Boris
Vian (1920-1959) es uno de esos tipos a los que hay que poner el
cartel de únicos, nos gusten o no. A mí me gusta mucho Boris Vian y
me gusta porque es uno de los escritores más libres y divertidos que
conozco. Si alguien busca algo diametralmente distinto a Kant,
piensen en Vian. Un alma libre que lo mismo escribía de una sentada
Escupiré sobre vuestras tumbas -una novela policíaca que
escribió en 20 días por una apuesta y que pasa por ser una obra
maestra del género-, que tomaba su piano y se ponía a tocar jazz,
que componía una ópera con todos sus perejiles, se montaba una
banda, redactaba una crítica, se sumergía en un heterónimo, lo
acusaban de pernicioso para la moral pública o curraba para una
empresa multinacional de la ingeniería. Murió joven porque con 39
años ya lo había visto, lo habían acusado de todo y hecho todo y
porque el corazón le dijo ahí te quedas. Más o menos como
Pasolini, pero sin que nadie le reventara el hígado y lo dejaran
tirado en una playa de Ostia. Si me hubieran dado a elegir, quisiera
haber sido Boris Vian, que, bien mirado, sería un buen título para
unas memorias mías o incluso de Boris Vian. Recuerdo que fue Esther
Garecía quien me presentó a este señor, dándome a leer el
Arrancacorazones, una novela desternillante, como todas las de
Vian. Porque Vian tiene swim, esa vibración interna que hace que lo
sigas hasta el fin del mundo, aunque sepas que en el fin del mundo te
vas a encontrar un caldero del demonio y diez docenas de caníbales
bailoteando alrededor. Por cierto que esta frase la podría haber
escrito el mismo Vian. Pero sigo la narración de mis lecturas
vianescas: ya por mi cuenta me interné en El Otoño en Pekín,
acaso su mejor novela, donde bebe del surrealismo y de la literatura
del absurdo sin que esto merme ni un ápice el creciente interés de
la trama. La hierba roja y
La espuma de los días son otras novelas absolutamente
recomendables. Sobre Escupiré decir que es una novela
violenta que podría haber escrito Hammet
en su mejor forma. Una especie de tarantinada antes de Tarantino que
Vian quiso publicar con el seudónimo de Vernon Sullivan. Uno de sus
libros más conocidos es sin duda Lobo-hombre (Ed. Tusquets),
una colección de cuentos divertidísisimos en los que resplandece el
estilo y la falta de prejuicios literarios de este maestro de la
patafísica. Relatos como El amor es ciego, Los perros, el
deseo y la muerte podrían figurar, junto a este Hombre-Lobo,
entre los mejores relatos universales. El relato transita sobre las
rodadas de la leyenda del lobisomme, ese ser mitológico que, siendo
hombre, se convierte en lobo cuando aparece la luna. Con esto Vian
construye una historia maravillosa. Y no digo más, salvo que la
traducción es de B. Alique y que en la movida de lso 80 hubo una
canción muy escuchada que hablba de este peculiar hombre lobo en
París cuyo nombre es Denis.
EL
LOBO-HOMBRE
Boris
Vian
Tr.
J. B. Alique
En
el Bois des Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía
un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se
llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar
cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d'Avray,
para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero
extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles
majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear
por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su
lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente,
complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba
con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados
por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando
ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele
decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos
civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules,
dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y,
en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran
camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a
causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la
inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal
manera el estómago.
Denis
vivia en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su
discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña
caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de
oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y
convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las
naranjas», había decidido acabar sus días en clima templado sin
dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como
maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable
guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y
otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la
carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día.
Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y
soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría
de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la
cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la
conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se
enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos
neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos
progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba
exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros
tiempos, por el buscador.
Cierta
apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano
paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de
sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los
tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble
que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la
fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero
nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou,
morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con
algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un
corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar
seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que
Denis debía agradecer tan tardío encuentro. Por desgracia para este
último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en
punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en
abundancia por los alrededores, la consuelda, el licopodio y el
conejo albo que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los
fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de antropolicandria, como
tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por
la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto
como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de
Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a
gritos ser descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se
abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el
codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a galope. De
regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo
común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por
turbulentas pesadillas. No obstante, poco a poco fue olvidando el
incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como
diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre,
que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles.
Denis se atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces
alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía
como de la peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la
sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se
acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y
en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con
la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar
paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le
sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con
una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una pieza
de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado,
y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.
Tiritando
de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad
de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se
frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió
y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el
soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido
Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los
recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que
tenía instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había
asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras,
aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la
imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie
le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por
completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos
rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve
grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la
causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes.
Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos se
alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya
impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.
Resultaba
forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl
atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el
caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le
hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante
distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de
rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal
indumentaria, admirado todavía de poder conservar un equilibrio que
en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes
cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada
vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra
pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar
su perdida apariencia.
Hizo
empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó
explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas
cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam
debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña,
acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano. Ante la idea
de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un
primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría
de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las
estériles competiciones a que se entregaban día y noche los
conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba
simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana,
sería preciso adaptarse.
Pero
luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no
mentían, la transformacion habría de ser de duración limitada. Y
en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a
la ciudad...? Llegados a este punto, preciso es reconocer que
determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la
imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que
antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por
los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de
la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.
Volvió
al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le
disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar
que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro
lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal
vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas
consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico
espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y
sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía.
Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo
inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir.
Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó
antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de
necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos.
Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó
la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con
una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía
singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de
la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer
automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección
a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches
rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio,
cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con
facilidad.
Su
elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como
acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y
confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a
abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo.
Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El
tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía
dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente
entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en
dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con
cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la
servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.
La
mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía
bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin
lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para
morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil
encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse
influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba
en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible
acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió
reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La
flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención.
Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no
dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.
A
mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un
tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos
ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la
capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el corazon
exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un
restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta.
Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la
amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen
evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado
y diligencia en el servicio.
Pero
lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan
sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual
de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando
estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de
caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir
y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una.
Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se
temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.
-Lo
siento mucho, señor -dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero
podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?
Denis
echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
-Encantado
-dijo incorporándose a medias.
-Gracias,
caballero -gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra
musical, para ser más exactos.
-Si
usted me lo agradece a mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo?
Agradecérselo, se sobreentiende.
-A
la clásica providencia, sin duda -opinó la monada.
Y
a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.
-¡Oh!
-exclamó ella-. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!
-Sí...
-confirmó Denis.
-Sus
ojos son también bastante extraños -añadió la joven al cabo de
cinco minutos-. Los veo parecidos a... a...
-¡Ah!
-comentó Denis.
-A
granates -concluyó ella.
-Es
la guerra... -musitó Denis.
-No
le entiendo...
-Quería
decir -explicó Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes.
Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que
pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa
efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
-¿Estudió
usted Ciencias Políticas? -preguntó la morenita.
-Le
juro que no volveré a hacerlo.
-Le
encuentro bastante fascinante -aseguró llanamente la señorita, que,
entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las
que pudiera contar.
-De
buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género
femenino -expresóse Denis, madrigalesco.
Salieron
juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en
hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en
el Hotel del Pasapurés de Plata.
-¿Por
qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? -acabó
susurrando al oído de Denis.
-¿Sería
prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de
sus parientes no lo vería con inquietud?
-Digamos
que soy un poco huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas
a una lágrima con la punta de su ahusado índice.
-Una
verdadera lástima -comentó cortésmente su distinguido acompañante.
Al
llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía
llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja
amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel
otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo
contemplando primero las medias y luego las pantorrillas,
inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de
instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez
que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.
Por
lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba
de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer
finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en
condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que
en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a
determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos,
satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales
aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al
entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.
Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante
distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó
sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en
el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el
culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia
el bolsillo interior de su americana.
-¿Desea
una foto mía? -dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber
comprendido.
Se
sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita
semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del
inmenso error de tan aventurada suposición.
-Esto...
eh... sí, querido mío -acabó por decir la dulce ninfa, sin saber
muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.
Denis
volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el
contenido de su cartera.
-¡Así
que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en
la literatura del señor Mauriac! -explotó finalmente-. ¡Una
prostituta, por decirlo de algún modo!
Se
disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en
cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba
a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador
destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo
tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las
órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas
que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en
muy curiosa confusión. -¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en
el acto! -sugirió Denis.
Y
para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un
aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había
pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la
cosa resonó de manera sobrecogedora.
Aterrorizada,
la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que
necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez
solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa
sensación bastante excitante.
-Debe
ser el sabor de la venganza -aventuró en voz alta.
Volvió
a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde
más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el
bulevar resplandecía de manera maravillosa.
No
había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le
acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado
claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo
cercaron.
-¿Podemos
hablar con usted? -dijo el más delgado de todos, un aceitunado de
recortado bigotillo.
-¿De
qué? -se asombró Denis.
-No
te hagas el tonto -profirió uno de los otros dos, coloradote y
grueso.
-Entremos
ahí.. -propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.
Lleno
de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le
parecía interesante.
-¿Saben
jugar al bridge? -pregunto a sus acompañantes.
-Pronto
vas a necesitar uno -sentenció el grueso coloradote sombríamente.
Parecía irritado.
-Querido
amigo -dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba
usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una
jovencita.
Denis
comenzó a reír a mandíbula batiente.
-¡Le
hace gracia al muy rufián! -observó el colorado-. Ya veréis como
dentro de poco le hace menos.
-Da
la casualidad -prosiguió el flaco- de que los intereses de esa
muchacha son también los nuestros.
Denis
comprendió de repente.
-Ahora
entiendo -dijo-. Ustedes son sus chulos.
Los
tres se levantaron como movidos por un resorte.
-¡No
nos busques las vueltas! -amenazó el más grueso.
Denis
los contemplaba.
-Noto
que voy a encolerizarme -dijo finalmente con mucha calma-. Será la
primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre
en los libros.
Los
tres individuos parecían desorientados.
-¡Arreglado
vas si piensas que nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.
Al
tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso.
Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó,
atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa
debió doler. Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis,
que parpadeó y reculó.
-Te
vamos a escabechar -dijo el aceitunado.
El
bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y
del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante
aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies
calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.
Siguió
una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la
camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le
adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo.
Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El
corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a
fijarse en un reloj de pared. Las once.
«¡Por
mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!»
Se
puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel.
Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida
le apaciguó.
Pagó
la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a
pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.
Estaba
llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.
-¿O
sea que va usted sin luces? -preguntó aquel hombre semejante a
tantos otros.
-¿Cómo?
-se extrañó Denis-. ¿Y por qué no? Veo de sobra.
-No
se llevan para ver -explicó el agente- sino para que le vean a uno.
¿Y si le ocurre un accidente?
Entonces,
¿qué?
-¡Ah!
-exclamó Denis-. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme
cómo funcionan las luces de este armatoste?
-¿Se
está burlando de mí? -indagó el alguacil.
-Escuche
-se puso serio Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo
de reírme de nadie.
-¿Quiere
usted que le ponga una multa? -dijo el infecto municipal.
-Es
usted pelmazo de más -replicó el lobo ciclista.
-¡De
acuerdo! -sentenció el innoble bellaco-. Pues ahí va...
Y
sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.
-¿Su
nombre, por favor? -preguntó volviendo a levantarla.
Después,
sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro,
pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con
él encima, al asalto del repecho.
En
el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no
le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de
Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a
continuación la parte de la ciudad que costea Montretout -fina
alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes
nombrado santo- y giró después a la izquierda, en dirección hacia
el Pont Noir y Ville- d'Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar
frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitacion a sus
espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un
camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún
carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.
Desde
la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez
le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían
irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin
embargo escalando, montado sobre su rayo mecánico, por entre la
gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su
sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros
en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.
Felizmente
para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la
espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente
contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo
en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su
capacidad auditiva.
Apenas
recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su
guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado
bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y
tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus
buenos principios como su mansedumbre.
La
ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres
chulos de la Madeleine -uno de los cuales, apresurémonos a decirlo
en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la
Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y
fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del
Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa
transformación habría de limitarse
0 comentarios:
Publicar un comentario