Vamos por la cuarta entrega.
Una del gran Chejov. De Chejov podría haber escogido cualquiera de sus más de mil cuentos (en Páginas de Espuma y bajo la edición de Paul Viejo podrás encontrarlos todos) y cualquiera de ellos podría figurar aquí. El autor de las también archiconocidas obras teatrales como La gaviota o el Jardín de los cerezos, lo que escribió fundamentalmente fueron cuentos y novelas cortas como los muy recomendables Pabellón nº 6 o La estepa. Los suyos son cuentos muy muy cotidianos, cuyas tramas parecieran pasarnos a cualquiera de nosotros, pero su fina ironía, su sutileza a la hora de elaborar sus cuentos y dar vida a los personajes, lo hacen único. Quizás su profesión de médico le ayudase a esa disección menuda de la realidad. Su fino bisturí disecciona el alma humana, del mismo modo que sus coetáneos y paisanos Dostoyevski y Toltoi, pero si en ellos todo parece grandilocuente y con un plus de dramatismo, en Chejov, padre del realismo en el cuento -valga decir-, todo tiene la exacta estatura del hombre. Chejov no quiere encandilar, sino alumbrar tenuemente la realidad, aquello que de perentorio, tortuoso, mezquino, bondadoso, garrulo, hipócrita, humillante, lastimoso o astroso llevamos cada hombre en sí mismo. Él simplemente extrae eso de cada uno de sus personajes, gentes, ya digo, como usted y como yo. Este es Chejov y así es Chejov y La corista, si no conocías a Chejov (cosa harto improbable) es un magnífico ejemplo de ello.
Desconozco, ahora sí, cuál sea el traductor. Perdón.
Una del gran Chejov. De Chejov podría haber escogido cualquiera de sus más de mil cuentos (en Páginas de Espuma y bajo la edición de Paul Viejo podrás encontrarlos todos) y cualquiera de ellos podría figurar aquí. El autor de las también archiconocidas obras teatrales como La gaviota o el Jardín de los cerezos, lo que escribió fundamentalmente fueron cuentos y novelas cortas como los muy recomendables Pabellón nº 6 o La estepa. Los suyos son cuentos muy muy cotidianos, cuyas tramas parecieran pasarnos a cualquiera de nosotros, pero su fina ironía, su sutileza a la hora de elaborar sus cuentos y dar vida a los personajes, lo hacen único. Quizás su profesión de médico le ayudase a esa disección menuda de la realidad. Su fino bisturí disecciona el alma humana, del mismo modo que sus coetáneos y paisanos Dostoyevski y Toltoi, pero si en ellos todo parece grandilocuente y con un plus de dramatismo, en Chejov, padre del realismo en el cuento -valga decir-, todo tiene la exacta estatura del hombre. Chejov no quiere encandilar, sino alumbrar tenuemente la realidad, aquello que de perentorio, tortuoso, mezquino, bondadoso, garrulo, hipócrita, humillante, lastimoso o astroso llevamos cada hombre en sí mismo. Él simplemente extrae eso de cada uno de sus personajes, gentes, ya digo, como usted y como yo. Este es Chejov y así es Chejov y La corista, si no conocías a Chejov (cosa harto improbable) es un magnífico ejemplo de ello.
Desconozco, ahora sí, cuál sea el traductor. Perdón.
LA
CORISTA
Anton
Chejov
En
cierta ocasión, cuando era más joven y hermosa y tenía mejor voz,
se encontraba en la planta baja de su casa de campo con Nikolai
Petróvich Kolpakov, su amante. Hacía un calor insufrible, no se
podía respirar. Kolpakov acababa de comer, había tomado una botella
de mal vino del Rin y se sentía de mal humor y destemplado. Estaban
aburridos y esperaban que el calor cediese para ir a dar un paseo.
De
pronto, inesperadamente, llamaron a la puerta. Kolpakov, que estaba
sin levita y en zapatillas, se puso en pie y miró interrogativamente
a Pasha.
-Será
el cartero, o una amiga -dijo la cantante.
Kolpakov
no sentía reparo alguno en que le viesen las amigas de Pasha o el
cartero, pero, por si acaso, cogió su ropa y se retiró a la
habitación vecina. Pasha fue a abrir. Con gran asombro suyo, no era
el cartero ni una amiga, sino una mujer desconocida, joven, hermosa,
bien vestida y que, a juzgar por las apariencias, pertenecía a la
clase de las decentes.
La
desconocida estaba pálida y respiraba fatigosamente, como si acabase
de subir una alta escalera.
-¿Qué
desea? -preguntó Pasha.
La
señora no contestó. Dio un paso adelante, miró alrededor y se
sentó como si se sintiera cansada o indispuesta. Luego movió un
largo rato sus pálidos labios, tratando de decir algo.
-¿Está
aquí mi marido? -preguntó por fin, levantando hacia Pasha sus
grandes ojos, con los párpados enrojecidos por el llanto.
-¿Qué
marido? -murmuró Pasha, sintiendo que del susto se le enfriaban los
pies y las manos-. ¿Qué marido? - repitió, empezando a temblar.
-Mi
marido... Nikolai Petróvich Kolpakov.
-No...
no, señora... Yo... no sé de quién me habla.
Hubo
unos instantes de silencio. La desconocida se pasó varías veces el
pañuelo por los descoloridos labios y, para vencer el temor interno,
contuvo la respiración. Pasha se encontraba ante ella inmóvil, como
petrificada, y la miraba asustada y perpleja.
-¿Dice
que no está aquí? -preguntó la señora, ya con voz firme y una
extraña sonrisa.
-Yo...
no sé por quién pregunta.
-Usted
es una miserable, una infame... -balbuceó la desconocida, mirando a
Pasha con odio y repugnancia-. Sí, sí... es una miserable. Celebro
mucho, muchísimo, que por fin se lo haya podido decir.
Pasha
comprendió que producía una impresión pésima en aquella dama
vestida de negro, de ojos coléricos y dedos blancos y finos, y
sintió vergüenza de sus mejillas regordetas y coloradas, de su
nariz picada de viruelas y del flequillo siempre rebelde al peine. Se
le figuró que si hubiera sido flaca, sin pintar y sin flequillo,
habría podido ocultar que no era una mujer decente; entonces no le
habría producido tanto miedo y vergüenza permanecer ante aquella
señora desconocida y misteriosa.
-¿Dónde
está mi marido? -prosiguió la señora-. Aunque es lo mismo que esté
aquí o no. Por lo demás, debo decirle que se ha descubierto un
desfalco y que están buscando a Nikolai Petróvich... Lo quieren
detener. ¡Para que vea lo que usted ha hecho!
La
señora, presa de gran agitación, dio unos pasos. Pasha la miraba
perpleja: el miedo no la dejaba comprender.
-Hoy
mismo lo encontrarán y lo llevarán a la cárcel -siguió la señora,
que dejó escapar un sollozo en que se mezclaban el sentimiento
ofendido y el despecho-. Sé quién le ha llevado hasta esta
espantosa situación. ¡Miserable, infame; es usted una criatura
repugnante que se vende al primero que llega! -Los labios de la
señora se contrajeron en una mueca de desprecio, y arrugó la nariz
con asco. -Me veo impotente... sépalo, miserable... Me veo
impotente; usted es más fuerte que yo, pero Dios, que lo ve todo,
saldrá en defensa mía y de mis hijos ¡Dios es justo! Le pedirá
cuentas de cada lágrima mía, de todas las noches sin sueño.
¡Entonces se acordará de mí!
De
nuevo se hizo el silencio. La señora iba y venía por la habitación
y se retorcía las manos. Pasha seguía mirándola perpleja, sin
comprender, y esperaba de ella algo espantoso.
-Yo,
señora, no sé nada -articuló, y de pronto rompió a llorar.
-¡Miente!
-gritó la señora, mirándola colérica-. Lo sé todo. Hace ya mucho
que la conozco. Sé que este último mes ha venido a verla todos los
días.
-Sí.
¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver? Son muchos los que vienen, pero
yo no fuerzo a nadie. Cada uno puede obrar como le parece.
-¡Y
yo le digo que se ha descubierto un desfalco! Se ha llevado dinero de
la oficina. Ha cometido un delito por una mujer como usted.
Escúcheme -añadió la señora con tono enérgico, deteniéndose
ante Pasha-: usted no puede guiarse por principio alguno. Usted sólo
vive para hacer mal, ése es el fin que se propone, pero no se puede
pensar que haya caído tan bajo, que no le quede un resto de
sentimientos humanos. Él tiene esposa, hijos... Si lo condenan y es
desterrado, mis hijos y yo moriremos de hambre... Compréndalo. Hay,
sin embargo, un medio para salvarnos, nosotros y él, de la miseria y
la vergüenza. Si hoy entrego los novecientos rublos, lo dejarán
tranquilo. ¡Sólo son novecientos rublos!
-¿A
qué novecientos rublos se refiere? -preguntó Pasha en voz baja-.
Yo... yo no sé nada... No los he visto siquiera...
-No
le pido los novecientos rublos... Usted no tiene dinero y no quiero
nada suyo. Lo que pido es otra cosa... Los hombres suelen regalar
joyas a las mujeres como usted. ¡Devuélvame las que le regaló mi
marido!
-Señora,
él no me ha regalado nada -elevó la voz Pasha, que empezaba a
comprender.
-¿Dónde
está, pues, el dinero? Ha gastado lo suyo, lo mío y lo ajeno.
¿Dónde ha metido todo eso? Escúcheme, se lo suplico. Yo estaba
irritada y le he dicho muchas inconveniencias, pero le pido que me
perdone. Usted debe de odiarme, lo sé, pero si es capaz de sentir
piedad, póngase en mi situación. Se lo suplico, devuélvame las
joyas.
-Hum...
-empezó Pasha, encogiéndose de hombros-. Se las daría con mucho
gusto, pero, que Dios me castigue si miento, no me ha regalado nada,
puede creerme. Aunque tiene razón -se turbó la cantante-: en cierta
ocasión me trajo dos cosas. Si quiere, se las daré...
Pasha
abrió un cajoncito del tocador y sacó de él una pulsera hueca de
oro y un anillo de poco precio con un rubí.
-Aquí
tiene -dijo, entregándoselos a la señora.
Ésta
se puso roja y su rostro tembló; se sentía ofendida.
-¿Qué
es lo que me da? -preguntó-. Yo no pido limosna, sino lo que no le
pertenece... lo que usted, valiéndose de su situación, sacó a mi
marido... a ese desgraciado sin voluntad. El jueves, cuando la vi con
él en el muelle, llevaba usted unos broches y unas pulseras de gran
valor. No finja, pues; no es un corderillo inocente. Es la última
vez que se lo pido: ¿me da las joyas o no?
-Es
usted muy extraña... -dijo Pasha, que empezaba a enfadarse-. Le
aseguro que su Nikolai Petróvich no me ha dado más que esta pulsera
y este anillo. Lo único que traía eran pasteles.
-Pasteles...
-sonrió irónicamente la desconocida-. En casa los niños no tenían
qué comer, y aquí traía pasteles. ¿Se niega decididamente a
devolverme las joyas?
Al
no recibir respuesta, la señora se sentó pensativa, con la mirada
perdida en el espacio.
«¿Qué
podría hacer ahora? -se dijo-. Si no consigo los novecientos rublos,
él es hombre perdido y mis hijos y yo nos veremos en la miseria.
¿Qué hacer, matar a esta miserable o caer de rodillas ante ella?»
La
señora se llevó el pañuelo al rostro y rompió en llanto. ç
-Se
lo ruego -se oía a través de sus sollozos-: usted ha arruinado y
perdido a mi marido, sálvelo... No se compadece de él, pero los
niños... los niños... ¿Qué culpa tienen ellos?
Pasha
se imaginó a unos niños pequeños en la calle, llorando de hambre.
Ella misma rompió en sollozos.
-¿Qué
puedo hacer, señora? -dijo-. Usted dice que soy una miserable y que
he arruinado a Nikolai Petróvich. Ante Dios le aseguro que no he
recibido nada de él... En nuestro coro, Motia es la única que tiene
un amante rico; las demás salimos adelante como podemos. Nikolai
Petróvich es un hombre culto y delicado, y yo lo recibía. Nosotras
no podemos hacer otra cosa.
-¡Lo
que yo le pido son las joyas! ¡Deme las joyas! Lloro... me
humillo... ¡Si quiere, me pondré de rodillas!
Pasha,
asustada, lanzó un grito y agitó las manos. Se daba cuenta de que
aquella señora pálida y hermosa, que se expresaba con tan nobles
frases, como en el teatro, en efecto, era capaz de ponerse de
rodillas ante ella: y eso por orgullo, movida por sus nobles
sentimientos, para elevarse a sí misma y humillar a la corista.
-Está
bien, le daré las joyas -dijo Pasha, limpiándose los ojos-. Como
quiera. Pero tenga en cuenta que no son de Nikolai Petróvich... me
las regalaron otros señores. Pero si usted lo desea...
Abrió
el cajón superior de la cómoda; sacó de allí un broche de
diamantes, una sarta de corales, varios anillos y una pulsera, que
entregó a la señora.
-Tome
si lo desea, pero de su marido no he recibido nada. ¡Tome, hágase
rica! -siguió Pasha, ofendida por la amenaza de que la señora se
iba a poner de rodillas-. Y, si usted es una persona noble... su
esposa legítima, haría mejor en tenerlo sujeto. Eso es lo que debía
hacer. Yo no lo llamé, él mismo vino...
La
señora, entre las lágrimas, miró las joyas que le entregaban y
dijo:
-Esto
no es todo... Esto no vale novecientos rublos.
Pasha
sacó impulsivamente de la cómoda un reloj de oro, una pitillera y
unos gemelos, y dijo, abriendo los brazos:
-Es
todo lo que tengo... Registre, si quiere.
La
señora suspiró, envolvió con manos temblorosas las joyas en un
pañuelo, y sin decir una sola palabra, sin inclinar siquiera la
cabeza, salió a la calle.
Abriose
la puerta de la habitación vecina y entró Kolpakov. Estaba pálido
y sacudía nerviosamente la cabeza, como si acabase de tomar algo muy
agrio. En sus ojos brillaban unas lágrimas.
-¿Qué
joyas me ha regalado usted? -se arrojó sobre él Pasha-. ¿Cuándo
lo hizo, dígame?
-Joyas...
¡Qué importancia tienen las joyas! -replicó Kolpakov, sacudiendo
la cabeza-. ¡Dios mío! Ha llorado ante ti, se ha humillado...
-¡Le
pregunto cuándo me ha regalado alguna joya! -gritó Pasha.
-Dios
mío, ella, tan honrada, tan orgullosa, tan pura... Hasta quería
ponerse de rodillas ante... esta mujerzuela. ¡Y yo la he llevado
hasta este extremo! ¡Lo he consentido!
Se
llevó las manos a la cabeza y gimió:
-No,
nunca me lo perdonaré. ¡Nunca! ¡Apártate de mí... canalla!
-gritó con asco, haciéndose atrás y alejando de sí a Pasha con
manos temblorosas-. Quería ponerse de rodillas... ¿ante quién?
¡Ante ti! ¡Oh, Dios mío!
Se
vistió rápidamente y con un gesto de repugnancia, tratando de
mantenerse alejado de Pasha, se dirigió a la puerta y desapareció.
Pasha
se tumbó en la cama y rompió en sonoros sollozos. Sentía ya
haberse desprendido de sus joyas, que había entregado en un
arrebato, y se creía ofendida. Recordó que tres años antes un
mercader la había golpeado sin razón alguna, y su llanto se hizo
aún más desesperado.
FIN
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