Cesare
Pavese es el escritor con quien tal vez más y por más largo tiempo
me haya identificado. No hablo de una identificación estricta, sino
de una profunda comprensión por su caso. Veo a Pavese como una
suerte de Sísifo moderno, cargando con todo cuanto la vida le fue
poniendo en sus espaldas. Y si Sísifo os parece demasiado ostentoso,
tomad la figura de un chamarilero. Novelas como El
camarada,
De tu tierra,
El bello verano
o El diablo en las
colinas,
sus cuentos ásperos y fulgurantes, sus libros de poemas Trabajar
cansa
y Vendrá la muerte
y tendrá tus ojos,
al margen de sus traducciones de Melville, Edgar Lee Masters,
Faulkner, Dos Passos, Stein o Hemingway, sus esclarecedores ensayos
sobre literatura norteamericana o su estremecedor diario Oficio
de vivir lo
convierten en uno de los diez o doce escritores indiscutibles de todo
siglo XX. Pavese nació en Stefano Belbo, un pueblo enclavado en la
comarca de la Langhe en la provincia de Cuneo, Piemonte, comarca
agrícola donde transcurren muchos de sus cuentos, novelas y poemas
de su primer libro. Su padre murió cuando él contaba con 6 años,
lo que le marcó indeleblemente, como le ocurriera a Pessoa, Poe o
Baudelaire. Estudió en la no lejana y abrupta Turín, ciudad donde
se radica gran parte de la industria automovilística italiana, y por
consiguiente de vivísima tensión sindicalista y obrera. Fue en este
ambiente donde Pavese encontró no sólo la literatura, sino una
proyección ideológica y vital. Pero en el fondo de sí mismo, CP se
sentía un intruso en una ciudad como Turín, que representaba justo
las antípodas de su arcádica comarca natal, llena de vides y de
extensos campos de maíz. Esa sensación de pérdida y, por qué no,
de desconexión con la realidad que le supone abandonar la tierra (y
la infancia) le va a acompañar durante el resto de su vida. Casi
ninguna de sus novelas ignoran esa tensión. Su obra trata de la
pérdida de la inocencia, de la imposibilidad de vivir en un mundo
tenebroso y vil, inhumano y violento. Hay que pensar que Pavese llega
a Turín en el momento en el que el fascismo italiano comienza a
aparecer en el horizonte. Desde muy pronto él se va a posicionar
como un anti-fascista y así entroncará con una bulliciosa
intelectualidad turinesa, como es Giulio Einaudi, Bobbio o los
Ginzburg, de cuyo grupo saldrá la importantísima editorial Einaudi,
a la que Pavese se incorporará primero como lector y como traductor
antes de publicar sus primeros libros. Mientras él estudia en
profundidad la literatura en sus pilares esenciales: los mitos.
Trabajar cansa,
su primer libro de versos, lo inducirá hacia ese camino que nunca
abandonará del todo. Su posicionamiento frente al fascismo lo
conducirá a la cárcel primero y más tarde al destierro. De esta
experiencia saldrá La
cárcel,
una novela autobiográfica, donde Pavese, a pesar de la lejanía
calabresa, recupera de algún modo su mítica relación con la
naturaleza. Sin embargo cuando se recrudece el fascismo y muchos
compañeros y conocidos se suman a la resistencia, él prefiere
quedarse al margen, si bien colaborando de forma subrepticia. Esta
postura de inacción activa le produce un cada vez mayor conflicto
personal, como se advierte en su novela La
casa en la colina.
En fin, si hay hombres que coleccionan sellos, amapolas blancas, o cabezas de caballos cartaginesas, Pavese coleccionaba conflictos y angustias existenciales. Todo para él resultaba arduo y complicado. El título de sus diarios, Oficio de vivir (Il mestiere di vivere), puede dar una idea bastante aproximada de por dónde van sus tiros. Lo curioso de todo esto es que Cesare Pavese fue un traductor y autor conocido y reconocido en la Italia post fascista. Aunque su obra no es exactamente de una temática social y neo-realista (salvo tal vez el delicioso El compañero) supo entroncar con una sensibilidad pre-existencialista que en ese momento atravesaba la depauperada y aterrorizada Europa del dopoguerra. Si su obsesión por la muerte o si la angustia por no hacer lo correcto lo perseguirán durante toda su vida, su relación con el sexo y las mujeres se convierte acaso en su mayor fuente de dificultades, impotencias y conflictos irresolubles. El papel de la mujer en su obra narrativa es absolutamente crucial, como lo prueban dos de sus últimas obras, El bello verano o Entre mujeres solas. Pavese, que luchó contra el fascismo, que se enfrentó a los mitos, de cuyas honduras nace gran parte de su producción literaria, que mil veces se sintió acosado por esa impotencia suya, tan devoradora al fin, frente a la mujer, acabó no pudiendo soportar esa carga de sufrimiento y de culpa que se adivina en sus novelas. Poco después de recibir el Premio Viareggio de novela -el más importante de Italia- por La bella state, tras una relación difícil y traumática con una joven norteamericana, Constance Dowling, Cesare Pavese se suicida en un hotel de Turín. Era a finales de agosto de 1950 y le faltaban unos días para cumplir 42 años. Su última anotación en su diario fueron: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Cualquiera de sus relatos podría servir para esta antología, porque Pavese no es hombre de grandes distancias entre sus obras. Cualquiera de ellas sobrecoge, en cualquiera de ellas se encuentra uno con ese personal universo suyo.
En fin, si hay hombres que coleccionan sellos, amapolas blancas, o cabezas de caballos cartaginesas, Pavese coleccionaba conflictos y angustias existenciales. Todo para él resultaba arduo y complicado. El título de sus diarios, Oficio de vivir (Il mestiere di vivere), puede dar una idea bastante aproximada de por dónde van sus tiros. Lo curioso de todo esto es que Cesare Pavese fue un traductor y autor conocido y reconocido en la Italia post fascista. Aunque su obra no es exactamente de una temática social y neo-realista (salvo tal vez el delicioso El compañero) supo entroncar con una sensibilidad pre-existencialista que en ese momento atravesaba la depauperada y aterrorizada Europa del dopoguerra. Si su obsesión por la muerte o si la angustia por no hacer lo correcto lo perseguirán durante toda su vida, su relación con el sexo y las mujeres se convierte acaso en su mayor fuente de dificultades, impotencias y conflictos irresolubles. El papel de la mujer en su obra narrativa es absolutamente crucial, como lo prueban dos de sus últimas obras, El bello verano o Entre mujeres solas. Pavese, que luchó contra el fascismo, que se enfrentó a los mitos, de cuyas honduras nace gran parte de su producción literaria, que mil veces se sintió acosado por esa impotencia suya, tan devoradora al fin, frente a la mujer, acabó no pudiendo soportar esa carga de sufrimiento y de culpa que se adivina en sus novelas. Poco después de recibir el Premio Viareggio de novela -el más importante de Italia- por La bella state, tras una relación difícil y traumática con una joven norteamericana, Constance Dowling, Cesare Pavese se suicida en un hotel de Turín. Era a finales de agosto de 1950 y le faltaban unos días para cumplir 42 años. Su última anotación en su diario fueron: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Cualquiera de sus relatos podría servir para esta antología, porque Pavese no es hombre de grandes distancias entre sus obras. Cualquiera de ellas sobrecoge, en cualquiera de ellas se encuentra uno con ese personal universo suyo.
AÑOS
Cesare Pavese
De
lo que era yo entonces
no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía
tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una
mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que
daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme,
o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué
que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y
la abrazaba. Ella me dijo:
-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
-Es bonito ser sinceros, como nosotros.
-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.
-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Silvia me dijo:
-Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla. Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.
-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
Luego Silvia se durmió y yo tuve hasta la mañana una rodilla pegada a la suya. Apareció la mañana como había aparecido siempre, y hacía mucho frío; Silvia tenía el pelo sobre los ojos y no se movía. En la penumbra yo miraba pasar el tiempo, sabía que pasaba y corría, y que afuera había niebla. Todo el tiempo que había vivido con Silvia en aquella habitación era como un solo día y una noche, que ahora terminaba por la mañana. Entonces comprendí que nunca volvería a salir conmigo entre la niebla fresca.
Era mejor que me vistiera y me marchase sin despertarla. Pero ahora tenía en la cabeza una cosa que preguntarle. Esperé, intentando adormilarme.
Cuando estuvo despierta, Silvia me sonrió. Seguimos hablando. Ella dijo:
-Es bonito ser sinceros, como nosotros.
-¡Oh, Silvia! -susurré-, ¿qué haré al salir de aquí? ¿Adónde iré?
Era eso lo que tenía que preguntarle. Sin apartar la nuca del almohadón, ella sonrió de nuevo, beatífica.
-Bobo -dijo-, irás a donde quieras. ¿No es hermoso ser libre? Conocerás a muchas chicas, harás todas las cosas que quieras. Te envidio, palabra.
Ahora la mañana llenaba el cuarto y sólo había un poco de calor en la cama. Silvia esperaba paciente.
-Tú eres como una prostituta -le dije- y siempre lo has sido.
Silvia no abrió los ojos.
-¿Estás mejor ahora que lo has dicho? -me dijo.
Entonces me quedé como si ella no estuviera, y miraba al techo y lloraba sin ruido. Las lágrimas me llenaban los ojos y corrían sobre la almohada. No valía la pena que se diera cuenta. Mucho tiempo ha pasado, y ahora sé que aquellas lágrimas mudas fueron la única cosa de hombre que hice con Silvia; sé que lloraba no por ella sino porque había entrevisto mi destino. De lo que era yo entonces no queda nada. Queda sólo que había comprendido quién sería en el futuro.
Luego Silvia me dijo:
-Ya basta. Tengo que levantarme.
Nos levantamos juntos, los dos. No la vi vestirse. Estuve pronto en pie, a la ventana; y miraba vislumbrarse las plantas. Detrás de la niebla estaba el sol, el sol que tantas veces había entibiado el cuarto. También Silvia se vistió pronto, y me preguntó si no me llevaba mis cosas. Le dije que primero quería calentar el café, y encendí el hornillo.
Silvia, sentada al borde de la cama, se puso a arreglarse las uñas. En el pasado se las había arreglado siempre en la mesa. Parecía abstraída y el pelo le caía continuamente sobre los ojos. Entonces daba sacudidas con la cabeza y se liberaba. Yo deambulé por el cuarto y recogí mis cosas. Hice un montón sobre una silla y de repente Silvia saltó en pie y corrió a apagar el café que se derramaba.
Luego saqué la maleta y metí las cosas. Mientras tanto, por dentro me esforzaba por recoger todos los recuerdos desagradables que tenía de Silvia: sus futilidades, sus malos humores, sus frases irritantes, sus arrugas. Eso me llevaba de su cuarto. Lo que dejaba era una niebla. Cuando hube acabado, el café estaba listo. Lo tomamos de pie, junto al hornillo. Silvia dijo algo, que ese día iría a ver a un tipo, a hablar de un asunto. Poco después dejé la taza y me marché con la maleta. Afuera la niebla y el sol cegaban.
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