Edgar Allan Poe (1809-1949). En ninguna antología del cuento podrían ausentarse gente como Chejov, Edgar Allan Poe, Nerval, Joyce, O Henry o Hemingway. Sin ellos el género sería una otra cosa. Ellos le dieron vuelo, categoría artística, no sé. El primero de esta nómina de imprescindibles debe ser sin duda el pobre Edgardo Allan. Acaso no haya existido en todo el siglo XIX una combinación igual de talento artístico e infortunio que el de este norteamericano que, como Baudelaire -otro que tal baila y su primer grandísimo traductor, todo sea dicho de paso- tuvo una adolescencia levantisca y poco apreciada por su padrastro, un hombre realmente insensible y pacato. Sus verdaderos padres habían sido cómicos y pronto murieron, de manera que Edgardo se fue a vivir en adopción con una familia insufrible que lo intentó todo por reconducirlo por el buen camino. Pero los genios raramente caben por los buenos caminos, y a veces necesitan caminar campo a través, vadeando ríos, escalando montañas y tiritando ante el resencio. Es el caso de Poe, el hombre de más talento de Nueva Inglaterra y no importa repetir que el más desgraciado. Tras una adolescencia difícil, ingresó en la universidad y en el ejército y de ambos escapó para hacerse un escritor off sider, de periódicos. Se casó con una chiquilla de 13 años, Virginia Clem, prima suya e hija de María Clem, pero Virginia moriría apenas 8 años más tarde, acaso por la vida de dificultades y penurias que llevaron. Sin embargo, Poe, acaso el autor más explotado de la historia, comenzó a obtener fama con sus revolucionarios cuentos, que rompían esquemas con respecto a los que se habían escrito anteriormente. Comenzó haciendo cuentos góticos, género que era muy apreciado por los ociosos lectores de la época, y pronto se hizo con el cotarro: suyos son los mejores cuentos góticos que se han escrito, tan buenos, que incluso escapan a la categoría de góticos. De ahí a la invención de la literatura detectivesca y a la sicológica y hasta la ciencia ficción hay un sólo paso. Curioso por naturaleza y culo de mal asiento, transformó todo cuanto iba tocando, desde la poesía americana hasta los géneros por los que transitaba. Se interesó por los avances de las ciencias sicológicas, la astronomía etc... que iba incorporando a su obra como si tal cosa. Pero mientras su talento volaba con la fuerza y la elegancia de un albatros, su vida se iba a pique, como un albatros que se arrastraba pesadamente por la cubierta de un barco (Baudelaire dixit). El alcoholismo, su tremenda mala suerte y su pulsión autodestructiva iban minando su existencia, sobre todo tras la muerte de su prima Virginia, ese ángel que inspiró El cuervo. Su tía y suegra, María Clem, lo cuidó abnegadamente, con tanta o más abdicación de sí misma que si hubiera sido su propio hijo: tanto era su desvalimiento. Es ella el ángel que lo custodia, la sombra que lo arrastra a casa en las hondas noches de borrachera, la mujer que zurce su angustia, la que le prepara la sopa nutricia de la redención. Maria Clem, como Theo Van Gogh o Zenobia Camprubí debieran ocupar un puesto de preeminencia en el santoral artístico. Poe deambuló al final de sus días por esos pasillos oscuros que relatan sus primerizos y ya extraordinarios cuentos góticos. El relato de sus últimos días, como el del pobre Nerval, o el de Baudelaire en Bruselas, parece salir de las mismas entrañas de la Odisea. De hecho uno parece vislumbrar la sombra etílica de Poe en el Leopold Bloom joyciano. La historia es, con todo, conocida: uno ve a Edgardo subiéndose a trenes que a ningún lugar conducen, buscando a mujeres que lo salven de sí mismo, bebiendo en inmundas tabernas de Richmond o Baltimore, gravitando en ese zigzag del borracho, la danza última, la antesala de la autodestrucción más absoluta. Uno lo ve en las calles de Baltimore, su última morada, bebiendo con los electores, y caminando definitivamente hacia Virginia, esa niña demasiado aniñada, que se reflejaba insoportablemente en el cristal de los vasos de whisky y que levaba tatuada en el cristalino de sus ojos. De Poe se puede elegir lo que se quiera, pues todo es magnífico. Repele la mediocridad (aquí hay que volver a mencionar a Baudelaire), consigue la magia de la atmósfera como ningún otro, mentalmente nos lleva a su huerto con apenas diez o doce palabras. Un verdadero maestro, impulsor y revolucionario y pionero del género. Incapaz de conformarnos con uno, hemos elegido dos relatos El barril de amontillado y El gato negro, en la insuperable traducción de Cortázar, dos relatos que nos conducen a los febriles vericuetos de un alma atormentada y a la imposibilidad de escapar al destino y al abismo del mal. Para el lector interesado decirle que no deje de leer, además, , El pozo o el péndulo, Berenice, El descenso del Maesltöm, La carta robada, La caida dela casa Usher, Eleanora, Morella, Ligeia, William Wilson, Los crímenes de la rue Morgue... o sus novelas Eureka, o, sobre todo, La narración de Arthur Gordom Pym, sin olvidar, cómo no, su poesía.
El tonel de amontillado
Edgar Allan Poe
Había yo soportado hasta donde me era
posible las mil ofensas de que Fortunato me hacía objeto, pero
cuando se atrevió a insultarme juré que me vengaría. Vosotros, sin
embargo, que conocéis harto bien mi alma, no pensaréis que proferí
amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba definitivamente
decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda idea
de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No
se repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y
tampoco es reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal
a quien lo ha ofendido.
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
-Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
-¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval...!
-Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y quiero salir de ellas.
-¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que...
-Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
-Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
-¡Ven! ¡Vamos!
-¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi...
-No tengo nada que hacer; vamos.
-No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
-Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
-El tonel -dijo,
-Está más delante -contesté-, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.
-¿Salitre? -preguntó, después de un momento.
-Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que...
-¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.
-Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
-Bebe -agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
-Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
-Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -observó Fortunato.
-Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
-¿Y el lema?
-Nemo me impune lacessit.
-¡Muy bien! -dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
-¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos... Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
-No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprendes?
-No -repuse.
-Entonces no eres de la hermandad.
-¿Cómo?
-No eres un masón.
-¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy!
-¿Tú, un masón? ¡Imposible!
-Un masón -insistí.
-Haz un signo -dijo él-. Un signo.
-Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
-Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.
-Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
-Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
-Es cierto -repliqué-. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.
-¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto... una excelente broma...! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo... ja, ja... mientras bebamos... ja, ja!
-¡El amontillado! -dije.
-¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
-Sí-dije-. Vámonos.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
-¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
-¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!
Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos que podía.
Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón, llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría nunca de estrechar su mano.
-Mi querido Fortunato -le dije-, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
-¿Cómo?,-exclamó Fortunato-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y a mitad de carnaval...!
-Tengo mis dudas -insistí-, pero he sido lo bastante tonto como para pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de echar a perder un buen negocio.
-¡Amontillado!
-Tengo mis dudas.
-¡Amontillado!
-Y quiero salir de ellas.
-¡Amontillado!
-Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con sentido crítico, es él. Me dirá que...
-Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
-Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable al tuyo.
-¡Ven! ¡Vamos!
-¿Adónde?
-A tu bodega.
-No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás ocupado, y Lucresi...
-No tengo nada que hacer; vamos.
-No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de salitre.
-Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y amontillado.
Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara apresuradamente a mi palazzo.
No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube vuelto la espalda.
Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles de su gorro.
-El tonel -dijo,
-Está más delante -contesté-, pero observa las blancas telarañas que brillan en las paredes de estas cavernas.
Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban el flujo de su embriaguez.
-¿Salitre? -preguntó, después de un momento.
-Salitre -repuse-. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios minutos.
-No es nada -dijo por fin.
-Vamos -declaré con decisión-. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos, pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad. Además está Lucresi, que...
-¡Basta! -dijo Fortunato-. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a morir de un acceso de tos.
-Ciertamente que no -repuse-. No quería alarmarte innecesariamente. Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la misma clase colocada en el suelo.
-Bebe -agregué, presentándole el vino.
Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
-Brindo -dijo- por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
-Y yo brindo por que tengas una larga vida.
Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
-Estas criptas son enormes -observó Fortunato.
-Los Montresors -repliqué- fueron una distinguida y numerosa familia.
-He olvidado vuestras armas.
-Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
-¿Y el lema?
-Nemo me impune lacessit.
-¡Muy bien! -dijo Fortunato.
Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también toneles y pipas, hasta llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez, atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
-¡Mira cómo el salitre va en aumento! -dije-. Abunda como el moho en las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre los huesos... Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos...
-No es nada -dijo Fortunato-. Sigamos adelante, pero bebamos antes otro trago de Medoc.
Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciólo de un trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
-¿No comprendes?
-No -repuse.
-Entonces no eres de la hermandad.
-¿Cómo?
-No eres un masón.
-¡Oh, sí! -exclamé-. ¡Sí lo soy!
-¿Tú, un masón? ¡Imposible!
-Un masón -insistí.
-Haz un signo -dijo él-. Un signo.
-Mira -repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una pala de albañil.
-Te estás burlando -exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos-. Pero vamos a ver ese amontillado.
-Puesto que lo quieres -dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos, descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas dejaron de llamear y apenas alumbraban.
En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda, como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
-Continúa -dije-. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi...
-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, mientras avanzaba tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí del nicho.
-Pasa tu mano por la pared -dije- y sentirás el salitre. Te aseguro que hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres? Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis servicios.
-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su estupefacción.
-Es cierto -repliqué-. El amontillado.
Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia. Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que me costó reconocer la del noble Fortunato.
-¡Ja, ja... ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto... una excelente broma...! ¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo... ja, ja... mientras bebamos... ja, ja!
-¡El amontillado! -dije.
-¡Ja, ja...! ¡Sí... el amontillado...! Pero... ¿no se está haciendo tarde? ¿No nos estarán esperando en el palazzo... mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
-Sí-dije-. Vámonos.
-¡Por el amor de Dios, Montresor!
-Sí -dije-. Por el amor de Dios.
Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz alta:
-¡Fortunato!
Silencio. Llamé otra vez.
-¡Fortunato!
No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro. Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!
El gato negro
No espero ni pido que alguien crea en el
extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco
estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia
evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.
Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito
inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin
comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de
esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me
han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido
horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más
adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis
fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más
lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las
circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de
causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la
docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi
corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla
para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis
padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la
mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les
daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis
principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han
experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me
moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la
retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de
un animal que llega directamente al corazón de aquel que con
frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que
mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los
animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más
agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un
hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable
tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad
asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo
era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua
creencia popular de que todos los gatos negros son brujas
metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo
menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se
había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de
comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho
impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años,
en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y
mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico,
irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué,
incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por
infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está,
sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los
descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin
embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el
perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en
mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué
enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón,
que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir
las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa
completamente embriagado, después de una de mis correrías por la
ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en
brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la
mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe
lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe
de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la
ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del
chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal
por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco,
me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana,
cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna,
sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a
interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto
ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a
poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un
horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,
como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía
aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera
de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un
animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento
no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída
final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad.
La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo,
tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es
uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que
dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí
mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o
malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en
nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al
buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley
por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se
presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo
que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia
naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y,
finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente
bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el
pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras
las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me
apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había
querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla
-si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita
misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que
cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!"
Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi
mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes
terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No incurriré en la debilidad de
establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi
criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no
quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del
incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se
habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se
apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a
salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente
aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared
y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran
atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!"
y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en
la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la
imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo
del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no
podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el
terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había
ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la
alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el
jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi
habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de
despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes
comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién
aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco
del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha
mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo
ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos
meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo
dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin
serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del
animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba,
algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su
lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me
hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo
negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos
había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido
antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la
toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como
Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no
tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba
una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el
pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó
prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y
pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el
animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su
compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y
que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando
me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a
acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra
vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se
acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito
de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí
una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo
que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué-
su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente,
el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la
amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de
vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de
hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy
gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en
silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de
la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar
mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a
casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta
circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer,
quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos
humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía
aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con
una pertinencia que me costaría hacer entender al lector.
Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba
a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a
caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder
trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo
de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer
crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de
un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra
manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta
celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el
terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado
por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más
de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de
la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El
lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido
al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan
imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por
rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de
rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al
nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del
monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la
imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo!
¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la
agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que
todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante
había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir
tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de
Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del
reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de
noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para
sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso
-pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme-
apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes,
sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos
pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los
más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor
creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba
y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba,
llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y
frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea
doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra
pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual
me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi
rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi
mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al
animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su
trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más
que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la
cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me
entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el
cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día
como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me
observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé
en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió
cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no
convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón,
como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de
cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me
pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el
sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban
a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este
propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban
recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la
atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes
se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido
rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin
lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte,
introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que
ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos.
Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de
colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su
forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda,
preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal
de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de
material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí,
por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a
la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había
decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante
mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el
astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de
cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor.
Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que
la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó
aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa,
pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el
peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi
atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre.
¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no
volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa
de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas
averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo
una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió
nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo
de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y
rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era
impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me
pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón
sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano.
Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía
tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé
de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el
pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías
estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La
alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía
en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de
triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el
grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus
sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea
de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi
frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me
daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente
construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes,
caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias
bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano
sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver
de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las
garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes
cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo
y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que
luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y
continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de
lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede
haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su
agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento
sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared
opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó
paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos
atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy
corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los
ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya
astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me
entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
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