largo, que parecía prestado, medias
de seda negra que opacaban la rubia belleza de sus esbeltas piernas.
Seguro que una abadesa no se habría puesto los zapatos de tacos
altos, negros y vagamente eróticos, que había elegido, ni los
anteojos oscuros, de lechuza, que tornaban dramática la palidez de
vainilla de su fresca piel.)
TC:
Se te ve muy bien.
M
(royendo la uña del pulgar, ya totalmente comida): ¿Estás seguro?
Estoy tan nerviosa, ¿sabes? ¿Dónde está el baño? Si pudiera ir
un momento…
TC:
¿A tomarte una píldora? ¡No! Shhh. Esa es la voz de Cyril
Ritchard: ya ha empezado el panegírico.
(De
puntillas, entramos en la capilla llena de gente y logramos ubicarnos
en un espacio estrecho en la última fila. Cyril Ritchard terminó de
hablar. Lo siguió Cathleen Nesbitt, colega de toda la vida de Miss
Collier, y finalmente Brian Aherne se dirigió a los presentes.
Durante todo este tiempo, mi acompañante no cesaba de quitarse los
anteojos para enjugar las abundantes lágrimas que brotaban de sus
ojos azul grisáceos. Algunas veces la había visto sin maquillaje,
pero hoy presentaba una nueva experiencia visual, un rostro que no
había observado antes, y al principio no me di cuenta de qué
pasaba. ¡Ah! Era por el pañuelo de cabeza. Con el pelo oculto, el
cutis sin cosméticos, parecía de doce años, una virgen pubescente
recién admitida en un orfelinato, que se lamenta por su suerte. Por
fin la ceremonia terminó, y la congregación comenzó a
dispersarse.)
M:
Por favor, sentémonos aquí. Esperemos a que se vayan todos.
TC:
¿Por qué?
M:
No quiero tener que hablar con todo el mundo. Nunca sé qué decir.
TC:
Siéntate tú aquí, que yo esperaré afuera. Tengo que fumar un
cigarrillo.
M:
¡No me puedes dejar sola! ¡Dios mío! Fuma aquí.
TC:
¿Aquí? ¿En la capilla?
M:
¿Por qué no? ¿Qué vas a fumar? ¿Marihuana?
TC:
Muy graciosa. Vámonos.
M:
Por favor. Hay un montón de fotógrafos abajo. Y por supuesto que no
quiero que me saquen fotos con esta ropa.
TC:
No te culpo.
M:
Dijiste que se me veía muy bien.
TC:
Y es verdad. Estás perfecta para el papel de la novia de
Frankenstein.
M:
Te estás riendo de mí ahora.
TC:
¿Te parece?
M:
Te ríes por dentro. Y ésa es la peor clase de risa. (Frunciendo el
ceño; mordiéndose la uña del pulgar.) En realidad, podía haberme
puesto maquillaje. Todo el mundo aquí estaba maquillado.
TC:
Incluso yo.
M:
Hablando en serio. Es el pelo. Necesito tintura, y no tuve tiempo.
Todo fue tan inesperado. La muerte de Miss Collier. ¿Ves?
(Se
levantó un poquito el pañuelo para mostrarme una franja negra en la
raya del pelo.)
TC:
Pobre e inocente de mí. Yo que creía que eras una rubia auténtica.
M:
Lo soy. Pero nadie es tan natural. ¿Por qué no te vas a la mierda?
TC:
Bueno, ya se han ido todos. Vamos, levántate.
M:
Estos fotógrafos están ahí todavía. Lo sé.
TC:
Si no te reconocieron al entrar, no te reconocerán cuando salgas.
M:
Uno me reconoció. Pero me metí por la puerta antes de que empezara
a gritar.
TC:
Debe haber una puerta posterior. Podemos salir por ahí.
M:
No quiero ver ningún cadáver.
TC:
¿Por qué vamos a ver cadáveres?
M:
Esto es una funeraria. Deben guardarlos en alguna parte. Lo único
que me falta, entrar en un cuarto lleno de muertos. Ten paciencia.
Iremos a alguna parte y te invitaré a tomar champagne.
(De
modo que nos quedamos sentados y Marilyn dijo: “Odio los funerales.
Me alegro de no tener que ir al mío. Sólo que no quiero funeral, y
que uno de mis hijos, si tengo alguno, tire mis cenizas al viento.
Hoy no habría venido de no ser porque Miss Collier me quería, se
preocupaba por mi porvenir y era como una abuelita, una abuelita
severa, pero que me enseñó muchas cosas. Me enseñó a respirar. Lo
he aprovechado, y no sólo cuando actúo. Hay otros momentos cuando
respirar es un problema. Pero cuando me enteré de la muerte de Miss
Collier, lo primero que pensé fue: Oh, Dios mío, ¿qué pasará con
Phyllis? Miss Collier era toda su vida. Pero me enteré de que se fue
a vivir con Miss Hepburn. Feliz de Phyllis. Lo pasará tan bien
ahora. Me gustaría cambiar con ella. Miss Hepburn es una persona
maravillosa. En serio. Ojalá fuera amiga mía. Podría llamarla a
veces y… bueno, no sé, charlar con ella”.
Hablamos
de cómo nos gustaba Nueva York y de cuánto aborrecíamos Los
Angeles. “Aunque nací ahí, no se me ocurre nada bueno que decir
de Los Angeles. Si cierro los ojos, y me imagino Los Angeles, todo lo
que veo es una gran várice.” Hablamos de actores y actuaciones.
“Todos dicen que no sé actuar. Decían lo mismo de Elizabeth
Taylor. Y se equivocaron. Estuvo magnífica en Ambiciones que matan.
A mí nunca me darán el papel apropiado, algo que realmente quiera
hacer. No me ayuda el aspecto físico. Demasiado específico”;
hablamos un poco de Elizabeth Taylor; quería saber si yo la conocía
y le dije que sí, y ella dijo bueno, cómo es, cómo es en realidad,
y yo dije bueno, es algo parecida a ti, es muy franca y dice
cualquier cosa, y Marilyn dijo vete a la mierda y me dijo bueno, si
alguien me preguntara cómo era Marilyn Monroe, cómo era Marilyn
Monroe en realidad, qué diría, y le dije que tenía que pensarlo.)
TC:
¿Te parece que podemos irnos de una vez? Me prometiste champagne,
¿recuerdas?
M:
Recuerdo. Pero no tengo dinero.
TC:
Siempre llegas tarde y nunca tienes dinero. Por casualidad, ¿no
estás bajo la impresión de que eres la reina Isabel?
M:
¿Quién?
TC:
La reina Isabel. La reina de Inglaterra.
M
(frunciendo el ceño): ¿Qué tiene esa mierda que ver conmigo?
TC:
La reina Isabel nunca lleva dinero encima. No le está permitido. El
vil metal no debe mancillar la palma de la mano real. Hay una ley, o
algo así.
M:
Ojalá pasaran una ley parecida para mí.
TC:
Sigue así y a lo mejor sucede.
M
¿Cómo paga cuando va de compras?
TC:
Su dama de compañía trota a su lado con una bolsa llena de
peniques.
M:
¿Sabes una cosa? Te apuesto a que le dan todo gratis. Como pago
cuando ella dice que usa el producto.
TC:
Es muy posible. No me sorprendería en lo más mínimo. Proveedores
de Su Majestad. Perros galeses. Todas esas golosinas Fortum &
Mason. Marihuana. Preservativos.
M:
¿Para qué quiere ella preservativos?
TC:
Ella no, tonta. Para ese bobo que la sigue dos pasos atrás. El
príncipe Felipe.
M:
Para él. Oh, sí, me gusta. Debe tener un lindo aparato. ¿Te conté
esa vez que Errol Flynn sacó el aparato y tocó el piano con él?
Bueno, fue hace cien años. Yo recién empezaba y fui a una fiesta
tonta. Estaba Errol Flynn, muy contento consigo mismo. Aporreó las
teclas. Tocó Eres mi rayo de sol. ¡Cristo! Todo el mundo dice que
Milton Berle tiene el schlong más grande de Hollywood. Pero ¿a
quién le importa? Eh, ¿tienes dinero encima?
TC:
Unos cincuenta dólares.
M:
Eso nos debe alcanzar para un poco de champagne.
(Afuera,
Lexington estaba vacía de sospechosos: nada más que inofensivos
transeúntes. Eran como las dos de una linda tarde de abril, ideal
para caminar. Deambulamos hasta la Tercera Avenida. Unos pocos dieron
vuelta la cabeza, no porque reconocieran a Marilyn como Marilyn, sino
debido a su atavío funerario. Ella rió con esa sonrisa suya tan
especial, tentadora como cascabeles, y dijo: “A lo mejor siempre
debería vestirme así, verdaderamente anónima”.
Mientras
nos acercábamos al bar de P. J. Clarke, dije que éste sería un
buen lugar para tomar un refresco, pero Marilyn lo vetó. “Está
lleno de esos idiotas de publicidad. Y esa perra Dorothy Kilgallen
siempre está allí, emborrachándose. ¿Qué les pasa a estos
irlandeses? Chupan más que los indios.”
Me
sentí obligado a defender a la Kilgallen, que era algo amiga mía, y
dije que en ocasiones podía llegar a ser muy graciosa. Marilyn dijo:
“Sea como sea, ha escrito cosas terribles acerca de mí. Todas esas
perras me odian. Hedda, Louella. Sé que supuestamente una debe
acostumbrarse a eso, pero yo no puedo. Lo que dicen, duele. ¿Qué he
hecho yo a esas brujas? El único que escribe cosas decentes de mí
es Sidney Skolsky. Pero él es hombre. Los tipos me tratan bien. Como
si fuera un ser humano. Por lo menos me otorgan el beneficio de la
duda. Y Bob Thomas es un caballero. Y Jack O’Brian”.
Miramos
las vidrieras de las tiendas de antigüedades. En una había una
bandeja con anillos viejos y Marilyn dijo: “Ese es bonito. El
granate con las perlitas. Me gustaría poder usar anillos, pero no me
gusta que la gente se fije en mis manos. Son demasiado gordas.
Elizabeth Taylor tiene las manos gordas. Pero con los ojos que tiene,
¿quién se va a fijar en sus manos? Me gusta bailar desnuda frente a
un espejo y ver cómo se me mueven las tetitas. No son feas. Ojalá
no tuviera las manos tan gordas.”
En
otra vidriera vimos un hermoso reloj de péndulo, lo que le hizo
decir: “Nunca tuve un hogar. Una casa verdadera, con muebles míos.
Pero si vuelvo a casarme, y gano mucho dinero, voy a alquilar un par
de camiones y recorreré la Tercera Avenida comprando todo lo que se
me ocurra. Una docena de relojes de péndulo. Los pondré todos en un
cuarto, y todos a la misma hora. Eso sería como un verdadero hogar.
¿No te parece? ¡Eh! ¡Mira! ¡Enfrente!”
TC:
¿Qué?
M:
¿Ves el letrero con la palma de la mano? Ahí deben leer el futuro.
TC:
¿Tienes ganas de entrar?
M:
Bueno, vamos a ver cómo es.
(No
es un lugar acogedor. Por una vidriera sucia percibimos un cuarto
desprovisto de muebles con una mujer flaca, con aspecto de gitana,
sentada en una silla de lona debajo de una lámpara roja como el
infierno que colgaba del techo y que esparcía un brillo torturador.
Estaba tejiendo un par de escarpines. No nos miró. Marilyn estuvo a
punto de entrar, luego cambió de idea.)
M:
Hay veces que me gusta saber qué pasará. Pero después pienso que
es mejor no saberlo. Me gustaría saber dos cosas, sin embargo. Una,
si voy a adelgazar.
TC:
¿Y la otra?
M:
Es un secreto.
TC:
Vamos, vamos. Hoy no puede haber secretos. Hoy es un día de dolor, y
los que sufrimos compartimos los pensamientos más recónditos.
M:
Bueno, es acerca de un hombre. Hay algo que quiero saber. Pero no
diré más. Realmente es un secreto.
(Y
pensé: Eso es lo que tú crees. Ya te lo sacaré.)
TC:
Estoy preparado para invitarte con champagne.
(Terminamos
en la Segunda Avenida, en un restaurante chino vacío, decorado
chillonamente. Pero tenía un bar bien provisto, y pedimos una
botella de Mumm. Llegó, pero sin helar y sin balde. La tomamos en
vasos altos, con cubitos adentro.)
M:
Esto es divertido. Como filmar en exteriores. Si a una le gusta. A mí
no. Niagara. Qué película mala. Horrible.
TC:
Hablemos de tu amor secreto.
M:
(silencio).
TC:
(silencio).
M:
(risitas).
TC:
(silencio).
M:
Conoces a tantas mujeres. ¿Cuál es la mujer más atractiva que
conoces?
TC:
Barbara Paley. No tiene rival.
M
(frunciendo el ceño): ¿Esa a la que le dicen “Babe”? A mí no
me parece una beba. La he visto en Vogue. Es elegante. Encantadora.
Mirando las fotos una se siente como una chancha.
TC:
Le divertiría oír eso. Te tiene celos.
M:
¿Celos de mí? Te estás burlando de nuevo.
TC:
No. Está celosa.
M:
Pero ¿por qué?
TC:
Por lo que dijo en los diarios una periodista, creo que la Kilgallen.
Algo así: “Se rumorea que Mrs. Di Maggio tuvo una cita con el
mayor magnate de la televisión, y no precisamente para hablar de
negocios”. Ella leyó la nota y creyó que era verdad.
M:
¿Que era verdad qué?
TC:
Que su marido tiene un asunto contigo. William S. Paley. El mayor
magnate de la televisión. Le gustan las rubias bien formadas. Las
morochas también.
M:
Eso es un disparate. No conozco a ese tipo.
TC:
Ah, vamos, vamos. Conmigo puedes ser franca. Este amante secreto es
William S. Paley, n’est-ce pas?
M:
¡No! Es un escritor. El es un escritor.
TC:
Eso es mejor. Ya vamos a alguna parte. De modo que tu amante es un
escritor. Debe de ser malísimo, o no te avergonzarías de decirme su
nombre.
M
(furiosa, frenética): ¿Por qué es la “S”?
TC:
La “S”. ¿Qué “S”?
M:
La “S” en William S. Paley.
TC:
Oh, esa “S”. No quiere decir nada. La metió allí porque quedaba
bien.
M:
¿Sólo una inicial que no reemplaza nada? Por Dios. Mr. Paley debe
de ser un poquito inseguro.
TC:
Tiene un montón de tics. Pero volvamos a tu misterioso escriba.
M:
¡Basta! No entiendes. Tengo tanto que perder.
TC:
Mozo, otra botella de Mumm, por favor.
M:
¿Estás tratando de aflojarme la lengua?
TC:
Sí. Te diré una cosa. Hagamos un trato. Yo te cuento un cuento, y
si te parece interesante, tal vez podamos hablar de tu amigo el
escritor.
M
(tentada, pero renuente): ¿Un cuento de qué?
TC:
De Errol Flynn.
M:
(silencio).
TC:
(silencio).
M
(enojada consigo misma): Bueno, empieza.
TC:
¿Recuerdas lo que me contaste de Errol? ¿Lo contento que estaba con
su pito? Yo soy testigo de eso. Una vez pasamos juntos una noche muy
agradable. Si me entiendes.
M:
Lo estás inventando. Estás tratando de engañarme.
TC:
Lo juro. Estoy jugando limpio. (Silencio. Pero veo que está muy
interesada, de modo que después de encender un cigarrillo, prosigo.)
Bueno, sucedió cuando yo tenía dieciocho años. O diecinueve.
Durante la guerra. El invierno de 1943. Esa noche daba una fiesta
Carol Marcus, que no sé si ya estaba casada con Saroyan, en honor de
su mejor amiga, Gloria Vanderbilt. La fiesta fue en la casa de su
madre, en Park Avenue. Una gran fiesta. Habría unas cincuenta
personas. Como a la medianoche entra Errol Flyn con su doble, un
playboy que hacía las escenas de capa y espada, llamado Freddie
McEvoy. Los dos estaban bastante borrachos. De todos modos, Errol se
puso a charlar conmigo. Era inteligente, y nos reíamos mucho. De
pronto dijo que quería ir a El Morocco, y por qué no iba con él y
con su amigo McEvoy. Dije que sí, pero McEvoy no quería irse de la
fiesta, que estaba llena de jovencitas recién presentadas en
sociedad, de manera que Errol y yo nos fuimos solos. Sólo que no
fuimos a El Morocco. Tomamos un taxi hasta la zona de Gramercy Park,
donde yo tenía un departamento de un ambiente. Se quedó hasta el
día siguiente, al mediodía.
M:
Y ¿cómo calificarías? ¿En una escala de uno a diez?
TC:
Francamente, si no hubiera sido Errol Flynn, ni siquiera me
acordaría.
M:
No es un gran cuento. No mereces el mío. Ni por asomo.
TC:
Mozo, ¿y el champagne? Los dos tenemos sed.
M:
Y no me has dicho nada nuevo. Ya sabía que Errol caminaba en zigzag.
Tengo un masajista que es como mi propia hermana, que era masajista
de Tyrone Power, y él me contó la relación que había entre Errol
y Tyrone. De modo que tendrías que contarme algo mejor.
TC:
Es difícil hacer tratos contigo.
M:
Estoy lista a escuchar. De modo que cuéntame cuál fue tu mejor
experiencia. En ese sentido.
TC:
¿La mejor? ¿La más memorable? Mejor que contestes tú primero.
M:
¡Y dices que yo soy difícil! ¡Ja! (tomando champagne) Joe no es
malo. Juega bien al béisbol. Si fuera por eso, aún seguiríamos
casados. Todavía lo amo. Es sincero.
TC:
Los maridos no cuentan. En este juego.
M
(mordisqueándose la uña; pensando, realmente): Bueno, conocí a un
hombre, medio pariente de Gary Cooper. Un corredor de bolsa, no gran
cosa: sesenta y cinco años, usa anteojos gruesos. No sé qué era,
pero…
TC:
Puedes parar ahí. Sé todo acerca de él por otras chicas. Ese viejo
espadachín sigue recorriendo mundo. Se llama Paul Shields. Es el
padrastro de Rocky Cooper. Se supone que es sensacional.
M:
Lo es. Bueno, vivo. Tu turno.
TC:
Olvídalo. No tengo por qué contarte nada. Porque ya sé quién es
tu maravilla oculta: Arthur Miller. (Bajó los anteojos negros. Si
las miradas mataran…)
M
(tartamudeando): Pero ¿cómo? Quiero decir, nadie… Es decir, casi
nadie…
TC:
Hace por lo menos tres o cuatro años, Irving Drutman…
M:
¿Irving qué?
TC:
Drutman. Un escritor del Herald Tribune. El me contó que tú andabas
con Arthur Miller. Que estabas enamorada de él. Soy demasiado
caballero para haberlo mencionado antes.
M:
¡Caballero! (tartamudeando de nuevo pero con los anteojos negros en
su lugar) Tú no entiendes. Eso fue hace mucho. Eso terminó. Pero
esto es nuevo. Todo es diferente ahora y…
TC:
No olvides invitarme a la boda.
M:
Si dices algo de esto, te mato. Te hago eliminar. Conozco un par de
hombres que me harían ese favor con todo gusto.
TC:
Es algo que no dudo ni por un minuto.
(Por
fin regresa el mozo con la segunda botella.)
M:
Dile que se la lleve. No quiero más. Quiero irme de aquí.
TC:
Siento haberte molestado.
M:
No estoy molesta.
(Pero
lo estaba. Mientras pagaba la cuenta, fue al toilette. Deseé tener
conmigo un libro para leer: sus visitas al toile-tte a veces duraban
tanto como la preñez de una elefanta. Mientras pasaba el tiempo, me
puse a pensar si estaría tomando píldoras tranquilizantes o
estimulantes. Tranquilizantes, sin duda. Había un diario en el bar.
Lo tomé. Estaba escrito en chino. Después de unos veinte minutos,
decidí investigar. A lo mejor se había tomado una dosis letal, o
cortado las muñecas. Encontré el baño de damas y llamé a la
puerta. Dijo: “Pasa”. Estaba frente a un espejo mal iluminado.
Pregunté: “¿Qué estás haciendo?”. Ella contestó:
“Mirándola”. En realidad, se estaba pintando los labios color
rubí. Además, se había quitado el pañuelo de la cabeza y peinado
ese pelo brillante y finito que tenía.)
M:
Espero que te quede bastante dinero.
TC:
Depende. No como para comprar perlas, si es tu idea de hacer las
paces.
M
(riendo, nuevamente de buen humor. Decidí no volver a mencionar a
Arthur Miller): No. Para un viaje en taxi, nada más.
TC:
¿Adónde vamos, a Hollywood?
M:
Diablos, no. A un lugar que me gusta. Ya verás cuando lleguemos.
(No
tuve que esperar tanto, pues no bien subimos al taxi, oí que le
decía que nos llevara al muelle de la calle South, y pensé: “¿No
es allí donde se toma el ferry para Staten Island?”. Y mi
conjetura fue: tomó píldoras además del champagne, y está loca
ahora.)
TC:
Espero que no vayamos a tomar un barco. No llevo dramamine encima.
M
(feliz, riendo): Vamos al muelle, nada más.
TC:
¿Puedo preguntar por qué?
M:
Me gusta. Huele a otro país, y puedo dar de comer a las gaviotas.
TC:
¿Qué les darás? No tienes nada.
M:
Sí, tengo la cartera llena de bizcochitos chinos. Los robé del
restaurante.
TC
(haciendo una broma): Sí, sí. Mientras estabas en el baño abrí
uno, y el papelito de adentro era un chiste verde.
M:
Por Dios. ¿Obscenidades en vez del porvenir?
TC:
Seguro que a las gaviotas no les importará.
(Pasamos
el Bowery. Tiendas diminutas de empeño, estaciones de donación de
sangre, cuartos con camas por cincuenta centavos, pequeños hoteles
sórdidos de alojamiento por un dólar, bares de blancos, bares de
negros y por todas partes vagos, vagos jóvenes, ancianos vagos en
cuclillas sobre la vereda sentados en medio de vidrios rotos y de
vómitos, vagos apoyados contra las puertas y acurrucados como
pingüinos en las esquinas. En una oportunidad, al detenernos ante
una luz roja, un espantapájaros de nariz roja avanzó tambaleándose
hacia nosotros y empezó a limpiar el parabrisas del taxi con un
trapo húmedo que aferraba su temblona mano. Nuestro conductor
protestó, gritando obscenidades en italiano.)
M:
¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
TC:
Quiere una propina por limpiar el vidrio.
M
(cubriéndose la cara con la cartera): ¡Qué horrible! No lo
aguanto. Dale algo. Apúrate. ¡Por favor! (Pero ya el taxi partía,
derribando casi al viejo borracho. Marilyn lloraba.) Estoy
descompuesta.
TC:
¿Quieres irte a casa?
M:
Se ha arruinado todo.
TC:
Te llevaré a casa.
M:
Espera un minuto. Ya estaré bien.
(Así
seguimos hasta la calle South; ya allí, el ferry anclado, la vista
de Brooklyn del otro lado, las gaviotas que revoloteaban y se
divertían, blancas contra el horizonte marino y el cielo veteado de
vellones de nubes, diminutas y frágiles como encaje, pronto
tranquilizaron su espíritu. Al bajar del taxi vimos a un hombre que
llevaba a un perro chino de una correa. Era un pasajero que se
dirigía al ferry. Al pasar junto a él, mi compañera se detuvo a
acariciar el perro.)
EL
HOMBRE (firme y poco amistosamente): No debería tocar perros
desconocidos. Especialmente a éstos. Podrían morderla.
M:
Los perros nunca me muerden. Sólo los humanos. ¿Cómo se llama?
EL
HOMBRE: Fu Manchu.
M
(riendo): Oh, como en el cine. Qué amor.
EL
HOMBRE: Usted, ¿cómo se llama?
M:
¿Yo? Marilyn.
EL
HOMBRE: Eso pensé. Mi mujer no me creería. ¿Me puede dar su
autógrafo?
(Sacó
una tarjeta y una lapicera. Utilizando su cartera como apoyo, ella
escribió: Que Dios lo bendiga – Marilyn Monroe).
M:
Gracias.
EL
HOMBRE: Gracias a usted. Voy a mostrar esto en la oficina.
(Seguimos
hasta el borde del muelle, donde nos pusimos a escuchar el ruido del
agua.)
M:
Yo solía pedir autógrafos. Todavía lo hago, a veces. El año
pasado vi a Clark Gable sentado cerca de mí en Chasen, y le pedí
que me firmara la servilleta.
(Apoyada
contra un poste de amarras, la observé, de perfil: Galatea oteando
las distancias no conquistadas. La brisa le esponjaba el pelo. Volvió
la cabeza hacia mí con gracia etérea, como si la hiciera girar la
brisa.)
TC:
¿Cuándo alimentamos los pájaros? Yo también tengo hambre. Es
tarde, y no almorzamos.
M:
Recuerda, te dije que si alguna vez te preguntaran cómo era yo, cómo
era, en realidad, Marilyn Monroe, ¿cómo contestarías esa pregunta?
(Su tono era juguetón, burlón, sin embargo sincero al mismo tiempo:
quería una respuesta honesta): Apuesto a que dirías que era una
palurda.
TC:
Por supuesto, pero también les diría…
(Ya
se iba la luz. Ella parecía desvanecerse con la claridad, mezclarse
con el cielo y las nubes, retroceder y ocultarse detrás. Yo quería
alzar la voz por encima de los gritos de las gaviotas y preguntarle:
“Marilyn, Marilyn, ¿por qué todo tuvo que salir así? ¿Por qué
es una mierda esta vida?”)
TC:
Yo diría…
M:
No te oigo.
TC:
Diría que eres una hermosa niña.
MISTER
JONES
Truman
Capote
Durante
el invierno de 1945 pasé varios mese en una pensión de Brooklyn. No
era una casa sórdida, sino por el contrario, una antigua casa de
tres pisos, agradablemente amueblada, que sus propietarias, dos
solteronas, mantenían pulcra como un hospital.
Mr.
Jones vivía en el cuarto contiguo al mío. Mi cuarto era el más
pequeño de la casa, el de él el más grande, un cuarto lindo y
soleado, por suerte, pues Mr. Jones no salía nunca: las solteronas
se ocupaban de todo lo necesario: de sus comidas, de sus compras, de
lavarle la ropa. Además, no le faltaban visitas. Por lo general
visitaban su cuarto diariamente una media docena de personas, hombres
y mujeres, jovenes, viejos, de mediana edad. Llegaban desde la mañana
temprano hasta la noche. No era un vendedor de drogas ni un adivino.
Sus visitas sólo iban aconversar con él y, aparentemente, le
daban un poco de dinero por su conversación y consejos. Por otra
parte, no tenía otros medios de vida. Yo nunca mantuve una
conversación con Mr. Jones, circunstancia que he lamentado mucho.
Era un hombre apuesto, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo
negro, rostro distinguido, pálido y delgado, pómulos altos, con un
lunar en la mejilla izquierda. Era una mancha defectuosa, con forma
de estrella. Usaba anteojos de aros de oro y lentes muy oscuras. Era
ciego, y además lisiado. Según las hermanas, no podía caminar
debido a un accidente de infancia, y no podía desplazarse sin
muletas. Siempre llevaba un traje gris oscuro o azul, de tres piezas,
inmaculadamente planchado, con una corbata discreta, como si
estuviera a punto de dirigirse a su despacho en Wall
Street.
Sin embargo, como ya he dicho, nunca salía de su cuarto. No hacía
más que estar sentado en su alegre habitación, en un cómodo
sillón, recibiendo a sus visitantes. Yo no tenía idea de por qué
iban a verlo, ni de qué conversaban estas personas comunes y
corrientes,.Por otra parte, yo estaba demasiado preocupado por mis
propios asuntos como para pensar en ello. Cuando lo hacía, suponía
que sus amigos lo encontraban amable e inteligente, un buen oyente,
alguien en quien podían confiar y a quien podían consultar cuando
tenían problemas: una combinación de sacerdote y terapeuta.
Mr.
Jones tenía teléfono. Era el único huesped que poseía una línea
privada. Llamaba continuamente, a veces después de medianoche y
desde las seis de la mañana.
Me
mudé a Manhattan. Varios meses después volví a buscar una caja de
libros que había dejado en depósito. Las señoritas me invitaron a
tomar el té con torta en su sala de visillos de encaje. Les pregunté
por Mr. Jones.
Las
señoritas bajaron los ojos. Aclarándose la garganta, una de ellas
dijo:
-El
caso está en manos de la policía.
La
otra agregó:
–
Lo hemos denunciado como persona
desaparecida.
La
primera dijo:
–
El mes pasado, hace veintiséis
días, mi hermana subió el desayuno a Mr. Jones, como de costumbre.
No estaba en su habitación. Estaban sus pertenencias pero él había
desaparecido.
–
Es extraño…
–
… Como un hombre completamente
ciego, un inválido…
Pasaron
diez años.
Es
una tarde helada de diciembre, y estoy en Moscú. Viajando en el
subterráneo. Hay pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado
frente a mí, de botas, un largo abrigo y un sombrero de piel al
estilo ruso. Tiene ojos brillantes, azules como los de un pavo real.
Después
de un instante de duda, me puse a mirarlo fijamente, pues hasta
sin los anteojos negros, era imposible confundir esa cara enjuta y
distinguida, esos pómulos altos, con el lunar escarlata en forma de
estrella.
Estaba
a punto de cruzar el pasillo para hablar con él cuando el tren llegó
a una estación y Mr. Jones se puso de pie sobre un par de fuertes
piernas y salió del coche. Rápidamente, la puerta se cerró detrás
de él.-
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