LA
TIERRA NEGRA
¿qué
hazaña es matar dos veces a un muerto?
“Antígona”.
SÓFOCLES
que
nunca hubiera creído yo que fueran tantos los que la muerte se
llevara.
“La
tierra baldía”, T.S. ELIOT
No
hay estatua ni lápida que narre quien fue el que fue todos nosotros;
mas
como es todo el pueblo, debe tener por tumba toda esta tierra negra.
“Libro
del desasosiego”, Fernando PESSOA
Vito
se quedó como único carpintero del pueblo desde que dos meses atrás
muriera Melchor de una cosa mala que le entró por el estómago y a
la que ningún médico logró ponerle nombre. En un mes se le acabó
la vida, sufriendo como un perro y aguantándose el dolor a base de
inyecciones de morfina que compraban a cuenta en la botica de
Galaroza. Fue Beatriz, la hija de Melchor, quien vino a encargarle el
ataúd la mañana en que el médico, fatigado de luchar contra un
enemigo anónimo, perdió toda esperanza.
Era
una mañana clara de primeros de junio, tiempo de heno y de cerezas,
y hasta el taller de Vito, en la calleja del Estanco, llegaba ese
olor agrio de la hierba recién segada. Hacía horas que los hombres
se habían echado al campo y la tranquilidad de la calle era tanta,
que se escuchaba hasta el trajín de las gallinas cluecas de Purita
La Machuca. Todo lo más, pasaba alguna que otra mujer con el cántaro
al cuadril o a la cabeza, seguida de dos o tres niños sucios y
revoltosos; quizás algún perro que olisqueaba por las paredes o se
echaba, sin suerte, sobre su propia sombra. Como todas las mañanas
de verano, desde el caserón de enfrente, llegaba hasta su banco el
ir y venir de las hijas de María “La Cumbreña”, que se pasaban
las horas oreando camas, barriendo la calle o aljofifando suelos,
pero Vito, a fuerza de costumbre, ajeno a los enredos del exterior,
seguía calentándose la boca con sus cantiñeos: enún cuartito
lódó, veneno que tú tomará veneno tomara yo.
Beatriz,
la melancólica hija de Melchor, fue tan precisa en su encargo, que
Vito, con la gorra en la mano en señal de respeto, sólo pudo
encogerse de hombros y prometerle que se pondría con la labor
aquella misma mañana. En efecto, no bien Beatriz cruzó el umbral de
ladrillo, Vito dejó de hacer lo que andaba haciendo, limpió la mesa
de trabajo, quitó de los alrededores todo cuanto pudiera estorbarle
y, con una escoba de lentisco, repasó una y otra vez el suelo hasta
dejarlo como una patena.
—¿Trabajas
para el arzobispo de Sevilla? —preguntó burlonamente Urbano
Ventura, que, como cada mañana a eso de la una, venía a echar una
parrafada con el amigo, antes de marcharse juntos al casino de
Enrique el Cojillo a emboticarse dos medios litros.
En
el ataúd de su compañero puso Vito el mismo afán que unos meses
antes pusiera en el de Pedro Liara, un personaje con quien había
trabajado años atrás y quien le había abierto los ojos sobre
ciertas cosas. A Pedro le había hecho un ataúd forrado con trapos
rojos y negros, emulando la bandera anarquista, cosa que su mujer,
Candelaria, supo agradecer con un gesto de profunda gratitud. No
sabría explicar la causa, pero desde entonces, el antipático oficio
de construir ataúdes se convirtió en algo distinto, donde uno tenía
que echar el resto. Por eso, en vez de las tablas de pino laricio que
tenía apiladas en un lateral, comenzó a emplear una pila de tablas
de castaño comisario que durante mucho tiempo reservó para unas
puertas que nunca terminaban de encargarle. No contento con la buena
calidad de la madera, una vez midió, cortó, lijó y encoló las
tablas, lo que le entretuvo toda una jornada, pacientemente se puso a
labrar sobre la tapa el nombre y apellidos del compañero, así como
los datos de nacimiento, el año de la muerte y una cruz que había
sacado de un periódico, lo suficientemente historiada como para dar
a entender que más allá de viejas y pasadas rivalidades, en el
gremio todavía sabían cómo despedir a los suyos; después forró
la caja con un paño de luto que fue a comprar para la ocasión a la
tienda de María. Aun así, no hacía más que encontrar defectos a
su trabajo y no se resignaba a acabar la caja sin añadirle una nueva
filigrana, un nuevo detalle de fantasía que le diera mayor empaque.
Dos días empleó Vito en concluir la caja de Melchor, el otro
carpintero. Una vez acabada la tarea, acomodó la caja en una esquina
mal iluminada de la carpintería, le echó una manta encima y allí
la dejó. Cuando al cabo de unos días oyó doblar a hombre, sin
encomendarse a nada ni a nadie, labró la fecha precisa del
fallecimiento y se echó el pesado cajón al hombro; con él ascendió
por la calleja Pastora, hasta la casa de Melchor, casi a las afueras
del pueblo.
Como
había hecho tantas veces, depositó la caja entre dos sillas y tras
acomodar en ella al difunto, al que los estragos de tan corrosiva
enfermedad le habían descompuesto el rostro, se hizo la señal de la
cruz y con las manos a la espalda y la barbilla clavada en el pecho,
musitó una oración. Recluido en la caja, con su única chaqueta y
las manos cruzadas sobre el estómago, Melchor parecía sereno y
resignado, como esperando la señal de un fotógrafo. La tela negra
realzaba sus ojos abrasados, los rasgos cerúleos de la cara y los
nudos de unas manos correosas que habían dominado como nadie la
madera, pero que la enfermedad habían descarnado. Su mujer, Avelina,
le retocó el pelo y ahogó un suspiro, mientras Vito, circunspecto,
sin dejar de observar el cadáver, aguardaba una señal para ponerse
a clavetear. La atmósfera que se respiraba en la casa parecía más
cercana al cansancio que al abatimiento, consecuencia de una tan
larga como inútil espera.
Cuando
por fin la viuda se alejó del féretro, Vito colocó la tapa, tomó
el martillo y sacándose las puntillas de los labios, comenzó a
golpear, primero con timidez, pero luego con la habitual precisión.
A pesar de que la escena la había vivido una decena y media de
veces, no acababa de acostumbrarse a aquel mutismo denso que rodeaba
la habitación mientras él, con paciencia, martilleaba, así que
cuando de un par de golpes certeros vio desaparecer la última
puntilla, no pudo evitar una mueca de cansancio, de timidez, de
orfandad. Entonces, en un gesto aprendido, tomó aire, se enjugó el
sudor que perlaba su cara y, sin darse tiempo para más, agachó la
cabeza en señal de respeto, y dando media vuelta se volvió a su
taller, caviloso. El aire tibio de la calle le refrescó la cara,
pero el ánimo lo llevaba espantado.
En
el taller, su hijo Juan José andaba trajinando con un asiento de
anea, pero Vito, hundido en sus pensamientos, apenas si le prestó
atención. Eran ya casi las once de la mañana y en lugar de seguir
con la sillita alta que días atrás le había encargado Josefa la
del Grillo, se puso a buscar aquí y allá unas buenas tablas de
castaño. Cuando Sabina entró en busca del niño, viendo todo tan
manga por hombro, quiso saber en qué nuevo encargo andaba ocupado.
—Encargo
ninguno —respondió Vito con su habitual parsimonia—. Ando
buscando unas tablas para hacerme el ataúd.
—¿Querrás
decir el de Melchor? —le rectificó Sabina que creía no haber
escuchado bien la contestación de su marido.
—No,
el mío.
—Ay,
hijo, desde luego que tienes unas cosas...
—Si
me muero, ¿quién me va a hacer la caja? —dijo con una voz que
sonara convincente—. Antes estaba Melchor, pero ahora...
—Ay,
Jesús, María y José, mira si llevo años en este mundo y no he
conocido a ningún muerto que se haya quedado sin enterrar.
I
1
Con
un talego al hombro y veinte duros en el bolsillo, Juan José se
detiene al llegar a la paerilla y toma, en una decisión inesperada,
puente Membrillero abajo en vez de seguir recto hacia el
transformador, que sería la forma natural de salir del pueblo. No ha
contado en esta determinación el hecho de que tal rumbo pase ante el
cuartel de la guardia civil, junto a la fuente, pues a esa hora los
guardias duermen y en la plaza no hay un alma. Suspendidas en el aire
cristalizado de la noche, atrás van quedando las luces ralas, el
frío hondo, el cansancio infinito que parece enquistado en las
apiñadas casas. Mientras se aleja, le reconcomen los ojos
desalentados de la madre al despedirse en el zaguán, junto a las
cantareras, y él le ha asegurado que en una semana, cuando más,
tendrá noticias suyas. Todo ha ocurrido tan rápido, que en vez de
cansancio, lo aturde una especie de asco amazacotado y un olor a
podredumbre que ha de sacarse de encima antes de marcharse
definitivamente porque, de no hacerlo, esa fetidez lo seguirá
durante mucho, mucho tiempo y hay algo en su interior que le dice que
en adelante ha de luchar a brazo partido para ganarse los cuartos, y
que para entonces tiene que haber zanjado las asechanzas del pasado.
Ha
sido mientras metía la ropa en el talego, cuando su madre le ha
hablado de Candelaria, la molinera. Durante los últimos cuatro años
ella fue uno de los enlaces con su padre y necesita, antes de partir
acaso para siempre, agradecer lo que hizo y saber si podrá contar
con ella para el asunto de las cartas. Candelaria, a quien sólo en
contadas ocasiones ha visto por el pueblo, es una mujer pequeña pero
segura de sí misma, de tez clara y mirada pastueña, pero que porta
sobre su rostro un dolor arreciado y a la vez una placidez sin
reserva, inmemorial, la de quien ha decidido aceptar el dolor como
una carga molesta, pero necesaria. Hay algo en ella que la hace
distinta de las demás mujeres del pueblo y que al muchacho Juan José
le produce una especie de pasmo, de escalofrío. Quizás en la
revelación de su madre quede explicada toda la inquietud que la
molinera le ha producido hasta entonces. Desde la muerte de su
marido, es ella la que lleva la molienda y el joven piensa que quizás
sea esa soledad tan largamente macerada, la que imprima a la molinera
una serenidad conventual y alunada que tranquiliza a los niños y
desarma a los perros. Jorge, un chavea dos años menor que él, que
perdió a su padre por un asunto de cartas, la conoce bien, pues la
ayuda a trajinar con la harina en los momentos de más necesidad y
por él sabe que detrás de ese aspecto apacible, se esconde una
mujer roqueña y decidida.
La
cuesta, empinada, resbalosa y oscura, que desciende paralela al
barranco, hace pisar con tiento a Juan José, que parece orientarse
más por el brillo de las piedras que por la determinación del
camino. Abajo, al pasar junto a la portera de Javier Murube, un
caballo viene a su encuentro con un trote mansurrón y confiado: es
Danuncio, el mismo caballo con el que años atrás Javier Murube
presidiera las ejecuciones y tanto se jactara de la planta de su
garañón, mientras Pepe Jabicha, manchándose de sangre, porfiaba
con cada uno de los cadáveres, en busca de un hilo de vida, por
darse el gusto de rematarlos. El caballo, afable, saca la cabeza por
encima de la portera y Juan José le acaricia la frente, el hocico,
la crin. La noche del campo es una noche limpia, con olor a mestranto
y a toronja, ajena a los trasiegos humanos; el rumor persistente del
agua, que lo acompaña desde que dejara a sus espaldas la tapia de
Bernardino, hace mucho más unívoca a la noche. Al dejar atrás la
portera, siente el lejano ladrido de un perro que proviene acaso de
los corralones de la era de la Carrera. Apenas unos metros más
adelante, camino y barranco se desvían, el uno para unirse al
carretín a la altura de los lavaderos, y el otro, tras andar medio
encorajinado en busca de las chopeas de la Huerta Don José, para
apaciguarse junto al cruce de Solisombra, ya en la carretera de
Lisboa, donde el valle se abre como un abanico.
A
un lado del barranco, desentendiéndose del camino ancho y empedrado,
nace una trocha que, fiel al riachuelo, se embosca entre las ramas de
los nogales y va a concluir justo en el puente de acceso al molino
harinero. El molino, escondido entre la fronda, no es visible hasta
que no se le tiene casi encima, pese a ser un edificio sólido, de
respetable altura. Con un tejado que desagua sobre el barranco, unos
muros comidos por la yedra, de la que sólo se salvan las ventanas, y
una puerta ancha por donde sin dificultad cabe una bestia cargada de
grano, el molino ofrece la impresión de un lugar inhóspito,
tenebroso, como sobrepasado por el quejido imperturbable de la muela
y del estrevejín del agua.
Al
joven no le ha dado tiempo a cruzar el puente, cuando una luz brota
de las ventanas altas, iluminando débilmente el follaje. El ladrido
del perro se hace más débil, la brisa mueve las hojas de una
brevera. Hace frío.
—¿Quién
va? —pregunta la voz reconocible de Candelaria.
—Soy
Juan José —responde él—, el hijo de Vito, el carpintero.
—Ya
bajo —escucha.
Al
cabo de unos segundos, siente chirriar la puerta lateral y tras ella
aparece el rostro de la molinera iluminado por una lámpara de
aceite.
—Pasa,
niño —dice al cabo—, que es muy mala la rociá.
—Perdone
que venga a estas horas, pero es que me voy a Aracena a coger el
Saure, y antes quería agradecerle lo que hizo por mi padre, por si
no vuelvo —dice de una tacada, sin decidirse a entrar.
—Ay,
hijo... No sabes cómo me...
—Hemos
hecho lo que Dios manda. Usted tiene que saberlo. Mi madre...
—Calla,
niño —responde la molinera alargando su mano—. Mientras menos
sepamos, mucho mejor para todos.
—Pero...
—Y
a dónde vas, si se puede saber.
—Me
voy para Barcelona, para la Francia, qué sé yo. Aquí ya no tengo
nada que hacer.
—¿Y
no te convendría esperar...?
—¿Esperar
a qué? Descansó mi padre, que es al que esperamos durante todos
estos años. No queda ya nada que esperar.
—Ay,
hijo, por lo menos descansó.
2
—Descansó
—dijo para sí Bartolomé, retirándole la mano de la boca, sin
saber con exactitud qué es lo que pretendía decirse con aquello.
Después
de más de cinco años viviendo como alimañas, bastante hacían con
mantenerse en pie, y hasta los más jóvenes andaban demacrados y
débiles, más muertos que vivos. Matías anduvo el invierno anterior
que si sí que si no con un culebrón que le cogió toda la espalda,
y sólo las potentes medicinas que le administró, entre grandes
peligros, Don Dimas Parejo, el médico de Valdelarco, y los huevos
cocidos que le traía Chola, uno de su aldea, lograron arrancarle
aquel tremendo sufrimiento. Algo similar había ocurrido con el
propio Bartolomé, al que después de una gripe mal curada que le
había tenido arrastrándose desde febrero, cuando el aguaje, le
había quedado una tos comprometedora que sólo las inhalaciones de
flor de jara habían podido enderezar. Pero con Perdigones la cosa
llegó como llegó y no se pudo hacer nada. De lo suyo, decían, no
se hubiera salvado ni siendo Sánchez Dalp, porque era una cosa mala,
que cuando da la cara, estás ya listo. Era claro que ni siquiera en
las mejores condiciones habría sobrevivido, pero la humedad de la
cueva, la escasez y su constitución, ahora más estragada, habían
certificado su final en dos semanas de incontable martirio. Por eso,
Bartolomé, que no podía soportar por más tiempo el atroz
sufrimiento del compañero, se había adelantado en media horita al
destino en aquella noche umbría de septiembre, apechando con una
decisión que le llevó horas. Después de infinitas dudas, cuando la
antorcha de aceite parecía dar las boqueadas, se acercó al
moribundo y, sin más preámbulos que pasarle un trapo húmedo por la
frente y los labios que le ardían, llenándose de aire los pulmones,
apretó el paño sobre la boca y la nariz del moribundo, aguantado su
reacción violenta, pero en mucho menos tiempo del que pensaba, las
contracciones cesaron por completo y el cuello del enfermo giró
plácidamente sobre su lado derecho, aligerado de toda pendencia con
la vida. Inútiles habían resultado los remedios que la mujer,
enterada a última hora de la enfermedad, le había procurado en el
pueblo, e inútiles los cuidados de sus compañeros, que hicieron
cuanto pudieron para mantenerlo vivo y aliviarle con cocimientos de
yerbas y ungüentos que se procuraban por los campos colindantes. En
todo caso, ni siquiera el Doctor Dimas Parejo, a quien pusieron al
corriente del cariz furibundo de la enfermedad, pudo frenar una
evolución tan rápida, y, de haberlo sabido, ellos mismos lo
hubieran transportado hasta el pueblo, para que al menos muriera en
paz y al calor de los suyos.
Pero
ya era tarde. Cargar con él hasta el pueblo hubiera supuesto una
tortura inútil, más allá de un riesgo innecesario. Cierto que,
desde la primavera hacia acá, Perdigones andaba como más rezagado y
desalentado que antaño, pero todos lo atribuían a la severidad de
aquella vida de alimañas a la que desde hacía seis años habían
sido condenados. En los últimos días del verano, su aspecto sufrió
una transformación evidente, que vino a resolverse en el hecho de no
tener ánimos ni para comer ni para dormir, descompuesto ya por el
dolor que sufría en silencio, y procurando no servir de estorbo a
los demás. Pasado el día de la Virgen, ya no pudo soportarlo más
y, acogotado por una raíz que le mordía y le pudría el vientre
como si se lo estuvieran raspando con carquesas, no volvió a reunir
fuerzas para salir del cuarto de las camas.
La
vida en la cueva había sido penosa desde el principio. Bartolomé y
Matías Reguero provenían de la vecina aldea de Navahermosa,
Antonio, de la Nava, Miguel, de Alájar y Perdigones, de
Fuenteheridos. Sobre ninguno de ellos pesaba delito alguno de sangre,
pero todos habían decidido abandonar sus casas y adentrarse por esas
sierras de dios con la intención de cruzar a la otra zona.
Los
hermanos Matías y Bartolomé consiguieron llegar a Fuentes de León,
por la parte de Extremadura, pero cuando escucharon de otros huidos
que por allí era prácticamente imposible enlazar con los suyos y
que aventurarse a hacerlo por Portugal presentaba mucho más peligro,
volvieron sobre sus pasos y se personaron en la aldea, dispuestos a
afrontar lo que fuera. La aldea, tras los primeros y tensos días de
la columna, permanecía tranquila, pero la muerte de dos de sus
vecinos, aconsejó a los dos hermanos buscarse un refugio por la
parte más agreste de Maibritz, pasado Valdelarco en dirección a la
sierra de Hinojales. En los cerros de Maibritz encontraron una
bujarda medio derruida y allí, tras arreglar el techo con jaguarzos,
acendajas y carquesas, pensaron aguantar una buena temporada, pero
pronto se dieron cuenta de que aun siendo aquella una zona ancha y
segura, la falta de agua en la temporada seca, les hacía
vulnerables, así que trataron de buscar nuevos destinos por los
riscos de Fuente Manzano, pero por aquellos andurriales había mucha
gente y hubiera resultado imposible pasar desapercibidos. Por los
puertos y fronteras de Maibritz anduvieron cuatro o cinco semanas
hasta que un cabrero, con quienes platicaban de tarde en tarde, les
habló de un huido de La Nava al que había visto deambular por el
barranco Dundún, bajando Puerto Lanchar. Y hacia el Dundún se
fueron, pero durante días no lograron dar con el huido, si bien
hallaron no pocas huellas de su paso. Una mañana, sin embargo, lo
aguardaron junto a un monte caído, y entre ambos lograron retenerlo.
Pasado aquel primer momento, no les fue difícil entenderse con él y
juntos anduvieron ocho o nueve días, durmiendo en la bujarda de
Maibritz y yendo a por agua y comida donde se terciaba, siempre en
lugares distantes. Antonio resultó tener el oído de un venado y el
vislumbre de un tejón. Durante las horas de luz vivían en las
manchas, expuestos a la picadura de los víboros, que en esas fechas
andaban enloquecidos por el celo. Uno de los días, viéndose en un
aprieto, disputaron a los jabalíes un socavón muy cerca de Las
Cañás, una aldea abandonada.
En
otra de sus incursiones nocturnas en busca de fruta, fueron a parar a
las inmediaciones de las viejas canteras de Fuenteheridos, donde
alguien les dijo que podían contar con la buena voluntad de un viejo
calero que en esos días andaba horneando. Dudaron en buscar nuevos
contactos, pues la suerte del trío dependía del grado de discreción
que se cerniera sobre ellos y mientras menos conociesen de su
presencia, mucho mejor, pero en Maibritz faltaba la comida y en las
huertas de Fuenteheridos y Galaroza era más fácil pasar por alto
sus exiguas rapiñas. Anduvieron cerca de tres horas antes de avistar
de nuevo la blancura espectral de las canteras. Vacilante entre los
alcornoques, distinguieron una luz. Hacia ella se aproximaron los
fugitivos. Fue a Antonio el de la Nava a quien le tocó acercarse a
los haces de taramas y montones de piedra que como una barricada
rodeaban el horno de cal, pero enseguida advirtió que no había un
calero, sino tres, así que trató de alejarse de allí antes de que
adivinaran su presencia. Pero ya era tarde, pues uno de ellos se
levantó al oír el estrevejín de ramas secas que iba partiendo en
su huida.
—¡Quién
va! —gritó el calero.
—La
guardia —contestó Antonio engolando la voz, en un alarde de
improvisación.
Al
escuchar tales palabras, dos de los tres caleros saltaron las
taramas y se echaron a correr, cada uno en una dirección distinta.
En eso supieron los dos compañeros de Antonio el de la Nava,
agazapados detrás de un bardal, que los que corrían andaban en sus
mismos peligros.
El
calero, más muerto que vivo, salió al encuentro de Antonio, que se
había quedado quieto en su sitio, sin saber qué hacer, pero en vez
de a la pareja de civiles, a quien encontró fue a un hombre de
mediana edad, que por su aspecto montaraz debía llevar varios días
vagando por los campos.
—Usted
dirá —preguntó aliviado el calero.
—Ando
buscando a Faustino el de la cal.
—¿Y
qué se le ofrece, si no es mucho preguntar?
Cuando
los tres huidos acabaron de darles sus señas y contarle sus muchas
desventuras, Faustino los condujo monte arriba, a campo traviesa,
saltando primero una pared de piedra y bordeando luego una tupida
mancha de robles, romeros y cornicabras. La luna blanqueaba sobre los
cerros y las siluetas de los olivos se recortaban en la quietud de la
noche, como en una estampa. Tras más de un cuarto de hora de
caminata, llegaron a una especie de claro presidido por un olivo. A
pocos metros, justo en la linde de la mancha, el calero les señaló
un boquete oscuro con pinta de cueva y donde quizás podían pasar la
noche. Una vez se deshicieron de sus mochilas, el calero imitó el
canto del cárabo cuatro veces y esperó, sin decir qué esperaba. En
eso, dos sombras salieron de la cueva. Eran las mismas que un rato
antes había visto Antonio sentadas junto a Faustino, en el horno de
cal.
—Miguel,
el herrero de Alájar —dijo el primero en asomar la cabeza, que
vestía con un pantalón remendado y sucio, de pana.
—Perdigones
—dijo el segundo, de más edad, que tenía sobre el hombro una
pelliza, bajo la que se adivinaba una escopeta—, carpintero de
Fuenteheridos, para servirles.
Ese
era el preciso momento que recordaba Bartolomé cuando, a su lado, el
silencio, implacable, parecía llevarse los últimos estertores del
camarada.
—Descansó
—dijo para sí, sorprendido por el compacto silencio que se había
apoderado del cuarto de las camas, un silencio que si parecía haber
lavado todo el sufrimiento que durante las dos últimas semanas había
estado torturándole, añadía frío al frío que desde hacía seis
años tenía metido como un clavo en los huesos.
3
Fue
el propio Urbano Ventura el que habría de encontrárselo, cuando
aquella madrugada de septiembre desembocó desde la calle Águila en
la plaza del ayuntamiento viejo, justo en el corazón del barrio
Alto. La bestia, al ver el bulto, se encabritó y Urbano Ventura
estuvo que si sí que si no de pegarse un buen jardazo contra el
empedrado. Lo que asustó al animal no era más que un bulto tapado
con una manta. Ventura se malició que fuese una broma, pero al
fijarse bien distinguió unas botas de cuero, abiertas en las
punteras y un dedo que sobresalía como una tana sin abrir. El
animal, asustado, resoplaba, negándose a avanzar, así que Urbano
echó pie en tierra y, con la mula tirándole del cabresto, se fue
acercando al bulto, pero a medida que se acercaba, más evidente era
que debajo de la manta había un hombre, un hombre muerto.
¿Un
hombre muerto?
Con
mucha prevención adelantó el pie y dio una patadita a una de las
botas, más que nada para abolir de su mente la idea de la broma. La
consistencia de la bota le hizo comprender que la cosa iba en serio,
así que, muy lentamente, respirando hondo, trató de identificarlo,
pero la operación no era ni mucho menos fácil, porque el cuerpo
andaba reliado en la manta, de tal modo que había que alzarlo para
poder arrancársela.
Confundido,
sin saber qué hacer, ató la mula al palo de la luz y fue a llamar a
la puerta de Justo, quien no tardó en comparecer en el balcón.
Quién va, preguntó Justo, bostezando y restregándose los ojos.
Urbano Ventura, confundido todavía, sólo pudo decirle que había un
muerto y la cara de Justo, al ver el fardo en mitad de la plaza, se
estremeció como si le hubieran echado una palangana de agua en lo
alto. ¿Un muerto?, ¿qué muerto?
No
tardó en llegar al lado de Urbano Ventura.
—¿Quién
es? —preguntó.
—No
me he atrevido a quitarle esto —contestó Urbano—. No vaya a ser
que...
—Si
es un muerto, hay que dar parte —dijo Justo, presionando sobre la
manta y comprobando que, en efecto, era un cadáver.
—Habrá
que saber...
—Esto
es cosa de la pareja y del juzgado.
La
mañana clareaba cuando Urbano Ventura aporreó la puerta del
cuartel. Regino, el comandante de puesto, que tenía el sueño
ligero, no tardó en acudir.
—¿Qué
hay tan temprano? —preguntó al cabo, tras comprobar que quien
andaba al otro lado de la puerta era conocido.
—Un
muerto —contestó Urbano Ventura mientras el otro hacía rechinar
la puerta.
—¿Un
muerto? ¿Dónde?, ¿quién se ha muerto? —preguntó el cabo,
confundido, echándose el fúsil a la mano y tratando de mirar para
todos los lados a la vez.
—En
la plaza de Arriba. Liado en una manta.
—¿En
una manta? ¿Quién coño está liado en una manta?
—Eso
no lo sabemos —contestó Urbano Ventura.
—¿Cómo
que no lo sabemos? —preguntó Regino—. ¿Quién no lo sabe?
—Tranquilo,
Justo se ha quedado con él. Nadie se lo va a llevar.
—¿Y
cómo ha aparecido?
—Y
yo qué coño sé, Regino. Ha aparecido y ya está.
—¿Quién
se lo ha encontrado?
—Cojones,
cálmate. Me lo he encontrado yo cuando iba para la huerta.
—¿Y
qué coño hacía allí un cadáver?
—Alguien
lo habrá dejado, digo yo...
—Tendrás
que firmarme una declaración.
—Mira,
yo no he hecho más que encontrarlo y he venido a dar parte, como era
obligación. A partir de ahora, os las arregláis ustedes. Yo me voy
a la huerta, que entre guapos y valientes se me ha ido el día.
Urbano
Ventura subió hasta la plaza Alta sin prisas. Las campanas dieron
las seis y media justo cuando pasaba bajo el reloj de la torre. Al
sonido de la campana, un par de palomas echaron a volar alocadamente
en dirección a la Carrera, pero Urbano siguió en sus pensamientos
hasta que llegó a la plaza donde seis o siete gallinas, indiferentes
a todo, picoteaban aquí y allá, con esa altanería un poco
desgarbada de las gallinas.
Justo
andaba en la cuadra de su casa encabando el hacha cuando volvió a
ver la figura de Urbano Ventura, centrado en la puerta, quitándole
la luz.
—Ni
te puedes figurar quién es —dijo tranquilamente, golpeando el cabo
del hacha contra el madarro.
—¿Quién?
—preguntó Urbano Ventura, al que las palabras de Justo habían
despertado su curiosidad.
—Te
vas a caer de espaldas.
—Déjate
de hostias y dime...
—Míralo
tú mismo —contestó Justo, desentendiéndose del hacha y mirándole
a los ojos.
Ventura
se alejó de la puerta y se detuvo junto al bulto, que permanecía
enormemente quieto en mitad de la plaza.
—¡La
hostia puta! —exclamó cuando, trajinando en los pliegues de la
manta, reconoció el rostro.
—Aquí
va a arder Troya —oyó decir a Justo.
Una
sombra de inquietud se apoderó de Urbano Ventura, que se quedó
allí, en cuclillas, aturdido, sudoroso, sin fuerzas para levantarse.
—Es
mester joderse.
—Habrá
que avisar a la familia.
—¿Avisar?
¿Tú estás loco? Que vayan a avisar esos cabrones, que es su
trabajo.
4
Sólo
habían transcurrido tres días desde que la vida de Juan José se
dio de bruces con un quiebro tan inesperado. Desde la desaparición
de su padre, hacía seis años y pico, las cosas habían ido como
cabrían ir sin una manera factible de ganarse el sustento y quitarse
el hambre. Porque a falta del padre, la carpintería hubo que
cerrarla. Cuando una buena parte de la gente llevaba su hambre como
podía, el trabajo de la madera era un lujo al alcance de unos pocos
y esos pocos no querían saber nada de un chaval joven, hijo de
huido, que apenas si había aprendido a manejarse con la garlopa, de
manera que desde la desaparición del padre, habían conseguido
malvivir de una pequeña huerta de pereros rufinos y olivos
manzanillos que la familia poseía por Los Zurraores, cuando no
trabajando como guardador de pavos o apañaor de bellotas por esas
Valdelamas con el médico don Julio Gómez, lo que les daba para ir
engañando el hambre. Así las cosas, Juan José contaba los días
que le restaban para dejar el pueblo y firmar un contrato en la mina,
en cuyos talleres siempre habría trabajo para un chaval despierto y
con ganas de abrirse camino en la cosa de la mecánica. Porque él
tenía claro que la esperanza estaba en otra parte, en las minas, en
Sevilla, donde fuese...
Por
si no tuviera bastante con el estigma de ser el hijo de un huido, se
sentía acosado por los guardias civiles que se maliciaban de que el
zagalón supiera el paradero del padre, del que se decía que era un
pistolero que andaba por las sierras cometiendo fechorías y robando
ganado. Dos veces lo habían llamado al cuartel a declarar. En la
primera le dijeron que su padre había muerto en la Sierra de
Hinojales, en una de sus incursiones delictivas, y él hizo como que
iba creyendo cuanto le soltaban, para asombro de los guardias, que
con aquella noticia pretendían sopesar si estaba al tanto de las
correrías del viejo carpintero, a las que tampoco ellos acababan de
dar crédito. La segunda vez, haría un par de años, lo mantuvieron
toda una noche en una silla, atosigándolo para que dijera cuanto
sabía, pero Juan José se mostró despistado, vacilante e
incongruente y acabó contándoles las correrías de su padre por el
Rif, cuando se vio rodeado por miles de cabilas y sólo pudo salvarse
de que le cortaran los huevos, escondiéndose en el fondo de un pozo
y aguantando en él más de una semana. Lo que le había oído narrar
cientos de veces en el casino del Cojillo, junto a su compadre
Urbano.
En
realidad, él había perdido todo contacto con su padre el mismo día
que éste decidió echarse al monte, aunque durante los últimos
tiempos había conseguido atar algunos cabos. El que los más dieran
por muerto al viejo carpintero, o el que los menos aseguraran que
andaba por Francia donde quizás luchara contra los alemanes, no
hacía ni más llevadero ni más triste el sinvivir en el que andaba
sumida la familia, sobre todo su madre, la Sabina, que en aquellos
cuatro años había encanecido y perdido los dientes por mor de los
sufrimientos y calamidades. Aquello no era vida, se había oído
decir tantas veces, pero la esperanza cierta de que el padre
regresara algún día, ayudaba a hacer más sufribles los malos
tragos. Porque su intuición y algunas frases entrecortadas le decían
que el viejo carpintero no andaba lejos y el beso subrepticio que
recibiera en una noche tremenda de rayos y aguaje, acaso fuera la
prueba evidente de que andaba cerca. Como es natural, nada de esto le
confió a los guardias, sino que andaba por el moro luchando con los
regulares del tercer tabor, herido de una pierna, quizás prisionero
de los bolcheviques.
—¿De
los bolcheviques? ¿Chiquillo, estás seguro?
—De
los bolcheviques —repitió con la seguridad de quien, sin haberlo
pretendido, acaba de hacer encajar las piezas de un rompecabezas
—¿Por qué, pasa algo?
Juan
José, que dejó de ver a su padre cuando tenía diez años, sólo
conserva un recuerdo deshilvanado de él. Como en su casa no hay
retratos, la cara del padre se había ido desvaneciendo en su magín.
Sus recuerdos se circunscriben a la carpintería. Allí se pasaban
las horas: el padre cortando y ensamblando piezas de madera y el hijo
lijando, barriendo, dándole a la garlopa hasta que le salían
borbojas como chícharos. Pero el padre era un hombre reconcentrado,
silencioso, que sólo se animaba cuando su compadre Urbano Ventura
venía a sacarlo de aquel estado de ensimismamiento, de manera que
las descripciones posteriores de su madre se habían barajado de tal
forma con sus propios recuerdos, que las imágenes que ahora le
brotaban de él, tenían un cariz mucho más imaginario que real. Lo
que más nítidamente quedaba anclado en sus recuerdos era su
complexión fuerte, sus brazos musculosos y el color como rojizo de
su piel y de su bigote, que él había heredado junto a una risa
estentórea y un humor acidulado. Pero lejos de esa imagen que lo
asaeteaba con frecuencia, apenas si conseguía recordarle ademanes,
frases... más allá de esas cuatro letrillas que el padre, encorvado
sobre el banco, haciendo girar el berbiquí o empujando los escoplos,
cantiñeaba una y otra vez, como si le salieran de un fondo mineral,
desconocido. Cuando se aproximaba la hora de comer, Urbano Ventura,
que era compadre y quinto suyo, pues habían sobrevivido juntos a la
sangría de Abd El Krim en Izumar y a los desembarcos y al mal
francés en todas partes, se llegaba por la carpintería y, dejando
el trabajo donde estuviera, se quitaba el lápiz de la oreja, se
sacaba el mandilón de cuero que le llegaba hasta las rodillas, se
sacudía los remendados calzones y, junto a su compadre, se marchaba
al casino del Cojillo donde, sentados ante una mesa camilla, echaban
un par de boticos de blanco, evocando los días cerriles de las
cabilas, terciando sobre los tejones que se comían el maíz o
insistiendo en el misterio de la tierra africana, a la que parecían
anclados. Aquellas conversaciones teñidas de nostalgia sobre los
bravos cerrajones del Rif, eran las que en las hondas noches de frío
trataba de recordar Juan José, hasta que se quedaba dormido, soñando
con palmerales y columnas de polvo rojo, mientras arriba, una luna
enorme se iba hundiendo como una hoz en el pecho de los hombres que
dormían bajo su influjo.
De
las ideas del padre y del por qué de su huida, Juan José no sabía
nada a ciencia cierta y cada vez que le sacaba a la madre el asunto,
ella negaba que su Vito (lo llamaba así) estuviera complicado
en algo. Son cosas que nadie entiende, decía la madre, enajenando la
vista, tratando de poner en pie algo que no acababa de cuadrarle. Era
un hombre bueno y callado, se limitaba a recalcar al cabo, que ni se
metió nunca con nadie ni nunca quiso lo que no era suyo. El hecho de
ser socio del Comité de Abastecimiento o como se llamara aquello, no
fue una decisión suya, pero al final, previendo su suerte, decidió
echarse al monte, pues de no haberlo hecho, lo hubieran fusilado vivo
frente por frente a la plaza de toros, como, aseguraba entre
sollozos, le sucedió a otras criaturitas, y ahí, ahí aparecían
encaladas una y otra vez las cruces frente al portón rojo, para que
no se fueran de la memoria.
Durante
años, Juan José había acompañado diariamente al padre a la
carpintería e incluso lo ayudaba en los trabajos más livianos, más
por andar entretenido e ir metiéndose en el oficio, que por la
necesidad de un ayudante. La carpintería en un pueblo tan pequeño
no daba mucho trabajo y aunque la muerte de Melchor supuso una
pequeña dosis de sobretajo, pronto las cosas volvieron a ser como
siempre. En realidad, Vito no era lo que se dice un carpintero fino,
como los de Galaroza, por lo que las familias que bien podían
permitírselo, sólo tenían que bajar hasta el pueblo vecino y
encargar los trabajos de más enjundia a Filiberto, o los Tormenta,
que tenían talleres enormes, con empleados y máquinas compradas o
fabricadas por ellos mismos, y recibían encargos no sólo de la
comarca, sino de la misma Sevilla, o Fregenal y Zafra, tirando ya
para las Extremaduras. De hecho, lo que hubiera querido Vito era que
su hijo, adquiridos los rudimentos del taller, se emplease de mozo
con Filiberto, con quien tenía amistad, para así adquirir como dios
manda el oficio sagrado de la madera, en el que él se consideraba un
simple y tosco principiante. Mayormente, la especialidad de Vito era
echar medias puertas, arreglar aperos, armar ataúdes y mesas
chacineras, así como elaborar pequeños utensilios domésticos, a
veces, eso sí, de su entera invención, como los que había hecho
años atrás para Pedro Liara. Cuando el trabajo escaseaba, lo que
sucedía cada vez más a menudo, bajaba a Los Zurraores, donde todos
los años, lloviera o venteara, sembraba papas de sequeras,
garbanzos, chícharos y, si el año pintaba de aguas, unos canteros
de jabichas acorvilladas, aprovechando que el terreno era propio y no
faltaba el agua.
5
La
tarde del 22 de agosto Vito decidió echarse al campo. En realidad él
no esperaba merecer ningún castigo, ni creía que tras la relativa
calma del pueblo durante el último mes, donde lo más notorio fueron
las incursiones mineras en requisa de alimentos y la toma pacífica
del cuartel, la ocupación de los nacionales pudiera acarrear
consecuencias más o menos trágicas, pero fue el mismo Urbano
Ventura el que aquel mediodía se acercó a la carpintería con un
botico en la mano y, sin mediar palabra, echó la tranca y alertó al
compadre de lo que se les avecinaba. Lo que Urbano venía a decirle
era que en Higuera, Aracena, Corteconcepción o Alájar, tras la
llegada de la columna del comandante Redondo, habían fusilado a un
porrón de hombres y que en Fuenteheridos, válganos Dios, no iba a
ser menos.
—¿En
Fuenteheridos? —se extrañó Vito.
—¡En
Fuenteheridos! —afirmó categóricamente Urbano Ventura.
Vito
se quedó un momento descentrado y pensativo ante las palabras del
compadre, tratando de repasar los hechos del pueblo en los últimos
cinco o seis meses, pero en su magín no encontró un solo lance lo
suficientemente significativo como para esperar de él una venganza
y, mucho menos, el baño de sangre que pronosticaba su compadre.
—¿Y
tú cómo lo sabes?
—Lo
sé —respondió Urbano Ventura—. Hay listas, comentarios,
cosas...
—¿Listas?
—Mira,
quinto —dijo tras emboticarse la botella y pasársela al
compañero—. Hay mucha gente señalada y tú estás entre ellas...
—¿Cómo
que señalada?
—Señalada,
joder, que estáis apuntados en esa dichosa lista. No sé por qué te
han metido a ti en esto, pero te cuento lo que me han contado, ni más
ni menos.
—¿Y
qué he hecho yo, si se puede saber? —preguntó indignado el
carpintero, que ni siquiera se le había pasado por el magín el
contar con enemigos.
—¿Cómo
lo voy a saber yo, compadre?— respondió Urbano abriendo los
brazos—. Yo sólo he venido a...
—Tú
sabes que en el moro nos escapamos de chiripa, maldita sea. Todavía
tengo trozos de metralla en el culo. Y todo por salvarle la cara a
esos hijos de puta. Ellos se quedaron aquí mientras tú y yo... ¿Qué
más quieren, compadre, qué más quieren?
—Mira,
quinto. La columna está ya ahí. En Alájar. En cuanto quieran,
entrarán en el pueblo. A las claras de la mañana los tendremos
aquí. ¿Para qué darles ventajas? Escucha, escucha lo que te digo.
La cosa tiene solución. Te vas al campo tres o cuatro días, hasta
que todo vuelva a su ser. Después te vuelves.
—Coño,
Urbano, ¿no te das cuenta de que si me voy, van a creer que estoy
metido en algo?
—¿Y
a ti qué más te da? Cuando vuelvas cuentas que vienes de Zafra, de
procurar madera o de visitar a un pariente.
—¿Tiene
esto que ver con el Abastecimiento, quinto?
—Tendrá
—contestó lacónicamente Urbano Ventura.
—¿Cómo
que tendrá, compadre? ¿Es por eso que ando en las listas?
—Tranquilo,
Vito, yo sólo he venido a decirte. En esa lista hay más de
cincuenta y más de sesenta.
—¿Cincuenta?
—preguntó Vito, haciéndose cargo de una vez de lo impredecible de
la situación —¿Y nos quieren matar a todos?
—A
mí me lo ha contado mi hermana Ignacia y yo he venido a decirte.
Nada más. Cincuenta son mucha gente, pero ahí, en Aracena dicen que
han matado a más de treinta en menos de una semana. Yo creo que aquí
la cosa se quedará en nada, pero a qué exponerse tontamente. La
solución la tienes, pero eres tú el que decide.
—¿Y
adónde voy, compadre, con mi familia y mi casa?
—De
momento, vete tú solo. Es, ya digo, cosa de tres o cuatro días.
Quédate en mi monte del Lencero, si te parece, y ya iremos viendo.
—Entonces
El Coyote está en el ajo.
—Y
el Murube.
—¿Cómo
el Murube, qué le he hecho yo a Murube?
Urbano
Ventura calló. La cabeza de Vito daba vueltas sin saber a qué
atenerse. Como si le faltara el aire o como si aquel aire no fuese
suyo. Realizó el corto trayecto que lo separaba de su casa a
barquinazos, como un borracho, sin saludar a quienes con él se
cruzaban, ni atender más que a sus propios y confusos pensamientos.
En el fondo, lo que más rabia le daba era no encontrar una razón
para figurar en una lista de enemigos de cualquier causa. Desde que
tenía uso de razón había trabajado como un burro, primero en el
campo, con su padre y luego en la carpintería. Más tarde, se había
dejado tres años en África, luchando en una guerra que no era la
suya, definitivamente asqueado de la infinita crueldad de la que era
capaz el género humano en cuanto las condiciones se le volvían un
poco propicias. Por eso, ante el recuerdo de tanta muerte, temblaba,
como si el horror quisiera cebarse una vez más con él, un hombre
pacífico, que había quedado inmunizado para los restos de los
miasmas de la violencia, de tal modo que si en alguna ocasión había
tenido desencuentros con alguien, éstos se disiparon con la misma
indolencia con la que nacieron, por lo que por más vueltas que le
diera, no acababa de encontrar gentes que pudieran malquererlo y,
mucho menos, estuvieran dispuestos a ponerlo frente a un pelotón de
fusilamiento, como le constaba que había sucedido o estaba
sucediendo en Higuera, Zufre, Cortegana, La Umbría o Aracena...
pero, por muy inexplicable que en ese momento le pudiera parecer, lo
cierto es que alguien se había tomado la molestia de hacer una lista
y poner su nombre en ella... En realidad eso era lo único
importante, definitivo, que alguien se había tomado la molestia de
redactar una lista. Porque desconfiar de las malas intenciones de su
compadre, ni siquiera se le podía pasar por la sesera. Pero ¿cómo,
cómo la hermana del compadre sabía de esa lista, cómo se había
enterado de que Murube...? De pronto, el empedrado de la calle se
movía bajo sus pies, como si la tierra que antes sirviera de
trabazón a las piedras apareciese lavada por la tormenta y todo lo
que hasta entonces fuera una superficie compacta, quedara ahora
expuesto a la sinrazón y los vaivenes.
—¡Sabina!
—gritó en la puerta, casi sin aliento.
Sabina
andaba en el corral echándole unos tronchos de col a las gallinas
cuando escuchó la voz desalentada de Vito. Por un momento pensó que
su marido había tenido un pequeño percance con la sierra, pues su
voz sonaba muy distinta de lo habitual. En unos segundos, Vito, casi
con la cara en blanco, con signos de infinita fatiga, la miraba,
medio derrumbado en el quicio de la puerta, sin atreverse a hablar.
—¿Qué
es lo que te pasa? —preguntó la mujer en mitad del gallinero,
rodeada por una docena de gallinas.
—Están
en Alájar —respondió Vito, tomando aliento y llevándose la mano
a la frente.
—¿En
Alájar? —preguntó la mujer sin saber con exactitud a qué se
refería el marido.
—Los
falangistas.
—¿Y
qué pasa con los falangistas?—volvió a preguntar ella que,
definitivamente calmada con la respuesta, se dirigió al interior del
chivetín construido con alfajías donde tenían el ponedero las
gallinas.
La
tranquilidad con que su mujer acogió la noticia calmó a Vito, al
que hasta ese instante todo le daba vueltas.
—Tienen
listas —dijo.
—¿Listas?
—Sí,
mujer, listas de individuos peligrosos, de desafectos, de rojos, no
sé cómo les llaman. A mí me tienen en una. Me lo ha venido a decir
el compadre.
—¿Tú
peligroso? ¿Desafecto, tú? ¿Rojo? Anda, anda, eso son locuras.
¿Cómo vas tú a...?
—Es
lo que le he dicho a mi compadre.
—Seis
—dijo Sabina desde el interior, desinteresada por una conversación
que no acababa de entender—. Lo que es mester que no nos falten
huevos.
6
Con
la camisa abotonada hasta el cuello, la boina ladeada y los pies
separados como alguien le había dicho que era costumbre en el
caudillo, Pepe “Jabicha” aspiraba la fresca brisa de la noche en
mitad de la plaza, dándole la espalda al cuartel. Comparaba la hora
del flamante reloj que en un arranque de inspiración le había
decomisado
al maestro, con la que marcaba el reloj de la torre. No había un
alma por la plaza y el silencio se podía cortar con un cuchillo. Por
la empinada calle de la Charneca le pareció ver atravesar una
sombra. ¿Estaría abierto el bar de Perico el de Frasca? ¿Seguiría
abierta la puerta de la barbería de Guillermo, un poco más arriba?,
¿cómo es que la gente no salía a la calle a tomar el fresco? Por
miedo, por puro miedo, se dijo. Mis paisanos están acojonados. Se
cagan por los calzones. Hasta aquí llega el olor. Sonrió.
La
pareja de requetés que dos días antes habían ido a sacar a Miguel
Zambrano de las cuevas de la Peña, esperaba a la puerta del cuartel
las órdenes del jefe, que se demoraba escuchando el sonido
portentoso de la maquinaria, calibrando el resorte de apertura, la
calidad de la cadena, el delicado dibujo de la tapa.
—Las
once menos diez en punto —se dijo ufano.
El
guardia Galán, atravesó la plaza y fue a su encuentro. Sus botas
resonaban en el silencio aristado de la noche. Jabicha se giró,
displicente, como si el claqueteo hubiera interrumpido una cavilación
importante. El guardia se cuadró a su lado y preguntó formalmente
si ya había decidido qué hacer con las mujeres.
—¿Se
les han bajado los humos? —preguntó con una voz que pretendía ser
engolada, pero que en el fondo resultaba la de un petimetre.
—No
—respondió el guardia.
—¿Entonces?
—Es
que ya le hemos aventado un litro...
—¿Y?
—Lo
que usted disponga —contestó el cabo, que volvió a cruzar la
plaza y a entrar en el cuartel.
La
verdad es que se sentía cansado como un burro. Y decepcionado. Sobre
todo decepcionado. Desde que había puesto los pies en el pueblo, esa
misma mañana, no había tenido tiempo de descansar ni un instante.
Bajar a caballo la calle de la Cantina, seguido de más de sesenta
muchachos animosos, era lo más parecido a lo que debieron sentir los
viejos emperadores romanos tras llegar a Roma después de luchar con
los bárbaros. Hubiera deseado que en vez de un penco cosido a
mataduras, el caballo hubiera sido un buen caballo, y que la gente
toda saliera a las aceras a vitorearlo, que extendieran las colchas
en los balcones, que alfombraran las calles de helechos, como se
hacía el día del Señor, pero entendía, podía entender que el
miedo hubiera podido con sus paisanos y hasta que lo recibieran en
silencio, con las ventanas y los balcones cerrados, acaso ante la
expectativa de algún rifirrafe con los subversivos, pero en el fondo
se sintió dolido de que en las calles sólo hubiera gallinas,
chivarros y chuchos, y que sólo diez o doce afectos se llegaran a
saludarlo y agasajarlo al puesto de mando como el libertador que, de
hecho, era. No lo podía negar: hubiera deseado encontrarse con
alguna resistencia para mostrar a sus paisanos su hombría, pero sus
paisanos, incluso los más recalcitrantes, una vez más, decidieron
no presentar batalla. Allá ellos. No estaban a su altura. De haberlo
estado, habría podido demostrar que no era quien ellos pensaban que
era, que detrás de su aspecto de hombre tifirufi y enclenque sobre
aquel jaco, había un alma de emperador y una sensibilidad de poeta;
que más allá de su voz imposible, por la que tantas veces había
tenido que escuchar la risita o la cantilena de maricón, se escondía
un hombre con más cojones que el caballo del Espartero.
Reencontrarse
con sus antiguos paisanos era algo que había anhelado en secreto
durante el último mes, cuando se unió a las tropas de Queipo y, con
el fusil en la mano, hizo temblar a media Sevilla. En la Barqueta, en
la Alameda, en las Siete Puertas, en la calle Feria, en la calle
Parras, en la calle San Luis, en Hombre de Piedra, en la misma
Macarena, en San Jerónimo... Ahí, ahí le hubiera gustado
encontrarse con sus paisanos, hacerles saber quién cojones era Pepe
“Jabicha”. ¿Maricón?, que le preguntaran a los marxistas que
había tumbado en el Pumarejo, meándoles encima. ¿Porreta?, que
fueran a las tapias del cementerio y contaran. Sí, por qué no,
tenía que cuadrar algunas cosas con ellos. Con algunos de ellos. Con
los que traía apuntados en el cuaderno de tapas azules que no hacía
más que consultar, pensando que se le escapaba alguno. Con los que
un día fueron compañeros suyos en el Comité de Abastecimiento. Con
quienes lo habían humillado, con quienes se reían en sus espaldas o
lo trataban como si fuese un tarazado. Con ésos sobre todo.
—Pepito,
coño, tienes andares de zorra.
Con
el maestro de Galaroza, que se creía el rey de Roma, con Cachero y
Alfajía que se habían conchabado para quitarle la secretaría del
sindicato, con los Manalbos, que se reían de sus trazas, como si
ellos fueran mejores, con Cabecita de Oro que una noche lo había
cogido por el pecho, levantándolo una cuarta, con El Coyote, que le
había ganado cuarenta duros a las cartas y que le decía maricón
por aquí, maricón por allá, con el maestro de sierra que cantaba
canciones picantes a su paso, con el Perdigones y Urbano Ventura que
un día, en el casino del Cojillo, se rieron de lo lindo a su costa,
diciéndole que era corto de pecho y estrecho de estatura, con
Guillermo, el peluquero, sobre todo con Guillermo, ese infame, esa
basura, ese ingrato.
—¿No
lo habrán soltado?
—¿A
quién, mi comandante?
—¿Al
maricón?
—No,
mi comandante, como usted no ha dicho nada...
—Pues
que siga ahí hasta nueva orden. ¿Estamos?
—Conforme,
mi comandante.
Todos
estaban en el cuaderno que, nada más llegar, puso sobre la mesa que
le habilitaron en el cuartel como si en él se hallasen las tablas de
la ley, de su ley. Allí estuvo sentado un buen rato, coordinando las
noticias que le llegaban de los distintos puntos del pueblo. Sin
novedad por aquí, sin novedad por allá. Ni un disparo, mi
comandante. Ni una carrera, ni un insulto. El pueblo parecía un
cementerio. Sin novedad, mi comandante. Los soldados se cuadraban,
repetían la fórmula y esperaban en el largo pasillo nuevas órdenes.
Cuando llegó la última patrulla (sin novedades, mi comandante),
Pepe “Jabicha” dio un manotazo en la mesa y dijo, muy solemne,
que ya que los marxistitas no habían querido recibirlos, tendrían
que ser ellos quienes fueran a visitarlos.
No
había acabado de decir estas palabras, cuando El Coyote, con ese
halo suyo de diablo con dolor de muelas, entró a zancadas por la
puerta del cuartel, dejando a su paso un olor a vinazo que caía de
espaldas.
—Coño,
Pepe —dijo abriendo los brazos con idea de abrazar al hombrecillo
que estaba hablando con las manos apoyadas en la mesa—, así, con
el uniforme, pareces un sargento semana.
—¿Qué
se te ofrece, Antonio? —preguntó con frialdad, casi con
repugnancia el comandante de puesto.
—Vengo
a entregarme —dijo calurosamente El Coyote.
—¿A
entregarte? —preguntó Pepe “Jabicha”, que desde hacía mucho
tiempo lo tenía más que enfilado.
—De
momento vengo a entregarme como voluntario para limpiar todo esto.
—Eso
nos toca a nosotros, Antonio.
—¿Ha
venido ya Javier?
—¿Javier?
—Estás
tan amariconado como siempre, Pepe. Mucho uniforme, mucha pistolita,
pero no cambias, hijo —dijo amanerando la voz—. Javier, nuestro
Javierito Murube.
—¿Y
para qué tiene que venir por aquí Javier?
—Coño,
para qué va a ser. Para hacerse cargo.
—Yo
soy el que manda ahora —dijo, resolutivo, Pepe.
El
Coyote se rió de lo que le parecía una broma, y le dio una tan
fuerte palmada en la espalda, que Pepe perdió el equilibrio e hizo
el amago de llevarse la mano al cinto, pero vaciló, tragó saliva,
miró al Coyote, dijo:
—Ahora,
déjanos trabajar en paz.
—Mismamente
un sargento semana.
Al
igual que ocurriera a su entrada, El Coyote salió dejando un halo de
hosquedad que los intimidados muchachos no sabían si atribuir a la
voz gruesa que se gastaba o a ese oscuro dominio que su figura
contundente y espesa desprendía. Más tarde, todos aquellos
muchachos imberbes, muchos de los cuales se habían incorporado a la
soldadesca por puro miedo o, con la mejor voluntad, creyendo que
cumplían un deber sacrosanto, habrían de saber cómo se las gastaba
un individuo incapaz de refrenar su violencia, su frialdad, su rencor
y su mala sangre. Las anécdotas que de él contaban sus paisanos,
ponían los pelos de punta de los muchachos, que pronto se
acostumbraron a convivir con la crueldad y con los abusos, pero
nombrar al Coyote era arrancarles un hondo escalofrío y así, la
primera impresión que tuvieron en el cuartel iba a ser sólo la
antesala de algo mucho más amargo.
Al
rato, sobre su caballo tordo, apareció Javier Murube, peguntando por
Pepe, el de la Falange. Un soldado corrió a donde se hallaba Pepe
“Jabicha” a informarle de la llegada de un señor a caballo que
preguntaba por el jefe —sic— de la Falange.
Pepe
no se sorprendió al ver el perfil borbónico de Javier Murube,
refrenando el caballo. Realmente tenía facha de estatua, con aquella
cabeza cesárea, el pelo ondulado, peinado hacia atrás, y una
espalda sólida, marcial, primorriveriana. Lo que a Pepe le
sorprendió fue que el caballista se negara a entrar al cuartel y,
aun más, que ni siquiera hiciese el gesto de bajarse del caballo.
—Hombre,
Javier.
—Ya
me ha contado El Coyote que estás con nosotros y que... —contestó
el jinete con indiferencia, tratando de marcar el terreno.
—Sí.
Hemos tomado el pueblo —dijo Pepe engolando la voz—. Los
elementos subversivos no han presentado batalla. Todo está bajo
control militar.
—Te
traigo una lista —dijo el del caballo, sacándose un papel del
bolsillo de la chaqueta y extendiéndosela.
—¿Una
lista?
—Hemos
apuntado en ella a los individuos conflictivos y peligrosos.
—Nosotros
ya tenemos una lista —atajó Pepe.
—Ésa
—dijo despreciativo Javier Murube— será la de Huelva. Nosotros
tenemos la que vale. Uno por uno. Sesenta y tres nombres.
—Pero
en Huelva, digo, en Sev...
—Mira,
Pepe. En Huelva podrán decir misa. Nosotros somos los que sabemos lo
que pasa en este pueblo. En Huelva que se preocupen de los suyos, que
falta les hará.
—No
sé si podrá ser, Don Javier, a mí me mandan Queipo y Redondo.
Recibo órdenes directas de...
—¿Gonzalo?
Coño, Gonzalo es como de la familia. El año pasado...
—Esto
tengo que consultarlo.
—Consulta
lo que quieras, pero que sepas que aquí...
Pepe
“Jabicha” no lo dejó acabar y extendiendo la mano al modo
fascista y girando sobre sus talones, se metió en el cuartel,
visiblemente alterado. Se quitó la boina, la revoleó sobre la mesa
y se llevó la mano al pelo, pensativo y contrariado, no tanto por el
contenido de la conversación, cuanto por el tonito
de Javier. Lo que más le dolía, sin embargo, era habérsele
escapado lo de Don. Esa torpeza no se la perdonaba, pues era como
dejar claro quién era quién en el pueblo. Y no era justo, cojones,
no era justo, ni lo iba a consentir. Él había entrado triunfalmente
en la plaza mientras ellos, los señoritos de a caballo y los de a
pie, estaban escondidos como ratas. Ya más calmado, pidió el
botijo, escupió en el suelo y preguntó por el teléfono, pero el
guardia Galán, tras marcar varias veces, comentó que era pronto
para tener línea.
—Mira,
Galán, no he hecho más que venir y ya me están hinchando los
huevos estos señoritos de mierda.
El
guardia se encogió de hombros, como quien prefiere mantenerse en un
estado neutro. Jabicha siguió rumiando durante un buen rato, hasta
que se sentó junto a la máquina de escribir y comenzó a dictar:
1 Daniel
Domínguez, “El Rayo, calle Puente (preguntar número).
2 Daniel
Dominguez (No es el mismo), calle Reina de los Ángeles número 3,
dicho “Alfiler de Pecho”.
3 Eugenio
Domínguez (idem domicilio), dicho “Malos pelos”
4 Julio
Tristancho (c/ Iglesia, preguntar nº). Dicho el maestro.
5 Vitorino
Fdez, calle del Álamo, 1, dicho el Perdigones.
6 Manuel
Domínguez calle Valle num. 3, dicho “ El Manalbo”.
7 Manuel
Fernández Recio, calle de la cantina, dicho “Alfajía”
Cuando
acabó de dictar, ya más tranquilo, llamó a uno de los muchachos
que andaban de vigilancia por el pasillo, jugando con la boina entre
los dedos, aburrido.
—Vayan
a buscar a estos individuos. Dos por cada casa. Si les preguntan, les
dicen que es para un interrogatorio ordinario. Si tratan de huir o se
resisten, ya saben. ¿Qué hora tiene?
—Son
las cuatro y cuarto, señor —respondió el requeté, sacándose
trabajosamente el reloj.
—Tienen
una hora. Ah, y si se presenta algún problema viene a decírmelo
personalmente. Lo hago responsable.
Pepe
“Jabicha” siguió la salida de las cinco patrullas desde la
puerta del cuartel. Los muchachos caminaban despreocupados, con los
fusiles en la mano, como si se tratara de un simple juego. Cuando ya
todos habían desaparecido de su vista, se encaminó hacia la fuente,
se mojó los pulsos, la cara, la nuca. Luego tapó el caño con la
mano y sonrió. Estaba en casa.
Estaba
en casa.
Desde
entonces habían pasado muchas cosas. Demasiadas tal vez. Había
visto a Guillermo, le había cortado los vientos a Sabina, se había
agenciado un reloj. Un buen reloj.
7
Hace
seis años que adoptaron la cueva de Alcalá como refugio permanente,
recuerda Miguel, mientras el día no acaba de romper. Durante todo
este tiempo han vivido como alimañas, es cierto, y apenas han
mantenido un contacto entrecortado y esquivo con el mundo, pero
también a eso han acabado por acostumbrarse y hasta su misma
situación montuna, lo que son las cosas, ha terminado por parecerles
la más natural del mundo. Porque todo lo que antes era incomodidad,
ahora no pasa de ser monotonía. Al fin y al cabo, piensa mientras
expulsa una bocanada de humo, tampoco es que antes viviéramos como
reyes. La vida de los pobres siempre fue dura, de manera que no es
que hubiera demasiada diferencia entre ésta y la otra vida, cuando
vivían libremente (eso sí) en aquellos campos, trabajando como
bestias, todo el santo día pegando alpargatazos para andar pasando
necesidades y resignándose a las desventuras.
Pero
Miguel no se queja. Si en estos años ha aprendido algo, ha sido a no
quejarse y a entender que nada es seguro ni derecho en este mundo,
salvo la muerte, y que lo que ahora es sol, dentro de un instante es
cielo encapotado. Lo cierto, sin embargo, es que de una situación
incómoda, han pasado a otra de modestas comodidades (han construido
camastros, mesas, tienen espejos, una hornilla de carbón,
palanganas, sentaetes de corcho, cucharros, latas, sartenes,
platos...), y en cierto sentido heroica, pues aun siendo verdad que
vivir escondidos y desconfiando de todo lo que ocurre alrededor es
algo a lo que no acaban de resignarse, no es menos verdad que cuentan
con la benevolencia de un par de docenas de personas, que le dan el
calor de la camaradería y se la juegan por ellos cuando es preciso.
Es lo que ocurre con Faustino el calero, que les apaña bellotas y
peros; o El Chico del Norte, que a veces los acoge en el monte del
Prado Fernando y reparte con ellos el talego o les deja las medicinas
que le proporciona don Dimas Parejo; o el compadre Urbano Ventura que
se ha convertido en el contacto con las familias a través de las
cartas que dejan y recogen en el quebraero de su alberca, bajo una
lancha; o la molinera, que todos los meses se las ingenia para
dejarles un talego con harina, achicoria y a veces munición en el
trueco de un castaño, sobre la esquina de la Huerta Ana. Eso por no
contar con los seis u ocho vecinos de Navahermosa y Valdelarco que de
una u otra manera los ayudan y amparan cuando es preciso. Si no fuera
por ellos, acaso hubieran acabado por rendirse hacía mucho tiempo.
En el fondo, Miguel sabe que también ellos, los fugitivos,
representan para sus benefactores una esperanza, acaso una esperanza
demasiado pequeña y difusa, pero suficiente para arrostrar con algún
ánimo los tiempos que corren.
Si
se suma a todo ese caudal de complicidades, la cantidad de pequeños
refugios con los que cuentan en caso de verse acosados, su situación,
siendo mala, muy mala, no es ni mucho menos para desesperarse, y más
teniendo en cuenta que les han llegado rumores (pero siempre les
están llegando rumores) de que en breve quienes no tengan delitos de
sangre, podrán volver a sus casas y seguir haciendo su vida. Justo
por eso, piensa Miguel, mientras abre la petaca y extiende sobre la
palma de su mano las hebras de matute, la muerte de Perdigones es aún
más inoportuna. Porque, además, es injusto que Perdigones, el que
con su impasibilidad y su sentido de la estrategia siempre ha sabido
sacar de apuros al grupo, convirtiéndose en su tutor, sea el único
que no regrese a casa, tras más de seis años viviendo como tejones
sobre esta tierra negra, en las entrañas del bosque.
Pero
en estos seis años largos, recapitula Miguel, mientras apura su
cigarro a la salida de la cueva, mirando las primeras luces que le
llegan por la parte de los Marines, les ha ocurrido de todo. Si al
principio mantuvieron algunas esperanzas en cuanto al curso de la
guerra, poco a poco fueron cayendo en la cuenta de que su situación
iría para largo, a menos que ellos le pusieran algún remedio.
Ninguno puede recriminarse que no lo intentaran, pues por tres veces
se propusieron contactar con la zona republicana, pero otras tantas,
luego de haber recorrido una barbaridad de leguas, hubieron de
desistir. Ésos, piensa, fueron momentos difíciles, en los que la
presencia del carpintero fue decisiva.
En
la primera ocasión, después de jugársela en las desconocidas
sierras, andando de noche como lechuzos y escondiéndose en cuanto
salían las primeras luces, llegaron a las inmediaciones de
Fuenteovejuna. Allí, junto a un arroyo, a más de cincuenta leguas,
cuando ya tenían a los suyos a no más de tres o cuatro jornadas, se
plantó ante ellos una compañía de moros, que venían a bañarse y
durante un par de días permanecieron subidos en unas encinas,
acogotados, aguardando lo peor. Desde la copa de los árboles
escuchaban el estrevejín del frente. Vieron cómo el cielo, al
atardecer, se iluminaba con los cañonazos de uno y otro lado y
sintieron sobre sus cabezas el vuelo insidioso de los aviones. Sólo
cuando los moros se alejaron del arroyo, a los dos días de montar el
campamento, los huidos bajaron a tierra, medio embotados por el
hambre y acalambrados por la inmovilidad y la jindama. Una vez en
tierra, y a medida que se aproximaban al frente, sintieron cómo la
tierra se estremecía. Desde un alto localizaron las trincheras, las
escaramuzas, el humo de las cocinas, el polvo que iban levantando
los vehículos al avanzar por los caminos. Tenían a los suyos
al alcance de la vista, pero sólo un milagro podría hacer que
contactaran con ellos. Divisaron sus campamentos, y vieron a lo
lejos, pequeños como hormigas, a los soldados, corriendo ante la
inminencia de los aviones. Los vieron avanzar en su dirección por
una especie de valle que se abría, pero al cabo de más de dos horas
de escaramuzas, hubieron de retroceder a anteriores posiciones. Más
tarde vieron avanzar las columnas nacionales. Todo esto ocurría ante
sus propias narices, pero atravesar aquellas escasas dos o tres
leguas que los separaban de los suyos se les antojaba una temeridad.
Durante días se mantuvieron al acecho, trataron de rodear las
líneas, pero el desconocimiento del terreno y la continua presencia
de soldados y vehículos enemigos, los hacía demasiado cautos, de
manera que al final, rotos, faltos de municiones y siempre más cerca
de ser capturados que de pasar a los suyos, extraviados en una sierra
pelada, al albur de todos los peligros y ante las temperaturas
inmisericordes del verano, no les quedó más que resignarse y volver
sobre sus pasos, tratando de obtener información sobre otras rutas
posibles. Al cabo de dos meses de infortunios y peligros, sintiéndose
víctimas de un destino que les había puesto la libertad al alcance
de sus dedos, se vieron ante la única tierra que conocían y en la
que podían defenderse. Volver a casa era, sin duda, una derrota,
pero también un inmenso alivio.
Sin
embargo, la idea de pasar a la zona republicana, donde al fin se
sentirían seguros, no los abandonó, al menos al principio, pues tan
sólo unos meses más tarde, en cuanto recuperaron las fuerzas,
supieron por Candelaria de la existencia de una partida de más de
treinta huidos extremeños, cuya misión era abrirse paso como fuera
hasta Peñarroya. Se unieron con ellos en un alto de Martín de la
Jara, pero dos días más tarde un enfrentamiento con una columna de
falangistas no lejos de Constantina, diezmó y dispersó la partida.
Bartolomé y Perdigones fueron heridos en el intercambio de disparos,
el uno en un dedo y el otro, superficialmente, en el muslo, pero el
caso es que los cinco compañeros tuvieron suerte, y pudieron escapar
por una barranca junto a dos camaradas más, que se unieron al grupo
en espera de una posterior reagrupación. En la huida, él mismo se
medio quebró una pierna y tuvieron que entablillarlo e improvisar
una muleta. En esas condiciones, tardaron tres días en avistar la
estación del Cataveral, ya en tierras zufreñas, donde un tal
Benito, el zagal rubianco que guardaba una punta de cabras a la
orilla de un río, les proporcionó un escondrijo en una mina
abandonada, donde los antiguos habían extraído azufre. En la mina
esperaron a que Miguel pudiera caminar por su propio pie y en cuanto
estuvieron listos, junto a los dos nuevos compañeros, se dispusieron
a desandar las casi diez leguas que los separaban de su cubil, para
allí restañar sus heridas con la ayuda de Dimas Parejo, el médico
de Valdelarco, que de haber contado con veinte años menos, sin duda
se hubiera sumado a la partida. Pero el tranquilo camino de vuelta se
complicó cuando al pasar de noche y lloviznando no lejos de Puerto
Moral, una pareja de la guardia civil les dio el alto y ellos
respondieron disparando sus escopetas. La pareja de civiles, perdida
la ventaja de la sorpresa, trató de trepar a unas talliscas que como
animales prehistóricos se asomaban al valle, pero los fugitivos no
tuvieron dificultad en alcanzarlos y verlos rodar ladera abajo, hasta
el arroyuelo. Ellos mismos escondieron sus cuerpos entre unas matas
de adelfa. El amanecer los alcanzó en los altos del Barrial, pasado
Corterrangel, y allí, sin ceremonias, se despidieron de los dos
huidos extremeños. El cielo se fue encapotando a medida que avanzaba
la mañana y pronto comenzó a chispear y luego a llover con fuerza.
Como no estaba el horno para bollos —Puerto Moral no quedaba lejos—
siguieron caminando bajo el aguaje hasta que a medio día, estuvieron
de nuevo en casa, pero no en la cueva, donde alguien podría
buscarlos, sino en una especie de túnel que habían excavado en un
barranco cercano a la cuesta de los Chinorros. Allí permanecieron
una semana comiendo vinagreras crudas, hasta que al fin decidieron
regresar a su refugio.
Resabiados
por los fracasos y tras una aventura tan accidentada y amarga (la
muerte de los guardias pesaba en sus conciencias), ya no querían
saber nada de preparar una nueva salida. El frente quedaba cada vez
más lejos y las posibilidades de enlazar con los suyos se presentaba
como una quimera, por más que la perspectiva de continuar sobre
estas sierras tan pobladas fuese una temeridad de la que tarde o
temprano tendrían que arrepentirse.
Aún
así, tras muchas dudas y deliberaciones, lo volvieron a intentar
casi dos años más tarde, en febrero del 39, cuando ya los suyos se
batían en una agónica retirada por los Pirineos, diluyéndose toda
posibilidad de victoria y redención. ¿Hasta cuándo habían de
resistir? ¿Qué es lo que podían esperar, sino un chivatazo, una
imprudencia, una batida? Mirasen hacia donde mirasen, todo había
concluido. Debían intentarlo, aunque se quedasen en el camino,
cazados como conejos. Cualquier cosa sería mejor que dejarse matar a
manos de los perros. No tenían otra salida. Durante días,
discutieron qué camino tomar, hacia dónde encaminar sus pasos, a
quiénes recurrir, cómo organizar la larga marcha. La decisión fue
cruzar al vecino Alentejo, aprovechando las rutas abiertas por los
contrabandistas de Jabugo, quienes se avinieron a abrirles el terreno
y prestarles colaboración. Penetraron en Portugal por Encinasola,
junto a una partida de huidos arochenos y marochos que campaban en
los breñales de la Contienda, pero apenas unas leguas más allá de
la raya, se las tuvieron con los guardinhas, quienes los tirotearon
cerca de Santo Aleixo, donde perdieron a Sebastián, uno de los tres
huídos de Aroche que se les unieron en los breñales de la Contienda
y a donde debieron volver para emboscarse, enfrentándose día sí
día no con los civiles, hasta que encontraron un portillo y por él
pudieron huir, primero hacia el sur, al Andévalo, para luego ir
enderezando hacia el norte.
Tras
esta tercera correría, la más breve, asumieron la idea de no
abandonar los parajes conocidos, en la esperanza —una vez más la
esperanza— de que la guerra europea, que había estallado en esos
días, los liberase de aquella vida de alimañas.
En
eso pensaba Miguel, cuando el tímido sol de septiembre asomaba ya
sus crenchas por el horizonte, inyectando a los olivos más próximos
el aliento de una luz nueva, recién horneada. Pero para ellos, aquél
había de ser un día difícil, en el que tendrían que afrontar
decisiones importantes.
8
Le
ha faltado tiempo para atarse las botas, llegarse a la armería,
abotonarse la casaca hasta las orejas y llamar a voces a Servando, el
más joven de sus guardias. Un muerto, se dice para sí, como
tanteando el significado de semejante expresión. Un muerto. Un
muerto enrollado en una manta. Un asunto extraño a primera vista,
cavila mientras escucha al número que se viste atropelladamente en
la habitación de al lado. Dos minutos más tarde, ahogando su gesto
de impaciencia, el número aparece por el quicio de la puerta
calándose el tricornio, con la cara abombada por el sueño
interrumpido o el mal despertar. Afuera, en la plaza, ya hay luz.
El
recién ascendido a cabo, Regino Chaparro Alea, natural de Escacena
del Campo, de treinta y seis años de edad, casado y con un hijo,
sube a todo lo que le dan las piernas la cuesta de la iglesia en
dirección a la plaza Alta, oficialmente Queipo de Llano, junto a su
compañero de servicio, Servando Curros Montiel, de los Santos de
Maimona, provincia de Badajoz, soltero, veintidós años. En un
pueblo tranquilo como es éste, donde todo lo más alguien denuncia
que las cabras del vecino le han comido las sementeras o que en uno
de los molinos hay más harina de la cuenta, un muerto supone un
trabajo extra, pero un muerto envuelto en una manta, como acaba de
denunciar Urbano Ventura, puede suponer un lío inmenso, una mancha
en el historial, una catástrofe. Servando, el muchacho que hace un
mes se ha incorporado a la plaza, trata de seguir al cabo en su
carrera, pero a la altura de la panadería de Leopoldo, ya no puede
más y se detiene un instante para tomar aliento. El olor del pan
caliente lo reanima y acezando, abriendo y cerrando los ojos como si
por ellos pudiera pasar el aire, trata de unirse al compañero, que
se ayuda en el movimiento de sus manazas para andar aún más aprisa,
aunque también él lleva ya el bofe por la boca. El bar de Serafín
está aún cerrado y desde una de las casas le llega el chirrido de
una puerta. En el último quiebro, el corazón de Regino está a
punto de salírsele por la boca, pero la meta queda ya al alcance de
la vista, a apenas veinte pasos.
En
el momento de desembocar en la plaza, Urbano, en cuclillas junto al
bulto, se está llevando las manos a la frente en señal de
incredulidad. Justo, lo mira desde el umbral de su casa con el hacha
en la mano, mientras las gallinas siguen a sus asuntos, picoteando
las hierbas junto a la puerta del ayuntamiento. Un poco más allá,
amarrada al palo de la luz, la mula parece adormilada.
—¡Quieto
ahí! —ordena Regino, con apenas un hilo de voz, ante el amago de
Urbano Ventura de descubrir por segunda vez el cadáver.
Servando,
que corre tras su superior, se descuelga el fusil del hombro y, de
manera mecánica trata de protegerlo frente a los dos vecinos, a
quienes acaso esté viendo por primera vez. Urbano Ventura,
intimidado, se aparta del bulto y deja que sea el propio cabo Regino,
que ya está casi a su altura, quien libere al cadáver de la manta.
Pero
el cabo no las tiene todas consigo, así que da una vuelta en redondo
sobre el bulto, tratando de hacer tiempo para poner en claro cuál es
la situación, su
situación. Desde el primer momento quiere dar una sensación de
tranquilidad y eficiencia, lo que consigue sólo a medias, pues en
cada uno de sus movimientos se trasluce su angustia. Sin mediar
palabra, pero con toda la prevención de que es capaz, se agacha y
con la punta de los dedos, retira lentamente la manta bejarana que
cubre al individuo. Se trata de un sujeto de tez y pelo moreno, ojos
saltones, delgado, sin cicatrices visibles, que despide un olor
fuerte, que casi lo hace vomitar, si bien su estado de descomposición
no es ni mucho menos avanzado, lo que hace suponer, etcétera... pero
el cadáver le resulta del todo desconocido al cabo Regino, que se
incorporó a la plaza hace tres años.
—¿Se
sabe quién es? —pregunta.
—Mi
quinto..., el carpintero de la calleja ĹEstanco —responde en un
hilo de voz Urbano Ventura, que trata de exagerar su estado de
perplejidad.
—¿El
huido? —pregunta Regino— ¿El que decían que andaba por esas
sierras?
—Ése
—confirma Justo.
El
cabo Regino traga saliva, mira de nuevo la cara del muerto y trata de
rastrear en su expresión un signo de veleidad, pero lo que tiene
ante sí es sólo el rostro de un muerto, unos ojos sin profundidad,
unos labios resecos, una nariz acartonada. Podría ser la cara de
cualquier labriego. No hay en ella fealdad, ni nada rubicundo. Más
bien tranquilidad, dolor, ensimismamiento. En el fondo, no acaba de
asimilar la situación, y lo sabe. Se levanta despacio, flexionando
las piernas, prolongando el movimiento y tratando de poner orden, no
tanto en sus pensamientos, cuanto en sus temores. Le sudan las manos,
el cuello. Si pudiera, se liaría a patadas con el cuerpo que yace
sobre la manta, pero no puede, y por eso se limita a mirarlo con
infinito asco, con una impotencia infinita.
—Lo
primero —le dice al número, tragando aire, y tratando de hacer
valer el principio de autoridad— es llamar al juez, para que venga
a levantar a este cabrón.
El
guardia se queda mirando a su superior, esperando una segunda orden,
pero el cabo Regino está perdido, porque intuye que la aparición
del cadáver le va a crear muchas más dificultades de las que ahora
puede sospechar.
—¿Quién
ha traído a este pistolero? —pregunta.
Ni
Justo ni Urbano Ventura contestan y, todo lo más, se limitan a
encogerse de hombros cuando el cabo posa una mirada inquisitiva sobre
ellos. Las gallinas se acercan al bulto una vez más pero el guardia
las espanta con el pie en un gesto de fastidio.
—¿Y
tú qué coño haces todavía aquí —grita el cabo—, no te he
dicho que vayas a telefonear al juez?, ¡hostias!
El
muchacho, nervioso, se vuelve a terciar el fusil a la espalda y
emprende la carrera hacia el cuartel.
—Y
me despiertas a Garrido y a Galán. Y diles que los quiero aquí ya
mismo, ¿me oyes?
—A
sus órdenes, mi cabo —contesta Servando, que ya dobla la esquina y
se pierde calle abajo.
Poco
a poco, como quien despierta de un sueño, Regino se ha percatado de
que se encuentra ante una situación extraordinaria y difícil. Si
todo hubiera ido como hasta ahora, era posible que para primeros de
año o cuanto más para el verano próximo, lo destinaran a un
cuartel más cercano a su pueblo, Escacena del Campo. La aparición
del huido acaso le complique de mala manera, así que mientras espera
a sus otros compañeros, todo lo que alcanza a sentir es rabia. Rabia
contra ese muerto, rabia contra este día, rabia contra su eterna
mala sombra, rabia contra el día que lo destinaron a Fuenteheridos,
rabia por no haberse guiado de sus instintos y haber seguido en la
viña. Ya lo está viendo, todo el buen trabajo de los últimos tres
años se va a ver estropeado por la aparición de ese cuerpo al que
tiene ganas de hacer desaparecer aunque fuese a bocados, maldita sea.
Lo haría de no ser por los dos testigos. Lo haría si no fuera
porque ya es tarde.
Dios
mío, entonces era verdad el rumor de que por las inmediaciones
menudeaba una partida de facinerosos y terroristas. Lo que él había
interpretado como una mera fantasía popular, de la que no sabía
cómo se habían hecho eco sus superiores y a la que él, una y otra
vez había combatido con toda la fuerza de la razón y de las
pruebas, resultaba ahora cierta. Dios mío, pensó, quitándose el
tricornio y rascándose la cabeza, de aquí para Río Muni, a lidiar
con los negros.
Pero
más allá de los afectos y familiares, nadie más tenía la certeza
absoluta de la existencia de la partida y aunque en el cuartel de
Fuenteheridos, se maliciaban de la presencia de fugitivos ocultos por
la zona, y más aún de que el cabecilla de ellos pudiera ser el
carpintero, al que a falta de crímenes, le atribuían ideas,
cuernos, robos y enfrentamientos con las fuerzas del orden, lo cierto
es que en los últimos cinco años no habían tenido la menor noticia
o pista acerca de ellos y si alguna vez habían hecho batidas, nunca
habían tenido esperanzas de dar con su cubil. Porque la Sierra está
llena de manchones, cuevas, cortijadas desiertas, barrancas y su puta
madre. ¿Tierra tranquila? ¡Los cojones, tierra tranquila! Ahora,
piensa el cabo Regino, se vendrá a ver que las fantasías trazadas
en Aracena y en Huelva estaban en lo cierto, que no eran tan
insensatas, y aunque tenga la conciencia tranquila con respecto al
trabajo del cuartel durante el tiempo que ha estado bajo sus órdenes,
no puede evitar sentirse engañado, ultrajado, escarnecido.
Ante
los requerimientos de informes que de cuando en cuando llegaban a su
despacho, procedentes de Aracena, Regino argumentaba que la historia
de los huidos formaba parte de la leyenda, como tantas había por
estos pueblos de dios, de esa novelería tan extendida entre la gente
de campo, de una imaginación tan encendida, que va viendo
apariciones y fantasmas por todas partes. En todo caso, nadie parecía
haberlos visto desde que acabó la guerra, de manera que sus informes
siempre han sido negativos: puedo afirmarlo con rotundidad: ni en el
término de Fuenteheridos ni en los de los municipios aledaños se
tienen o han tenido noticias de partidas de bandoleros o facinerosos
desde febrero de 1939, año de la victoria. Aun así, de vez en
cuando, una o dos veces al año, se recibe en el cuartel la orden
taxativa procedente de la Comandancia de la Guardia Civil de
emprender batidas para localizar a los elementos subversivos que,
según informes de toda solvencia, se hallan escondidos en la zona de
su incumbencia, pero tales batidas han resultado hasta la fecha
infructuosas, sin excepción.
Tampoco
los interrogatorios han dado frutos apreciables y la política
personal del cabo Regino, destinado a la plaza en octubre de 1940,
segundo año de la Victoria, ha sido la de no hurgar en las heridas y
dejar que la vida fluya bajo su atenta vigilancia. Por tanto, en el
cuartel se carece de personas que se avengan a delatar a sus vecinos,
mayormente porque el pueblo es un entramado de relaciones de
parentesco, y porque la gente del campo no quiere líos ni pleitos
familiares, que bastante tienen con lo suyo, de manera que, ante los
débiles e infundados rumores de la presencia de una partida de
fugitivos marxistas comandada por el tal Perdigones, que pudiera
estar operando dentro del término municipal, el mando del cuartel ha
mantenido una discreta vigilancia sobre la mujer, el hijo y las
personas más allegadas al susodicho, a quienes ha seguido a
distancia, porque hablar, lo que se dice hablar, como pueden
imaginarse, aquí no habla ni dios.
De
nada sirvieron los purgantes y los rapados que el recién llegado
cabo primera Joaquín Trebejo, tan pinturero y atildado que hasta sus
subalternos lo tenían por bujarra, le aplicó a Sabina, la mujer del
carpintero, para bajarle los humos y desechar la idea de que su
esposo andaba furtivo por esos montes. Por tres veces se la citó en
el cuartel, con la intención de que soltara lo que sabía, pero ella
afirmaba que su esposo había escapado a Francia y que allí
seguiría, si no lo habían matado los fascistas alemanes.
—Así
que los fascistas alemanes. Ya le daré yo fascistas alemanes.
De
mucho menos sirvió pasearla por el pueblo, tratando de escarnecerla
y humillarla ante los vecinos. De humillador, el cabo primera Trebejo
no dejó de sentirse humillado ni un solo momento, ante la mirada
insolente, serena y gélida de Sabina, que caminaba junto a él por
el redondel de la plaza, como si aquel ser pinturero fuera su
alfeñique, o, peor aun, como si ya estuviera muerto y ella se
consolase girando sobre su tumba. Nunca había visto nada igual el
entonces número Regino, que procuraba marcar distancias con el cabo
primera Trebejo. Por suerte para Sabina, habían pasado los tiempos
de las ejecuciones, porque Trebejo estaba dispuesto a pegarle un tiro
en la mismísima plaza.
—No
me intimidaba el maricón del Jabicha, ni después el cabo Damián y
vas a venir tú, que pareces la pipita de la calabaza.
Mucho
menos fructíferos y mucho más desconcertantes fueron los
interrogatorios del hijo del carpintero, Juan José, pues a la
primera pregunta que le hizo Trebejo, el niño se puso a fantasear
conque su padre se había marchado al África a matar mamelucos y
rifeños, y que se había escapado por chiripa de una emboscada, en
la que los moros hijos de puta, los bolcheviques esos, le habían
cortado el cuello y los cojones a más de doscientos soldados, y el
cabo primera, aburrido, desalentado, tirándose de los pelos, no veía
la hora de largar al niño y echarse a dormir, o a llorar, o a darse
cabezazos contra la pared, porque con un niñato así no había nada
que hacer.
Estos
y otros episodios llegaban magnificados a oídos de los fugitivos a
través de sus enlaces, y a falta de otras alegrías, ellos los
acogían como decididas victorias morales y contrapuntos a sus muchos
padecimientos. Pero Regino, el cabo Regino, que había puesto todas
sus esperanzas en volver, pasado el invierno, a Escacena del Campo,
su pueblo, se veía opositando a un porvenir negrísimo, luchando
contra unos mosquitos tan grandes como chivarros, allá en Río Muni,
rodeado de negros y leones.
—No
lo voy a preguntar dos veces. ¿Este hijo de puta qué está haciendo
aquí?
9
Sabina
no logra poner pie en pared sobre cómo se decidieron a pedir ayuda a
Candelaria, la molinera. Porque lo primero que pensamos fue en
esconderlo en la cuadra, o en los montes del compadre Urbano Ventura,
pero vimos que no, que si venían a buscarlo no dejarían de mirar en
la cuadra y en los campos no andaba seguro, pues era la época de la
greña y de las hortalizas y estaban llenos de gente del amanecer a
la noche. Tu padre fue el que dio con Candelaria, dice, pues estuvo
trabajando en el molino cerca de dos meses, poco antes de morirse
Pedro, y habían hecho buenas migas. Fue precisamente después de eso
cuando a tu padre le dio por leer periódicos y libros que hablaban
de la guerra de África y qué sé yo. Desde entonces había
mantenido una buena relación con los molineros, de forma que cuando
murió Pedro, tu padre tuvo el detalle de forrarle la caja con la
bandera de los libertarios. De eso hacía ya algún tiempo, dos o
tres años y, desde entonces Candelaria se había recluido en el
trabajo, para honrar así la memoria de su marido. Vito creía que
ella podría no sólo acogerlo unos días, sino, si llegaba el caso,
proporcionarle medios seguros para escapar del pueblo.
—Todo
nos cogió, así, tan sin esperarlo...— se justifica.
Es
cierto, la molinera había vivido los últimos tiempos recluida en el
molino, sin apenas contacto con los vecinos. La relación que por
esos años de tribulaciones estableció con cada uno de sus
habitantes, fue meramente mercantil. Ella era la molinera. De
Candelaria se contaban historias increíbles, que pasmaban incluso a
los más fantasiosos. Nadie en el pueblo sabía a ciencia cierta de
dónde provenía aquella mujer de aspecto afable y quebradizo, que
había adoptado el luto, no como símbolo de pesadumbre, sino como
una especie de atributo personal, de gallardete frente al mundo, y,
que, para sorpresa de todos, no sólo había logrado mantener la
actividad del molino tras la repentina muerte —dicen que murió
envenenado— de Pedro, su esposo, hacía ocho años, sino que había
terminado por comprárselo a su antiguo propietario, y hasta algunos
se maliciaban de que, junto a algunos correligionarios, se había
agenciado un Leyland, con el que mercaba trigo y cebada por la parte
de Fregenal para comerciarlo por las panaderías de media Algaba, La
Rinconada, Alcalá del Río, Lora y Cantillana.
Todos
concuerdan que Candelaria llegó al pueblo con unos diecisiete o
dieciocho años, como criada de Mister Lucas Wert, un industrial
londinense que tenía negocios mineros en la Zarza y Gil Márquez y
que construyó un chalet de ladrillos vistos, madera y
pronunciadísimas cubiertas de pizarra a las afueras del pueblo, en
la embocadura de la cuesta de Maiguerra, al que pusieron Chelsea. Los
Wert, una familia de pamelas y sombrillas desconcertantes, no
conservaron durante mucho tiempo aquel edificio desdichado, que
durante una década fue pasando de dueño en dueño, hasta concluir
en las manos de Javier Murube, un exportador local que se había
hecho rico con la electricidad y, sobre todo, fletando barcos de
castañas a los puertos de Londres y Trompeloup. Lo cierto es que a
pesar de los continuos propietarios por los que sucesivamente pasó
Chelsea, Candelaria nunca dejó de trabajar en el insólito palacete
de ladrillo, hasta la lúgubre aparición de Javier Murube.
Nadie
conoce con exactitud los pormenores de la relación entre Candelaria
y Javier Murube, el último propietario de Chelsea, pero hubo de ser
tormentosa y agria, porque aquella mujer afable y menuda acabó en la
calle, golpeada y zaherida como un perro a manos de aquel hombre
intrépido en los negocios e imprevisible en todo lo demás. Pero la
hasta entonces quebradiza Candelaria no se arredró con el inesperado
cariz que tomaba su destino y decidió quedarse a vivir en el pueblo,
donde montó una fonda, en la subida de la fuente hacia la iglesia.
Durante años, Javier Murube hizo cuanto estuvo en su mano por
doblegar a aquella mujer de apariencia frágil, pero que no estaba
dispuesta a dejarse amilanar por las repetidas afrentas y
baladronadas del joven triunfador. Una mañana, sin saber cómo ni
por qué, Chelsea ardió como una tea. Las llamas se elevaron por
encima de los jóvenes eucaliptos de los alrededores y en menos de
dos horas redujo el chalet a una escombrera humeante. Javier Murube
se dio trazas de acusar y condenar a Candelaria como instigadora del
incendio, de modo que la mujer pasó tres años en la cárcel y otros
tres en Sevilla, de donde volvió trasformada y con un marido, Pedro
Liara, que, según era fama, había sido la mano derecha de su tocayo
Pedro Vallina, anarquista sevillano, que había atentado en París
contra Alfonso XIII. Establecidos en la antigua fonda de Candelaria,
muy pronto se hicieron con el arriendo del molino harinero que había
sido abandonado recientemente. Cuatro años más tarde, Pedro Liara
murió —tal vez envenenado— y Candelaria afrontó sola el mayor
reto de su vida, continuar con el molino.
—Pasa,
niño —dice al cabo—, que es muy mala la rociá.
Juan
José ya conocía el lugar, pues a veces acompañaba a su quinto
Jorge Moya, que diariamente venía a por la harina que su madre, una
mujer a quien había abandonado su marido por un asunto de cartas,
necesitaba para cocer el pan, que luego vendía por las casas. Ahora,
con la sola luz de la palmatoria que la vieja portaba en su mano, el
lugar estremecía un poco. La muela, ajena a los vaivenes del mundo,
daba vueltas con una cadencia seca y machacona. Candelaria colocó la
palmatoria en una mesa cuadrada donde algunos papeles, lápices y
tacos de recibos estaban parcialmente cubiertos de una capa de tamo
blanco, que la llama de la palmatoria doraba. Apenas le extendió la
silla, Candelaria se ausentó en dirección a la contigua sala de la
molienda, donde estuvo trajinando unos instantes. La habitación, no
muy amplia, servía realmente de repartidor entre la puerta que daba
al puente, el almacén de la harina que ocupaba la mayor parte del
edificio y la sala habilitada para la tolva y la muela. Una ventana
con vistas al riachuelo, una alacena embutida en uno de sus rincones,
un pesado arcón de castaño que parecía soldado a la esquina
opuesta a donde se hallaba y la mesa, daban al recinto un cierto
toque de prematuro olvido. Juan José, un poco sorprendido por tanta
desidia, se quedó observando los suelos de baldosas rojas, las
paredes cubiertas de brocadas telarañas, apenas interrumpidas por un
almanaque de 1931 y una fotografía enmarcada donde aparecían dos
hombres jóvenes y risueños que protegían sobre sus pechos sendos
sombreros de época; detrás de ellos, difuminada por la distancia,
se atisbaba la silueta de una torre. Juan José se levantó para
observar más de cerca a los dos jóvenes.
—Tú
eras un crío cuando murió —le interrumpió una voz a sus
espaldas.
—Yo
me acuerdo. Mi padre le hizo el ataúd —contestó el zagalón—.
Yo, con perdón, lijé aquellas tablas.
Sucedió
un momento de silencio, de turbación, de trastorno que hizo aún más
densas las telarañas que caían pesadamente del techo.
—Es
París, ¿no? —preguntó Juan José, señalando la fotografía,
tratando de cambiar de tercio.
—Pedro
Liara y Pedro Vallina en París, dos hombres de verdad —suspiró
Candelaria, con orgullo—. Pero eso era cuando a la vida se la podía
llamar por su nombre.
—Entonces,
esa es la torre.
—¿Has
oído hablar de Pedro Vallina?
Juan
José negó con la cabeza.
—Fue
un hombre importante. Qué digo, sigue siendo un hombre importante
—concluyó en un suspiro.
La
tarde del veintidós de agosto, el carpintero se presentó en el
molino. Candelaria, sentada junto a la ventana, repasaba las
anotaciones de un cuaderno, cuando barruntó pasos por el camino.
Cerró el cuaderno, sopló sobre la tapa y lo ocultó rápidamente en
el cajón de la mesa donde ahora reposaba la palmatoria. Unos
segundos más tarde golpearon a la puerta. Era el carpintero que,
casi sin aliento, sin atreverse a entrar, habló atropelladamente, de
unas listas y de que la columna del comandante Redondo ya estaba en
Alájar y se disponía a subir de madrugada el puerto para tomar
Fuenteheridos. Candelaria estaba al tanto de esto último, pero quiso
saber más de esa cosa enigmática que el carpintero llamaba listas.
Más calmado, Vito la puso al corriente de lo que le había contado
Urbano Ventura, acerca de lo que sucedía en los pueblos que iban
siendo ocupados. El caso es que venía a pedir su momentánea
protección, cosa de dos o tres días. Candelaria le dijo que,
conociendo el trapo, el molino sería uno de los primeros lugares
donde ésos
se presentaran. Vito repasó mentalmente los viejos pleitos entre la
molinera y el acaudalado exportador de castañas y bajó la mirada
con menos desconcierto que resignación, como si los temores de la
molinera zanjaran un asunto que desde aquel mediodía lo tenían en
carne viva. El arroyuelo, corría atropellado bajo el puente y a lo
lejos se escuchaba el sonido estricto y cadencioso de un hacha,
quizás de dos. Cuando ya se desviaba hacia la trocha para emprender
su camino hacia no sabía dónde, Candelaria lo agarró del brazo.
—Espera
un momento —dijo con una voz resolutiva y frágil a la vez.
Vito
se quedó quieto, pero al poco Candelaria le dijo que lo siguiera al
interior del molino.
—Échame
una mano con este arcón —dijo la mujer señalando el arcón que él
mismo había construido hacía cinco años y que estaba
compartimentado en dos por una gruesa tabla de pino. Una de sus
partes aparecía agobiada por decenas de sacos de yute vacíos,
mientras en la otra, bajo una gruesa capa de harina, se reconocían
diez o doce libros, pesos, romanas y balanzas que quizás no se
habían usado en los últimos diez o quince años.
Entre
ambos retiraron los sacos y, para sorpresa de Vito, la molinera abrió
una casi invisible trampilla que él mismo había ideado unos años
atrás junto a Pedro Liara, sin entender qué uso se le podría dar a
aquel ingenio de la conspiración, como el mismo Liara lo llamaba. El
caso es que Candelaria le señaló el hueco y le dijo que en él
podría esconderse hasta que pasara el peligro.
Lo
que Juan José descubrió al liberar la trampilla, fue un hueco
oscuro, muy estrecho, en cuya profundidad se distinguían los
peldaños de una escalera de mano.
10
A
ninguno de sus compañeros sorprendió la muerte de Perdigones, pero
todos ellos tuvieron consciencia de que aquella primera muerte los
devolvía a la desesperación ante una existencia tan oscura como la
propia cueva. Todos habían acabado formando parte de la oscuridad,
de la tierra negra, y la muerte del compañero venía a recordarles
que el destino se había interrumpido un verano de hacía ya seis
años. Es al menos lo que, mirando al camarada muerto, pensaba el
herrero Miguel Zambrano.
Casi
se podría decir que Miguel Zambrano había sido el adelantado de
Pepe “Jabicha” en la legua justa que separa Alájar de
Fuenteheridos. Tres días antes, al barruntar a los nacionales en el
alto de los Madroñeros, aldea medio abandonada donde la familia aún
poseía una casa, Miguel se escabulló barranca abajo, en dirección
a las Cruzadas, pero al encontrarse con el camino de Las Indias,
pensando que tomar hacia la Mina sería meterse en la boca del lobo,
optó por encaminarse hacia el Collado, para, de ahí, subir hasta La
Peña, que él conocía bien de cuando su padre trabajaba en las
excavaciones del excéntrico Montesinos y confiaba en bandearse con
las cárcavas diseminadas por las quebraduras hasta hacerse con un
enlace que lo condujese al Norte. Pero La Peña era lugar de tránsito
y de peregrinaciones, de manera que era difícil pasar inadvertido
durante demasiado tiempo. Un chivatazo vino a descuadrarle los planes
y en la madrugada del veintitrés de agosto, cuando aún no había
acabado de rayar el día, sintió voces cerca de la covacha donde
pasó las últimas tres noches. Tuvo el tiempo justo de coger sus
cosas, escorrifarse ladera arriba y ocultarse detrás de unas
torviscas, junto a un pino piñonero. Se trataba de un grupo de cinco
o seis soldados vestidos de falangistas, entre los que reconoció a
dos paisanos suyos de no más de dieciséis o diecisiete años. Al
ver de quiénes se trataba, estuvo a punto de abalanzarse sobre ellos
y cruzarles la cara, pero felizmente se contuvo. Los soldaditos
parecían inquietos, quejosos por un supuesto engaño. Discutían con
vehemencia si bajar al pueblo y dar parte o seguir buscando entre los
riscos, porque la cama estaba caliente y el pájaro no debía andar
muy lejos. Por fortuna, el grupo se mantenía unido y si alguno se
desviaba a mirar algo, los demás se detenían a esperarlo o iban
tras él. Cuando se distanciaron un trecho y los perdió de vista, el
herrero acabó de vestirse, se echó a correr por la trocha del
Calabacino, y ya no paró hasta alcanzar las inmediaciones de la
fuente del Nogal, pasado el alto de los Tojales. En la bifurcación
de los caminos volvió a dudar si coger hacia el Castaño o
Fuenteheridos, pero ante la posibilidad de que el Castaño estuviese
ya en manos de los rebeldes, que el día antes habían tomado Jabugo,
se decantó por Fuenteheridos y hacia allí se encaminó a buen paso,
cruzándose con labriegos que, confiados, caminaban hacia sus campos.
Al llegar al Puerto Ciervo, un hombrecillo de bigote y mascota que
rozaba helechos junto al camino, le preguntó que a dónde se iba y
el herrero, confuso, respondió que se le habían perdido las bestias
y que les seguía el rastro.
—Pues
por aquí no han pasado.
Un
poco más tarde avistaba el cementerio blanqueado, a cuyo resguardo
se sentó a reposar, antes de aventurarse por las calles. No llevaba
ni cinco minutos a la sombra de la tapia cuando escuchó disparos
muy, muy espaciados procedentes del hondón. Protegiéndose por las
altas paredes, pensó en seguir camino en dirección contraria a las
casas, que se desparramaban ladera abajo, ahí, a tiro de piedra,
pero no se atrevió a salir en plena luz, a la vista de todos, cuando
quizás acababan de tomar posiciones los soldados. Aguardó, pues al
anochecer, pero en cuanto el sol se fue ocultando entre la enramada,
un par de requetés se apostaron junto a la cancela del cementerio,
cortándole cualquier posibilidad de salida. Durante horas escuchó
la cansina cháchara de ambos y a cada minuto sentía más complicada
y absurda su situación.
Pasaba
de la media noche cuando oyó el ruido de un motor que se iba
acercando. No tuvo dudas, pero de haberlas tenido, la voz aflautada
que se imponía sobre las otras, apenas separada por la tapia, se las
hubiera disipado. Aprovechando la confusión y el estrevejín que se
traían unos y otros, se encaramó al interior de uno de los dos
cipreses y allí, transido de miedo, protegido por su espesura fetal,
aguardó. La voz aflautada pedía que se dieran prisa en bajar a esos
cabrones, como ellos se habían dado prisa en quemar la iglesia y su
puta madre. Casi sin respiración, a menos de tres metros de la
tapia, escuchaba las súplicas, los sollozos, las órdenes, la
creciente excitación de la voz aflautada. Una vez que los detenidos
fueron agrupados junto a la tapia, el clima se relajó, aunque
siguieron las recriminaciones y las amenazas de la voz aflautada y
las súplicas de los presos. La situación era un poco absurda, pero
al cabo, entre el murmullo de unos y de otros, se fue abriendo paso
el claqueteo de un caballo.
—¿Qué
te parece, Javier? —se jactó el de la voz aflautada, cuando por
fin se detuvo el estrépito de las herraduras.
—¿Cuántos
vienen al final? —preguntó una voz que a Miguel le resultaba
familiar.
—Cinco.
—¿No
quedamos en que iban a ser siete?
—Dos
se nos han escapado, pero ya daremos con ellos.
— ¿Y
El Coyote?
—¿Ése?
—contestó con retintín el de la voz aflautada—. Ése se habrá
cogido una zumba o estará jugándose a su mujer a las cartas,
cualquiera sabe.
—Conque
jugándome a mi mujer —irrumpió una voz rasposa, que parecía
salir de una cañería.
—Cojones,
Pepe. ¿De dónde coño sales?, no te había visto. Pareces una
marimanta.
—¿Una
marimanta? Marimanta te voy a dar yo a ti.
—Vamos
a proceder —dijo la voz de Javier.
—Oiga,
don Javier... —gritó una voz en tono de ruego.
—Tú
a callar, maestrillo de los cojones —soltó el de la voz aflautada.
—Espera
un momento, Jabicha —dijo el del caballo—. ¿No quedamos en que
la lista...? Aquí hay dos que no teníamos apuntados.
—Se
han seguido instrucciones de la Comandancia.
—¿Qué
Comandancia ni qué cojones, Pepe? Éstas son cosas tuyas. ¿Cómo
van a saber en Comandancia...?
—Qué
más da uno que otro —dijo el de la voz de cañería—. La limpia
es la limpia.
—De
momento, al maestro decidle que coja el camino y se vaya.
—Eso
se lo dices mañana al comandante.
—Bueno.
Venga —dijo el del caballo, rectificando—. Hoy te sales con la
tuya, Jabicha. Mañana, ya veremos. Cuanto antes mejor.
El
de la voz aflautada se puso entonces a dar órdenes, nervioso,
excitado.
—Es
mejor que se baje del caballo —dijo al fin—, no vaya a dar una
cojetá y...
—Acaba
de una vez, Pepe, joder, que no tenemos toda la noche.
Cuando
Antonio el de la Nava acabó de atar los últimos cabos, Miguel, que
lo miraba abstraído, se incorporó y, tomando al compañero de las
axilas, lo acomodó sobre la parihuela. Entre ambos, arrodillados,
fueron salvando los más de cien pasos de estrecha galería que
separa el cuarto de las camas del salón de entrada. Miguel, que iba
detrás, trataba de no darse cabezazos con las estalactitas. Cuando
llegaron al final del túnel, justo en la embocadura del salón de
entrada de la cueva, los relevaron Matías y Bartolomé, que salvaron
el desnivel y ocultaron el cadáver entre unas grandes piedras que se
habían caído del techo. Fue allí donde discutieron qué hacer con
el cadáver.
Matías,
el que mejor conocía de asuntos de campo, era partidario de
trasladarlo a algún lugar de la tupida mancha que rodeaba la cueva y
dejarlo allí para que los zorros y los cuervos dieran cuenta de él.
Seguramente pasarían muchos años antes de que alguien descubriera
el cadáver. Si lo de los animales les parecía mala cosa, siempre se
podía bajar a lo de Faustino y cubrirlo de cal viva. A su hermano
Bartolomé, la idea de que los zorros se repartieran los despojos del
compañero, no le hacía ninguna gracia y mucho menos hacerlo
desaparecer en cal viva. A los hombres —afirmó— se les entierra
como a hombres. No hemos estado aquí durante seis años hozando como
tejones para dejar que a uno de los nuestros se lo coman los zorros.
Antonio, que seguía la discusión liándose un matute, estuvo de
acuerdo con el parecer de Bartolomé, por eso sugirió que buscaran
un lugar discreto por los alrededores y abrieran, sin más, una fosa.
—¿Tú
qué dices, Miguel? —preguntó Antonio, que no hacía más que
poner pegas a la idea de la fosa, pero Miguel, perdido en sus
pensamientos, no respondió.
La
idea de la fosa se fue imponiendo poco a poco y llegaron a un punto
en el que la discusión era en qué lugar podrían ponerse a cavar.
Matías se decantaba por la mancha, que era el mejor lugar para no
dejar rastro, pero en la mancha no había más que coyenas y riscos,
y dar con un fondo de tierra suficiente como para abrir una hoya, les
hubiera llevado días, replicó su hermano Bartolomé. Para entonces
tendrían que disputar los despojos a los zorros. Descartado el
matorral, Matías propuso bajar hasta las huertas, pero en las
huertas, volvió a replicar Bartolomé, hubiera sido un suicidio,
pues era la temporada de la recolección de la fruta y muchos hombres
dormían en el campo, con una escopeta bajo la anjarma. Las huertas
eran, sin embargo, la solución: tenían fondo de tierra, era rápido
cavar... Después de darle muchas vueltas, pensaron en el Lencero de
Urbano Ventura, donde al menos contaban con la garantía de que no
iba a delatarlos, pero el problema era que había que hacerle llegar
la noticia y entre eso y cavar la sepultura, les llevaría su tiempo.
—Tú,
Miguel, ¿qué dices? —preguntó Bartolomé.
Pero
Miguel parecía pasar por unos de sus días de enajenación. En
realidad trataba de reconstruir en su magín la noche atroz que había
vivido, seis años antes, en el ciprés del cementerio de
Fuenteheridos.
—¿Y
si lo enterramos en el socavón de la cuesta de los Chinorros?
—propuso Matías—. No tenemos más que cerrar la boca y nadie va
a echar cuenta.
—Los
zorros darán con él —respondió Antonio.
—Entonces
ya está —protestó Bartolomé—. En lo de Urbano Ventura y que
sea lo que Dios quiera.
—Nada
de cuesta de los Chinorros, ni de huertas. Hay que llevarlo hasta el
pueblo —intervino Miguel categórico, saliendo de su mutismo.
—¿Al
pueblo? —preguntó un perplejo Bartolomé.
—Al
pueblo —repitió el herrero.
—Pero...—objetó
Matías.
—A
los hombres se los entierra como a hombres, ¿quedamos?
11
Ante
el tono de sus palabras, Urbano Ventura se encogió de hombros. El
cabo lo miró de arriba abajo, con todo el desprecio de que en ese
momento era capaz. Se sentía engañado, sentía que todo el mundo
estaba al corriente (incluidos sus superiores) de la existencia de
una partida de huidos que operaban en sus propias narices, menos él.
A él no le constaba todavía la vieja amistad que había unido al
carpintero y al hombre desgarbado que tenía frente a él, pero no
hacía falta entrar en detalles para sentirse profundamente burlado.
Aquel cadáver no sólo era una afrenta, sino una provocación, una
gran carcajada que como una mancha de humedad se extendía por sus
pies hacia arriba, y que ahora se hacía presente en la mirada
burlesca y punzante de un labriego que sostenía el largo cabresto de
su mula. Chúpate ésa, cabito de los cojones, creía escuchar de sus
labios, tan entendido para unas cosas y tan ciego para otras, chúpate
ésa.
—¿Tú
qué coño miras? —gritó sin poder contenerse.
Pero
en la mirada de Urbano no había ni reproche ni conmiseración hacia
la figura cada vez más desconsolada y ridícula del cabo. No. Todo
su pensamiento lo absorbía la figura pálida del compadre, con el
que había pasado multitud de padecimientos en aquellos rojizos
polvazares del Rif, cuando la vida era algo que le ocurría a los
otros, y sobre la que era mejor no especular. Tú qué coño miras,
había gritado el cabo y Urbano Ventura, salió de su abstracción y
por un segundo clavó la mirada en los ojos desconcertados del cabo
Regino, que parecía empequeñecido con respecto al cadáver envuelto
en la manta. El viento frío de la mañana añadía tersura al
instante.
—Digo
yo, que habrá que avisar a su viuda —comentó al fin Urbano
Ventura, casi sin darse cuenta de lo que decía, por quebrar la
tensión de aquel pobre hombre que parecía hundido por el peso del
tricornio.
El
cabo, abatido, levantó la cara, respiró hondo por la nariz y se
llevó el dedo al gatillo de la pistola que llevaba desabotonada. Una
gallina se puso al alcance de su pie y la pateó sin contemplaciones.
—¿Usted
sabe quién era este rufián?—preguntó al fin el cabo,
deteniéndose en cada sílaba.
—Vito,
el carpintero —contestó imperturbable Urbano Ventura.
—¿Carpintero?
Este es un forajido, un delincuente, un cabrón marxista de los que
casi queman el país —gritó el cabo, que no puedo evitar dar una
patada al cadáver.
—Pero
su viuda...
—Su
viuda que se joda —dijo en tono amenazante, perdiendo el control—.
Cuando el juez venga, ya se verá. Si fuera por mí, le pinchaba el
cabezo en un palo y lo dejaba aquí para que se lo comieran las
moscas.
Ante
el cariz que tomaba la conversación, Urbano Ventura optó por
callarse, pero el cabo Regino, comandante de puesto, no podía ya
contenerse.
—Si
este cabrón pudiera, nos asaría vivos. A usted y a mí. Muerto, al
menos, no hace daño a nadie. ¿Por este cabrón sabe a dónde me
mandarán? ¡A Río Muni! A mí, que sólo hago cumplir con mi
trabajo, que me desvivo por mantener las cosas en su sitio. ¿Sabe
usted por dónde cae Río Muni? —Urbano negó con la cabeza—. Río
Muni está donde los negros. Ahí es donde me van a mandar por culpa
de este terrorista cabrón, con esos hijodeputas de los negros, otros
que tal bailan. Pero a éstos los preparo yo antes de irme. Los
preparo como me llamo Regino Chaparro Alea, por todos mis muertos.
Mientras
el cabo iba rumiando su discurso, que cada vez era más inaudible, la
plaza se comenzó a llenar de gente. En verdad, nadie hacía mucho
caso de las palabras del cabo, pues aquel cuerpo extendido en mitad
del empedrado reclamaba la entera atención de los presentes. Todos
sin excepción se acercaban a examinar, primero con temor y luego con
incredulidad, el cadáver, y todos se hacían cruces por el
carpintero, aunque estaba tan flaco y demacrado que algunos dudaban y
preguntaban al cabo, que, bastante menos encendido, se limitaba a
encogerse de hombros y a hacer gestos de que no lo tocaran. Todos sus
paisanos —al menos eso se desprendía de sus comentarios— lo
hacían en Francia, o escondido en esas sierras de Galicia, o preso
en las cárceles del norte, cavando túneles, pero al cabo Regino no
se la daban más aquellos muertos de hambre. En cuanto se acabara el
jolgorio, ya se vería quién era quién en aquel pueblo de mierda.
Porque antes de irse, por sus muertos que se iban a enterar esos
mangurrinos de quién era el cabo Regino Chaparro Alea.
Cuando
sonaron las campanas de las ocho, en la plaza había ya más de
treinta o cuarenta personas. Todas hablaban de Sabina y todas miraban
al guardia sin saber a qué atenerse. Algunos se fueron, pero eran
más los vecinos que a cada momento se iban incorporando.
Apenas
sonó la repetición, cuando se sintió el revuelo proveniente de la
calle Álamo. El cabo, en un acto de inconsciente defensa, tragó
saliva y afianzó sus pies en el empedrado. Cuando Sabina giró como
un incendio hacia la calle Águila, embocando la plazoleta, todos
sintieron un estremecimiento. El cabo, que la veía acercarse como un
vendaval, seguida de diez o doce vecinas, se terció el fusil e
interponiéndose entre la mujer y el cadáver, trató de impedir que
se abalanzara sobre el muerto, pero la mujer, sin mirarlo, como si se
tratara de un muñeco, apartó de un manotazo el arma y se agachó
temblando de ira hacia el cuerpo de quien había sido su marido. El
cabo, confuso, se apartó unos pasos, con una evidente sensación de
ridículo. La mujer, arrodillada, tomó el cuerpo, lo incorporó en
su regazo y balanceándose como un autómata, con el cuerpo sin vida
apretado contra su pecho, no dejaba de sollozar y de proferir quejas
y alaridos entrecortados.
Los
curiosos, cada vez más numerosos, iban cerrando el círculo en torno
a la mujer que acunaba a su marido, de modo que el cabo, muy poco a
poco fue separándose de la escena, desplazado, humillado por una
situación que ni había sabido ni había podido controlar en su
raíz, por eso cuando vio llegar a Garrido y a Galán con sus fusiles
terciados al pecho, pensó en invertir la situación. Entonces se
abrió y trató de tomar a Sabina por el brazo para levantarla, pero
Sabina lo miró con absoluto desprecio.
—Quita
la mano, criminal —le previno la mujer.
—A
ver Garrido, Galán —gritó el comandante de puesto—. Retírenme
a esta señora.
Los
dos guardias se miraron sin saber qué hacer, pero el cabo repitió
la orden en un tono más enérgico. Entonces se echaron sobre la
mujer y trataron de desplazarla, pero la mujer, agarrada al marido,
no se movió.
—Acaben
con esto de una puta vez —gritó el cabo en un tono seco,
malhumorado.
Los
guardias se agarraron a los brazos de la mujer, tratando de
desprenderla del cadáver, pero la mujer no se soltaba, así que la
arrastraron unos metros. La gente se iba retirando ante la operación
de los guardias, que apenas conseguían desplazarla una o dos
cuartas.
Regino,
que seguía la violenta operación de sus subordinados, perdió la
paciencia y agarrando a la viuda del pelo, se puso a gritar:
—Ya
está bien. Joder. Ahora, todos a casa o al trabajo, o a donde les
salga de los huevos. En un minuto quiero ver despejada la plaza o no
respondo.
Sabina
trataba de zafarse a mordiscos del que le tiraba del pelo y de los
dos guardias, quienes poco a poco la iban desasiendo de su marido,
mientras ella, sin fuerzas, gritaba canallas, canallas, ahí tenéis
al mejor hombre del pueblo, canallas, que sois unos canallas.
—O
se calla de una puta vez —gritó Regino soltándole el pelo, cuando
ya todos se retiraban—, o le reviento los sesos.
Una
vecina se acercó con una taza de tila, que la viuda en sus últimos
forcejeos rechazó. Los guardias, conseguido su propósito, alejaron
a la mujer del cadáver y la sentaron en el umbral de Purita la
Machuca, que, aún desgreñada, se asomaba al balcón, gritando a los
guardias que no había derecho a hacer lo que hacían con aquella
mujer...
—Usted
se mete para adentro —le advirtió el cabo Regino apuntándola
fríamente con el dedo—, si no quiere acabar en el cuartel.
Desde
la esquina donde había estado atada la mula, un muchacho miraba la
escena, muy serio. El cabo, vencido por su mal fario, le apuntó con
su pistola:
—¿Tú
tampoco te has enterado de lo que he dicho?
—Ese
es mi padre —respondió el chico sin inmutarse.
Al
oír al hijo, la mujer trató de correr hacia él, pero los dos
guardias que permanecían a su lado lograron contenerla. El cabo,
trastornado, bajó el arma, la metió en su cartuchera y se secó la
frente con la manga, mientras maldecía su perra suerte.
—Estos
cabrones se han propuesto terminar conmigo —masculló.
II
12
Cuando
Candelaria, acabó de subir las escaleras y cerró la trampilla, Vito
supo que acababa de ser enterrado vivo.
En
efecto, la escala daba a una habitación subterránea que, ya en un
primer momento le venía a recordar una tumba, quizás por aquel
braguetazo a tierra húmeda, por esa sensación de frialdad y de
clausura que, no bien había puesto los pies, ya lo estremecía. El
sótano, en todo caso, no era tan pequeño como se podía esperar,
sino que parecía incluso más espacioso que su dormitorio.
Candelaria, que bajó tras él, le explicó que lo había excavado su
marido, resabiado por las muchas persecuciones que había sufrido en
su juventud, y en tono melancólico añadió que el pobre ni siquiera
había podido llegar a estrenarlo. Mientras Candelaria le iba
mostrando el lugar, Vito reconoció diversos artilugios de madera que
él, bajo la dirección de Pedro Liara, había fabricado años atrás,
como la mesa de tablero y patas plegables que yacía en un rincón o
las hamacas de lona que descansaban sobre las paredes, envueltas en
una deteriorada cortina de raso. Pero el agujero era tan sobrio como
podría esperarse. Un trozo de espejo brillaba en la oscuridad. A su
lado, colgada de un clavo, había una balda de madera con una
pastilla de jabón, una lamparilla de aceite, una navaja de afeitar,
un peine de carey, un mechero de yesca, una cajita de metal de donde
Candelaria extrajo unas cerillas y un alambre con el que, explicó,
podía abrirse la trampilla desde dentro. Sobre un taburete de enea
había cuatro o cinco libros y a su lado, justo en el rincón, una
palangana desportillada de lata que tapaba el agujero del retrete.
Sosteniendo la palmatoria, Candelaria le mostraba cada cosa, con el
íntimo orgullo de quien ha pensado en todo y no ha escatimado
esfuerzos. Cuando ya parecía no tener más que decir, la mujer cedió
la palmatoria a Vito, se agachó ante un retrato de latón muy
deteriorado que parecía estar apoyado en la pared, pero que ella
hizo girar sobre el clavo que lo fijaba, y después de hurgar un poco
en la tierra y trajinar un instante con algo que parecía fijado a la
pared, sacó un taco de madera y un borbotón de luz entró en la
habitación. Sorprendido, Vito, preguntó por el origen de aquel
chorro de luz. Viene del barranco, contestó Candelaria, volviendo a
introducir el taco en su sitio.
En
cuanto se puso en pie y se sacudió minuciosamente las manos,
Candelaria comenzó a dictarle estrictas instrucciones acerca no sólo
de la vida que debía llevar dentro del agujero, sino de las maneras
de comunicarse con ella, de las reglas que debía observar y de los
códigos que debía respetar en caso de peligro, porque si alguna
seguridad tenía Candelaria, ésta era la de que Javier Murube no
perdería la ocasión de rendirle una visita. Los lobos huelen la
carroña desde lejos, dijo. El nombre de Javier Murube hizo
estremecer a Vito, que recordó la vez que, bajando al molino, le
echó el caballo en lo alto, recriminándole que se vendiera a los
anarquistas, a los presidiarios y a las orgías. ¿Sería esa la
causa por la que su nombre estaba incluido en la lista? Podía, podía
ser. Vito trataba de memorizar cada uno de los preceptos que la
imperturbable Candelaria le iba dictando, pero tenía la sensación
de que las palabras de la molinera se dispersaban en su cabeza
abatida por la revelación, y no se estaba enterando de nada.
—¿Todo
claro?—preguntó la mujer.
—Todo
—respondió él sin convicción, temiendo el momento de quedarse
solo en medio de la oscuridad.
Sin
nada más que decir, la mujer se despidió de él poniendo un pie
sobre el primer peldaño. Fue entonces cuando Vito sintió que se
estaba enterrando vivo.
Lo
primero que sintió al hallarse solo fue un inmenso vacío, una
angustia que le quemaba la garganta. Durante un rato, trató de poner
en pie la conversación tenida con Javier cuando le echó el caballo
en lo alto, pero había algo importante que se le escapaba. Él era
un trabajador, un carpintero, un hombre de bien. ¿Qué había
querido decir Javierito con lo de las orgías? Él estaba al tanto de
la vieja y turbulenta relación de Javierito con Candelaria, pero no
podía creer que ese
fuera el verdadero motivo, que ahí
estuviera la clave de su infortunio. Porque si esa
fuera la clave, ya no podría esperar redención alguna. Toda su vida
quedaba ahora doblegada a la oscuridad. Su mujer y su hijo, su taller
y sus cosas, quedaban en el territorio de la luz, expuestas a
vaivenes impredecibles, y él, no podía hacer nada por protegerlos.
Habría de ser el tiempo quien pusiera las cosas en orden. De momento
no podía hacer más que esperar, tratando de no acobardarse. Ya en
Marruecos lo había salvado su frialdad y su resistencia frente a las
trampas que urdía el miedo.
Afuera
anochecería en unas dos horas o dos horas y media. No había tenido
la precaución de traer nada, salvo una muda de ropa, un trozo de
pan, otro de tocino de papada y su navaja extremeña. Echó de menos
el reloj de plata que se había comprado en la feria de Zafra hacía
dos años. Finalmente quitó los libros del taburete y se sentó, sin
fuerzas, descuadernado. Muy poco a poco los ojos se le fueron
haciendo a la oscuridad y fue discerniendo entre las distintas
sombras, primero con dificultad pero luego, al cabo de una hora, el
agujero le parecía casi iluminado.
Lo
que más le impresionó fue el silencio. A veces, cuando se quedaba
quieto, aguantando la respiración, le parecía escuchar el
riachuelo, incluso algunos definidos ruidos exteriores, pero no, era
su propia cabeza quien producía aquellos ruidos, o, mejor, el
recuerdo de esos ruidos. Ni siquiera el monótono son de la muela
podía escucharse desde allí. Mecido por el murmullo de su
respiración, se fue quedando dormido.
La
noción del tiempo suele asociarse a la luz. Cuando Vito despertó no
sabía si era de noche o de día, si su sueño consistió en una
breve cabezada o se había llevado catorce o quince horas durmiendo.
Pensó que era muy probable que los facciosos hubieran tomado ya el
pueblo y que su mujer, ante la ausencia del marido, tuviera que
afrontar los rigores de los interrogatorios. En todo caso no podía
ni imaginar qué estaba ocurriendo, pues la sola idea de que él
estuviera enmascarado en la lista de desafectos a no sabía bien qué,
le dejaba sin fuerzas. Y no porque él fuera de izquierdas, sino
porque en su estrecho mundo de carpintero las ideas políticas no
habían hecho demasiada mella. De acuerdo que en los tiempos en los
que trabajó en el molino, había llegado a demostrar afecto sincero
por Pedro Liara, quien había terminado por relatarle su volcánico
pasado como atracador de bancos en Barcelona y su papel de
co-regicida en París, pero su afecto se restringía al trato, a un
cierto entendimiento en la intuitiva manera de entender la vida y las
escépticas relaciones con el poder, con todos los poderes. Quizás,
es cierto, las ideas que él había ido trazando en su interior tras
su paso por África, no estaban del todo alejadas de aquéllas que
profesaba el anarquista y en el fondo de sí mismo se había sentido
identificado con esta doctrina que tan bien reflejaba sus propias
ideas acerca del mundo, pero tales ideas nunca habían trascendido el
círculo de su propia intimidad, y si alguna vez, discutiendo con
Urbano Ventura, se había adentrado en ciertos barruntes de los
principios libertarios, fue porque el germen de todo aquel
pensamiento no era otro que el común resabio africano, cuando tanto
su compadre como él habían sido empujados al matadero para defender
no una idea o un país, sino los intereses de cuatro ricachos sin
escrúpulos y la vanidad de otros tantos militares que en cuanto
vieron malas y no buenas, los dejaron en mitad de los cerrajones,
vendidos como conejos en una conejera.
En
estos pensamientos andaba, cuando escuchó una señal proveniente de
la trampilla. Dos toques seguidos y un tercero más espaciado. Trató
de poner orden en su cabeza para discernir el significado de aquellos
golpes, pero al no encontrar una respuesta, decidió permanecer en
absoluto silencio. El corazón se le quería salir por la boca y sin
darse cuenta, se acurrucó contra una de las paredes, en posición
fetal. Sin otro entretenimiento, escuchó el bombeo de su corazón y
el de sus pulmones y durante un rato caviló en ese milagro que es un
cuerpo, cualquier cuerpo. El de una mosca, por ejemplo. El de una de
esas arañas de largas y flexibles patas (caballitos les llamaban)
que lo acompañaban en su cautiverio y que, al igual que él, tenían
noción del hambre, del peligro, del miedo. Cuán extraordinaria era
la naturaleza, que dotaba a cada ser, ya fuera brizna de hierba,
pulga o elefante, mata de jaguarzo o palmera del desierto, de un
organismo completo, hecho a su medida y a su propósito, pero lo más
extraordinario de todo, pensaba el carpintero con los antebrazos
agarrados a los tobillos y la cabeza clavada en la rodilla, era que
todos los organismos vivían a la vez, en una guerra sorda, en la que
vida y muerte eran una misma cosa.
Al
cabo del rato sonaron dos golpes secos y seguidos en la trampilla que
tampoco supo identificar, por lo que siguió sentado contra la pared,
escrutando las sombras y contando, como si la mera relación de los
números pudiera conjurar el peligro. No había pasado mucho tiempo
(él se había vuelto a adormilar) cuando sintió que alguien
trajinaba en la trampilla. Retuvo durante un instante la respiración
y hundió aún más la cabeza entre las piernas, pero al cabo escuchó
la voz casi inaudible de Candelaria, que pronunciaba su nombre.
Entonces trató de alzarse pero notó que el cuerpo se le había
dormido y que no respondía a sus estímulos.
—Vito,
Vito...
—Aquí
estoy —respondió imitando la voz de la molinera, mientras trataba
de enderezarse y aproximarse al agujero por donde venía la voz—
¿Algún problema?
—Ya
tomaron el pueblo —contestó Candelaria—. Vinieron de visita,
pero volverán. Estoy segura.
—¿Entonces?
—Entonces
nada. Toma agua y castañas pilongas.
—¿Sabes
algo de casa?
—En
tu casa están bien. Se han llevado a cinco o seis hombres. Me lo han
contado ellos.
13
—Pero
nos buscarán como a cabrones. Con perros. Con lo que sea —protestó
Antonio el de la Nava.
—Siempre
será mejor que pudrirse en esta cueva.
—¿Pero
tú sabes lo que estás diciendo? ¿Te has parado a pensar? Subir al
pueblo con un muerto a cuestas, sería como meternos en la boca del
lobo —contestó Bartolomé.
—Llevamos
seis años en la boca del lobo —replicó Miguel—. ¿Recordáis
los días que pasamos subidos en las encinas, muertos de sed y
mirando el agua, o el día que matamos a los guardias civiles?
¿Recordáis la semanita que nos tiramos en la Contienda? ¿Recordáis
la mina de azufre? Yo todavía tengo el azufre metido en las
narices...
—Pero
entonces no podíamos elegir.
—Tampoco
ahora. Ninguno de nosotros ha elegido estar aquí o vivir como
comadrejas. Si esos cabrones nos cogieran, nos dejarían por esas
barrancas y nosotros no vamos a abandonar al compañero en una
barranca.
—Pero
tampoco decirles que estamos aquí, que vengan a cogernos si tienen
cojones...
—Yo
ya he dicho lo que tenía que decir. Si hace falta, me lo echo al
hombro y lo dejo en la puerta de su casa. Así que ya lo sabéis.
—Entonces,
¿qué se hace? —preguntó Matías, confuso.
—Llevarlo
esta misma noche al pueblo —concluyó Bartolomé, que se alejaba
hacia la entrada de la cueva.
—¡Hostias!
—se dijo Antonio pasándose la mano por la frente.
De
todos los fugitivos, Antonio era el menos impetuoso, el que llevaba
la reclusión con menos altibajos, aunque era el que menos razones
objetivas tenía para estar allí. En el fondo, su historia de
fugitivo se debía a un simple pero fatal equívoco. Antonio, un
cazador experto, soltero y sin la menor inquietud política, llevaba
dos meses trabajando en asuntos de vigilancia en el salto de agua que
la compañía Santa Teresa de electricidad mantenía en el río
Múrtigas, entre la Nava y el Puente del Infierno, pues durante los
últimos meses se habían producido algunos episodios de sabotaje en
la presa, debidos a la proximidad de las minas de la Reina Cristina.
Antonio Tejones, como se le conocía por La Nava, tenía fama de
preciso montero, conocedor del campo y de tener un olfato tan fino
como el de un tejón, y por esa causa había sido contratado.
Sucedió
que en su rápido avance, las tropas nacionales se maliciaron de que
al pasar por las minas encontrarían una dura resistencia. Pero los
mineros, sabiendo de la llegada de la columna, hacía días que se
habían marchado, de manera que en la mina no quedaba nadie. Aun así,
los nacionales desplegaron a sus hombres a ambos lados de la
carretera, dispuestos a tomar la mina, calificada en el mapa como un
importante punto estratégico, al precio que fuera. Pero los únicos
tiros que se escucharon por aquellas quebraduras fueron los que
intercambiaron una de las avanzadas con algunos requetés escondidos
entre los matorrales. Durante más de un cuarto de hora la confusión
fue total y sólo un milagro impidió que hubiera víctimas mortales,
aunque sí hubo más de diez heridos. Antonio, que andaba al tanto de
la huida de los mineros, no entendía lo que estaba pasando en la
mina y sintió tanto miedo que se ocultó en una hondonada, donde a
veces se camuflaban los pajareros, de manera que cuando dos requetés
llegaron a la presa, la encontraron sin nadie. Allí se estuvieron
los muchachos más de una hora, esperando a un oficial que,
acompañado por un paisano, preguntó si habían encontrado a un tal
Antonio. Antonio no pudo evitar un sobresalto al escuchar su nombre,
pero decidió esperar a mejor momento para salir. Los soldados
relataron que en la presa no había nadie cuando ellos llegaron, por
lo que supusieron que el tal Antonio habría huido hacia el monte. El
oficial preguntó por la filiación de Antonio y el paisano se
encogió de hombros. Afecto o desafecto, volvió a inquirir el
oficial, a lo que el paisano tampoco respondió. Es lo mismo, zanjó
el oficial, si se esconde es que no debe tener la conciencia
tranquila.
Esas
palabras persiguieron a Antonio durante los diez o doce días que
vagó solo por el monte y aunque muchas veces estuvo tentado de
echarse a andar hacia su pueblo y aclarar las cosas, la prudencia le
dictó que esperara una ocasión más propicia. En esos primeros y
decisivos días ni se unió a las partidas que vio por el monte,
camino de Extremadura, ni buscó un refugio estable, acabando por los
riscales del barranco Dundún, conocido por la violencia de las
tormentas y por los frecuentes episodios de lobás que los viejos
contaban, cuando el aguaje duraba seis meses y los lobos bajaban
hasta las cabrerizas a beberse la sangre caliente de las ovejas. Por
esos andurriales, que Antonio conocía como cazador, andaba cuando un
par de huidos de Navahermosa se le abalanzaron a la salida de un
monte. Después de cambiar impresiones con ellos, decidió unirse a
ellos hasta que la situación volviera a su ser o le llegaran
noticias tranquilizadoras de su pueblo.
Pero
las noticias que le llegaron a través de un pastor no podían ser
más adversas. Después de varios días de búsqueda infructuosa,
donde hasta se le dio por muerto, el cabo de la guardia civil lo
había consignado como prófugo, acusándolo, además, de haber
abandonado y tal vez entregado su puesto a los subversivos. Su
suerte, pues, estaba echada.
Después
de esas primeras semanas de confusión y de continuas imprecaciones,
Antonio había caído en un estado de profunda apatía, de manera que
lo mismo le daba permanecer en la cueva hasta el fin de los tiempos,
que emprender caminos imposibles en busca de la libertad. Participaba
de todas las iniciativas, respondía a todas las situaciones,
afrontaba peligros con la resignación de un hombre que sabe que la
fortuna no está de su parte y que haga lo que haga, siempre andará
un par de pasos por detrás del destino, tal y como le ocurriera la
aciaga tarde que decidió ocultarse de los dos requetés, pero él se
sentía fuera de lugar.
Fue
por eso que no se opuso a la decisión tomada primero por Miguelito y
secundada por Bartolomé. De haberse opuesto, acaso la discusión
hubiera durado horas y tomado otro cariz, pero cuando vio la firmeza
de Miguel, pensó que no valía la pena oponerse. Peligros los
arrostraban un día sí y el otro también. Cualquier acción, desde
obtener alimento hasta recoger leña de los alrededores, entrañaba
un peligro inminente.
En
los seis años que llevaba viviendo como una comadreja, las había
visto de todos los colores. A su mano se debía la muerte de al menos
uno de los civiles de Puerto Moral. No dudó en apretar el gatillo
cuando lo vio subir por la escarpada, buscando el amparo de las
talliscas. El guardia, alcanzado en la espalda, se quedó un instante
suspendido, como si tratara de girarse para buscarse la herida, pero
poco a poco se le aflojaron las piernas y rodó hacia el barranco.
Como un guarro, se dijo. Tal y como un guarro. El otro guardia lo
siguió por el terraplén apenas unos segundos más tarde, cuando
casi había logrado su objetivo. Nunca supo si la bala había salido
de su fusil o no, pero esa imagen ya no se le volvió a quitar ni un
segundo de su pensamiento. El destino se le había vuelto a adelantar
y contra el destino no cabía rebelarse.
En
el plan que había trazado Bartolomé, a Antonio le tocaba ir
abriendo paso, haciendo labores de exploración. No sólo era el que
mejor y más silenciosamente se orientaba en la oscuridad, sino el de
más certera puntería y el que mejor imitaba a los animales. Los
demás irían tras él, cargados con la parihuela, atentos a sus
señales.
Salieron
de la cueva cuando el lejano reloj de la torre dio la repetición de
las dos de la mañana. Antes, Antonio había dado una vuelta por los
alrededores, hasta el cruce del Batán y no habiendo advertido
peligro, hizo la señal del cárabo, por lo que los fugitivos tomaron
la parihuela y se dirigieron hasta la entrada de la Quinta, pasado el
molino de piedra, donde harían la primera parada. El segundo
trayecto, acaso el más peligroso, puesto que gran parte de él se
hacía siguiendo la carretera general, lo hicieron casi corriendo, a
todo lo que le daban los pasos. Se detuvieron justo antes del
barranco, amparados en la arqueta que en ese punto atravesaba la
carretera. A partir de ahí, y a medida que se acercaban al pueblo,
Antonio sabía que se la jugaba, por eso caminaba despacio,
balanceándose en su escopeta, acolchando los pasos, levantando las
rodillas como si a cada nueva flexión esperara levitar, venteando el
peligro, atento a cada hoja, desentrañando cada ruido, cada
fluctuación del viento, al aguardo de cualquier vicisitud
inesperada.
Y
mientras así caminaba, se sentía el hombre más feliz y completo
del mundo. Como si todo, absolutamente todo, dependiera de él, como
si todo hubiera de pasar por sus sentidos, como si en sus manos y en
su nariz, en sus pasos y en su cabeza, se concentrase el universo
todo, desde las estrellas del cielo hasta las motas de polvo, desde
el vuelo de los vencejos hasta el movimiento de los ratones entre las
hojas secas de los bardales.
La
luna menguante aparecía y desaparecía entre la tupida enramada de
los castaños, y la tierra, inusitadamente blanca, se recortaba junto
a la tierra negra, como en un espejismo. Los compañeros, confiados,
lo seguían a distancia. Por los bajos de la Presa rebuznó un burro,
un perro ladraba a lo lejos.
14
Juan
José no pudo evitar un escalofrío mientras descendía al cubil
donde su padre había estado recluido toda una semana. Recordaba esos
días con una sensación de novedad y de extrañeza, como si todas
las cosas, habitualmente detenidas, se hubieran puesto a correr de
golpe, animadas por no sabía qué confusos resortes. Tenía sólo
nueve años pero podía recordar como si los estuviera viendo a dos
muchachos imberbes registrar, muy nerviosos, cada rincón de la casa.
Uno
de ellos, el más bajito, se había acercado para preguntarle con
cierta benevolencia si sabía dónde estaba su papá, y la madre,
inmovilizada en la silla mientras el otro requeté metía las narices
por todos los sitios, lo había mirado con desesperación. Decían,
respondió, que había ido a Zafra, a comprar madera, pero no sabía,
igual era a Fregenal o a Cortegana, quizás, no estaba muy seguro. El
requeté, que daba vueltas a la boina entre los dedos, lo miró con
cierto desaliento, pero enseguida cambió la expresión de la cara.
¿Cuándo se fue, zagalote?, volvió a preguntar tocándole el hombro
en busca de complicidad. Hace tres días, respondió él sin
acobardarse, como si tal cosa. Tu madre nos ha dicho antes que dos,
¿en qué quedamos? A lo mejor hace dos —respondió él con la
misma seguridad —. ¿Hoy a cómo estamos? El requeté, confuso, no
siguió preguntando y el otro, el que lo revolvía todo, y que
parecía más joven, se encogió de hombros en señal de que allí no
había ningún hombre.
—No
salgan de casa hasta nueva orden —dijo el que lo había
interrogado, antes de cuadrarse y hacer el saludo fascista.
—¿Estoy
detenida? —preguntó Sabina.
—No.
Todavía no.
Media
hora más tarde se personó Pepe “Jabicha”, un hombrecillo de
trazas amaneradas y una voz de trompeta de feria, que andaba a
saltitos, con un cuello de cigüeño ligeramente caído sobre uno de
los lados, como si quisiera darse la prestancia que sus trazas, acaso
le impedían. Venía acompañado de los dos mismos muchachos que
hacía un rato habían revuelto la casa. En cuanto entraron por la
puerta (sin llamar), su madre mandó al hijo que se fuera al llano,
que aquellos señores tenían que hablar con ella, pero Pepe
“Jabicha”, lo retuvo por el brazo y le indicó que se sentara.
—¿A
qué vienes a esta casa, Pepe? Te hacía en Sevilla.
—Tú
sabes a lo que vengo —contestó aquel hombre de aspecto pueril, y
al que la voz hacía aún más pueril.
—Pues
vas a tener que venir dentro de dos o tres días, cuando vuelva de
Zafra.
—¿Zafra?
Zafra te voy a dar yo a ti.
—¿A
ver, nosotros qué te hemos hecho, Pepe? ¿Para qué quieres a mi
marido?
—Tu
marido —contestó subiendo el tono—. Tu marido es un anarquista y
un comunista y se le va a caer el pelo.
—Aquí,
que yo sepa —contestó la madre—, el uniquito comunista que hay,
eres tú, ¿o no te acuerdas?
—¡Llevadla
al cuartel! —dijo Jabicha, al que la rabieta aguzaba más la voz—.
Veréis cómo allí se le quitan todos esos humos.
—No
hace falta que nadie me lleve al cuartel —contestó la madre,
haciendo revolotear una toquilla negra sobre los hombros y
encaminándose hacia la puerta—. Ahora mismo me voy yo a denunciar
a este valiente mindungui, por sinvergüenza, por comunista y por
maricón.
Los
requetés se miraron entre sí, ahogando una sonrisa. Pepe “Jabicha”,
que acababa de desenfundar la pistola que llevaba al cinto, se
interpuso en el camino de la madre y levantó la mano como para darle
con la pistola en la cara, pero en el último momento, acaso al
encontrarse con una mirada heladora, se contuvo.
La
madre salió a la calle y, sin decir palabra, los tres hombres
armados le siguieron al trote. Así bajaron la calle de la iglesia y
así, sin detenerse, Sabina atravesó la plaza y entró en el cuartel
preguntando por el jefe de aquello.
El cuartel estaba lleno de requetés que fumaban y charlaban en el
pasillo empedrado. En el interior se escuchaba el repiqueteo de una
máquina de escribir. Sabina se fue abriendo paso a empujones, pues
aunque los requetés la miraban con fastidio, ninguno de ellos se
atrevió a cerrarle el paso. Pepe “Jabicha” la seguía a
distancia, alterado por la carrera. Dónde está el jefe de todo
esto, preguntaba Sabina a voces, asomándose en todas las puertas.
Sólo el guardia Galán, que la vio venir, se interpuso antes de que
metiera la cabeza en el último despacho donde Sabina pudo reconocer
al maestro Tristancho, a Cachero, a los dos Manalbos, al Rayo...
—Vengo
a denunciar —dijo ella.
—¿A
denunciar?
—A
denunciar a ese maricón y comunista —dijo Sabina, volviéndose
hacia el menudo Jabicha.
Al
guardia se le demudó la cara.
—A
esta mujer me la interrogáis ahora mismito —replicó Jabicha.
—Tú
sabes que es verdad lo que digo —protestó la mujer, dirigiéndose
a Galán—, que no me invento ni lo de maricón ni lo de comunista.
Los
requetés que estaban en la puerta se agolparon en torno a aquellas
dos figuras, hasta que Jabicha, pataleando y gritando, ordenó por
todos sus muertos que prendieran a la mujer y la metieran en un
calabozo, que él tenía que bajarse a ver a la molinerita, otra que
tal baila.
Ante
las últimas palabras de Jabicha, Sabina sintió que se le trambucaba
el corazón, que no le quedaban fuerzas, mientras tres muchachos
uniformados la empujaban, ya sin resistencia, hacia una habitación
vacía.
—A
ésa —escuchó— que le vayan preparando aceite, a ver si se le
aligera la garganta para cuando yo vuelva.
Él
había seguido a su madre hasta la puerta del cuartel y pudo ver cómo
la agarraban de los brazos y la arrastraban hacia una de las
habitaciones del fondo.
Candelaria
encendió una vela e insistió en que dispusiera del refugio hasta
que pudiera procurarle una manera segura de viajar hasta Barcelona o
a donde quisiera, que ella se encargaría de todo. A Juan José se le
saltó una lágrima al ver la mesa plegable, las hamacas, el taburete
de enea, los libros. Una mano le apretó entonces el hombro y en esa
mano sintió todo el consuelo que podía esperar en un día como el
que acababa de pasar.
—De
momento, échate a dormir. Mañana, descansado, ya lo veremos todo
más claro.
15
La
espera supuso para el cabo Regino un calvario. Los vecinos iban y
venían de la plaza y todos lo miraban entre curiosos y severos. La
viuda lloraba abrazada a su hijo, sentada en el umbral de Justo. El
cadáver, tapado, yacía en mitad del empedrado, como el centro de un
gran abismo, cuya profundidad el cabo no acababa de comprender. Él
esperaba. Esperaba a que el juez le dictara qué hacer con el
cadáver, pero esperaba también a que sus superiores le dictaran qué
debía hacer con su vida. De momento, estarían riéndose de su falta
de diligencia o, peor aún, comentando su tibieza con relación a la
causa.
Regino
Chaparro Alea había nacido en Escacena del Campo hacía casi
exactamente treinta y seis años. Su hermano Felipe, dos años menor
que él y también del cuerpo, estuvo destinado en Higuera de la
Sierra desde 1931 hasta el comienzo de la contienda, siendo uno de
los dos supervivientes en el asalto armado del cuartel en agosto del
36 y gracias a ello condecorado varias veces y ascendido primero a
sargento y luego a Brigada, en Sevilla. Regino, que por entonces
cultivaba unas viñas familiares en el término de Rociana, fue
llamado a filas en enero del 37, pero su participación activa en el
frente fue vista y no vista. No llevaba ni una semana como fusilero
en el frente del Ebro, cuando resultó herido por fuego amigo, al
tratar de coronar un montículo junto a otros compañeros. Durante
tres meses y medio se debatió entre la vida y la muerte, no tanto
por la gravedad de las heridas, cuanto por las pésimas condiciones
higiénicas del hospital donde fue llevado. Debido a que las
circunstancias de su herida no quedaron suficientemente claras, se lo
destinó a una compañía en primera línea de fuego, pero gracias a
la intercesión de su hermano, no bien había arribado a su nuevo
destino, lo reexpidieron a la Capitanía sevillana, donde pudo acabar
la guerra en paz, trabajando como jardinero para un comandante.
El
destino sevillano no podía ser ni más descansado ni más inocuo
para un hombre pacífico como él, pero a Regino, hombre de campo al
fin, que había visto morir en el hospital a decenas de soldados por
carecer incluso de lo más necesario, le soliviantaba la sola
comparación del frente con la retaguardia sevillana, atestada de
hijos de papá, muchachos alegres e indolentes, que se pasaban el día
montando a caballo o conduciendo camiones y coches requisados, y con
quienes no se ahorraba ningún tipo de gastos. Hasta los caballos de
la capitanía hispalense gozaban de más medios y privilegios que los
hombres que él había conocido en sus meses de frente. Estos
pensamientos, que no se atrevía ni a confesar a su hermano, le
granjearon una cierta fama de taciturno entre aquella fauna de niños
arrogantes e irresponsables, y con ese entripado se licenció.
Su
destino hubiera sido continuar con la viña, pero su hermano, el
héroe del cuartel de Higuera, logró convencerlo para que pidiera el
ingreso en la guardia civil, en calidad de herido de guerra, pues en
no más de tres o cuatro años, ya hecho cabo, se ajustarían las
cosas para volver al pueblo, donde podría compaginar su trabajo en
el cuartel con la viña familiar. Pero Regino carecía de vocación,
y si hasta esa mañana en la que apareció el cadáver del
carpintero, había resuelto su trabajo de la mejor manera posible,
tratando de no excederse en sus competencias ni aparentar una apatía
demasiado evidente ante sus compañeros y superiores, lo había hecho
con la esperanza de volver algún día a su casa y a su viña. Esta
actitud que acaso no gustase en exceso a sus superiores, le granjeaba
una cierta simpatía entre la gente del pueblo, con quienes hablaba
gustosamente del campo y de las bestias.
Pero
el asunto del carpintero venía a poner en entredicho no sólo su
vigor y su compromiso con el cuerpo, sino su propia relación con los
lugareños. Por un lado, se sentía engañado por los mismos que él
consideraba sus amigos, quienes no le habían dado ni una sola pista
acerca de aquellos hombres que, muy seguramente, vivían entre ellos,
escondidos tal vez en los doblados de sus casas o en algún
escondrijo a poca distancia de la población; por otro, el cadáver
le venía a refrendar que no había amistad posible entre un cabo de
la guardia civil y aquellos hombres a quienes él había tratado como
a sus iguales. Durante años había vivido en el profundo error de
considerar que él, Regino Chaparro Alea, sólo se debía a sí mismo
y no al uniforme que lo vestía y que le daba de comer. No, el
uniforme lo hacía distinto, formando parte de algo que ni siquiera
él comprendía del todo.
En
el fondo, no podía reprocharles que no se fiaran de él, que no le
confiaran ninguna de las cosas que ocurrían a su alrededor. Podía
hablar con ellos de la siembra, del cambio de las bestias, de las
faenas agrícolas, de las enfermedades de sus hijos, pero no podía
esperar que le contasen que un grupo de huidos se refugiaba en una
cueva o que Dolores la del Cárabo, impedida de las dos piernas, se
ganase la vida con el contrabando, o que Vicenta Vázquez, todos los
14 de abril pintara cruces blancas frente a las tapias de la plaza de
toros, en recuerdo de los fusilados. De haberlas habido, ¿qué
hubiera tenido que hacer él con semejantes informaciones? Sin
dudarlo, tendría que haber capturado a los fugitivos, a requisar a
Dolores la del Cárabo, a mandar a prisión a Vicenta, a quien le
habían matado al padre y a uno de sus hermanos. No, cada cual estaba
donde tenía que estar y no había vuelta de hoja. Perder la posición
venía a significar no tener posición, estar perdido. Él era en
este preciso momento el comandante de puesto del cuartel de
Fuenteheridos y eso no lo podía cambiar nadie, ni siquiera él.
Por
eso, ahora, mientas aguardaba la llegada del juez, Regino recordaba
los días en el frente, cuando en los intervalos de la fiebre y la
angustia, tumbado en un camastro, arropado por una manta infestada de
chinches, veía como alguien a su vera expiraba sin saber por qué,
en un lugar a mil quilómetros de su casa, luchando contra un enemigo
oscuro y desesperado como él, mientras los campos se llenaban de
yerbajos y se perdían los árboles y todo olía a podredumbre, a
cuerpos medio enterrados entre los yerbulazos. Abono para el trigo,
sangre para nada.
En
estos pensamientos andaba el cabo Regino, cuando el coche que traía
al juez asomó sus morros por la plaza. De él descendieron tres
personas: el juez, Don Alfredo D́Acosta, el sargento primera
Cuaresma y el auxiliar del juez. La viuda, que había estado
sollozando en el hombro de su hijo, se levantó en cuanto vio el
coche, como movida por un resorte, pero el guardia Servando, atento,
logró contenerla.
—¿De
dónde ha salido este hombre? —preguntó el sargento, no bien echó
pie en tierra y vio el bulto.
—A
sus órdenes, mi sargento —dijo el cabo Regino—. Ha aparecido
esta mañana, aquí mismito.
—¿Cómo
que ha aparecido? ¿Alguien lo habrá traído hasta aquí, o es que
ha venido volando?
—Volando
no.
—¿Entonces?
—Lo
vamos a intentar saber enseguida, mi sargento, pero lo primero era
llamar al señor juez.
El
señor juez se había adelantado a los demás y ya se agachaba sobre
el cadáver. Sabina lo miraba con los ojos incendiados.
—Está
muerto —afirmó el juez, dirigiendose a su auxiliar—. Vaya
escribiendo. A las once y diez horas del día quince de septiembre de
mil novecientos cuarenta y dos...
—¿Es
su mujer? —preguntó el sargento en voz baja, para no interrumpir
el dictado.
—Sí,
mi sargento.
—¿Y
qué está haciendo aquí?
—Lleva
aquí desde las ocho, mi sargento.
—Déjese
de mi sargento y hostias, cabo. Lleven a esa mujer y a ese crío a su
casa y que no se muevan de allí.
La
mujer dio un paso hacia los dos uniformados, pero dos guardias le
impidieron seguir hacia adelante.
—Yo
no me voy sin mi marido —dijo resuelta—. Si quieren péguenme un
tiro, pero mi marido se viene conmigo.
—¿Comunistas?
—preguntó el sargento.
—Su
marido era un pistolero —se limitó a contestar el cabo.
—Comunistas
—ratificó el sargento—. Estamos infestados. Das una patada y
salen cincuenta comunistas. Son peores que las ratas. La guerra tenía
que haber durado un par de añitos más.
El
juez seguía dictando a su auxiliar los pormenores del fallecimiento,
mientras los vecinos se agolpaban en las embocaduras de la plazoleta.
—Mire,
señora —dijo el sargento dirigiéndose a Sabina—. En cuanto
acabe el juez, se lleva a su marido y le abre una hoya lejos del
pueblo, ¿entendido?
La
mujer lo miró con ira, sujeta por los dos guardias que la
escoltaban.
—¿Entendido?
—recalcó el sargento.
16
Javier
Murube había mandado a uno de sus mozos para que acompañase a Pepe
“Jabicha” a la embocadura de la cuesta de Maiguerra. Pepe, que
estaba esperando a los primeros detenidos, había intentado
resistirse al principio, aduciendo que él no recibía órdenes de
nadie y menos a través de lacayos, pero el asunto le interesó,
tenía su miga. Si lo llevaba bien, hasta podría obtener algún
beneficio.
Se
trataba de visitar a la molinera, viuda de un famoso libertario y
regicida con el que él había tenido sus más y sus menos. De hecho,
su juvenil filiación al anarquismo había estado marcada por la
relación que había establecido con aquel individuo con el que
coincidía en un bar de la Alfalfa, en Sevilla, donde también
conoció a Candelaria, entonces recién salida de la cárcel. Ambos,
dinamitero y molinera, vivían en promiscuidad, pero entonces a él
estas cosas del amor libre le parecían encomiables. Hasta que más
tarde, en 1932, Pedro Liara y él se enzarzaron en una discusión
acerca de los métodos revolucionarios. Jabicha sostenía que para
acabar con la explotación había que tomar el poder, mientras el
maestro insistía en su idea de que acabando con el cáncer del
poder, la explotación, como una más de sus metástasis, estaría de
más. La discusión fue bronca y acabó de mala manera. A partir de
ahí, la relación entre ambos fue siendo cada vez más distante y
más enconada. La muerte de Liara, hacía dos años y en su propio
pueblo, le había llenado de satisfacción entonces, pero ahora
echaba de menos al enemigo: su captura hubiera sido un caramelo para
él. Aun así, si conseguía mover el asunto de Candelaria, tendría
mucho terreno ganado con respecto a esos señoritingos de mierda que
ahora le disputaban el honor, la victoria y, paradojas del destino,
el poder. En fin, la captura de Candelaria podía suponerle un
espaldarazo, de modo que la contestación que le dio al mozo de
Javier Murube fue que en cuanto solucionara un asuntillo, estaría
allí.
El
asunto era la incomparecencia de Vito, el carpintero. Pico más o
menos dentro de una hora acabaré con todo esto, dijo con
displicencia, sabiendo que hacer esperar y aun desesperar a Javier
Murube y al Coyote era una victoria. Pero la tarde se había puesto
turbia. Muy turbia. Sabina le había revuelto las tripas. Primero con
la actitud desafiante, luego con la maldita carrera hacia la plaza,
y, más tarde, con los insultos y las voces. Llamarle maricón y
comunista en el cuartel, en su puesto de mando, delante de los
subordinados, lo había sacado de sus casillas. De ser hombre, ni se
lo hubiera pensado. Le habría destrozado la cabeza delante del hijo
y delante de Cristo si fuese preciso. Pero era mujer y a las mujeres
se les podía hacer de todo menos matarlas. No estaba bien mirado
matar a las mujeres. Denotaba flaqueza de ánimo, nerviosismo, y él,
el comandante de puesto, no podía transmitir esa impresión a sus
inferiores. Utilizar una bala con ella, hubiera sido desperdiciar la
bala, pensó. Claro que él le había puesto las cosas en su sitio:
la prueba es que se había callado de golpe, como una tumba. Energía.
Decisión. Decir las cosas cuando y como había que decirlas. Eso
había sido una victoria. Los muchachos debían saber siempre quién
era el que partía el bacalao.
Pero
ahora tenía que bajar a lidiar con aquellos dos señoritingos de
mala madre, con aquellos dos energúmenos de la España más rancia,
que habían estado un mes entero temblando como gallinas en el
gallinero marxista, callados como putas, hasta que él llegó para
libertarlos. Había, pues, que dejarles claro que el que llevaba la
batuta era él, José López, el salvador del pueblo, el hombre de
confianza del comandante Redondo, la máxima autoridad competente.
Murube,
que sostenía las riendas de su caballo mientras éste comía hierba,
y El Coyote lo esperaban sentados en la pared del Huerto Molino,
frente a la cancela verde de Asqueta. Pepe “Jabicha” había
decidido hacerse acompañar por el muchacho que tan bien había
llevado el asunto de las detenciones aquella misma tarde. Daba por
entendido que su elección como hombre de confianza suponía ya un
premio para el zagal. Por el camino se había ido interesando por su
nombre, por la edad, por el pueblo de procedencia, esas cosas. El
apuesto Vicente Acosta, de Los Romeros, tenía sólo diecisiete años,
pero podría pasar por veinte o veintiuno, a no ser por la estrechura
de hombros y por esa voz que aún no había cuajado del todo. En todo
caso, el muchacho parecía despierto, enérgico, quizás, con un poco
de suerte, maleable.
—Cojones,
Jabicha, casi nos cocemos los huevos esperándote —dijo El Coyote a
manera de saludo.
—Obligaciones
del mando —replicó Jabicha con esa voz aflautada a la que el
requeté no se acostumbraba.
Javier
Murube se levantó, sacudiéndose los pantalones, explotando su
planta digna de un alabardero.
—El
molino —dijo lacónico—. Hay que ver qué pasa en el molino.
Cuando
todos se dirigían a la estrechura (más estrecha si cabe por las
yedras) que nacía justo donde acababa la pared de la serrería,
Javier Murube preguntó a Jabicha que para qué traía al soldado.
—Es
mi hombre de confianza —respondió Jabicha, recalcando mucho las
palabras, para que las escuchara el muchacho.
—Ni
confianza ni hostias —replicó Murube—. Al molino bajamos los
tres solos.
Jabicha
arguyó que él no bajaba sin su auxiliar, pero ante las risitas del
Coyote, no tuvo más remedio que ceder. No haberlo hecho, hubiera
sido un empecinamiento no sólo absurdo, sino acaso delator, de modo
que volviéndose al muchacho, le dijo:
—Vicente,
quédate aquí, por si acaso.
—Ya
que te quedas —aprovechó Javier Murube, con la naturalidad de
quien está acostumbrado a mandar—, hazte cargo de Danuncio.
Bajaron
la cuesta uno detrás de otro, en silencio. Al llegar al molino, El
Coyote, que abría el cortejo, aporreó la puerta. Candelaria tardó
en recibirles. Su mirada era fría, sin una pizca de intimidación.
—¿Qué
trae a sus mercedes por estos pagos? —dijo con calculada
reticencia.
—Menos
guasa. Queremos saber qué guardas en el molino —contestó en el
mismo tono Javier Murube.
—Tú
sabes que guardo harina.
—¿Harina?
—Harina,
sí. No tenías que haberte molestado.
—Es
por seguridad.
—Tienes
unos ayudantes muy dispuestos. Diles que olisqueen por ahí, por si
encuentran algo.
Jabicha
estuvo a punto de contestar que él no era ayudante de nadie, ni era
su oficio olisquear, pero se contuvo. Aquella mujer, ahora se daba
cuenta, lo intimidaba.
—Si
Pepe —siguió la molinera— es tan bueno buscando como lo era
escondiéndose, enseguida dará con el aeroplano que tengo ahí,
entre las sacas de harina.
Pepe
se volvió hacia Candelaria con la intención de cruzarle la cara,
pero Javier se lo impidió, sujetándole la mano. A Pepe, rojo de
ira, no tanto por las palabras de Candelaria, cuanto por el
atrevimiento de Murube, le iban a saltar las venas del cuello en
cualquier momento y miraba a la molinera con desprecio.
—Gentuzas
como tú han provocado todo esto —dijo sin poder contenerse,
apuntándole con el dedo.
—Hasta
anteayer, que yo sepa, seguías siendo gentuza comunista —replicó
Candelaria.
Javier,
condescendiente, trató de quitarle importancia al asunto del tiempo.
—Hasta
anteayer, todos éramos, no sé cómo decirlo. Hasta anteayer ninguno
éramos nada. Nada —repitió abriendo las manos.
Mientras,
El Coyote husmeaba entre los sacos de harina, en los armarios, bajo
las mesas, sin mucha fe, quizás sólo por fastidiar metiendo la
navaja aquí, derramando trigo allá... Nadie, pensaba, habría de
ser tan estúpido como para encerrarse en la boca del lobo. De
pronto, acurrucado en un rincón, vio un gato. Era un gato amarillo,
muy joven. Se agachó con sigilo, lo tomó por el pellejo del
pescuezo y sin decir palabra, acercándose a Candelaria, le clavó la
navaja en el estómago. El animal maulló, intentó mover los pies y
las manos antes de que un chorro de sangre caliente le saliera del
vientre, como si hubiera estado a presión. Candelaria cerró los
ojos durante un par de segundos. Cuando volvió a abrirlos, El
Coyote, con sólo dos dedos, le estaba sacando las tripas y con un
súbito asco, lo lanzó contra una pared y fue a limpiarse las manos
en la mesa, en un saco de harina.
—Está
tan caliente por dentro como mi mujer. Os lo juro —dijo metiéndose
los dedos en la boca—. Ummm. Mismamente, Javier.
Candelaria
tragó saliva, pero no se inmutó. Javier cerró los ojos en señal
no tanto de horror como de asco. Pepe, que aún se encontraba
alterado, se quedó mirando la pared ensangrentada, el cuerpo sin
vida del gato y, dando media vuelta, dijo que se iba a echar un
vistazo por los alrededores. El Coyote, irónico, envalentonado,
preguntó si tenía más gatos. Candelaria ni lo miró. Murube
suspiró y se aproximó al arca.
—¿No
guardarás aquí a tu querido? —dijo.
Candelaria
calló.
El
Coyote abrió la tapa y comenzó a tirar sacos y libros.
—Deja
ya de hacer el imbécil —dijo Murube.
—Eh,
eh, marqués ¿No te ha gustado lo que he hecho con el gato? Los
libros habrá que examinarlos.
—Estás
loco, Coyote —exclamó la mujer.
—Lo
que he hecho con el gato, lo podría hacer contigo.
—Venga,
cierra eso —terció Murube—, y vámonos de aquí.
Candelaria
respiró tranquila cuando vio que El Coyote dejaba de tirar los sacos
y cerraba la tapa con esa sonrisa grosera y zafia que conocía tan
bien. Después lo vio recoger los libros del suelo y tirarlos en una
banasta.
Cuando
salieron a la luz, Jabicha aún andaba metiendo sus narices por todos
lados: bajo el puente, en el socavón, en los bardales...
—¿Has
encontrado algún gato? —preguntó El Coyote, haciéndose el
simpático.
—Si
no mandan más sus señorías —dijo la molinera.
—Esta
es la primera visita, Candelaria. Habrá más. Vendremos cada hora,
si es preciso.
—Por
mí, como si os quedáis a vivir en el barranco.
—¿Qué
es eso? —preguntó Pepe, refiriéndose a la banasta.
—Échale
un vistazo, es propaganda —lo animó El Coyote—. A lo mejor
encuentras guarrerías marxistas.
Pepe
“Jabicha” se echó como un chacal sobre la banasta y El Coyote,
que había previsto el arranque del compañero, se echó a un lado y
comenzó a subir la cuesta lo más aprisa que pudo.
—Eh,
eh, la caja —gritó Pepe, sabiéndose engañado. La molinera lo
miró con sorna. Los otros se alejaban. Él dudó, pero al final se
echó la caja encima y comenzó a caminar.
Javier
Murube ascendía a paso marcial la pendiente. Se diría que caminaba
con solemnidad, contemplando los perales cuajados de peras, los
chopos que se perdían en el valle, las montañas azules de
Cortelazor. Los dos compañeros lo seguían muy de cerca. El Coyote
se había saltado a la huerta vecina para coger un melocotón, pero
caminaba a buen paso, y algo más retrasado Pepe “Jabicha”,
avanzaba a regañadientes, bufando por el peso de la banasta de
libros que le habían endilgado.
Antes
de alcanzar el carretín, Javier Murube se detuvo a contemplar el
suave montículo donde años atrás se alzara Chelsea. No quedaban
más que jaramagos y ruinas. El rostro se le endureció de pronto y
sintió un escalofrío de contrariedad. El Coyote, pasó a su lado
mordiendo el melocotón y, al llegar al llano de la carretera se
encontró con el requeté que sostenía las riendas de Danuncio,
mientras le rascaba el hocico y le decía tranquilo, tranquilo, que
ahí llega el amo.
—¿Te
gustan los caballos, zagal? —preguntó El Coyote, acercándose.
—Sí
señor.
—¿Y
has montado alguna vez?
—¿En
caballo? No señor.
—¿Y
jacas, has montado alguna jaca?
—No
señor, sólo he montado en mulos.
El
Coyote, a quien el melocotón le chorreaba por la mano, se alejó con
una carcajada grosera, estruendosa, mientras el zagalón, acharado,
lo miraba sin entender que qué había dicho de gracioso.
Pepe
“Jabicha” llegó desfondado a la carretera y dejó la caja de
libros sobre una especie de sifón de agua que estaba pegado a la
pared de la serrería. Se sacó el pañuelo de la guerrera y se
limpió el abundante sudor que le brotaba de la cara y del cuello.
—Cojones,
Pepe, ni que vinieras de Tetuán —bromeó Javier Murube.
Pepe
“Jabicha” no respondió, sino que, en un impulso desesperado, se
llevó la mano a la cartuchera, pero en cuanto notó el contacto duro
de la pistola, se detuvo, como si quemara. Javier Murube, que se
percató de la intención y el gesto del mequetrefe, siguió
caminando hacia el caballo como si nada, dándole la espalda. El
Coyote seguía a lo suyo, riendo carretera arriba. Javier Murube hizo
caracolear al caballo, el muchacho se echó al hombro la banasta,
Jabicha siguió rumiando y, así, cada cual enredado en sus
cavilaciones, llegaron a la plaza, donde una mujer los esperaba desde
hacía más de una hora con el ceño imperturbable.
17
Al
coronar al alto de Vallemenores la operación se complica. No hay que
alarmarse. Estaba en los planes. Tenía que ser así. Hay, por tanto,
que extremar la seguridad. No hacen más que pararse a tomar aliento,
cuando un perro se pone a ladrar. Al momento son todos los perros del
pueblo los que se suman al concierto, frenéticos, como si se les
acabara de aparecer la luna tocada con un bombín de fuego. Antonio,
que ya ha bajado hasta la cerquilla del Grillo, ha dado el alto.
Tiene que ver. No cree que sea nada grave. Los perros son así. Están
locos. Se ponen a ladrar y no paran. Sucede muchas veces.
Los
otros tres fugitivos esperan escondidos tras un castaño. Están
cansados de la cuesta, pero todo ha sido mucho más limpio y rápido
de cuanto pudieran esperar. En caso de apuro, podrían incluso dejar
el cadáver en medio de la calleja. Ya han cumplido. Si continúan es
por otra cosa. Miguel parece taciturno, no habla. Bartolomé se
tiende boca arriba y aspira el aire tibio de la noche. Matías pasa
por ser el más pragmático de la cuadrilla y es el que mejor conoce
el pueblo. No le gustan las novelerías, el riesgo innecesario. El
alto de Vallemenores puede considerarse la entrada al pueblo. Llegar
con un cadáver hasta la plaza Alta no es sólo un riesgo, sino
también una fanfarronada. ¿Qué conseguirán con eso? Que redoblen
la búsqueda. Que interroguen a medio pueblo. Que al final cante
alguno. Que los cacen como a conejos. Si lo dejan allí, todo cambia.
Los civiles pasarán la mano. Dirían que lo encontraron en un
camino. Pero entrar en el pueblo es una fanfarronada. Él lo ha
advertido. Conoce bien a la guardia civil. Durante un tiempo, trabajó
en el estraperlo. Conoce bien el campo. De otra manera que Antonio. Y
sabe la leche que se gastan los civiles. Cómo piensan, cómo
ventean, cómo se echan tierra al lomo. No, no hay que tocarles mucho
los huevos. Ahora, por ejemplo. Pero no insiste. Cuando se decide una
cosa, no queda más que aceptar. De otra manera, no hubieran
sobrevivido. La suerte de todos está echada, con la sola decisión
de plantar al Perdigones en la plaza de su pueblo. Por él, lo
dejarían aquí mismo, pero los otros esperan su señal para
continuar. Piensan en sus cosas. El uno mira las estrellas. El
otro... Total, el pueblo no está a más de doscientos metros.
Matías
lo conoce bien. Durante años hizo de ditero y vino diariamente, a
lomos de su burra Catarina, a comprar el pan de Navahermosa a la
panadería de Dolores la del Tempranillo. Sabía, pues, que esa parte
del pueblo era tranquila. Muchos perros, sí, pero tranquila. Sentado
junto al trueco del castaño, Matías trató de recordar. Frente a
Los Tempranillos vivían justamente los Manalbos, que fueron los
primeros en caer, en cuanto llegaron los nacionales. Él los conocía
bien. Gente pobre y humilde, como él, como todos los del barrio.
Trabajadores a jornal. Gente que salía a la calle a lavarse la
cabeza, a fumar o a despanochar mazorcas cuando era el tiempo.
Daniel, José, Eugenio, María, eso es, la madre de todos ellos, una
mujer indómita, tanto, que daba cosa verla avanzar por la calle, tan
erguida, tan alta, balanceando los hombros y las caderas, con
aquellos lebrillos de ropa asentados sobre la toalla que se ponía a
modo de turbante sobre la cabeza. Después había venido lo que había
venido, y aquel mundo de suciedad y pobreza, aquellas calles
jalonadas de orégano, con perros, chivos, gallinas, guarros, gatos y
palomas buscando entre las juntas del empedrado un grano de trigo,
una brizna de hierba, una miga de pan, se habían apagado, como
cuando un ventarrón apaga el cabo de la vela. Así. Todo eso había
desaparecido de su vida de hoy para mañana, sin darse cuenta, por el
hecho de votar a las izquierdas. La vida, la muerte, todo se acabó
el mismo día. Como le ocurrió a Perdigones, que salió de casa y
desde entonces todo fue esquivar las tarascadas de la muerte. En
Badajoz, en Sevilla, en la Contienda portuguesa. En todos sitios. Y
todo para qué. Todo para volver en unas parihuelas, escondido,
después de sufrir como un perro. Por eso se sentía cansado. ¿Qué
sentido tenía continuar como comadrejas, haciendo vida de tejones,
en una continua alarma, midiendo cada movimiento, estudiando cada
señal, desconfiando hasta de las piedras?
Matías
era padre de dos hijos de diez y dieciséis años. De los
supervivientes, era el único casado. Por los contactos que tenía
con los suyos, sabía que lo estaban pasando mal. Su hermana Parmelia
les ayudaba, se desvivía por ellos, pero también ella pasaba
calamidades. A su mujer le había salido un culebrón en la garganta.
Don Dimas Parejo, el médico de Valdelarco se lo ha tratado, pero las
medicinas las tendría que traer de Barcelona y son caras, así que
el culebrón campa a su antojo por el cuerpo de Eugenia, su mujer.
Ahora su hijo Matías guarda guarros en una finca de Cortegana. Al
menos no pasará apuros hasta que él pueda volver. ¿Pero cuándo,
cuándo será eso?
¿Sirve
de algo andarse con melancolías? Un hombre al que lleva rondando la
muerte seis años, sabe que sólo existe el presente, y el presente
es que aquí estamos, sobre el alto de Vallemenores, mirando las
luces del pueblo, demostrando a todos que seguimos vivos, que
mientras ellos duermen, nosotros seguimos aquí, haciendo ladrar a
los perros y rebuznar a los burros. Cojones, que no nos han matado.
Así
era. Allí estaban, junto a la parihuela donde reposaba el
carpintero. Las luces ralas de la era de la Carrera endulzaban la
noche y el alboroto de los perros ponía un acento de color a aquella
negrura de vida. De pronto, de la hondonada, les llegó el ulular del
cárabo. Prestaron atención. Unos segundos después se volvió a
repetir. Todo estaba en calma. Matías se agarró a la parihuela con
decisión. Bartolomé hizo lo mismo. Se pusieron en camino. Rápido.
Muy rápido. Tanto que a Antonio le faltaba el resuello. El pueblo
apareció ante ellos apenas bajaron y subieron el doble tobogán de
Vallemenores. Allí Matías pidió un receso. Un minuto. Medio. Menos
tal vez. Le faltaba el aliento. Antonio los observaba desde la
bocacalle del Gavilán; Miguel, unos metros atrás, les cubría las
espaldas. Ladraron los perros de los corrales. Se escuchó un gallo.
Antonio corrió a auxiliar al compañero y, tras tenderle su
escopeta, tomó su relevo. Falta nada, dijo en voz casi inaudible.
Antonio afirmó con la cabeza. Nada son cien pasos. Sólo cien pasos.
Bartolomé hizo la señal y con las parihuelas se pusieron a correr
hasta que llegaron a la esquina del Gavilán. Antonio iba tras ellos
y Miguel se puso a su altura. Doblaron hacia la plaza. Un último
esfuerzo. Nada, esas casas que se ven ahí.
Hacía
una noche limpia. Las estrellas esplendían, la cal reverberaba. El
pueblo olía a peros y a membrillos. Vito, el carpintero, yacía en
mitad de la plaza. Miguel se hizo la señal de la cruz. Matías,
cansado por el esfuerzo, corrigió un pliegue de la manta que lo
envolvía, Bartolomé cerró el puño y en un movimiento enérgico lo
mostró al cielo. Antonio, circunspecto, se llevó la palma de la
mano hacia el pecho y cerró los ojos un segundo, dos. De pronto
Matías se abrazó a su hermano y Miguel y Antonio se sumaron al
abrazo. Se pusieron a andar, dos por un sitio y dos por el otro, como
habían acordado. Ladraban los perros, cantaban los gallos. Cada cual
cumplía en lo suyo.
18
En
efecto, apenas María la Manalba los vio aparecer por la carretera,
se lanzó a por ellos. Javier Murube detuvo el caballo, El Coyote
aflojó el paso, el requeté Vicente, cargado con la banasta de
libros, siguió su paso con indiferencia, y sólo Pepe “Jabicha”
tragó saliva y sintió que las rodillas no le respondían.
—A
ver. ¿Quién es el guapo que manda aquí? —preguntó María.
Javier
Murube y El Coyote se encogieron de hombros, señalando al comandante
de puesto. Pepe “Jabicha” trató de zafarse, pero María se
plantó delante, impidiéndole el paso y cortándole el aliento.
—¿Qué
es eso de llamar a mi José, a mi Daniel, a mi...?
—Son
sólo... unas formalidades —se excusó Pepe “Jabicha” con esa
voz que se le aflautaba más cuando se veía en algún aprieto.
—Ni
formalidades ni hostias. Aquí me quedo hasta verlos salir, so pedazo
de maricón, ¿te enteras?
—María...
—trató de advertirle.
—Me
voy a quedar en la puerta, y si no salen de ahí, voy a entrar y te
voy a arrancar los huevos.
Pepe
entró en el cuartel a toda velocidad, con los ojos tensos, apurados,
seguido muy de cerca por María La Manalba, que continuaba
increpándolo, llamándolo de todo. Los zagalones, apostados a la
entrada y en el pasillo, se aguantaban la risa.
—¿Tú
de qué coño te ríes? —interpeló Jabicha al que tenía más a
mano, que se cuadró de golpe, como si le hubieran metido un palo por
el culo.
Pepe
continuó andando hasta su pequeño despacho. El guardia Galán se le
acercó apenas lo vio en la silla.
—¿Qué
hacemos con la Sabina, mi comandante?
Escuchar
la palabra comandante le alivió de todas las afrentas que había
recibido desde su llegada. Mi comandante sonaba bien, y más,
pronunciado por un guardia, no por uno de estos zagalones a los que
debía tener todo el rato haciendo cosas para que no se desmandaran y
el cuartel terminara por parecerse a un parvulario.
—Mire,
por de pronto, haga llamar a Guillermo, el peluquero y que la pele al
ras. Luego, ya veremos.
—¿Y
con la otra?
—¿Con
qué otra? ¿Con la que está en la puerta? —preguntó con
desprecio.
El
guardia movió la cabeza afirmativamente.
—Por
de pronto, que la metan con la otra. A ver si acompañadas...
El
guardia Galán salió del pequeño despacho y al momento un revuelo
de voces llenó el cuartel. Arrastrada por cuatro o cinco requetés
vio pasar a María, que se resistía a manotazos, a bocados, a lo que
fuera, como una loba. Él se tapó los oídos, los ojos, expulsó el
aire como si le quemara y se llevó la mano al cinto dispuesto a
volarle la cabeza si, como temía, conseguía zafarse de los soldados
y presentarse ante su vista.
Nada
era como había imaginado cuando decidió sumarse a la columna del
comandante Redondo. Durante días no había hecho más que imaginar
todas las cosas que haría nada más desembarcar con sus tropas. Lo
había pedido expresamente. Fuenteheridos es mío, dijo en un
arranque de inmodestia, cuando unos días antes, en Aracena, se
organizó el itinerario y se distribuyeron las responsabilidades.
¿Por qué Fuenteheridos?, preguntó Sánchez Dalp, que no conocía
de nada al alfeñique. Porque él es de allí y conoce el paño,
salió en su defensa el teniente Arjona, con el que noches atrás, en
el cerco de Higuera, había compartido confidencias. Pero nada era
como había imaginado. La culpa no era tanto de esas mujeres que
defendían lo suyo, cuanto de los dos elementos que querían
compartir con él, si no quitarle, el mando. Eso, sin contar a
Candelaria, para la que se reservaba una mañanita de órdago. Miró
el reloj de pared. Las ocho y veinte. Ya pronto anochecería. Quería
tumbarse, descansar, que le trajeran un filete, un par de huevos
fritos, un vaso de leche. Y dormir, dormir durante dos o tres días
seguidos...
—Galán,
¿usted sabe de libros?
—Algo
sé.
—Pues
me va a ver usted si esos libros —dijo señalando a los que tenía
apilados en la caja— son lo que parecen.
—No
sé si yo...
El
revuelo cesó. El requeté Vicente había venido a informar de que
las dos mujeres estaban juntas y de que los hombres esperaban en la
escuela de párvulos, como él había sugerido. Pepe quiso hacer un
gesto de aprobación, pero lo que le salió fueron unas palabras de
gratitud.
—Al
menos, entre todo este maremágnum, todavía hay gente que cumple.
El
soldado sonrió.
—Pero
siéntate, sientáte —dijo Pepe, señalándole la silla,
relajándose —, ¿cómo decías que te llamabas?
—Vicente.
—Vicente,
ah, claro, Vicente —repitió Pepe, que recordaba perfectamente el
nombre del subordinado, pero al que quería tantear, fingiendo una
cierta indiferencia—. De Los Romeros, ¿no es así?
El
soldado afirmó con la cabeza.
—Yo
soy de aquí. Me fui cuando tendría pico más o menos tu edad. He
trabajado en Sevilla. En una confitería, hasta que hace cuatro años
entré de secretario personal de un gobernador, al que no llegué a
ver más de diez o doce veces. ¿Te lo puedes creer? Yo le llevaba
las cosas. Los papeles, los enredos, todo. Pero él andaba de putas,
de cacería, de llevar y traer a la señora. Eso me desengañó. Me
volví un sin fe. ¿Comprendes lo que trato de decirte?
Al
levantar la mirada hacia la puerta, vio a un requeté que no se
atrevía a interrumpir las palabras de su comandante.
—Los
políticos no eran más que unos degenerados, unas sanguijuelas que
nos conducían al abismo. Por eso y no por otra cosa me sumé a la
Falange. Porque ellos iban a cambiar las cosas, el país, la
mentalidad de la gente, la fe en la patria, en el destino, en la
propiedad, en el nuevo hombre. Pero antes, antes había que limpiar.
No se puede comenzar nada sin limpiar. ¿Comprendes? Limpiar es a
veces tan necesario como construir y levantar. Rozar, sachar, limpiar
la mala yerba. Ése es, nada más y nada menos, el trabajo que nos
queda por delante.
—Ha
llegado el peluquero, señor.
Pepe
se levantó con la prontitud que lo hubiera hecho de haberle sido
anunciada una conferencia con Queipo, pero tras la primera reacción
se sintió aturdido.
—Dile
que pase —ordenó.
La
cabeza griega de Guillermo se asomó con desgana a la puerta antes de
entrar. Se diría que no le agradaba demasiado volver a verse con
aquel hombrecillo.
—¿Qué
se te ofrece, Pepe? —preguntó con frialdad, dejando entrever en la
voz un difuso amaneramiento.
—¿Sigues
siendo peluquero? —preguntó Pepe, al que los ojos, cansados de una
larga jornada, se le habían avivado de pronto.
—Tú
has dejado los pasteles, por lo que veo —respondió Guillermo con
causticidad.
Ante
estas palabras, Vicente se giró y se encontró a un hombre alto,
delgado, con una cierta insolencia en su postura y un grueso anillo
de oro en el dedo.
—No
son tiempos de pasteles —dijo con frialdad Pepe “Jabicha”,
devolviéndole la insolencia.
—¿Me
vas a detener?
—¿Detenerte?
¿Por qué? ¿Es que te has pasado a los comunistas? De momento, lo
que quiero es que me peles al cero a Sabina y a María, que están
ahí dentro.
—Tú
sabes, Pepe, que yo no pelo a mujeres. Y mucho menos al cero. Y en el
cuartel, vamos, ni hablar.
Pepe
perdió la paciencia y dio un golpe en la mesa.
—Tú
pelas a quien yo te diga y donde yo te diga, maricón.
Guillermo,
tragó saliva, encogió el cuerpo, abrió mucho los ojos, cruzó los
brazos como para defenderse.
—Vicente
—dijo el hombrecillo dirigiéndose al soldado—, asegúrate de que
éste me pela a esas dos energúmenas. Coges a cinco hombres y si hay
que amarrarlas se amarran. Y con éste maricón —dijo arrastrando
las sílabas—, lo mismo, ¿estamos?
Vicente
se levantó de la silla y se acercó a Guillermo.
—¿Me
sigue, por favor?
Guillermo
lo siguió en silencio, sin oponer la menor resistencia.
Pepe
se quedó un rato pensativo, tratando de aplacar nuevamente su ira.
Si seguía así, iba a acabar por reventar como un ciquitraque. Pero
había estado bien mostrarle quién era quién a esa niñata de
mierda que venía a su despacho sacando pecho, haciéndose el
valiente. ¿Valiente? Valiente le iba a dar él. Que no se pusiera
muy tonto. Que no le tocara mucho los cojones, porque no respondía,
Guillermo, no respondía. Una cosa es que utilizara la antigua
confianza que había habido entre los dos y otra... Dio dos golpes
con la palma de la mano en el filo de la mesa. Abrió el cuaderno de
tapas azules. Buscó un nombre. Lo volvió a cerrar. Se frotó los
ojos. Pidió al cielo que se acabara el día.
Vicente
volvió a aparecer por la puerta, pero antes de decir nada, Pepe
“Jabicha”, que estaba cansado y prefería no saber nada, le
interpeló:
—¿Dónde
están los detenidos?
—En
las escuelas, señor.
—Bien.
Muy bien, Vicente. Hay que ir a procurar el camión de Camilo para
esta noche.
—¿Para
esta noche?
—Sí.
Habrá que llevarlos a Aracena para que el juez disponga.
—Sí,
mi comandante.
—¿Qué
es eso de mi comandante? Un auxiliar tiene que tener confianza con su
jefe. Ah, y si vienen esos dos, el del caballo y el otro, les dices
que a las doce vamos a sacar a los subversivos. Ahora voy a ver si me
dan de jamar y me echo una siestecita.
—A
sus órdenes, mi...
Pepe
“Jabicha” sonrió.
—Otra
cosa. Al peluquero ese, le enseñáis la escuela y lo dejáis
enjaulado hasta nueva orden. ¿Estamos? Que sufra. Que se acostumbre
a sufrir.
19
Candelaria
se lavaba el pelo en una palangana cuando escuchó los disparos y
envolviendo la gran mata de pelo en una toalla, corrió al ventanuco.
Provenían seguramente de la era de la Carrera o de más abajo, de
las chopeas, pero cuando se asomó los disparos ya habían cesado. La
tarde tenía una luz blanda, como de finales de octubre. Una bobita
se posaba, inquieta, sobre la rama de la brevera. El estrevejín del
agua, precipitándose por el hueco del cubo, se tragaba todo lo
demás. Los frondosos castaños ocultaban la mayor parte de la tierra
y las nubes pasaban como si se desplazaran a través de rieles.
Candelaria, sin saber por qué, siguió con la mirada fija en los
castaños, abstraída, mientras se restregaba el pelo con la toalla.
De pronto lo vio. Era una figura que corría entre los árboles,
escondiéndose cada poco detrás de los troncos. En una de las
fintas, la figura se perdió de vista. Durante unos segundos trató
de adivinar dónde volvería a aparecer. Pasó un buen rato, sin que
nada sucediese, hasta que de nuevo la descubrió casi en el mismo
lugar donde la había visto por última vez. Durante un minuto anduvo
apareciendo y desapareciendo de su vista, hasta que la tuvo muy
cerca, a no más de cien metros, tratando de buscar un saltaero en la
pared de los Murube. No había dejado aún de verla, cuando le
pareció atisbar un par de manchas azules, que corrían también
castañar abajo, mirando en todos los truecos, parándose a otear con
la mano de visera en todas direcciones. Eran un par de requetés, con
las camisas azules, las boinas ladeadas y el mosquetón en guardia.
Por la dirección que tomaban, pensó que el fugitivo había logrado
despistarlos. Pero no habían pasado ni dos minutos cuando escuchó
nuevos disparos. Tres, cuatro, cinco disparos.
Para
entonces la figura que había seguido en la distancia se hallaba a no
más de treinta o cuarenta metros de su ventanuco, al otro lado del
arroyo, dubitativo, desesperado.
—Eh
—gritó ella.
El
hombre, confuso, alarmado, miró en todas direcciones, hasta que al
fin pareció reconocer el origen de la voz y avanzó los hombros como
preguntándole qué camino seguir. Candelaria le indicó el puente.
El muchacho, confuso aún, se dirigió hacia allí y miró al fondo
del arroyo, donde las aguas corrían desatadas. A su lado se alzaba
un álamo y una brevera, cuyas ramas dejaban en sombras el barranco y
se fundían con las yedras de la pared, ocultando así el edificio
donde la mujer se había asomado. Candelaria, enrollándose la toalla
en el pelo, corrió escaleras abajo y abrió la puerta, cuando el
muchacho —era un muchacho de no más de veinte años— trataba de
bajar al arroyo. La gran mata de pelo negro iba dejando un reguero de
gotas en el umbral de ladrillo. El muchacho hizo un gesto de
desesperación y miró en la dirección por donde, de un momento a
otro, habrían de presentarse sus dos perseguidores. Ella le hizo
señal de que entrara. El muchacho, asustado, atravesó el puente y
pasó junto a la molinera que desprendía un perfume como de manzanas
cocidas. Me persiguen, atinó a decir. Me he escapado de Alájar. Me
quieren matar. ¿Cojeaba, o era la impresión que en aquellos breves
metros había tenido Candelaria? Al menos no parecía herido. En
cuanto estuvo dentro, ella fechó la puerta con el cerrojo, y ambos
se dirigieron hacia la habitación del arca. El muchacho, viéndose
entre cuatro paredes, se sintió acorralado. Si llegaban los
falangistas, no tendría ninguna posibilidad de escapar, porque la
ventana daba al embravecido arroyuelo y, salvar la distancia con la
otra orilla, era imposible, pero acaso ya era tarde para volver a
salir a campo abierto. La molinera, decidida, abrió la tapa del arca
y, como loca, se puso a tirar sacos al suelo. Después le hizo una
seña para que se metiera allí. El muchacho dudó, pero no podía
hacer otra cosa. Desde afuera no se podía sospechar que el arca
pudiera esconder a una persona, pero es que, de presentarse, ése
sería el primer lugar donde registraran los soldados, pero ya no
tenía otra alternativa.
Desde
que dos horas antes saltara la tapia del cementerio, todo había sido
un puro sobresalto. No hizo más que echarse a andar, cuando un par
de guardias cívicos le dieron el alto. Huyó cuesta arriba seguido
por los dos paisanos, que en cuanto vieron que la trocha se alejaba
del pueblo, ni se molestaron en seguirlo. No muy lejos, al llegar a
una calleja, escuchó risas. Como no le dio tiempo a esconderse en el
trueco de un castaño, tuvo que echarse a correr valle abajo, tras
salvar una pared. Los dos requetés dispararon varias veces, pero
estaban tan lejos, que sus tiros impactaron en árboles y piedras
distantes. De pronto, el valle se fue llenando de helechos y de matas
que le impedían avanzar y sintió la angustia de los sueños. Los
requetés se aproximaban tanto, que en una decisión que una vez
tomada le pareció suicida, se quedó tendido en el suelo, con la
esperanza de que pasaran de largo. Al caer, se había herido en el
tobillo con el pincón de un helecho. Vio cómo los requetés, con
sus mosquetones preparados para disparar, pasaban a diez o doce
metros de donde se hallaba. Aguantó como pudo, sin respirar, y
cuando creyó que se alejaron lo suficientemente lejos, se levantó e
intentó ascender la otra parte del valle. Sangraba. Muy poco, pero
sangraba. Los perseguidores, que ya se habían percatado de que
siguiendo el valle no tenían nada que hacer, se detuvieron a
escuchar. Quizás el chorlo estuviese mucho más cerca de lo que
pensaban. Shhhh. Y, en efecto, no bien aguzaron el oído, escucharon
un alboroto de ramas secas a sus espaldas. Allá va, allá va,
escuchó y enseguida se sucedieron nuevos disparos. Agarrándose a
unas choqueras, el fugitivo salvó un talud y dudó si correr
castañar abajo o esconderse en uno de los muchos truecos. En todo
caso, no era tan inconsciente como para dejar de pensar que en el
castañar ofrecería un blanco fácil para un tipo que tuviera la
paciencia de pararse a apuntar, pero no tenía otra solución. Sin
embargo, pronto se dio cuenta de que el camino que había tomado era
el peor de los posibles, pues, en vez de alejarse del pueblo, lo
estaba rodeando, de manera que si no eran sus dos perseguidores,
serían otros los que terminarían cazándolo. Como jugar al gato y
al ratón. Abajo, tras unas huertas, emboscadas entre árboles
frondosos, adivinó varios edificios que se asomaban al arroyo.
¿Molinos? ¿Fábricas de aguardiente? Pensó en alejarse hacia la
chopea, pero eso quizás le hubiera supuesto exponerse ante sus
perseguidores, de modo que optó por guarecerse entre la arboleda del
arroyo y esperar allí el milagro de la noche, pero no había hecho
más que llegar al arroyo, cuando escuchó una voz —eh, eh—, y
enseguida una mujer que le hacía una señal. ¿Qué podía hacer?
Estaba vendido.
Ahora
lo que aquella mujer le mostraba era un hueco oscuro, una escalerilla
de mano, el reino de la oscuridad.
Los
dos soldados tardaron todavía varios minutos en aparecer por el
barranco. A Candelaria le dio tiempo a cerrar la trampilla, meter
algunos sacos y cerrar la tapa antes de que escuchara aporrear a la
puerta. Los dos requetés preguntaron si había escuchado ruido, si
había visto a alguien merodear por el molino.
—¿Cuándo?
—preguntó Candelaria.
—¡Ahora
mismo! —contestó uno de ellos.
La
mujer se mostró confusa:
—¿Ahora?
Bueno, he escuchado disparos, pero hace ya un rato. ¿Es eso?
—¿Entonces
no lo ha visto?
—¿A
quién?
—A
uno que corría... —dijo sin esperanza el más fornido de los
requetés.
—Preguntad
en la fábrica. Es ahí arriba. A lo mejor ellos han visto...
—¿Hay
gente ahí?
—Queréis
agua, alguna cosa.
—No
—replicó el más bajo.
El
otro se encogió de hombros y, tirando del compañero, se alejaron
arroyo abajo. Al cerrar la puerta, Candelaria vio sobre los ladrillos
del umbral una gota de sangre.
La
sorpresa de Miguel fue mayúscula, pero aún más fue la de Vito, que
al ver que alguien bajaba, se acurrucó en la esquina de la
habitación donde llevaba no sabía cuánto tiempo. Acostumbrado a la
oscuridad, lograba discernir perfectamente los cuerpos en la
oscuridad. Miguel, en cambio, se encontraba en medio de ninguna parte
y no se atrevía ni a moverse de su sitio, no fuese a tropezar con
algo o caer en algún hoyo, por eso cuando escuchó el susurro,
sintió que el corazón se le encabritaba.
—Aquí,
aquí.
Miguel
arrastró los pies en dirección a la voz y se tapó los ojos hasta
que sintió una mano que le tocaba la pierna:
—Aquí
—susurró Vito.
—Shhhh
—dijo Miguel llevándose absurdamente los dedos a la boca—.
Es—tán a—hí.
—¿Quiénes?
—Los
fa—lan—giiiis—tas.
III
20
Desde
hacía más de dos semanas Sabina había estado al tanto de la
enfermedad de Vito. El propio compadre Urbano Ventura había venido a
comunicárselo. Le había ahorrado los detalles que anunciaban una
muerte inminente, así como el martirio físico en que se hallaba,
sólo atenuado por los cocimientos de hierbas que le obligaban a
tomar, pero ella intuía lo peor. Otras veces había estado enfermo y
se había enterado al cabo del tiempo, pero ahora... En realidad
hacía tiempo que lo esperaba. Sabía que aquella aventura acabaría
mal, pero no había solución. De entregarse sería peor, mucho peor,
porque lo dejarían morirse como a un perro, como estaba ocurriendo
en las cárceles y si no que le preguntaran a Josefito Canales o a
Juan El Mimbres, echados como perros a la fosa común de Huelva,
luego de haber penado tres y cuatro años en la cárcel a base de
habas cocidas y agua.
Apenas
ahora, cuando lo tenía delante, con esa cara tan hundida sobre los
pómulos, amarillenta, con los ojos volados, se dio cuenta Sabina de
todo el martirio por el que había debido pasar Vitorino en los
últimos días y aun en los últimos seis años de cautiverio. ¿Para
qué habían servido aquellos años, a quién aprovechaba tanto
dolor? ¿Por qué habían de ser ellos quienes sufrieran por todo el
mal que unos y otros habían infligido?
El
juez, arrodillado junto al cadáver, seguía dictando a su auxiliar
las observaciones y pormenores del óbito. El sargento, pétreo,
cejijunto, con los brazos cruzados al pecho y las piernas separadas y
tensas, observaba la escena como si desde un alto promontorio
estuviera oteando un valle lejanísimo y su figura fuese el pendón,
la piedra miliar donde se asentaba el orden, el estandarte de la
autoridad.
—Mire,
señora —dijo sin dejar de mirar hacia el supuesto valle—. En
cuanto acabe el juez, se lleva a su marido y le abre una hoya lejos
del pueblo, ¿entendido?
Sabina,
que había estado ensimismada durante un buen rato, lo miró con ira,
sujeta por los dos guardias que la escoltaban.
—¿Entendido?
—recalcó el sargento.
Ella
no respondió. ¿Por qué iba a responderle?
—¿Entendido?
—gritó el sargento, girando la cabeza hacia ella y desafiándola
con la mirada.
Pero
ella siguió sin responderle. Los guardias trataban de hablarle con
gestos, como pidiéndole que lo hiciera, que por dios lo hiciera para
no irritar más al sargento, pero ella aguantó su mirada durante
todo el tiempo que quiso y cuando vio que el otro cedía, escupió en
el suelo.
—Me
mata a mí, si quiere. Si le quedan cojones para matar a una mujer.
—Señora,
a mí no me toque los huevos —amenazó el sargento, visiblemente
tenso, empuñando el arma.
Ella
abrió los brazos.
—Descuide,
no voy a salir corriendo.
Desde
luego que no iba a salir corriendo. Si quería matarla, tendría que
hacerlo en el umbral, a la vista de aquellos hombres. Que la matase,
si ese era su gusto, si así salvaba su hombría, si es que era de
verdad tan bravo y tan pinturero. Pero ella sabía que no la iba a
matar. Lo supo desde el principio. Ella le había visto la jeta a
Pepe “Jabicha”, y había visto pasar ante ella al Coyote y sabía
de qué pasta hay que estar hecho para matar. El sargento era sólo
un pobre hombre que bufaba como un toro porque quería darse un baño
de autoridad frente a sus inferiores, en especial ante el cabo, que
miraba acobardado la escena.
—Guardia
—dijo el sargento dirigiéndose a Servando en un gesto calculado
que dejaba notoriamente fuera a Regino—, me vigila usted a esta
mujer o lo que sea, y no le pierda de vista al muerto hasta que no
esté enterrado y bien enterrado.
—Sí,
mi sargento.
—Le
hago responsable.
—Como
usted mande, mi sargento.
—En
cualquier lugar menos donde se entierra a los hombres. ¿Me ha
entendido?
Las
preguntas amortiguan el dolor, pero lo hacen más incomprensible.
Vitorino, el carpintero Vitorino, había sido un buen hombre y eso,
sólo eso es lo que debe contar, lo que debiera contar. Pero se ve
que no, que también los hombres buenos han de ser perseguidos.
Quizás hubiera sido mejor que lo hubiera encontrado el maldito
Jabicha, la vez que vino a llevárselo. Cuánto sufrimiento inútil
se hubiera ahorrado. Ella habría cogido el Saure y nadie la hubiera
hecho volver más a aquel pueblo endemoniado; habría tomado camino
de cualquier parte, hacia un lugar donde el hijo pudiera crecer sin
el dolor y el odio que ella sentía horadándole los tuétanos,
envenenándole el alma, sin la vergüenza de ver a todos ésos
paseándose como si tal cosa, con la cabeza alta, ellos, sobre cuyas
conciencias —¿pero tenían conciencia?— pesaba la muerte de
veintitrés criaturitas, todas en la flor de la edad, y de las
mujeres y niños que habían dejado, como ellos, en el desamparo y en
el ultraje. Pero se veía que Dios quería hacer sufrir precisamente
a los más débiles, a los que no tenían dónde agarrarse, a los que
iban por el mundo sin nada, se ve que Dios quería vengarse de no sé
qué afrentas, se veía que Dios, ese Dios bárbaro en el que a pesar
de todo seguía creyendo, se había puesto del lado de los verdugos y
de los locos de atar, de quienes de buenas a primeras se encontraron
en la ocasión de dar rienda suelta al monstruo, de obrar sin
consecuencias, sin atender a más límites que los de su propio
arrojo, ni más enseñas que las de su sangre. Y hay sangre blanca y
hay sangre negra, como la de Pepe o El Coyote, o Javier Murube, o la
de los otros, la de quienes pudiendo hacer algo, se quedaron en sus
casas, esperando que otros les acabaran un trabajo que ellos, quizás,
no se atrevían a hacer. Sí, si se hubiera muerto cuando morir era
una diversión para los otros, si hubiera acabado frente a las tapias
del cementerio, frente a la plaza de toros, hacía tiempo que le
hubiera dicho adiós a aquellas calles, por la que no podía caminar
sin el entripado de saber que eran propiedad de los vencedores.
Cuánto sufrimiento para nada. Cuántas calamidades para acabar así,
como un perro, debajo de cualquier tierra, porque ni eso, ni siquiera
tenían el derecho de morir como se muere, de descansar como hay que
descansar. Dónde estaba Dios ahora. Dónde estaba Dios ahora, que ni
siquiera podía enterrar a su marido. Dios estaba con los verdugos,
con los que cada día iban refregando a los demás su victoria, con
los sin piedad, con los sin escrúpulos, con los sin ni una pizca de
compasión. Su Dios estaba muerto en una zanja y se lo estaban
comiendo los gusanos... mientras el otro Dios, el de los castigos, el
del látigo, el de la lanza, reía y brindaba en lo alto de la
montaña con los vencedores. Pero vencedores... ¿vencedores de qué,
vencedores acaso de sus propios instintos, vencedores de sus
crímenes, vencedores de qué?
Cuando
el juez, levantándose, dio libertad para que se hicieran cargo del
cadáver, Sabina trazó la señal de la cruz sobre su rostro y se
dirigió al cuerpo yacente. Varios hombres se acercaron para ayudarla
a levantar la parihuela, pero Sabina, muy serena, agradecida, dio a
entender que no necesitaban la ayuda de nadie para llevar la
parihuela hasta su casa. El sargento Cuaresma la miró una vez más,
pero sus ojos delataban un cierto respeto. La gente seguía a la
madre y al hijo con un mayor recogimiento del que se tendría en un
verdadero entierro, primero por la calle Águila y luego por toda la
calle Álamo, justo hasta la esquina, frente a María “La
Cumbreña”, que allí estaba, en la puerta, con sus tres hijas,
viendo pasar a la comitiva.
Se
detuvieron frente a la puerta y allí esperaron, sin soltar la
parihuela, hasta que María, con la niña en el cuadril, se adelantó
a abrirles. Atravesaron la casa y depositaron la parihuela sobre la
cama. La mujer no hizo el menor gesto de fatiga o de dolor. Después
alzaron al muerto y, muy suavemente, sacaron la parihuela.
—Trae
una palangana —pidió Sabina con una voz que parecía mucho más
sosegada. La voz de una parturienta.
Cuando
se giró, se encontró con el guardia Servando en el quicio del
dormitorio, atento a los movimientos.
—Tú
—le espetó con frialdad, pero sin acritud— te esperas en la
calle.
—Me
ha dicho...
—Por
mí como si dice misa. Esta es mi casa y aquí sólo entra quien yo
quiero, y eso vale tanto para ti como para el sargento.
—Pero...
—Pero
esperas en la puerta. Nadie se lo va a llevar, ni se lo va a comer,
ni lo va a quemar.
El
guardia, abochornado por la resolución de la mujer, no respondió,
sino que se retiró hasta el umbral y allí se quedó, de guardia.
Al
momento salió Juan José hacia el taller de la calleja del Estanco,
en busca del ataúd.
21
Era
de noche. Las luces de la plaza permanecían apagadas y sólo había
luz en el interior de la escuela y en el cuartel. Vicente esperaba al
camión, junto a otros compañeros en la misma esquina del paseo de
la Alcuza. Le habían prometido que estaría allí a las doce, pero
eran ya las doce y media y el camión no terminaba de aparecer.
Jabicha, que andaba en su despacho, venía de cuando en cuando a ver
cómo iban las cosas, pero enseguida se volvía a su guarida, en la
antigua sala de armas. La noche sería larga, se temían los ocho o
diez requetés que esperaban junto a Vicente. De momento, les habían
informado que debían acompañar al camión hasta Aracena y volverse
luego. Con suerte dos horas o dos horas y media. Mucho tiempo.
La
escuela de niños, casi frente por frente al paseo de la Alcuza, fue
el lugar elegido como cárcel provisional a la llegada de los
nacionales. Se trataba de un salón rectangular y embaldosado, de
techo muy alto y dos ventanas alargadas a las que se les puso rejas
provisionales. Contaba también con un pequeño patio en forma
triangular que daba a las casas vecinas, cuyas paredes, altísimas,
lo encajonaban de tal modo que sólo a mediodía el sol se posaba
tímidamente en el suelo de tierra. En este patio era donde se
encontraban los retretes y donde los presos pasaron la mayor parte de
la tarde. Los presos, seis en total, se movían con relativa amplitud
dentro de un recinto custodiado por dos requetés armados con fusiles
que fumaban tranquilos en la puerta. El guardia Galán les había
prometido bajo palabra de honor, que a la noche o a la mañana
siguiente serían trasladados a la prisión comarcal de Aracena,
donde serían interrogados y juzgados, como era perceptivo.
Él mismo Galán, que hacía las veces de oficinista porque tenía
nociones de escribir a máquina, cosa que hacía con dos dedos, y
porque era un hombre templado y rutinario, fue tomando los datos a
los detenidos y rellenando con parsimonia los atestados, parándose a
inspeccionar la endiablada máquina a cada momento. Todos los
detenidos preguntaron antes de sentarse en la silla el motivo de su
prendimiento y a todos ellos el guardia Galán, tan poquita cosa, les
informaba sin énfasis, que el motivo no era otro que su pertenencia
defarto
a partidos extremistas, y no porque sobre ellos, eso no, pesaran
delitos de sangre o lesa
magnitud.
Después de rellenar los atestados provisionales, los detenidos,
juntos, escoltados por un retén mixto de falangistas y guardias
cívicos —el mismo que ahora esperaba en el paseo— serían
conducidos a la cárcel, que se encontraba en la propia visual del
cuartel, en la embocadura de la calle de la Iglesia.
—¡Un
momento! —dijo Jabicha cuando el guardia Galán le informó que ya
había acabado con los atestados—. Fórmemelos en el pasillo.
El
comandante salió al poco y fue pasándoles revista con insolencia,
aupándose del suelo y extendiendo el cuello como una garza.
—José...
—suplicó Alfiler de Pecho.
—Esto
es un atropello —musitó el maestro Julio Tristancho.
—¿Un
atropello? ¿Un atropello? Conque un atropello... —le respondió
con calma, mirándolo muy despacio de arriba abajo el comandante de
puesto.
—Atropello
sería que te quitara el reloj, pero no te lo voy a quitar, me lo vas
a dar tú.
El
maestro lo miró con impotencia, sin saber si se trataba de una
broma, pero Jabicha extendió la mano, esperando que el maestro
depositara en ella el reloj.
El
maestro, muy nervioso, se quitó el reloj del chaleco y con
resignación lo dejó caer en la palma extendida de Jabicha.
—Muchas
gracias, maestro, por el regalo. ¿Es de plata? ¿De plata auténtica?
El
maestro asintió. Los ojos de Jabicha se iluminaron.
—Es
un regalo de Elisa...
—Pero
ahora es un regalo tuyo.
Una
vez introdujeron a los presos en las escuelas, una pareja de requetés
custodió día y noche la puerta. Si alguien se acercaba a
preguntarles, ellos, imperturbables, mudos, encogiendose de hombros,
remitían al cuartel donde se hallaba el mando general. No estaban
autorizados a dar ni el número ni la identidad de los detenidos y
así se lo dieron a entender a aquella mujerona que decía tener allí
secuestrados a tres de sus hijos, y que, de haber podido, les hubiera
arrancado los ojos y los huevos.
Vicente
fue rebajado de guardia y otros tipos de servicio esa misma tarde, a
la vuelta del molino, pasando a ser oficialmente auxiliar y cabo
primera sin galones. El comandante Pepe “Jabicha” se lo comunicó
al entrar en su despacho y después de pedir un par de cafés
calentitos para un día que estaba siendo de perros, ¿no te parece?,
con tantas idas y venidas, pero sobre todo por los trabajos ingratos
que había que llevar a cabo para que el orden y la probidad llegaran
hasta los últimos rincones y no quedara malvado sin castigo, ni
justo sin recompensa. Así se expresó aquel hombrecillo de voz
aflautada, que se escuchaba a sí mismo con la delectación de un
Duque de Alba en sus embajadas ante el rey Felipe II.
Un
día de perros. Sí. Desde su salida de Alájar, esa misma mañana,
las cosas se estaban empeñando en ocurrir muy deprisa y con una
cierta dosis de improvisación e inquietud, sobre todo desde que al
pasar casualmente delante del despacho de Jabicha, se había
convertido en el responsable de la detención de los seis reclusos,
orden que cumplió sin muchas dificultades, sobre todo porque ninguno
opuso la menor resistencia y todos se entregaron de forma voluntaria,
creyéndose víctimas de una torpeza burocrática. Lo peor, sin
embargo, había sido la disputa en casa del carpintero entre el
comandante y aquella mujer, Sabina, cuya mirada sentía clavada como
una aguja en el estómago. La mujer no sólo le recordaba a su madre,
sino el drama que en esos días anteriores había vivido, cuando
también fueron a buscar a su padre. Durante todo el tiempo que
permaneció en la casa, anduvo cabizbajo y si deshacía las camas,
abría las puertas o recorría las habitaciones, era porque esa era
la única forma de no estar delante de la mujer, de no mirarla a los
ojos. Porque lo demás, acompañar a los tres sujetos al molino, con
el extraño incidente de las risas ante el que llamaban El Coyote, o
ir en busca del peluquero maricón y, luego, tras pelar a las
mujeres, acompañarlo hasta la cárcel, habían sido ocupaciones más
o menos engorrosas, pero que no habían dejado en su ánimo más que
una pesadez y un embotamiento difuso, más que cansancio.
Lo
que sí le preocupaba, era la actitud del comandante. No le había
gustado el personaje desde que, en Alájar, montado el penco, se
diera aires de capitán de los tercios y se dirigiera a ellos con esa
voz que causaba risa y a la que no se acababa de acostumbrar. Pero la
puntilla había sido la escena con el peluquero. Cualquiera se
hubiera dado cuenta, hasta el más bobo, de que entre los dos había
habido tomate, y que la mujer, Sabina, no mentía al acusarlo de
maricón, según entraba en el cuartel. Comunista no sabía, pero
maricón era, seguro, y sus miradas, sus familiaridades, sus
continuos Vicentes,
le producían, cómo decirlo, más que inquietud, sobre todo porque
ya comenzaba a sospechar cómo se las gastaba, y a qué había venido
a su pueblo.
La
guerra, en todo caso, no era como el joven Vicente se podía imaginar
al ser reclutado en Los Romeros, cuatro días antes. Vicente tenía
sólo dieciséis años y su padre, ditero y aficionado al pirraque,
había confraternizado con los socialistas y, dada su profesión, se
había convertido en el gestor de las requisas no sólo en Los
Romeros, sino también en El Quejigo, Aguafría, Los Molares y Fuente
del Loro. Durante un par de semanas no había parado de ir de un
sitio a otro llevando y trayendo víveres, con el coche requisado a
un industrial de su pueblo. Vicente Macetas, como era conocido aquí
y allá, por todas las tabernas y bujíos de la comarca, se había
escondido ante la inminente entrada de los nacionales en un pajar de
su hermano. Este hermano fue el que, para evitar males mayores, habló
con Pablo Delgado Romero, el jefe de la Falange de la aldea, sobre la
posibilidad de incorporar al joven Vicente a la columna del
comandante Redondo a cambio de la libertad del vivales de Macetas. La
petición fue aceptada y sólo cumplida a medias, porque el ditero
fue conducido sin dilación a la prisión provincial, junto al
jabonero cordobés y residente en Cortegana, Francisco Carrasco. Pero
aun no sabiendo nada el requeté Vicente del destino de su padre,
desde que se embutiera en el uniforme azul sentía que el mundo no se
tenía a su alrededor, que una nube ponzoñosa de locura se había
introducido en las entrañas de aquellos hombres que se comportaban
como buitres, acechándose los unos a los otros, disputándose al
precio que fuera un tasajo de poder o de gloria.
Pero
si en Santa Ana y Alájar había logrado mantenerse al margen,
limitándose a cumplir las órdenes que otros le marcaban (hasta
ahora había tenido suerte y no le había tocado intervenir en
ejecuciones), en Fuenteheridos la cosa se le había complicado con
aquel Pepe “Jabicha”, al que debía mantener a raya, pero no
sabía o no se atrevía a hacerlo. De momento, todo cuanto podía
hacer era alejarse, andar con ocupaciones que evitaran dar pábulo a
aquel hombrecillo desesperado y rabioso. Porque intuía que, tal cual
estaban las cosas, uno nunca podía disponer enteramente de su
destino, y que era la propia supervivencia quien marcaba las rayas no
sólo del bien y del mal, sino de su propia independencia.
—Ten
cuidado, que ése te quiere empiolar —le había prevenido un
compañero entre risas.
—Hacen
falta seis como ése para empiolarme a mí.
—Eso
me lo cuentas dentro de una semana, tigre.
—Pues
tú ándate con ojo, porque ese tío es maricón perdido, de
nativitate, vaya —recalcó otro—. ¿No os fijasteis qué miradas
y qué cosas se gastaba con el peluquero?
Las
luces del camión inundaron el vacío y la bocina llenó la plaza
silenciosa de ecos que se iban superponiendo y ahogando hasta
desparecer. Como siguiendo un rito, se detuvo en la parada del Saure
y no frente al cuartel, por más que estuvieran uno al lado de la
otra. Los muchachos, reunidos en el paseo, vieron cómo se detenía
el camión y cómo Vicente, dejándolo todo, corría hacia él.
—Cuidado,
no te vayas a clavar el tubo de escape —bromeó uno de los
compañeros y los otros, a sus espaldas, se echaron a reír.
No
le había dado tiempo de llegar hasta el camión, cuando Jabicha,
ajustándose la pistola y atacándose la camisa, apareció por la
puerta.
—¿Y
el del caballo? —preguntó despectivamente.
—No
sé nada —respondió confuso— ¿Tenía que venir también el del
caballo?
—Tenía.
Anda, vete dentro y dile a Galán que lo llame a su casa. Que le diga
que lo esperamos donde él ya sabe.
Al
volver, el camión ya estaba reculando en la calle de la Iglesia para
acercarse a la escuela. Jabicha trataba de dirigir las maniobras con
su voz de flauta. Mientras, Vicente atravesaba la plaza muy, muy
despacio, como si se quisiera zampar todo el aire fresco que llegaba
de la fuente; entonces, desde la bocacalle de los Tejares, le pareció
ver una sombra que se escondía. Por instinto se echó el fusil a la
mano y corrió a ver qué pasaba. La sombra, al verlo, buscó el
amparo de una puerta y allí se quedó inmóvil, agazapada en el
hueco, esperando.
—¿Quién
va? —inquirió Vicente, que había aminorado el paso y ahora
caminaba afianzando los pies, con la mano en el gatillo del fusil.
La
sombra salió con los brazos en alto a mitad de la calle, sonriendo y
saludando como un actor al final de la representación.
—Zagal,
¿a ti nadie te ha dicho que hay que disparar una vez se da el alto?
—No,
señor. Si lo hubiera hecho...
—Si
lo hubieras hecho, habrías hecho lo que tenías que hacer.
—Claro,
señor.
—¿Sabes
que por mucho menos de eso...?
—Lo
sé, señor.
—Bueno,
bueno, ¿Pero entonces es verdad que no has montado todavía en
ninguna potranca? —y se marchó calle arriba, con la mano en la
boca, tapando las carcajadas.
Falta del capítulo 23 al 33.
Esta
segunda edición de La
tierra negra
es sustancialmente idéntica a la primera. Las apenas 100 palabras
que se han quedado por el camino y la media docena de correcciones
que los más atentos de los lectores han tenido a bien hacerme
debieran mejorar aquella primera salida.
Está
novela está dedicada a los héroes de Navahermosa, Galaroza y La
Nava (Antonio Castilla, Victor Marín, José, Teófilo y Matías
Fernández, y Antonio Guerrero), sus mujeres, sus hijos y sus gentes.
Esta novela está dedicada a los fusilados y a los silenciados en
esta piel de toro. Esta novela está dedicada a gentes como
Candelaria, Sabina o María la Manalba que existieron como tal o al
menos debieron existir. Esta novela está dedicada a mis padres, que
fueron contándome en los almuerzos de mi infancia algunos de los
episodios narrados, y que nos llevaron a mi hermano Sergio y a mí a
la cueva de Alcalá, donde aún hoy se conserva el testimonio de
aquellos hombres. Esta novela está dedicada a Rufino, que me habló
de sus paisanos, y a mi tío Rodolfo Recio que escribió su Brutal
23 de agosto,
libro que habla con pelos y señales de la represión de 1936 en
Fuenteheridos y que recomiendo a los curiosos que quieran adentrarse
en los datos. Esta novela está dedicada a Diego Vaya porque fue el
primero en apostar por ella y a Fali, mi librera, que me acompañó
en las presentaciones.
Esta
novela está dedicada a Patricio Romero1
y con él a todos los lectores de la primera edición, que con su
apoyo y su ánimo me han inclinando a emprender esta segunda edición.
Esta novela está dedicada a Rafael Cruz, Antonio Ordóñez, Paco
Huelva y quienes la leyeron antes de desaguar en las imprentas por
vez primera. Esta novela está dedicada fundamentalmente a quienes
aún buscan a sus muertos aquí y allá y a quienes combaten la
impunidad y la barbarie, sea en España o Croacia, en Chile o
Camboya, en Ruanda o...
No
querría dejar de reflejar la curiosa aventura que Patricio Romero
tuvo con esta novela: viajando por el Sahara, uno de los vehículos
en los que viajaba se hundió en la arena. Mientras trataban de
rescatarlo, Patricio encontró un anillo enterrado. Al volver a
Huelva se dirigió al Museo Provincial para recabar información
acerca del anillo. En el museo descreían que se tratara de una
pieza interesante desde el punto de vista arqueológico, pero lo que
sí encontró Patricio fue un cartel donde se anunciaba para esa
misma tarde la presentación de una novela, La
tierra negra,
que, según se leía, narraba la historia de unos “topos”
escondidos durante la guerra civil en una cueva de Fuenteheridos. El
tema le interesó, pues él, como espeleólogo, había frecuentado
la cueva y hasta filmado un documental para un programa de
televisión, llegando a entrevistar al último de los supervivientes
de la historia que se narra en la novela, siendo el suyo el único
testimonio gráfico que se tiene del asunto. A la hora de la
presentación, Patricio, a quien yo no conocía, me esperaba a la
puerta del museo y, tras presentarse, me entregó un plano elaborado
por él mismo de la cueva, así como una copia del programa emitido
unos años antes. Todo lo cual refiero aquí para una vez más dejar
la evidencia de que la realidad es casi siempre más osada e
inverosímil que la ficción.
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