Clarín po rVictor Hevia. |
ADIÓS CORDERA
Leopoldo Alas ("Clarín")
El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo
verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de
sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de
Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón
de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a
derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo
desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín,
después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el
poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de
aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco,
fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de
abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca
llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras
que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del
misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba
resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo
desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del
telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los
formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras
del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a
veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece
que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que
pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje
incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía
curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los
del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba
en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros,
verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se
abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de
lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente,
como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse.
Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues,
experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que
comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y
tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también
tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que
los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de
parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de
Horacio. Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de
mimarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que
Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la
Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del
ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar!
¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos,
pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por
curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y
después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la
vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras
peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca. "El
xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante . . ,
¡todo eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días de
prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la
Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más
alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos
días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina
asomaba por 'a trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al
estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un
peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus
precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza
erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que
mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no
mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril
produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio
era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una
excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos,
pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave,renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse
aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del
viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto
ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos:
un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba
el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no
llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren.
Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre
el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la
proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas,
de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la
noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura.
Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y
de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros,
empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo
azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de
Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne
y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos,
nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba
el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa
esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores.
Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos
por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era
distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera,
la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna.
La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca
santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad
de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo
destronado, Caído, contento con su
suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios
falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede
decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los
toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de
escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de
los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico
y pensativo.
En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la
Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de
Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa
relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la
gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de
los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común,
que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en
tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los
parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil
injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que
buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno
escaseaba y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca
faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias
que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos
heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria
entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los
Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda
la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero
subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de
parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas,
soltaban el recental que, ciego y como loco, a testaradas contra
todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo
su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a
su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos. estos lazos son de los que no se olvidan. Añádase
a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del
mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier
compañera, fiel a la gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y
horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida.
en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en
tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para
pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado
suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó,
gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de
privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera. y no pasó de ahí:
antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos
al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al
mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera. el amor de sus
hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en
casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio,
llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz.
Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había
muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de
rama je. señalándola como salvación de la familia.
"Cuidadla; es vuestro sustento". parecían
decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre
y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la
Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no
puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo. y allá
en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera,
confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los
neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón
echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante. sin más
atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días
había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al
levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la
había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa
opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba
más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo
ni cuándo. Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada
mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio
explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido porque nadie había querido llegar al
precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un
sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se
atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar
fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que
miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en
acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último
momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando
plazo a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que
vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto
consuelo, volvió a emprender el camino par la carretera de Candás,
adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes
y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían
con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones
entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía
estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de
Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros
menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia
y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a
tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera,
interrumpiendo el paso... Por fin la codicia pudo más; el pico de
los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada
cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre
madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo
hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y
Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el
corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas
pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía
reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil
precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. El
sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño
miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos
del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de
Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de
Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás
caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños.
Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que
inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma
destrozada Antón el huraño."¡Ella será una bestia, pero sus
hijos no tenían otra madre ni otra abuela!" Aquellos días, en
el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La
Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre,
sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes
de que el brutal porrazo 1a derribase muerta. Pero Rosa y Pinín
yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante.
Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del
telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un
lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un
encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un
trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera.
Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero
en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho,
alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las
alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tanto y
tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la
carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a
chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto;
se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada
de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados
sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la
Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al
enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron
sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de
ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como
en un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de
altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la
Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por
fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:
-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes!
-así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi
negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de
la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella
más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la
distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-.
¡Adiós, Cordera de mío alma! -¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín,
no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila,
perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos
de la noche de julio en la aldea-.
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre,
Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había
sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera
parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego
el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o
respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que,
pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su
amiga, a la vaca abuela. -¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la
misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de
Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su
hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca. para comer
los señores, los indianos.
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
-Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el
telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba,
que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas
ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares
de ricos glotones... -¡Adiós, Cordera!..
-¡Adiós, Cordera!..
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó
el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un
cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a
Pinín que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao Somonte,
sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a
sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina,
apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa,
casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de
tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban,
gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a
toda la patria familiar, a la pequeña. que dejaban para ir a morir
en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey
y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla,
tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de
las ruedas y la gritería de losreclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba
exclamando. como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
-Adiós, Rosa!.. ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós,
Pinín! ¡Pinín de mío alma!..
"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se
lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma,
carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la
pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que
repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un
desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones
apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. bien hacía
la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que
se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el
palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento
cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora
ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de
soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía
oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
0 comentarios:
Publicar un comentario