Bichos y Cuentos de la montaña, ambos editados en nuestro país, son libros de una honestidad que siguen impresionándome. En Bichos Torga se aventura por esa comarca tan difícil y exigente de la fábula. Vicente, el cuervo es una de sus piezas y mi cuento torguiano favorito. Es también un cuento donde se trasluce el carácter indómito del poeta de Tras Os Montes. Un pedazo de cuento de uno de los más grandes prosistas del siglo XX.
La traducción es mía, pero para los lectores de portugués, he considerado oportuno incluir el texto original al final.
VICENTE
Miguel
Torga
Trad.
Manuel Moya
![]() | |||||||
Bichos, en una de las mencionadas autoediciones |
Aquella
tarde, a la hora en que el cielo se mostraba más duro y más
siniestro, Vicente abrió sus alas negras y partió. Cuarenta días
se habían cumplido desde que, integrado en la nómina de los
escogidos, entrara en el Arca. Pero desde el primer instante todos se
dieron cuenta de que en su espíritu no había paz. Callado y
sombrío, andaba de aquí para allá en una agitación continua, como
si aquel gran barco donde el Señor preservara la vida, fuese un
ultraje a la creación. En semejante barullo -lobos y corderos
hermanados ante el mismo destino-, apenas su figura negra y seca se
mantenía inconforme con el método de Dios. En su imaginación
silenciosa, preguntaba: "Por qué carajo los animales tienen que
estar involucrados en la confusa cuestión de la torre de Babel?"
¿Qué tenían que ver los bichos en las fornicaciones de los
humanos, que el Creador quería castigar? Justos o injustos, los
altos designios que determinaban aquel diluvio golpeaban una y otra
vez un sentimiento profundo, de irreprimible repulsa. Y cuanto más
inexorable se mostraba la prepotencia, más crecía la rebelión de
Vicente.
Cuarenta
días, pues, de pura hambre pasó allí. Ni siquiera él mismo podía
contar cómo descendió del Líbano hacia el muelle de embarque y
luego, en el Arca, recibió durante tan largo tiempo la ración
diaria de las manos serviles de Noé. Pero podría vencer. Consiguió,
al fin, superar el instinto de conservación y abrir las alas al
encuentro de la inmensidad terrible del mar.
Tan
insólita marcha fue presenciada por grandes y pequeños con un
respeto callado y contenido. Pasmados y deslumbrados, lo vieron,
temerario, a pecho descubierto, atravesar el primer muro de fuego con
que Dios le quiso impedir la fuga, para luego sumirse en los confines
del espacio. Pero ninguno dijo nada. Su gesto fue en aquel momento el
símbolo de la liberación universal. La conciencia en protesta
activa contra el arbitrio que dividía los seres en elegidos y
condenados.
Pero
aún en lo íntimo de todos, aquel sabor del rescate, ya desde lo
alto, ancho como un trueno, penetrante como un rayo, terrible, la voz
de Dios:
Noé
¿dónde está mi siervo Vicente?
Bípedos
y cuadrúpedos se quedaron petrificados. Sobre la cubierta barrida de
las ilusiones, descendió, pesada, una mortaja de silencio.
De
nuevo el Señor paralizó las consciencias y el instinto fue
reduciendo a una pura pasividad vegetativa el residuo de la materia
palpitante.
Sin
embargo Noé era hombre y como tal se aprestó a las armas de
defensa.
-Debe
andar por ahí... ¡Vicente! ¡Vicente! ¿Dónde se ha metido
Vicente?
Nada.
-¡Vicente!...
¿Nadie lo ha visto? ¡Búsquenlo!
Ni
una respuesta. La creación entera parecía muda.
-¡Vicente!
¡Vicente! ¿Dónde puñetas se habrá metido?
Así
hasta que alguien, compadecido de la mísera pequeñez de aquella
naturaleza, puso fin a la comedia.
-Vicente
ha huido.
-¿Cómo
que ha huido? ¿A dónde ha huido?
-Huyó.
Se fue volando...
Gotas
de sudor frío ensancharon las sienes del desgraciado. De repente se
le ablandaron las piernas y cayó redondo al suelo.
En
la parduzca luz del cielo hubo un eclipse momentáneo. Por las manos
invisibles de quien dirigía las furias, pasó, raudo, un
estremecimiento de duda.
Pero
la divina autoridad no podía permanecer así, indecisa, titubeante,
a merced de la primera subversión. La perplejidad duró un instante
apenas. Porque luego la voz de Dios retumbó de nuevo por el cielo
inmenso, en una severidad tonante.
-Noé,
¿dónde está mi siervo Vicente?
Despertado
del desmayo, tembloroso y confuso, Noé trató de justificarse.
-Señor,
tu siervo Vicente se evadió. A mí no me pesa conciencia alguna de
haberlo ofendido o de haberle negado su ración diaria. Nadie lo ha
maltratado aquí. Fue su pura subversión lo que lo decidió a...
pero perdónale y perdóname también a mí... Y sálvalo que, como
mandaste, sólo lo guardé a él...
-¡Noé!
¡Noé!
Y
la palabra de Dios, funesta, tronó de nuevo por el desierto infinito
del firmamento. Después se siguió un silencio más terrible
todavía. Y en el vacío en el que todo parecía flotar, se oía,
infantil, el llanto desesperado del patriarca, que entonces tenía
seiscientos años de edad.
Mientras
tanto, suavemente, el Arca iba cambiando de rumbo, como guiada por un
piloto encubierto, como movida por una misteriosa fuerza, apresurada
y firme -la que hasta entonces bogara indecisa y morosa al albur de
las olas-, se dirigió hacia el lugar donde cuarenta días antes se
alzaran los montes de Armenia.
En
la conciencia de todos, idéntica angustia e idéntica interrogación.
¿A qué represalias recurriría ahora el Señor? ¿Cómo acabaría
aquella rebelión?
Durante
horas y horas el Arca navegó así, cargada de incertidumbre y
terror. ¿Obligaría Dios a regresar al cuervo, o qué? ¿Lo
sacrificaría pura y simplemente como ejemplo? ¿Qué haría,
finalmente? ¿Y habría resistido Vicente la furia del vendaval, la
oscuridad de la noche y el diluvio sin fin? Y, caso de vencer los
obstáculos, ¿a qué paraje arribaría? ¿En qué lugar del universo
restaría aún algún cabo de esperanza?
Nadie
daba respuesta a sus propias preguntas y los ojos se clavaban en la
distancia y los corazones se apretaban en un sentimiento de rebelión
impotente, y pasaba el tiempo.
De
pronto un lince, de visión más penetrante, vio tierra. La palabra,
gritada con miedo, por parecer alucinación o blasfemia, se propagó
por todo el Arca como un perfume. Y toda aquella fauna desilusionada
y humillada se posó sobre cubierta, en un alborozo grato y alentador
por haber todavía suelo firme en este pobre universo.
¡Tierra!
Ni mesetas, ni vegas ni desiertos. Ni siquiera la reciedumbre
tranquilizadora de un monte. Apenas la cresta de un cerro emergiendo
ante la multitud. Era más que bastante, con todo. Para todos cuantos
lo veían, el pequeño peñasco resumía la grandeza del mundo.
Encarnaba su propia realidad, hasta entonces transfigurado en meros y
fluctuantes fantasmas. ¡Tierra! Una minúscula isla de solidez en
mitad de un abismo movedizo y nada más importaba o tenía sentido.
¡Tierra!
Desgraciadamente la dulzura del nombre traía en sí un amargor.
Tierra... Sí, aún existía el vientre cálido de la madre. Pero ¿y
su hijo? ¿Y Vicente, fruto legítimo de aquel seno?
Sin
embargo, Vicente vivía. A medida que la barca se acercaba, se fue
clarificando en la lejanía su figura esbelta, recortada en el
horizonte como una línea severa que delineaba un cuerpo y era al
mismo tiempo un perfil de fortaleza.
¡Llegó!
¡Consiguió vencer! Y todos sintieron en el alma la paz de la
humillación vengada.
Lo
que ocurría es que las aguas continuaban creciendo y el pequeño
otero, segundo a segundo, iba disminuyendo.
¡Tierra!
Pero en una porción tan exigua que hasta los más confiados la
miraban con ansiedad, como tratando de defenderla de la vorágine. De
defenderla y de defender a Vicente, cuya suerte estaba ligada al
telúrico destino.
"Pero,
ah, estaban rotas las fuentes del gran abismo y abiertas las
cataratas del cielo". Y hombres y animales comenzaron a
desesperar ante aquel sumergirse irremediable del último reducto de
activa existencia. No, desde luego nadie podría luchar contra la
determinación de Dios. Era imposible resistir ante el ímpetu de los
elementos, regidos por su implacable tiranía.
Transida,
la turba sin fe miraba la reducida cima y el cuervo posado en lo
alto. Palmo a palmo la cúspide fue devorada. Apenas si quedaba de
ella un peñasco, sobre el cual, negro, sereno, único representante
de lo que era la raíz plantada en su justo medio, impávido,
permanecía Vicente. Como espectador impersonal, observaba el Arca
que ascendía con la marea. Escogió la libertad, y aceptó desde ese
momento todas las consecuencias de tal opción. Miraba la barca, sí,
pero para encarar de frente la degradación que rechazara.
Tanto
Noé como el resto de los animales asistieron mudos a aquel duelo
entre Vicente y Dios. Y en el espíritu claro o turbio de cada cual,
este dilema: o se salva el pedestal que sostiene a Vicente y El Señor
preserva la grandeza del instante genesíaco -la total autonomía de
la criatura en relación al creador-, o, sumergido en su punto de
apoyo, moriría Vicente y su aniquilación invalidaría esa suprema
hora. La significación de la vida estaba ligada indisolublemente al
acto de insubordinación. Porque nadie más dentro del Arca se sentía
vivo. Savia, respiración, sangre de su sangre, era aquel cuervo
negro, mojado de la cabeza a los pies, que, calma y obstinadamente,
posado en la última posibilidad de supervivencia natural, desafiaba
a la omnipotencia.
Por
tres veces una ola alta, un principio de fin, lamió las garras del
cuervo, pero tres veces se sostuvo. A cada tarascada, el corazón
frágil del Arca, pendiente del corazón resoluto de Vicente, se
estremeció de terror. La muerte temía a la muerte.
Pero
en breve fue ya evidente que el Señor iba a ceder. Que nada podía
contra aquella voluntad insoslayable de ser libre.
Que
para salvar su propia obra, cerraba, melancólicamente, las
compuertas del cielo.
Vicente
Miguel
Torga
in
Bichos
Editora
Coimbra
Naquela
tarde, à hora em que o céu se mostrava mais duro e mais sinistro,
Vicente abriu as asas negras e partiu. Quarenta dias eram já
decorridos desde que, integrado na leva dos escolhidos, dera entrada
na Arca. Mas desde o primeiro instante que todos viram que no seu
espírito não havia paz. Calado e carrancudo, andava de cá para lá
numa agitação contínua, como se aquele grande navio onde o Senhor
guardara a vida fosse um ultraje à criação. Em semelhante
balbúrdia -lobos e cordeiros irmanados pelo mesmo destino -apenas a
sua figura negra e seca se mantinha inconformada com o procedimento
de Deus. Numa indignação silenciosa, perguntava: a que propósito
estavam os animais metidos na confusa questão da torre de Babel? Que
tinham que ver os bichos com as fornicações dos homens, que o
Criador queria punir? Justos ou injustos, os altos desígnios que
determinavam aquele dilúvio batiam de encontro a um sentimento
fundo, de irreprimível repulsa. E, quanto mais inexorável se
mostrava a prepotência, mais crescia a revolta de Vicente.
Quarenta
dias, porém, a carne fraca o prendeu ali. Nem mesmo ele poderia
dizer como descera do Líbano para o cais de embarque e, depois, na
Arca, por tanto tempo recebera das mãos servis de Noé a ração
quotidiana. Mas pudera vencer-se. Conseguira, enfim, superar o
instinto da própria conservação, e abrir as asas de encontro à
imensidão terrível do mar.
A
insólita partida foi presenciada por grandes e pequenos num respeito
calado e contido. Pasmados e deslumbrados, viram-no, temerário, de
peito aberto, atravessar o primeiro muro de fogo com que Deus lhe
quis impedir a fuga, sumir-se ao longe nos confins do espaço. Mas
ninguém disse nada. O seu gesto foi naquele momento o símbolo da
universal libertação. A consciência em protesto activo contra o
arbítrio que dividia os seres em eleitos e condenados.
Mas
ainda no íntimo de todos aquele sabor de resgate, e já do alto,
larga como um trovão, penetrante como um raio, terrível, a voz de
Deus:
-Noé,
onde está meu servo Vicente?
Bípedes
e quadrúpedes ficaram petrificados. Sobre o tombadilho varrido de
ilusões, desceu, pesada, uma mortalha de silêncio.
Novamente
o Senhor paralisara as consciências e o instinto, e reduzia a uma
pura passividade vegetativa o resíduo da matéria palpitante.
Noé,
porém, era homem. E, como tal, aprestou as armas de defesa.
-Deve
andar por aí... Vicente! Vicente! Que é do Vicente?!...
Nada.
-Vicente!...
Ninguém o viu? Procurem-no!
Nem
uma resposta. A criação inteira parecia muda.
-Vicente!
Vicente! Em que sítio é que ele se meteu?
Até
que alguém, compadecido da mísera pequenez daquela natureza, pôs
fim à comédia.
-Vicente
fugiu...
-Fugiu?!
Fugiu como?
-
Fugiu... Voou...
Bagadas
de suor frio alagaram as têmporas do desgraçado. De repente,
bambearam-lhe as pernas e caiu redondo no chão.
Na
luz pardacenta do céu houve um eclipse momentâneo. Pelas mãos
invisíveis de quem comandava as fúrias, como que passou, rápido,
um estremecimento de hesitação.
Mas
a divina autoridade não podia continuar assim, indecisa, titubeante,
à mercê da primeira subversão. O instante de perplexidade durou
apenas um instante. Porque logo a voz de Deus ribombou de novo pelo
céu imenso, numa severidade tonitruante.
-Noé,
onde está o meu servo Vicente?
Acordado
do desmaio poltrão, trêmulo e confuso, Noé tentou justificar-se.
-Senhor,
o teu servo Vicente evadiu-se. A mim não me pesa a consciência de o
ter ofendido, ou de lhe haver negado a ração devida. Ninguém o
maltratou aqui. Foi a sua pura insubmissão que o levou... Mas
perdoa-lhe, e perdoa-me também a mim... E salva-o, que, como tu
mandaste, só o guardei a ele...
-Noé!...
Noé!...
E
a palavra de Deus, medonha, toou de novo pelo deserto infinito do
firmamento. Depois, seguiu-se um silêncio mais terrível ainda. E,
no vácuo em que tudo parecia mergulhado, ouvia-se, infantil, o choro
desesperado do Patriarca, que tinha então seiscentos anos de idade.
Entretanto,
suavemente, a Arca ia virando de rumo. E a seguir, como que guiada
por um piloto encoberto, como que movida por uma força misteriosa,
apressada e firme – ela que até ali vogara indecisa e morosa ao
sabor das ondas – dirigiu-se para o sítio onde quarenta dias antes
eram os montes da Arménia.
Na
consciência de todos a mesma angústia e a mesma interrogação. A
que represálias recorreria agora o Senhor? Qual seria o fim daquela
rebelião?
Horas
e horas a Arca navegou assim, carregada de incertezas e terror. Iria
Deus obrigar o corvo a regressar à barca? Iria sacrificá-lo, pura e
simplesmente, para exemplo? Ou que iria fazer? E teria Vicente
resistido à fúria do vendaval, à escuridão da noite e ao dilúvio
sem fim? E, se vencera tudo, a que paragens arribara? Em que sítio
do universo havia ainda um retalho de esperança?
Ninguém
dava resposta às próprias perguntas. Os olhos cravaram-se na
distância, os corações apertavam-se num sentimento de revolta
impotente, e o tempo passava.
Subitamente,
um lince de visão mais penetrante viu terra. A palavra, gritada a
medo, por parecer ou miragem ou blasfémia, correu a Arca de lés a
lés como um perfume. E toda aquela fauna desiludida e humilhada
subiu acima, ao convés, no alvoroço grato e alentador de haver
ainda chão firme neste pobre universo.
Terra!
Desgraçadamente, a doçura do nome trazia em si um travor. Terra...
Sim, existia ainda o ventre quente da mãe. Mas o filho? Mas Vicente,
o legítimo fruto daquele seio?
Vicente,
porém, vivia. À medida que a barca se aproximava, foi-se
clarificando na lonjura a sua presença esguia, recortada no
horizonte, linha severa que limitava um corpo, e era ao mesmo tempo
um perfil de vontade.
Chegara!
Conseguira vencer! E todos sentiram na alma a paz da humilhação
vingada.
Simplesmente,
as águas cresciam sempre, e o pequeno outeiro, de segundo a segundo,
ia diminuindo.
Terra!
Mas uma porção de tal modo exígua, que até os mais confiados a
fixavam ansiosamente, como a defendê-la da voragem. A defendê-la e
a defender Vicente, cuja sorte se ligara inteiramente ao telúrico
destino. Ah, mas estavam "rotas as fontes do grande abismo e
abertas as cataratas do céu" ! E homens e animais começaram a
desesperar diante daquele submergir irremediável do último reduto
da existência activa. Não, ninguém podia lutar contra a
determinação de Deus. Era impossível resistir ao ímpeto dos
elementos, comandados pela sua implacável tirania.
Transida,
a turba sem fé fitava o reduzido cume e o corvo pousado em cima.
Palmo a palmo, o cabeço fora devorado. Restava dele apenas o topo,
sobre o qual, negro, sereno, único representante do que era raiz
plantada no seu justo meio, impávido, permanecia Vicente. Como um
espectador impessoal, seguia a Arca que vinha subindo com a maré.
Escolhera a liberdade, e aceitara desde esse momento todas as
conseqüências da opção. Olhava a barca, sim, mas para encarar de
frente a degradação que recusara.
Noé
e o resto dos animais assistiam mudos àquele duelo entre Vicente e
Deus. E no espírito claro ou brumoso de cada um, este dilema,
apenas: ou se salvava o pedestal que sustinha Vicente, e o Senhor
preservava a grandeza do instante genesíaco -a total autonomia da
criatura em relação ao criador -ou, submerso o ponto de apoio,
morria Vicente, e o seu aniquilamento invalidava essa hora suprema. A
significação da vida ligara-se indissoluvelmente ao acto de
insubordinação. Porque ninguém mais dentro da Arca se sentia vivo.
Sangue, respiração, seiva de seiva, era aquele corvo negro, molhado
da cabeça aos pés, que, calma e obstinadamente, pousado na
derradeira possibilidade de sobrevivência natural, desafiava a
omnipotência.
Três
vezes uma onda alta, num arranco de fim, lambeu as garras do corvo,
mas três vezes recuou. A cada vaga, o coração frágil da Arca,
dependente do coração resoluto de Vicente, estremeceu de terror. A
morte temia a morte.
Mas
em breve se tornou evidente que o Senhor ia ceder. Que nada podia
contra àquela vontade inabalável de ser livre.
Que,
para salvar a sua própria obra, fechava, melancolicamente, as
comportas do céu.
0 comentarios:
Publicar un comentario