Advertencia al que leyere: este relato nada tiene que ver con la antología del género que durante estos días he ido publicando.
El buen amigo Nacho Vázquez-Moliní, cónsul del haiku lusitano, visir de las letras almonastiríes y embajador de la elegancia urbi et orbis, acaba de publicar un relato mío en la revista CTXT (Contexto y acción). El relato, que podréis encontrar también en la plataforma Núbico, narra un hecho ocurrido durante la Guerra civil que resulta tan desconocido como ejemplar: la historia de mil fugitivos españoles que, huyendo de la represión y las cacerías fascistas, se aposentaron en la frontera con Portugal, por los rumbos de Barrancos, y la heroica decisión de un teniente portugués, que, contraviniendo las órdenes de Salazar, jugándosela, logró que salvaran la vida y fueran "deportados" a terreno republicano. En unos tiempos como estos, en los que tratamos a patadas a los refugiados sirios, el relato -que no fue escrito con esta motivación- cobra un sentido, ay, más actual. Y es que por más bofetadas que nos demos, no acabamos de aprender.
http://ctxt.es/es/20160224/Politica/4439/lectura-teniente-Seixas-Manuel-Moya-Nubico-Internacional-Artes-y-letras.htm#.Vs9UFUkPYUZ.mailto
El buen amigo Nacho Vázquez-Moliní, cónsul del haiku lusitano, visir de las letras almonastiríes y embajador de la elegancia urbi et orbis, acaba de publicar un relato mío en la revista CTXT (Contexto y acción). El relato, que podréis encontrar también en la plataforma Núbico, narra un hecho ocurrido durante la Guerra civil que resulta tan desconocido como ejemplar: la historia de mil fugitivos españoles que, huyendo de la represión y las cacerías fascistas, se aposentaron en la frontera con Portugal, por los rumbos de Barrancos, y la heroica decisión de un teniente portugués, que, contraviniendo las órdenes de Salazar, jugándosela, logró que salvaran la vida y fueran "deportados" a terreno republicano. En unos tiempos como estos, en los que tratamos a patadas a los refugiados sirios, el relato -que no fue escrito con esta motivación- cobra un sentido, ay, más actual. Y es que por más bofetadas que nos demos, no acabamos de aprender.
http://ctxt.es/es/20160224/Politica/4439/lectura-teniente-Seixas-Manuel-Moya-Nubico-Internacional-Artes-y-letras.htm#.Vs9UFUkPYUZ.mailto
Manuel Moya
El teniente Seixas. Retrato de la época. |
Pasan
dos minutos de las ocho cuando suena el teléfono. Al levantar el
auricular una voz le indica que prepare su equipaje pues el automóvil
acaba de salir en su busca. En media hora el vehículo estará en la
puerta. Después de sugerir por enésima vez a su hijo que no tiene
por qué acompañarlo, aparta el visillo y echa una ojeada al camino,
por donde ha de llegar el vehículo. Una casi imperceptible bruma se
eleva por el valle. Más lejos, el azulado humo de una de las quintas
vecinas, se arrastra por el horizonte. Uno de los guardias que ha
pasado la noche frente a la casa, orina contra el tronco del
algarrobo que da sombra al abrevadero. Al escuchar el chirrido de la
ventana, sobresaltado, el guardia se gira hacia el edificio y ve al
teniente, que se limita a repetirle las indicaciones telefónicas.
Por toda respuesta, el soldado, que aún anda a medio vestir, se
cuadra y de inmediato corre hacia su vehículo. El hecho de verlo
correr con el pantalón desabrochado y las botas desatadas, dibuja en
el teniente una tenue sonrisa. Para los tres muchachos ha sido una
noche llevadera a pesar de la temprana escarcha. Han dormido por
turnos, dentro del vehículo militar y, salvo el cansino ulular de
los cárabos que les ha suscitado algún jocoso comentario, no
tendrán mucho que recordar de esa noche. A pesar de que Gentil, el
hijo del teniente, los acaba de invitar a que se aseen en el baño de
la hacienda antes de tomar una taza de café, los tres soldados
prefieren lavarse la cara en la fuentecilla del patio, mientras a lo
lejos se perfila la polvareda que levanta el coche oficial.
Cuando
suena el teléfono, el teniente del Cuerpo Fiscal de Fronteras
António Augusto de Seixas Araujo, herido heroicamente en Chaves,
nombrado recientemente caballero de la Orden de Avis por la República
Portuguesa, por su dedicación y su celo en el servicio de fronteras,
ya se ha afeitado y peinado como si le tocara asistir a su propio
funeral. Desde que recibiera la notificación le resulta difícil
dormir de un tirón toda la noche. El doctor Pelícano, que viene a
visitarlo cada dos días, le ha recetado un específico, pero desde
la farmacia de Moura no le han llamado todavía para que lo recoja.
Su hijo Gentil, que ha estado trajinando en la cocina, pone junto a
la silla donde cuelga la guerrera una taza de café, pero el teniente
Seixas le ha dicho que, dados los problemas de estómago que sufre
últimamente, no va a tomar café, y que si acaso más tarde beberá
un vaso de agua y comerá una manzana. Ese será todo su desayuno.
Después ha tomado la guerrera de gala, donde figuran todas las
medallas que la República Portuguesa ha tenido a bien concederle en
el ejercicio de sus funciones, la ha alzado a la luz para comprobar
que está impoluta, se la ha colado con la ayuda de Gentil y se la ha
abotonado frente al espejo de pared con la concentración y
solemnidad que lo habría hecho para un desfile. Su hijo Gentil,
destinado con él en Sáfara, sigue sus movimientos hipnóticamente.
Le gustaría saber qué está pasando por la cabeza de su padre a esa
altura, mientras sus manos trajinan con el último botón. Gentil ha
seguido todo el proceso y lo nota más viejo y más taciturno, pero a
la vez más entero y seguro de sí mismo. El hijo piensa que tarde o
temprano a cada hombre le llega su momento y a su padre le llegó el
día que el primero de los fugitivos alcanzó la orilla izquierda del
Ardila y, sin más fuerzas, dejó su hatillo en el suelo. Apenas si
han hablado del asunto, porque el padre se muestra taciturno y poco
receptivo. Como atestigua el espejo, con sus ojos azules y su porte
marcial Augusto de Seixas es todavía un hombre coqueto y apuesto, a
pesar de que se acerca a la cincuentena y desde hace muchos años se
enfrenta en silencio a las heridas que sufriera luchando junto a su
amigo Ribeiro de Carvalho y apenas doscientos soldados, contra las
tropas monárquicas de Paiva Cruceiro, seguidoras de Sidonio Pais.
Sólo dos veces se han visto las caras desde entonces y para él
sigue siendo una incógnita cómo ha llegado la carta del ahora
coronel en la reserva hasta Sáfara. Es una carta efusiva y llena de
retórica militar, donde se habla de heroísmo, de patriotismo, de
honor y del deber inexcusable de todo hombre ante la defensa de la
vida humana. La guarda en la maleta por si se viera en la necesidad
extrema de utilizarla, pero de no ser así, preferiría conservarla
junto a él. Después de la inesperada victoria de Chaves, su carrera
como oficial de la Guardia Fiscal ha consistido en dar tumbos del
Norte hacia el Sur, ascendiendo de graduación y alejándose de su
ciudad natal en cada ascenso. El último de sus destinos ha sido
Sáfara, un blanquísimo pueblo alentejano donde ha desempeñado
durante los últimos cuatro años el papel de comandante de frontera,
con especial dedicación al incorregible contrabando entre Barrancos
y las vecinas localidades de Encinasola y Aroche, del otro lado de la
raya.
Los
coches oficiales -son dos- se detienen frente a la puerta. Del
segundo de ellos baja un oficial que se presenta como el capitán
Afonso Duarte y tiene la encomienda de conducirlo a Elvas. António
Seixas, que lo espera a pie firme frente a la puerta, lo saluda
militarmente ante la somnolienta mirada de los soldados que parecen
impacientes por marcharse. Es un saludo sin énfasis, como el de dos
oficiales que se conocen de antiguo y dirimieran melancólicamente el
final de una contienda. El capitán, que pretende quitar hierro a la
formalidad, entorna los ojos, se alza la gorra y pregunta a los
soldados si están preparados para partir, pero sin esperar respuesta
comenta con pesar que está visto que este año no quiere llover. El
teniente Seixas, contesta que más temprano que tarde lloverá y el
capitán Duarte, ajustándose la gorra, le sugiere que se tome su
tiempo, que no hay ninguna prisa.
El
viaje a Elvas va a ser largo. Él lo ha hecho más de una vez.
Transcurre por un paisaje huraño y polvoriento de lomas cansadas,
dehesas pedregosas y arroyos flanqueados por alisos. A un lado y otro
de la sinuosa calzada, tras las toscas paredes de piedra, les salen
al paso alcornoques, encinas y con menor frecuencia almendros,
algarrobos y olivos. Sólo de cuando en cuando, habrán de cruzar una
pequeña población con su iglesia modesta y sus calles polvorosas,
aunque si tienen la suerte de coincidir en el día de mercado, verán
decenas de puestos de fruta en las calles y la modesta animación
pueblerina. Por la carretera se cruzarán con decenas de mujeres
enlutadas y hombres renegridos en sus blusones remendados, que
caminan al lado de carros tirados por mulas que amenazan con
desvanecerse en la primera cuesta. Todos, también ellos, recorren
este mar de tierra adentro que es el Alentejo como fantasmas absortos
en su infortunio.
-Es
posible -le dice el capitán, que acaba de saludar a dos campesinos
que caminan por el arcén, a ocho o diez leguas al norte de Sáfara-
que no lleguemos hasta media tarde, pero no tiene por qué
preocuparse, pues “la cosa” está preparada para dentro de un par
de días.
-¿Un
par de días? -pregunta alarmado el teniente-. Creía que sería
mañana.
-No
-responde el capitán-. Dicen que hasta puede que se presente el
propio Salazar.
-¿Salazar?
-pregunta Seixas desconcertado-, ¿qué sentido tiene que venga
Salazar?
-Querrá
conocerlo, teniente -replica en tono de broma el capitán Duarte-. Si
me permite que se lo diga, es usted un hombre célebre.
-¡Maldita
sea la celebridad! -se queja el teniente Seixas-. Mire, ¿puedo serle
franco?
-Adelante,
diga usted lo que quiera, estamos entre compañeros de armas.
-Yo
-confiesa Seixas-, creo que no hice más que lo que me dictaba el
deber. Usted, estoy seguro, hubiera hecho lo que yo.
-No
lo sé, se lo digo con franqueza -replica el capitán.
-¿Hubiera
dejado que mataran a esas pobres criaturas?
El
capitán se quita la gorra y la hace girar sobre sus rodillas.
-No
lo sé -dice tras pensarlo-. Tengo hijos.
Refugiados sirios, llegado a Europa, 2016 |
El
teniente Seixas trata de hacer inventario de lo sucedido durante esos
quince días. Recuerda con absoluta nitidez la mañana del 22 de
septiembre en la que el teniente de la Guardia Nacional, Oliveira
Soares, destinado en Barrancos, se presentó en su cuartel para
notificarle que más de cincuenta fugitivos españoles habían
traspasado la frontera por un lugar que llamaban Coitadinhas, no
lejos del castillo fortificado de Noudar.
-Eso
-respondió él-, es una violación de la frontera.
De
modo que sin perder un minuto, seguido por un improvisado
destacamento, cabalgaron hacia el río Ardila, la frontera entre
Portugal y España. Era pasado el mediodía cuando pudo otear el
lugar con sus prismáticos. Lo que desde allí observó superaba sus
expectativas. No eran cincuenta ni cien las personas que se habían
aposentado junto al río, sino al menos trescientas y observó que
seguían cruzando desde la montaña próxima. Al bajar la ladera que
desembocaba en el río, los fugitivos que hasta entonces se
desperdigaban por las inmediaciones, se agruparon en torno a una zona
de sombra, formando un grupo muy compacto. Había mujeres, niños,
hombres y ancianos. Todos parecían exhaustos y recelosos. Alguien
gritó que una mujer estaba junto a una retamas, dando a luz. Él,
seguido del teniente Soares Oliveira, se aproximó al grupo. Los
soldados que los acompañaban quedaron detrás, confusos.
Uno
de los fugitivos, un hombre que debía frisar los sesenta años y que
vestía un pantalón sujeto por una cuerda y una camisa militar, se
aproximó a ellos, identificándose como Fermín Velázquez, jefe de
carabineros del pueblo de Oliva de la Frontera, a no más de diez o
quince leguas de allí. El grupo cada vez más nutrido de hombres,
niños, ancianos y mujeres apesadumbrados y expectantes se fue
acercando a aquel hombre con facha de tendero o boticario venido a
menos. Los caballos, que hasta entonces habían permanecido
tranquilos, relincharon ante el avance de los fugitivos. El teniente
Soares, responsable de la operación militar, ordenó a sus efectivos
que cargaran sus mosquetones y permanecieran atentos. Entonces él,
aún desde la montura, preguntó al que se presentó como mediador,
si sabía que estaban pisando territorio portugués. El hombre dijo
que lo sabían y se excusó alegando que eran españoles que durante
días habían sido perseguidos por las tropas nacionales, que estaban
pasando a hierro y fuego las poblaciones vecinas. En el teniente aún
resonaban las noticias que habían publicado los diarios lisboetas
acerca de la matanza de civiles en la plaza de toros de Badajoz, no
hacía ni un mes. El tal Fermín dijo que, así las cosas, todos
ellos -y señaló al grupo que lo precedía- solicitaban formalmente
refugio en Portugal. El teniente Seixas, que se identificó como
comandante de aduanas y por tanto responsable de la frontera, le
informó que no estaba autorizado para ofrecerles refugio, pues eso
supondría contravenir la legalidad, pero que se comprometía a
gestionar el asunto a condición de que todos volviesen a cruzar el
Ardila, entonces casi seco, y aguardasen en tierra española hasta
que llegara la autorización. El jefe de carabineros se dirigió a
sus compatriotas y tras explicarles la conversación, les preguntó
si aceptaban la propuesta. Durante un largo rato discutieron
acaloradamente. El teniente Soares y él se resguardaron bajo la
sombra de un chaparro, mientras sus caballos no dejaban de luchar
contra las moscas. Fue Velázquez quien se acercó para informarles
que no pasarían a España a no ser por la fuerza. La situación era
ciertamente comprometida para el teniente de aduanas, cuyo deber
consistía en defender la frontera.
-No
sé si son conscientes -dijo al fin-, pero esto es una violación de
nuestro territorio, y tanto yo como mis hombres estamos obligados a
actuar.
Por
toda respuesta, Fermín Velázquez, que se secaba el sudor con un
pañuelo oscuro, afirmó que volver a España significaría la pena
de muerte para todos ellos y que igual les daba morir a un lado del
río como en el otro, de manera que podían empezar a disparar cuando
quisieran. Oliveira Soares, acalorado, les garantizó que allí nadie
iba a disparar, pero que los soldados estaban para hacer cumplir las
leyes y las leyes exigían que cruzaran de nuevo el río. Seixas
trató de poner paz. Era realmente una situación que podía
envenenarse en cualquier momento y por cualquier equívoco.
Refugiados españoles caminando hacia Francia, 1939 |
-De
acuerdo -dijo él, tras consultarlo con su compañero-. Ve usted esa
raya -dijo a Fermín, señalando la línea de crecida del río en la
rivera portuguesa-, pues bien, si se compromete a volver a ella y a
que ninguno de los suyos la traspase, nosotros intentaremos gestionar
un permiso de refugio temporal, aunque no puedo garantizarle nada. Le
hago formalmente responsable.
El
jefe de Carabineros, Fermín Velázquez, se giró, tratando de ver la
raya imaginaria que el teniente había impuesto y, sonriéndole, le
extendió la mano.
-Acepto
su palabra.
Aquella
misma tarde, de regreso al cuartel, Seixas se puso en contacto con el
responsable de la PVDE en Beja, a quien durante un largo rato puso al
corriente del conflicto fronterizo, pero el jefe de la policía
política, enfurecido, no quiso darse por enterado y le advirtió a
voces que el gobierno no toleraría revolucionarios, malhechores e
indocumentados españoles en su territorio, y que lo mejor que podía
y debía hacer es devolver a aquellos individuos a las autoridades
españolas por cualquier método. Él trató de explicar que los
refugiados estaban dispuestos a todo antes de regresar y que de
actuar por la fuerza se produciría un baño de sangre.
-¿Un
baño de sangre? ¿Qué es lo que quiere decir con un baño de
sangre? Usted está ahí para hacer respetar la ley portuguesa por
las buenas o por las malas. ¿Entiende? A partir de ahora usted asume
personalmente la responsabilidad de todo cuanto pueda ocurrir a este
lado de la frontera. Es una cuestión nacional.
Él
trató de explicar al jefe de la policía política que no había
opción posible, pues se trataba de una situación de hechos
consumados, que los refugiados ya se habían aposentado en una franja
de unos veinticinco metros de terreno portugués y que no se iban a
marchar de allí a no ser por la fuerza.
-Hágalos
salir de ahí como sea. ¿Entiende? Si hace falta, fusílelos a
todos.
-Perdone,
pero no ordenaré disparar contra gente desarmada sin contar con una
orden suya por escrito y en su presencia.
-Usted
me hace perder la paciencia.
El
oficial de la PVDE se limitó a colgar el teléfono.
En la
penumbra de su despacho, el teniente Augusto de Seixas trató de
reflexionar sobre una salida a aquel embrollo. Actuar contra los
dictámenes de la policía política era impensable, pero si a
alguien se le ocurriera disparar contra toda aquella gente indefensa,
la noticia daría la vuelta al mundo y quienes le habían empujado a
esa situación, esconderían sus cabezas y toda la responsabilidad
recaería sobre su persona. Él no iba a caer en esa trampa. Hacía
muy pocos días que Mario Neves, en el Diario de Noticias, había
descrito para el asombro de los portugueses la arbitraria masacre de
Badajoz, que logró conmover al mundo, Por todo el área donde se iba
desplazando la ocupación de las tropas sublevadas, las noticias de
asesinatos, fusilamientos y demás barbarie eran descritos a diario,
aun cuando la prensa portuguesa, afín al Gobierno de Burgos, trataba
de guardar silencio.
A esa
altura él era consciente de que el asunto de los refugiados de
Coitadinhas había sobrepasado ya cualquier posibilidad de marcha
atrás. Si los refugiados rechazaban categóricamente, como ya le
habían expresado, regresar a España, no existían más
posibilidades que utilizar las armas o buscar una solución política
en las altas instancias de Lisboa, lo que hasta entonces había sido
un empeño inútil. La cuestión era que el tiempo pasaba
inexorablemente, que la existencia del campamento no podía
extenderse mucho más, pues el número de refugiados ascendía de día
en día y pronto no sería posible controlarlos o atender a sus
necesidades básicas. En todo caso, ya no se trataba de una cuestión
meramente política, sino humanitaria y moral y era a él a quien
competía decidir.
Creyendo
que, dada la cerrazón de las instancias políticas portuguesas, la
solución sólo podría venir de los propios españoles, escribió
cartas para los nuevos alcaldes de Oliva, Villanueva del Fresno y
Jerez de los Caballeros haciéndoles ver en qué situación se
encontraban muchos de sus convecinos para tratar de buscar garantías
para su regreso. Convencido de que su iniciativa llegaría a buen
termino, aquella misma tarde mandó emisarios a la vecina Encinasola
para que desde allí contactaran telefónicamente con las autoridades
civiles y militares de las tres poblaciones, pero los emisarios
regresaron a media noche sin que las nuevas autoridades aceptaran
recibirlos y advirtiéndoles que los refugiados del Ardila no eran
más que chusma, perdularios y quemaiglesias a los que era mejor
fusilar sin más contemplaciones.
No
había pasado ni medio día desde aquella iniciativa, cuando se
presentaron docena y media de escopeteros en el cerro de La
Resbalosa, que dominaba la ribera del Ardila desde la parte española,
creando el pánico entre los refugiados que, sorprendidos, hubieron
de atravesar la raya imaginaria impuesta por Seixas y protegerse
entre las retamas y encinas que quedaban a resguardo de los disparos.
El teniente Oliveira Soares, que por feliz coincidencia se encontraba
en el terreno para dirigir el relevo de la guardia del campamento,
montó en su caballo, atravesó el río y enfiló la cuesta a pecho
descubierto hacia el lugar donde se encontraban los pistoleros,
chicos veleidosos y hombres malencarados que utilizaban escopetas
oxidadas y mosquetones de poco alcance. Desconcertados al ver que
atravesaba la frontera y ascendía la loma un oficial portugués a
caballo, los escopeteros dejaron de disparar y se escondieron tras de
las matas. Cuando estuvo a su altura, Soares gritó en español:
-¿Qué
es lo que están haciendo, si puede saberse?
-Esos
de ahí son comunistas y anarquistas españoles -respondió un chico
de unos diecisiete o dieciocho años, señalando el río.
-Como
si son de la China -respondió Oliveira- ¿Quién es el que manda
aquí?
Uno
de los chicos que había salido al encuentro del caballista señaló
a un tipo chaqueteado que en ese instante apareció tras una retama,
seguido por un perro que acezaba.
-Oiga,
¿usted quién se cree que es para cruzar la frontera? -preguntó el
tipo chaqueteado.
-Yo
soy un oficial portugués. Tengo una compañía de hombres armados y
cuatro ametralladoras ahí abajo. Si a alguien se le ocurre volver a
disparar contra suelo portugués -advirtió-, vamos a subir hasta
aquí y os vamos a freír vivos.
-Ustedes
no pueden pasar la frontera -respondió el cabecilla,
envalentonándose ante los chicos que lo rodeaban.
-Un
solo tiro y verán si subimos o no. ¿Entendido?
Nadie
opuso la mejor objeción.
-Y
una cosa más le digo -dijo dirigiéndose al cabecilla-. Dele de
beber a ese perro.
Ya no
hubo más disparos. Los refugiados explicaron a Soares que aquella
cuadrilla de pistoleros llevaba días batiendo la zona fronteriza,
desde Valencia de Mombuey hasta Encinasola, buscando huidos y gente
que trataba de alcanzar la raya. Muchos de ellos eran abatidos en
medio de los campos, para alimento de sus propios perros, de los
buitres y de las alimañas. Durante las siguientes horas el teniente
Soares habilitó una zona un poco más alejada del río, resguardada
de la vista y de un posible ataque desde tierra española, para que
los refugiados, valiéndose de retamas y adelfas, improvisaran un
nuevo campamento. Soares aprovechó las horas de la tarde para hacer
el primer censo: contó quinientas nueve personas, entre ellas
veintitrés niños, cerca de doscientas mujeres y sesenta y cuatro
ancianos.
Cuando
el relevo de la guardia llegó a Sáfara, el teniente Seixas tuvo
conocimiento de lo sucedido en Coitadinhas durante la jornada, así
como del recuento de refugiados que se había efectuado. La
situación, se dijo, es cada vez más complicada y prolongarla en el
tiempo no hará más que envenenarla
mucho más. Había que actuar de inmediato, de una forma regular o
irregular, tanto daba, antes de que todo aquello explotase. Pensaba
sobre todo esto cuando su hijo Gentil le sugirió que contactase con
algún periodista amigo suyo de Beja o de Lisboa. Todo cambiaría si
algún periódico se hiciese eco de la existencia del campo de
refugiados. La idea no era descabellada. Necesitaba sopesar los pros
y los contras, porque desde luego no quería echarse encima a los
comisarios de la PVDE, pero habiéndose roto la posibilidad de un
arreglo político y formal, no le quedaban muchas más opciones que
actuar por su cuenta, al margen de los cauces legales. No cabía otra
posibilidad pues, que la de contactar con alguien que tuviera la
disposición y la posibilidad de dar un vuelco al asunto. Pensó en
Pereira o en Neves, pero no conocía sus números y tal vez contactar
con ellos lo pudieran convertir en sospechoso. Lo más importante es
actuar con discrecionalidad, pensó y ahí comenzaban sus problemas.
Podía contar con su viejo amigo Ribeiro de Carvalho, el héroe de
Chaves y confiar que él, anciano ya, lo pusiera en contacto con
algún periodista discreto y dispuesto a asumir riesgos, pero en los
tiempos que corrían era difícil encontrar a plumillas no afectos al
régimen o que no siéndolo no fueran estrechamente vigilados.
Entonces pensó en Rui Vaz de Cunha, un aristócrata que malvivía en
su quinta de Alcacer do Sado, y que a pesar de su reclusión era un
hombre de mundo, cuyo retintín monárquico lo hacía sospechoso de
casi todo, que es como decir de casi nada. Sabía Seixas que Rui
solía invitar a su quinta a un poeta de Lisboa, cuyo nombre no
lograba recordar, y que cada noche acudía al Grémio Literário para
discutir de versos y de etiqueta con el embajador mexicano Carlos
Mendoza y su misteriosa amante Lucila Godoy. Intuía el teniente
Seixas que cualquiera de los dos tendría razones más que
suficientes para conseguir que la noticia de los refugiados de
Barrancos corriera sin freno por el mundo. Había conocido al
embajador mexicano hacía sólo unos meses, cuando coincidieron en
una cacería en tierras de Moura y entre vino y vino charlaron de los
ideales republicanos y de toros, a los que ambos eran aficionados. En
aquella ocasión acompañaba al embajador Lucila Godoy, una mujer
bellísima, que el propio jefe de la PVDE, haciéndolo llamar, le
sugirió que se anduviese con cuidado porque trabajaba para los
ingleses. Sin pensarlo más alzó el teléfono. Al otro lado escuchó
la voz algo accidentada de Rui Vaz de Cunha, un viejo camarada de
francachelas que ejercía de filósofo monárquico, trasnochado y
decadente. Fue el propio Rui quien le proporcionó el teléfono, no
del poeta, que no lo tenía, sino del Grémio Literário, donde
seguramente se encontraba el diplomático azteca. Mendoza no había
llegado al Grémio todavía, pero dos horas más tarde sonó el
teléfono y el teniente Seixas, tras un tedioso circunloquio y no
pocas prevenciones, logró ponerlo en situación.
-Me
da usted una bomba -dijo el diplomático, exaltado.
grupo de subsaharianos tratando de alcanzar las costas europeas en un kayuko |
-Hágala
estallar lo más discretamente posible.
Dos
días más tarde, las radios y periódicos suizos, franceses e
ingleses hablaban de los más de seiscientos españoles confinados en
la raya portuguesa e incluso el Diario de Noticias, que se apresuró
a negar la existencia del campo de refugiados, tuvo que admitir su
error un día más tarde, ante la insistencia de los periodistas
extranjeros ubicados en Lisboa que querían conocer de primera mano
el campamento.
En
cuanto la noticia de los refugiados saltó a la prensa, el jefe de la
policía de Beja, un hombre inmensamente gordo que siempre parecía
al borde de una apoplejía, se presentó en el cuartel de Sáfara y
exhibiendo con desprecio el diario lisboeta, hizo responsable al
teniente de aduanas de la noticia.
-Le
advertí que estaba jugando con fuego.
-No
sé a qué se refiere.
-Me
refiero a lo que han publicado los periódicos.
-No
sé qué dicen los periódicos. Aquí llegan con cinco días de
retraso.
-Tiene
dos minutos -dijo señalando su reloj-, para decirme cómo ha llegado
esta basura a la prensa internacional.
Él
tomó el periódico y leyó el titular que el jefe de la policía
política le señalaba. Tras leerlo se encogió de hombros y se
limitó a preguntar que si desde Sáfara costaba dios y ayuda poner
una conferencia a Beja, cómo podría hacerlo a Londres o a Roma. El
jefe, sorprendido por la respuesta, golpeó el periódico contra el
filo de la mesa y lo examinó con resentimiento.
-Entonces,
dígame de una vez quién ha sido -inquirió desorientado, sudoroso.
-Habrán
sido los españoles -repuso él.
-¿Los
españoles? No me joda, Seixas, ¿cómo van a ser los españoles?,
¿de qué españoles me está hablando? ¿Usted cree que me chupo el
dedo?
-No
lo sé, pero podemos ir allá y les pregunta.
El
jefe de la policía política, al que mareaban los caballos, no
parecía dispuesto a ensuciarse sus relucientes zapatos de charol por
aquellos caminos polvorientos, de modo que recogió el periódico con
rabia, pateó la silla que tenía delante y ya desde la puerta se
giró para asegurarle que la cosa no quedaría así. Tras la marcha
del comisario político, António Augusto de Seixas sintió que el
trabajo más difícil estaba hecho y que ahora eran otros los que
debían tomar las decisiones importantes sobre los refugiados.
Entonces, sintiéndose ligero, telefoneó al teniente Soares y lo
citó en el campamento tres horas más tarde.
Las
jornadas posteriores fueron realmente duras, pero al menos el
conocimiento del campamento por las autoridades de Lisboa, descargaba
al teniente Seixas de la responsabilidad sobre aquellos desahuciados.
Día por día aumentaba el número de refugiados y por dos veces los
hombres de Soares hubieron de protegerlos de las incursiones de los
pistoleros españoles que los vigilaban desde el otro lado del río y
a veces perseguían a quienes aún no habían alcanzado tierra lusa.
Alimentarlos no fue tarea fácil porque sólo contaban con la ayuda
de los habitantes de Barrancos. Cada tarde bajaban del pueblo ocho o
diez mulas cargadas de pan moreno, café, arroz, patatas, tocino,
manteca y hortalizas de las huertas que el propio Fermín Velázquez
se encargaba de distribuir a las tres cocinas que funcionaban a todas
horas, por rigurosos turnos. Los soldados compartían su comida con
los niños que se les acercaban y en más de una ocasión, acabadas
sus guardias, fueron a cazar ciervos y conejos para los refugiados.
El doctor Pelícano y el cura Almeida, bajaban diariamente desde
Barrancos al campamento para tratar a los enfermos y los más
doloridos por el infortunio y la despiadada represión del otro lado
de la raya. Fue así cómo atendieron al creciente número de
fugitivos. Mucho era el dolor y el desamparo que había seguido hasta
aquel paraje a toda aquella pobre gente, pero la situación se hacía
cada jornada más insostenible y el campamento de Coitadinhas estaba
cada vez más colapsado. Una mañana se presentaron en él media
docena de agentes de la PVDE e inmediatamente iniciaron un recuento
oficial. La visita fue acogida favorablemente por el teniente puesto
que venía a suponer el reconocimiento oficial del campamento.
Durante horas una larga hilera de refugiados fue compareciendo antes
los agentes y el médico. Se identificaron así 640 personas, entre
ellas un niño de pecho que había nacido en el propio campamento
días antes.
Cuando
los agentes se marcharon el teniente Seixas respiró más tranquilo.
El invierno se aproximaba y para el gobierno portugués aquello era
un engorro que enturbiaba la relación diplomática con el Gobierno
de Burgos y creaba malos entendidos e incomodidades con Gran Bretaña
y Francia, que exigían mandar observadores y ver sobre el terreno
qué es lo que estaba pasando en la raya portuguesa. Pero el flujo de
refugiados no cesó en los días ulteriores. Avisados tal vez por la
suerte de sus compatriotas, durante los siguientes días alcanzaron
la orilla izquierda del Ardila trescientos huidos más. Él trató
por todos los medios de sumarlos a la lista que la PVDE había
confeccionado en el terreno, pero los nuevos refugiados fueron de
inmediato considerados ilegales, lo que significaba que debían ser
devueltos al puesto fronterizo de Barrancos o Rosal sin más
contemplaciones. Sin contar con nadie, en la esperanza de que así
como el asentamiento de Coitadinhas se había legalizado, decidió
montar otro similar dos leguas río arriba, en una hondonada que
llamaban Russianas. Consciente de que la presencia del segundo campo
de refugiados contravenía las órdenes expresas de sus superiores,
trató de mantenerlo en secreto incluso para el teniente Oliveira
Soares. Intuía que en pocos días la situación quedaría
definitivamente arreglada. Su intuición era cierta: el día siete de
octubre por la tarde supo que los refugiados debían ser trasladados
al día siguiente a Moura, desde donde emprenderían el viaje en tren
hasta Lisboa, para desde allí abandonar el país en un vapor de
bandera portuguesa.
El
movimiento comenzó de madrugada. Los refugiados debían caminar
varios quilómetros hasta alcanzar un lugar favorable para los
camiones. Pronto supo que para los refugiados del segundo campamento
nadie había previsto transporte, de manera que hubo de contratar de
su propio bolsillo cuatro camiones más procedentes de Serpa y de
Moura para poder sacar de allí a los trescientos cuarenta nuevos
refugiados. Él mismo y su hijo Gentil escoltaron a estos últimos
hasta la plaza de toros de Moura, desde donde, ya de madrugada
tomarían un tren especial para Lisboa.
Sólo
cuando en la madrugada del 8 de octubre, los últimos refugiados
subieron al tren, él, el condecorado teniente de fronteras António
Augusto de Seixas Araujo, respiró tranquilo. Mas de mil personas
comenzaban ese viaje nocturno hacia Lisboa.
-Después
de eso se quedaría usted en la gloria -comentó el capitán Duarte,
que había escuchado el accidentado relato del teniente Seixas.
-Ni
siquiera tuve tiempo de eso. No había salido de la estación, cuando
un agente de la policía política se acercó al grupo que formábamos
el teniente Soares, mi hijo Gentil y yo y sin más me pasó el
mensaje que le había transmitido para mí su jefe de Beja. “Esto
no quedará así. Está usted acabado”, dijo.
-¿Y
qué le contestó usted?
-¿Qué
le iba a contestar? Nada. Cuando me quise dar cuenta el tipo ya se
estaba metiendo en su coche.
Como
augurara el capitán Duarte, después de recorrer de sur a norte
medio Alentejo, hasta media tarde no atisbaron la vieja ciudad
fortificada de Elvas, que apareció dorada y apacible sobre la loma.
No había acabado de dejar atrás sus murallas, cuando los renegridos
baluartes del fuerte de Graça se hicieron presentes en un quiebro de
la carretera. Los dos automóviles se detuvieron antes del foso y
tras presentar los salvoconductos, la puerta se abrió y cruzaron el
puente. Al escuchar cómo la puerta se cerraba a sus espaldas sintió
un escalofrío. Ya en el sombrío patio interior del fuerte los
coches se detuvieron y enseguida cuatro soldados armados corrieron a
su encuentro.
-Aquí,
en el patio -comentó Duarte, antes de bajarse del automóvil-,
oscurece una hora antes.
Apenas
pusieron pie en tierra, el capitán ordenó a uno de los soldados que
tomara la maleta y los siguiera. Duarte esperó durante más de media
hora junto a él hasta que todas las formalidades se dieron por
acabadas. Todo se hizo en un riguroso y espeso silencio, como si
formase parte de un negro e implacable reglamento. De nuevo en el
patio, donde ya había oscurecido por completo, Duarte desistió de
acompañarlo a la habitación que le tenían destinada desde hacía
una semana. Tampoco asistió al juicio y mucho menos al vejatorio
acto de su degradación, antes de conducirlo a los calabozos,
condenado por desobediencia y rebeldía.
Pasados
dos meses, cuando António Augusto Seixas completó su condena, el
capitán Duarte se prestó a conducirlo a la estación de ferrocarril
de Elvas.
-¿Adónde
lo mandan ahora, compañero? -preguntó.
-He
tenido suerte, contestó. Me han confinado a Sines, un pueblo de la
costa, donde me han dicho que no me voy a aburrir.
-Sardinas
no le van a faltar.
La
estación de Elvas no estaba muy concurrida a esa hora. El tren hacia
Lisboa no salía hasta más de una hora después. Mientras Seixas
sacaba el billete, Duarte observó los preciosos azulejos que
decoraban las altas paredes y que representaban la historia y los
monumentos más característicos de Elvas. Mientras, diez o doce
viajeros esperaban en las distintas dependencias de la estación. Una
mujer vestida de negro no se alejaba de su pesada maleta y de una
cesta donde a veces cacareaba una gallina. Un soldado de artillería
bostezaba con su petate a los pies. Un tipo con sombreo leía el
periódico y fumaba. Cuando Seixas apareció con el billete, el
capitán tomó su maleta y se dirigieron a un banco. Hablaron de los
días pasados en el Forte de Graça y en los planes de Augusto
Seixas, que aún ignoraba a qué dedicaría sus días en Sines. El
capitán lo escuchaba mientras fijaba la vista en el bello azulejo
del acueducto de Amoreiras. Así estaban cuando el tipo del sombrero
apartó el periódico, se alzó de su asiento y se dirigió hacia
donde ellos se encontraban, sin quitarse el cigarro de la boca. Tras
presentarse como agente de la policía política les pidió los
billetes y la documentación. António Seixas buscó en el bolsillo
de su chaqueta y se los extendió. El agente examinó largamente los
documentos.
-¿Es
usted António Augusto de Seixas? -preguntó al fin con frialdad.
-Sí,
soy yo -contestó él.
-¿Y
usted? -dijo el agente dirigiéndose al capitán-. Deme sus papeles.
-Soy
militar -contestó el capitán.
-¿Militar?
-contestó confusamente, algo azorado- ¿Y qué hace aquí de
paisano?
-Acompaño
a un amigo.
El
agente pareció dudar.
-¿No
sabe que no está permitido permanecer en la estación si no va a
viajar?
-¿Eso
quién lo dice? -preguntó el capitán.
-De
momento, lo digo yo. ¿Le parece a usted mal?
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