te adelanto el prólogo de PESSOA, EL HOMBRE DE LOS SUEÑOS (Ed. del Subsuelo, Barcelona, 2023)
Fernando Pessoa es, en nuestro imaginario de lectores del siglo xxi, un hombre tan singular como fascinante. Y tan fascinante, ay, como desconocido. Sobre él pesa más la leyenda o las leyendas que la probada realidad. Su primera singularidad estriba en que se lo conoce antes y mejor por su caso que por su obra. Entre quienes no lo han leído lo suficiente existe la sospecha de que su celebridad está más unida a su peculiaridad heteronímica que al valor de sus versos, y este es el primer tópico que es necesario romper. La importancia de Pessoa reside en su obra, una de las más sólidas, originales y gratificantes del siglo xx. Pessoa, Caeiro, Campos, Reis y Soares son autores clásicos sin posible discusión. Leer a cualquiera de ellos resulta una experiencia fascinante. La genial anormalidad consiste en que los 5 -pero hay más- cohabiten en un mismo individuo y que ese individuo nos parezca, así, sin más, un pobre hombre.
Otro de los tópicos más consolidados en torno a Fernando Pessoa tiene que ver con su vida o, mejor, con su ausencia de vida. Se ha extendido un cierto convenio crítico por el cual Pessoa carece de vida y, por tanto, su obra, ingente, ha de ocupar las vastas regiones de niebla que no nos proporcionan sus vivencias. Su biografía habría de descansar únicamente en su obra. Pero, cuidado, estamos ante el autor de «Autopsicografía», ¿recuerdan?, aquel poema que empieza por afirmar que «El poeta es un fingidor / que finge tan completamente / que llega a fingir que es dolor /el dolor que de veras siente.// Y cuantos leen lo que escribe, / en el dolor leído sienten, / no los dolores que tuvo / sino el que ellos no tienen.// Y así gira en los raíles, /por engañar la razón, /ese trencito de cuerda /que se llama corazón».1 En el arranque de su conocido y sugerente ensayo El desconocido de sí mismo, publicado en 1964, Octavio Paz se refiere así a Pessoa: «Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía. Pessoa, que dudó siempre de la realidad de este mundo, aprobaría sin vacilar que fuese directamente a sus poemas, olvidando los incidentes y los accidentes de su existencia terrestre». El propio poeta, en un texto que Paz no pudo conocer, daba la razón al mexicano, pero, aun así, contradiciendo a ambos y siguiendo a Crespo, que lo estudió con asiduidad, no estamos tan seguros de que Pessoa carezca de biografía y, menos aún, que esta no ejerciera una definitiva influencia en sus escritos. Para un tipo como Fernando Pessoa, al que vemos como un Sísifo que empujara una y otra vez la pesada piedra sobre la pina cuesta de su existencia, para luego, ay, verla rodar ladera abajo, para alguien como él, decíamos, siempre menesteroso, siempre dependiente de unos reales, siempre atado a pequeñas transacciones, siempre asomado activamente a la política de su país, siempre en el vértigo de la necesidad, su ajetreada vida va al par de sus escritos. Es más, su vida es el esqueleto donde se sujetan sus escritos. Hay que haber estado sin blanca durante una buena temporada para saber cuánta biografía oculta cabe en cada día. En Hambre, de Hamsun, hay tanta o más biografía que en muchas de las convulsas memorias de ciertos aventureros contemporáneos. Al final de su vida, Pessoa reconocía no estar preparado para afrontar dos asuntos: hallarse sin blanca y las tormentas. Quizás no nos hallemos biográficamente ante un Byron o un Almada Negreiros, es posible que ni siquiera estemos ante un Rilke, un Kipling o un Dino Campana, pero hay que afirmar cuanto antes que, pese a (casi) no salir de su ciudad natal en treinta años, pese a no haber disfrutado de una chispeante vida amorosa, pese a no haber luchado en ningún frente, pese a su pinta de hastiado oficinista, Fernando Pessoa se manejó en una vida intensa, tanto en lo intelectual como en lo vivencial. Sin ella, la comprensión humana que destilan sus escritos o sus vínculos con la oportunidad histórica que lo rodeó, acaso nos puedan parecer de interés, pues lo que la obra de Pessoa nos ofrece es una densidad humana pocas veces vista. Por esa razón se lo lee. Pessoa no es el poeta neutral encerrado en la tópica torre de marfil. Es lo que habría deseado, pero para esto hubiera necesitado liberarse de la ficción humana, y eso nunca lo logró. Mucha de su obra surge de esa sed de libertad que no logró conquistar. Consiguió asentar su vida fuera de algunas ficciones sociales, pero nunca pudo liberarse de las cadenas con que la supervivencia lo apretaba y que le resultaban tan insoportables. Tuvo que cargar con una vida nimbada de pueriles acontecimientos que lo zaherían, lo incomodaban y le rasgaban el alma.
Otra historia distinta es que, tras su llegada definitiva a Lisboa en 1905, un joven Pessoa, cansado de accidentes y desventuras, se impone a sí mismo rehuir cualquier aventura biográfica que lo aleje de su objetivo. Pero aun así, bastaría saber que desde su llegada a Lisboa hasta 1920 se arrastró por más de 20 domicilios distintos, y casi cada uno de ellos significó un pequeño revés en su vida, fundó, ideó y fracasó en decenas de empresas de distinta índole, fue poeta vanguardista, polemizó con todo bicho viviente, experimentó con profesiones casi inéditas para su época -como la de publicista o la de inventor-, luchó contra los demonios de la depresión y si no ingresó en un psiquiátrico fue porque siempre anduvo sin blanca, vio cómo amigos suyos tomaban el atajo del suicidio, él mismo pensó en él en más de una ocasión, pasó necesidades, tuvo deudas, sableó a sus amigos y parientes, se sintió humillado en demasiadas ocasiones, renunció a una vida confortable, participó en conspiraciones, conoció y trató con personajes célebres, como Aleister Crowley, aceptó su papel de polemista en causas hostiles, inventó ismos, amó o medio amó a una mujer, Ophelia, se consumió en otros amores secretos, vivió ante el permanente acecho de la locura y de la incertidumbre y fue a la muerte por su propio pie, entregándose a ella en un suicidio aplazado trago a trago. ¿Quieren mayor biografía? Uno de sus proyectos más duraderos se tituló Libro del desasosiego. Ese título, que no corrigió -él, que era tan de corregir el título, el contenido y la forma de sus obras-, lo acompañó media vida hasta la tumba, y lo acompañó porque nunca dejó de saberse en el desasosiego, en ese querer escapar y no poder.
Eso en los años que van desde 1905 hasta su muerte, en 1935, porque antes son muy pocos los niños que pueden exhibir tanta y tan desdichada biografía. Repasemos: la muerte del padre con 5 años, el inmediato derrumbe familiar derivado de este hecho, el trasplante a otra cultura, a otro continente y a otra lengua con apenas 7 años, la muerte sucesiva de tres de sus hermanos antes de cumplir los 14, los cuatro viajes por las costas africanas que le hacen vislumbrar, desde Dakar o Las Palmas hasta Zanzíbar o el estrecho de Suez (lo que lo convierte en un nuevo Diogo Cão o un émulo de Vasco de Gama), la incertidumbre de la guerra de los bóers, las injusticias y decepciones que sufre por ser un extranjero en Sudáfrica, las tensiones con su familia acerca de su porvenir... ¿Quién podría afirmar, pues, que Pessoa carece de biografía? Lo que ocurre es que esta se nos presenta tan sólidamente soldada a su escritura, tan por debajo de ella en su deslumbramiento, que a casi todos pasa desapercibida. Pero el hecho de que, encandilados por la originalidad y la visión dramática del personaje, pasemos por su vida casi sin darnos cuenta, no significa que podamos desentendernos de ella.
La vida de Pessoa, que va de 1888 a 1935, transcurre en un tiempo de cambio y desasosiego del que el poeta no puede sustraerse. Pessoa fue un hombre de su tiempo, que reflexionará privada y públicamente sobre el espacio histórico y sociológico donde le tocó vivir. Podríamos afirmar que su biografía es también la de su tiempo y que siguiendo a Pessoa seguimos los acontecimientos históricos y los conflictos de fondo que se desarrollaron en su tiempo, tanto en Lisboa, como en Portugal y Europa. Muy pocas personas como él ejemplifican su época y las convulsiones de fondo. Hombre de su tiempo, se interesó por las novelas policiales, que entonces estaban en su máximo esplendor, por las novedades científicas y culturales, por las vanguardias artísticas, tan en boga, por los inventos tecnológicos incentivados por la revolución industrial, por el psiquismo y sus alrededores, por los conflictos políticos y sus derivadas, por la teosofía, por la astrología y por el esoterismo, refugio de quienes definitivamente habían perdido la fe en la razón, tras el desastre de la Primera Guerra Mundial. Y es que en él y en su obra, se ofrece un extraordinario retablo de cuantas vivencias y pensamientos dejó su tiempo. Su obra polifónica refleja los conflictos más notables de su época, las encrucijadas históricas y su respuesta personal en relación a un mundo desasosegante y deshumanizador. El poeta nació en una época periclitada y decadente (Pessoa anduvo parte de su juventud obsesionado por la idea de la decadencia de Occidente, y Mensagem es una más de sus respuestas a esa crisis, su mensaje para la salida de esa decadencia) y de plena transformación tecnológica y social. En lo político, el mundo mágico de las monarquías dio paso a estructuras políticas más democráticas y al advenimiento de la lucha de clases; en lo religioso, el poder simbólico y la idea de Dios se sustituye por la idea del progreso en todas sus vertientes, incluido el materialismo; en lo cultural, Pessoa vive la revolución de las vanguardias, cuyo factor común es la mirada nueva, una discordante e iluminadora explicación del hombre y sus atributos, poniendo en entredicho el valor y la representación del arte; en lo social, la vida de Pessoa transcurre en un mundo de gran transformación y cambio propiciado por la tecnología. El mundo urbano que denuncia Baudelaire se vuelve cada vez más invivible, y la degradación de las ciudades y las relaciones humanas es cada vez más evidente. Pessoa vivió en su propia carne la política colonial europea, que produjo grandes tensiones y determinó el desastre de la Gran Guerra; vivió la eclosión urbana de Lisboa, con las tensiones sociales que esto produjo en el país; vivió la caída del régimen monárquico, la eclosión de la clase obrera y sus imaginarios, la historia convulsa de la naciente república lusitana, asistió al triunfo de la Revolución rusa y la consiguiente respuesta: el nacimiento de corrientes fascistas en Europa. Pessoa vivió y reflexionó sobre todos estos asuntos y su larga obra está empedrada de cavilaciones sobre su tiempo. En un ámbito más reducido, Pessoa nació en un país en declive, absorto en una profunda transformación política y social. Desde el Ultimátum británico, en 1890, hasta la construcción del Estado Novo, en 1926, Portugal vivió un tiempo político tan apasionante como caótico en el que se registraron regicidios y fugas reales, la proclamación de una República, la tensión partitocrática, asonadas, golpes de Estado, cambios de gobiernos, revueltas civiles y militares, etc., y el poeta anduvo involucrado en algunos de estos acontecimientos, a veces desde posiciones que hoy nos resultan incómodas. En lo social, Pessoa observa cómo la ciudad se transforma y cómo la fiebre del progreso domina toda la vida social. Él mismo, imbuido por la corriente de los «descubrimientos», llega a convertirse en un inspirado aunque iluso inventor. La gente llega desde el mundo rural, con lo que se crearán barrios nuevos donde él vivirá. El espacio cultural que vivió Pessoa, y del que llegará a ser silencioso protagonista, transcurre entre las estructuras del realismo impuesto por Eça o Antero y su posterior atonía, hasta la eclosión de Orpheu, la nao lusitana de las vanguardias. Pessoa fue, por tanto, un hombre implicado y comprometido en un tiempo de ebullición en el que la noción de desasosiego se impone.
Se lo suele dibujar como un personaje desvalido, solitario, escurridizo, frágil, indolente, ajeno a las derivas de su tiempo y prácticamente inédito en vida, todo lo cual define el manoseado perfil del escritor fracasado al que sus contemporáneos no supieron entender. Pero esta visión tan distorsionada no se dirige solo sobre o contra él, sino sobre una sociedad, la portuguesa del primer tercio del siglo xx, que no estuvo a la altura de su genio. Como si alguna sociedad hubiera entendido a sus verdaderos poetas vivos. A Pessoa lo persigue un cierto halo de infortunio que lo emparenta con célebres desdichados como Van Gogh o Kafka, Poe o Baudelaire, todos ellos monstruos solitarios y andarines que se echan al mundo ante el inmenso vacío de un padre bondadoso y protector. No puede haber distorsión sin una figura real sobre la que ejercer la distorsión y sin que haya algo útil a nuestros propósitos. Cada cual construye su retrato imaginario de Fernando Pessoa siguiendo sus propios instintos o intereses. Quizás no haya otro camino. Todos lo distorsionamos, todos tratamos de conquistar algún territorio desconocido de su personalidad o de su conciencia, todos fabricamos una máscara que sumar a las máscaras preexistentes, pero el rostro, a fuerza de máscaras y máscaras, cada vez nos parece más deformado.
Dicho lo cual, sus hagiógrafos y exégetas no podemos dejar de aparejar teorías más o menos interesantes y casi siempre interesadas. No solo es nuestro trabajo, es también nuestra tentación. Porque Pessoa, tan plural y laberíntico, se presta a todo. Un esclavista y un libertario podrían considerarlo igualmente su referente moral, y un academicista y un vanguardista no tendrían mucho pudor en sentirlo de su lado. Tiene una frase redonda para cada uno, y así se presta tan bien a las citas del parasitario conferenciante profesional, como sostiene con una cita deslumbrante el poema del tímido poeta provinciano. En sus más de 27 500 documentos cuidadosamente abandonados en su ilustre baúl, el buscador de perlas y teorías encuentra un horizonte infinito. Por haber, hay hasta pessoanos profesionales que van de feria en feria ofreciendo sus cachivaches. Pessoa es hoy día el centro de un curioso mercado negro de reliquias. Pessoa, en su pluralidad, escribe en todas direcciones. Es un grafómano, alguien atrapado en el hormigueo de la vida. A veces su lápiz corre como un regato sereno, y otras se embosca en farragosas explicaciones que nos aturden como un aspersor. A veces sus dedos se adelantan a su pensamiento, otras corren tras él como la liebre de marzo corre detrás del tiempo, sin atraparlo. Y todo es transparente. El tímido y discreto ciudadano se convierte en un parlanchín ante el confesionario de una cuartilla en blanco. Pessoa es un autor sin papelera, aunque esto no es completamente cierto: su papelera será el arca, donde guardará todo, absolutamente todo cuanto escribió y pensó, lo cual complica la vida de sus estudiosos pero nos abre un mundo completo, sin cortapisas ni autocensuras, a ratos paradójico y descabalado, pero donde cabe todo, desde lo singular hasta lo plural pero siempre presidido por una mente fascinante, transparente y lúcida, de una absoluta libertad y honestidad intelectual. Como Unamuno, se presta a la contradicción, porque la contradicción expresa la vibración del pensamiento y es la vibración su razón de ser. Viaja sin salirse de sí, sintiendo y sintiéndose. Él, que se jacta de no viajar físicamente, viaja de un pensamiento a otro, se expande, duda, se contrae, se desdice, nos habla de política, proyecta folletos sobre cualquier tema, desde la organización colonial hasta cómo hacer un balance o aceptar una dictadura, deja apuntes sobre arte, sobre esoterismo, sobre genio y locura, sobre comercio, sobre la ciudad de Lisboa, no renuncia a un pasado más o menos encopetado, resuelve una carta astral, habla con infinita comprensión humana de los mendigos, es inglés hasta la médula pero en la Primera Guerra Mundial está con los alemanes, se declara nacionalista místico, un esotérico, sueña con esto y con lo de más allá, piensa en el destino espiritual de su pueblo seccionado por la historia, se siente un fracasado, pero aun así se arroga todos los sueños del mundo, defiende una dictadura posible pero denuncia y satiriza al dictador real, odia el gregarismo pueril, detesta los humanitarismos y todo cuanto ponga en duda el sacrosanto altar de la individualidad, fuma cigarros baratos, se bate el cobre por sus amigos, lucha contra toda forma de ideología enlatada, no duda en enfrentarse a la punición y a la cárcel, recibe un premio y no aparece para recogerlo, se activa en las causas atentatorias contra la libertad humana, bebe hasta matarse...
Su pensamiento cristaliza en apuntes, en improntas, en sesudas interpretaciones ontológicas, políticas o psiquiátricas que redacta sobre las cómodas de sus casas, en las tapas de mármol de los cafés, en los papeles garabateados de las oficinas donde trabaja, en los ásperos manteles de las casas de comidas mientras apura un café o se envuelve en el humo de un cigarrillo barato para así hacerse más invisible. Quiere aprender a sentir, liberándose del pensamiento. Pero, a diferencia de Caeiro, jamás podrá liberarse del pensamiento. Quiere soñar o, mejor, mudarse a los sueños. Sus reflexiones se desparraman en constantes tríadas, en razonamientos agotadores. Es un prestidigitador escéptico, un mago que asoma sus dedos por la grieta que se abre entre palabra y pensamiento. Pessoa disfruta retorciendo el pensamiento, convirtiendo la dialéctica en una chistera donde fingimiento y realidad se solapan. Hay mucho de chistera mágica en Pessoa, pero también mucho insomnio y mucha meditación. Si su pensamiento nos rebasa es por resistirse a lo sistemático, porque a veces se desploma, porque casi siempre vibra y se alza como una nube pasajera, pero su libertad expositiva nos ofrece mil posibilidades y caminos de exploración, su capacidad para transformarse y contradecirse nos espolea y nos conmueve. Al final de un panfleto sobre su odiado Afonso Costa, después de haberlo zaherido de mil maneras, Pessoa remata: «He acabado de escribir. Me detengo con cansancio sobre la meditación de cuán mezquino y vano es el impulso de nuestro instinto, incluso cuando el universo del venablo es de una justa indignación. Existe algo de dolorosamente ridículo en estar en una mesa (...) ante el tintero, odiando en voz alta a hombres y cosas. Nos hace más tarde reír al detenernos a pensar, viendo cómo los Af. Costas, Alexandres Bragas, Bernardinos Machados y todos los radicales lisboetas y portugueses, son real y objetivamente parte del universo, de la Vida, del mundo, lugares psíquicos donde se encuentran las fuerzas básicas y primordiales del dinamismo universal».3 Este fragmento explica quién era FP y cómo no duda en salir de su razón para tratar de hurgar en el alma humana y hundir su dedo acusador, aunque sea contra sí mismo.
Conceptualmente la de Pessoa podría definirse como una obra en continua y sistemática lucha contra la realidad. Quedémonos con esto. Si algo conviene interiorizar de Pessoa, si queremos subrayar su eje gravitatorio, por así decir, tendremos que abordar esta dualidad entre sueño y realidad, definiendo sueño como eso que escapa, que no forma parte de lo real, que trasciende lo real, ese campo sórdido, grosero, áspero, incómodo, repugnante, inmundo, del que es necesario huir. Huir y escapar será el mayor y más persistente trabajo que Pessoa realizará en vida. A escapar consagrará todas sus fuerzas. Sí, Pessoa prefería el mundo de los sueños, que es el mundo de las ideas, que es el mundo del nacionalismo, del alcohol, del esoterismo, del misticismo etc. Pessoa, desde muy niño, entendió el dolor de la realidad y durante toda su vida se consagró a escapar de la realidad
Pessoa tiene una cita lista para cada teoría. He leído y escuchado sobre Pessoa las conclusiones más peregrinas y los discursos más solemnes, él, que evitaba tanto la solemnidad, y todos ellos, aun en posible contradicción, quedan sustentados en sus palabras. Los estrechos hombros de este peculiar Sísifo lisboeta soportan cualquier argumento, los torpes pasos de este hombre sedentario consiguen llevarnos a cualquier rincón apartado del pensamiento humano. Cierto, sus máscaras nos deslumbran, nos abruman, nos hacen dudar, pero también nos conmueve el esqueleto de quien desde muy temprano se dio a la ardua empresa de desaparecer para ofrecerse completo. Y tanto desapareció y lo hizo desde tan diversas estrategias, buscó tantos artificios, dejó tantas pruebas falsas, reinventó tantas veces su propio ser, confundiéndolo con el sueño de sí mismo, que hasta se nos hace lógico que se caiga en la tentación de negarle lo poco que realmente tuvo: una vida. La suya.