La primera de las reseñas de los CUENTOS de Pessoa (ed. Páginas de Espuma, Madrid, 2016), la de Antonio Lucas
Pessoa inédito (Cuentos)
Antonio Lucas
Publicado en El
Mundo, 9 de abril de 2016
Escribió poemas, armó revistas literarias (Orpheu, entre ellas), acumuló miles de folios (muchos fulgurantes, como los del Libro del desasosiego) y en medio de esa marabunta caducifolia hubo también novelas cortas y cuentos. Muchos cuentos (o retales hoy 'recosidos'). Entre ellos, el conjunto que reúne la editorial Páginas de Espuma en edición del poeta y traductor Manuel Moya. La mayoría de ellos, inéditos en español. El título es seco: 'Cuentos'. Y el contenido mantiene esa molécula de asombro que impulsa todo lo que Pessoa perpetró en literatura. "Fue un hombre de mirada caleidoscópica al que, por carácter, le interesaba más la búsqueda por la búsqueda que el hallazgo feliz, y prefería emborronar papeles que su fijación impresa. Siendo un personaje inequívocamente singular, sus intereses fluctuaban con frecuencia, de modo que de las decenas de proyectos de escritura que dejó escritos (algunos de los cuales incumben a sus relatos) no cumplió ninguno o casi ninguno", explica Moya. La temática de sus cuentos es poliédrica, desmontando una imagen que se había formado del autor como persona solitaria y alejada de la realidad, ya que en varios textos reflexiona sobre el contexto histórico y el devenir de Portugal y Europa a principios del siglo XX.
Educado en inglés, extranjero en África, extranjero en Lisboa al regresar de vacaciones con su madre para ya quedarse, Pessoa es más que nada (y más que nadie) un lisboeta de la Baixa. En ese perímetro de pocas calles refuerza la vibración intelectual que lo lleva del clasicismo a la vanguardia, de la timidez al esoterismo, del sebastiasnismo a la construcción de mundos improbables que sólo él fue capaz de inaugurar como ciertos. En vida publicó un libro de poemas en inglés y otro de sonetos. Todo lo demás quedó inédito, incluido (casi) su amor con Ofélia Queirós, a quien conoció en 1920 y fue destinataria de cartas encantadoramente ridículas. La cosa no funcionó porque Fernando Pessoa no aceptó tener una vida "tributable". Hacerse hombre de provecho. Gente de orden. Esposo y padre ejemplar. No aceptó separarse de la literatura ni de sus mundos interiores. Pessoa bebía no como una esponja, sino como una tienda de esponjas con almacén y todo.
¿Y los cuentos del más enigmático de los poetas portugueses? "El autor de Mensaje no fue un cuentista al uso, por más que a lo largo de su vida reincida en ellos", sostiene Manuel Moya. En sus años ingleses fue lector de Dickens, Conan Doyle, Chesterton y Arthur Morrison. Pero fue la lectura del estadounidense Edgar Allan Poe la que le abrió las compuertas de otra percepción. "Ese hallazgo lo derivó hacia una concepción artística donde sobresalen los elementos oníricos, filosóficos, sociológicos y oscuros de la ficción", apunta Moya.
Su pieza más conocida, de 1922, es El banquero anarquista. Un relato memorable, un juego de paradojas donde un individuo se desdobla en dos posibles, el banquero y el anarquista, con la sed de libertad en medio de la 'confusión' y con la advertencia sobre los peligros y perversiones que esconde la democracia. Es quizá su cima narrativa, sin descontarle ese saldo a otras ficciones que participan de la proclama de las vanguardias, como El camino del olvido, El caso del falso sargento, La trinchera o Cacería. O que se convierten en 'bandos' emocionales de esoterismo: El peregrino, La hora del diablo, La perversión de lo lejano... Es el Pessoa cabalístico, teosófico y astrólogo que llega a corregir al mago Aleister Crowley.
En medio de esa galáxia caótica y plural, de médiums y seres que sólo adquieren contorno en un pliegue del cerebro, Pessoa, traductor de cartas comerciales en las oficinas de Lavado y de Mayer, mantuvo la sana cordura de escribir con la cabeza en su sitio. Siempre rondando la locura que habitó a sus tías, pero siempre con la puerta del hipotálamo abierta para la fuga. De ahí sus cuentos de raciocinio como antídoto contra el delirio.
El de aquí es un escritor distinto. "Si tienen la verdad, ¡guárdensela!", decía. Llevó con distinguida elegancia y a cuestas su tristeza. Alcohólico y existencialista. Poderoso y frágil. Fingidor y cierto. Extraño y profundo. Aún por descubrir en su grandeza. Por eso estos cuentos suman, porque todo en Pessoa mantiene la condición de un sueño volado, de un algo imposible que sucedió aquí cerca.
Tras las palabras de Antonio Lucas, os dejo con uno de su cuentos primerizos, en el que es evidente la impronta de Poe y de todas las lecturas "extraordinarias" inglesas, pero en el que ya se apuntan algunas de las obsesiones pessoanas, como la realidad otra, el desasosiego vital, la sensación de que el individuo es atrapado (y en conexión) por lo otro, la locura, etc... Este relato, como casi el 80% de los relatos que parecen en el libro es inédito en castellano, si bien existe una traducción al francés.
LA
PUERTA
trad. Manuel Moya
“Tout
ceci me paraît un songe, me desais-je; mais la vie humaine est-elle
autre chose? Je rêve plus extraordinairement que 'un autre, et
volilà tout”
Cazotte,
“Diable Amoureux”
Existe un
significado sutil en las cosas, una analogía grotesca en la
diferencia de sus almas que asombra nuestra razón. Pero en las
facultades más elevadas del hombre, el instinto aún prevalece
-ellas son como instintos- y algunos de los hombres llamados locos, o
acaso maniacos y soñadores observan las cosas más cercanas de su
ser y por eso sufren y son maldecidos. Cuando un pobre maniaco tiene
miedo del pestillo de la puerta, cuando otro se desmaya ante cierta
palabra pronunciada, o ante cierta palabra escrita, o ante cierto
olor, ¿quién sabe si no ve más allá que otros hombres al mirar
hacia adentro del alma de esas cosas? ¿Quién puede decir que en su
intuición suprema no encuentra el amago de todo instinto? ¿Cómo es
que puede temer? ¿Cómo puede existir una emoción sin objeto o un
fenómeno sin causa?
Ciertamente
que el llamador de una puerta o cualquier palabra pronunciada, o
cualquier palabra escrita, o cualquier olor no es, tal y como lo
vemos, algo que pueda inspirar miedo. Si un hombre encuentra en él
algo que temer es obvio que está viendo algo distinto a nosotros.
¿Responderéis que es en él donde reside la diferencia, que el
objeto, tan cual él lo ve, está en él? Respondo que es así el
objeto tal cual lo vemos en nosotros mismos. Lo prueba la ciencia y
la razón. Color, peso, luz, sonido, son relativos. Forma, tiempo,
espacio, también lo son. No existen las cosas, sino las cosas
sentidas ¿Decís que él es uno y nosotros muchos? Pero él puede
estar más desarrollado que nosotros, tal vez él se encuentre
por encima de nosotros en el proceso evolutivo. El primer hombre en
ser liberado de una forma oscura y débil de los signos de la
bestialidad, tuvo que ser uno, y sus iguales, los simios, lo eran en
gran número; ¿era su concepto del mundo inferior o superior al de
los simios de los cuales había salido y ante los cuales no pasaba de
ser sólo uno?
Pues las
ideas normales de los hombres difieren de la de los locos ya sea en
naturaleza ya sea en grado. Si difieren en naturaleza, ¿cómo
podríamos decir que son anormales?, ¿por qué experiencia podríamos
condenarlos? Además, ¿cómo podríamos estar tan seguros de que no
son la primera aparición de una nueva forma de vida intelectual? Y,
además, ¿sería esta hipótesis sostenible frente a todo? ¿Puede
un hombre ser distinto a otro hombre en la naturaleza de sus
facultades? No. Y si la diferencia sólo fuera de grado, una vez que
todas nuestras concepciones y percepciones de las cosas difieren de
un hombre a otro, ¿podríamos decir en que lugar está un loco? Si
todo hombre fuera juez, todos los hombres estarían locos. Y si se
dijera que entre los hombres corrientes hay poca diferencia, pero sí
que hay más diferencia entre un hombre corriente y otro que
enloqueció, todo cuanto tengo que decir es que donde solo hay grados
no puede haber distinción. Este hombre es normal y este
hombre es normal también, pues se distinguen en muy poco; y este
tercer hombre también, porque difiere poco del segundo hombre
que es normal, y sucesivamente, en grados imperceptibles, siendo todo
hombre normal, hasta que nosotros, al comparar al último hombre
normal con el primero, del que partíamos, observamos que están tan
distanciados como lo están el “loco” y el “hombre normal”.
¿Qué podríamos decir entonces acerca de los locos? ¿Podemos decir
sin equivocarnos, que ellos están equivocados? ¿Podemos afirmar con
toda convicción que estos seres infelices, por sus delirios y sus
miedos, no están más cercanos de las razones y de las causas
enraizadas en el espíritu de las cosas?
Una
esperanza permanece, pues, a la luz de la evolución y del progreso,
de que lo que es instinto en el animal se transformó en nosotros en
pensamiento y consciencia, y lo que ahora es en nosotros instinto
sufrirá una igual transformación en el sentido de ser ideal y más
elevado en que ansiamos transformarnos. La raza venidera comprenderá.
El día de la comprensión no ha llegado todavía.
Aquellos
que por instinto traspasaran su escala de evolución, aquellos cuya
revuelta forzada contra la normalidad tocaran íntimamente y sin
conocimiento el misterio del universo, porque no podrían saber más
que ellos sienten y que por ese motivo son maldecidos. Si un perro
pensara como nosotros (hipótesis imposible), ¿no lo considerarían
sus compañeros una mala compañía, no lo apartarían de ellos,
posiblemente no lo matarían? Claro que lo harían, ¿quién duda de
que lo harían?, pues su víctima estaría más cerca de la verdad.
Lo mismo nos pasa a nosotros. Y ciertamente como el animal que
imagino se hundiría interiormente en mil complicaciones y horrores
ante la presencia de un nuevo elemento en sí, más allá de su
naturaleza, aquellos que saben más que sus hermanos son dilacerados
por miedos nada vulgares, asombrados por fantasmas o por sueños. Y
como ocurre con el perro, que por su baja condición en relación a
su instinto humano, al pensar, no sabría en qué pensaba, y sólo
sentiría que pensaba, los locos, sabiendo algo más de lo que
sienten los otros, saben que no pueden ser dichos, por miedo a que no
pueden ser nombrados.
Un hombre
que tiene miedo, tiene miedo de algo; un hombre que desea, desea ese
algo por muy oscura que sea su comprensión de su miedo o de su
deseo. Cuando lo que el hombre teme, odia o desea es algo que podemos
comprender como un objeto o una causa de esos sentimientos, algo de
lo que podemos temer, odiar, desear, sólo decimos de ese hombre que
tiene miedo, odia o desea. Pero cuando lo que un hombre teme, odia o
desea, no es algo que podamos comprender como un estímulo de la
emoción, lo que nos debiera hacer incapaces de temer, de desear o de
odiar, consideramos loco a ese hombre. ¿Todo es así de falso y
falaz! ¡Qué racionalidad de perfectas bestias! Imagine a un hombre
amable y bien educado conocido como tal, del que yo, que lo conozco
mejor, soy consciente de que es malo, siendo ese su verdadero
carácter. Cuando os digo que es malo, os pareceré un loco, y esto
simplemente porque veo en él más lejos que vosotros. Y mientras, yo
no entiendo más que la verdad, sois vosotros los que comprendéis
menos. Persuadid a un hombre sano que no tenga conocimientos de
química de que el agua está compuesta por dos gases. Convenced a un
negro inteligente de que el sol no se mueve en la arboleda celeste.
No lo conseguiréis. Lo que un hombre ve, tanto física como
mentalmente, lo cree a pie puntillas y aquello que no ve, no lo cree.
Un hombre cree en la medida en que ve y nada más. En el mundo físico
existen los telescopios y los microscopios, que ayudan a ver, que dan
los medios para convencer. En el mundo moral no existe telescopio ni
microscopio alguno, ni nada de nada para ayudar al que no ve lo
suficiente. Los ojos del intelecto -desgraciadamente para ellos, no
tienen oculista. Ven como si fueran hechos para ver.
No digáis
entonces que alguien que se estremece ante una uña, alguien que se
perturba ante un zapato, alguien que siente horror por los espacios
vacíos, está loco. No digáis que el místico delira, o que nada
persigue al hombre que asegura ser perseguido. No digáis nada,
porque en primer lugar, no sabéis -porque nadie puede decirlo- qué
es estar loco y, en segundo lugar, los estados del alma de esos
hombres están frente a nosotros y puesto que estamos relativamente
ciegos, relativamente estamos con falta de sentido. Tampoco digáis
que las fantasías más salvajes o que los sueños más extravagantes
son falsos. No, puesto que son tan verdaderos como el sol y las
estrellas, verdaderos como el mundo que conocemos y que es nuestro
dueño.
Porque
nosotros no sabemos quién sueña, ni cómo sueña, ni qué sueños
son o qué significa soñar. Algunos parecen soñar más que nosotros
y se les llama locos; sin embargo, también nosotros soñamos, de
manera que sueña menos quien se esfuerza por apagar de todas las
cosas la mancha de su concepción.
El
castillo tenía muchos pasillos y en uno de ellos, que en nada se
distinguía y era del todo igual a los demás, había una puerta que
tampoco se distinguía de ninguna de las cuatro -pues todas eran
exactamente iguales, iguales además a todas las puertas del
edificio, que no era pequeño. La sala a la que daba esta puerta era
tan insignificante como la propia puerta. La única idea que quiero
dejar en la mente del lector es la de la insignificancia total del
pasillo, de la habitación y de la puerta; quiero hacerle saber que
ningún dato de naturaleza privada o histórica hacía de esta puerta
horrible o misteriosa. Más terrible es, pues, la historia que tengo
que contar.
Pasé los
años de mi infancia y de mi primera juventud en el Castillo. Mi
imaginación tenía poco de histórica y en este sentido sólo me
importaba el edificio; como artista observaba algunas partes con
cierta admiración, pero el efecto del Castillo en mi imaginación
era relativamente pequeño, mucho menor de lo que cualquiera podría
esperar. Excepto en un detalle -uno solo- que paso a describir,
aunque yo no sea lo que se suele decir un perverso y debo añadir que
mi carácter es tan poco vehemente como primitivo. Tengo la
impasibilidad del hombre culto asociado a la sensibilidad del
espíritu artístico. No veo, por tanto, ninguna razón para lo que
voy a contar.
Dije que
he sido educado en el viejo Castillo y que ahí permanecí hasta mi
primera juventud. Así es, y el primer recuerdo que tengo de la
infancia y de mí mismo es una patada en la puerta de la que ya he
hablado, de darle impulsivamente una patada con mi pie derecho.
Y es este
el único fenómeno de naturaleza vehemente o perversa del que
consigo acordarme en toda mi vida. Que era de esa naturaleza, no
tengo la menor duda. Entré en la juventud más tardía y siempre que
pasaba por el pasillo, lenta o aprisa, en estado de ensoñación o en
pleno juicio, se apoderaba de mí un impulso que no conseguía
controlar y que se concretaba en una patada en la puerta con mi pie
derecho. En mis juegos infantiles, cuando muchas veces huía de ese
pasaje, fui apresado y perdía el juego al detenerme a dar una patada
en la puerta. A veces al correr rápido, intentaba acertar en la
puerta y si fallaba me volvía para patearla con mi pie derecho. Me
acuerdo perfectamente de un incidente que ilustrará suficientemente
la naturaleza de tal impulso. Un día, mi padre, a causa de alguna
trastada, me tomó de la mano para llevarme a su cuarto y
administrarme el castigo que merecía. Pasamos ante la puerta, por su
parte más lejana. Comencé de inmediato a arañarlo, a darle patas y
a morderlo, en un acto que al venir de mí resultaba bastante
anormal. Tanto lo arañé, tanto lo golpeé, tantas patadas le di,
que mi padre tuvo que soltarme. Me dirigí a la puerta, le di una
patada y volví a su lado con mi habitual docilidad y timidez ante el
castigo. Mi padre nunca comprendió con claridad la razón de esta
revuelta sin precedentes.
En mi
juventud más tardía y en mi primera adolescencia, cuando el manto
material ya se me había caído, el singular impulso de patear la
puerta comenzó a darme materia para una inquieta especulación. La
naturaleza extraordinaria y la perversidad de este acto me desgastaba
por su misterio. Comencé a buscar experiencias en mí mismo.
Con
anterioridad, pues, había intentado refrenar este ansia, aunque sin
ningún efecto. Nunca conseguí pasar ante la puerta sin darle esa
patada, fuera cual fuera mi ocupación al pasar junto a ella, por muy
distraído que pareciera al pasar por el corredor. En la infancia el
impulso era puramente inconsciente; no era la edad de la razón. En
la juventud, con una mayor auto-consciencia, el impulso fue puesto a
prueba, inútilmente sin duda, por la firmeza; fui observado, con
admiración, a veces de forma divertida, por el vigilante intelecto.
En la adolescencia, este asumió otra forma, por pura necesidad.
Al
alcanzar la adolescencia -repito- con plena auto-consciencia y con mi
intelecto prácticamente desarrollado -puesto que quienes poseen mi
carácter son precoces en tal desarrollo- comencé a indagar la razón
de este impulso y mis sentimientos comenzaron a cambiar. El singular
impulso, vuelvo a decir, comenzó a darme motivos para una inquieta
especulación. El sentimiento de admiración se volvió miedo. Ya
antes había tratado de controlar esta extraña forma de perversión;
ahora la examinaba, la analizaba y hacía experimentos con ella.
Trataría de controlarla, pero jamás conseguí pasar ante la puerta
sin darle un puntapié. Sufría de horrendas tentaciones de darle ese
puntapié con mi pie izquierdo o para darle más de uno, pero siempre
un miedo a descontrolar me contuvo y mi acción no se distinguía de
ninguna forma con mi manera habitual de hacerlo. Dije una “tentación
horrible” y así me parecía en el momento tal impuso, aunque en mi
Yo habitual, la sintiera como una simple experiencia. Pero cuando el
impulso se apoderaba de mí, la intención se sumergía en el miedo y
un terror horrible y desconocido me impedía cualquier acción que no
fuera movida por el impulso -un miedo algo desconocido y vago, pero
tanto más horrible cuanto la razón y el azar eran impotentes contra
la causa del pánico.
La puerta
comenzó a obcecarme; comencé a temerla y a darle la habitual patada
como una superstición; el esclavo reza y se sacrifica ante el Dios
que desdeña, pero lo teme demasiado como para oponérsele. Yo abría
la puerta con una sensación extraña en mi piel y dejaba la sala muy
rápidamente; no tenía la menor gana de entrar de noche en la
habitación. Daba una patada en la puerta, entraba temblando,
caminaba no muy rápidamente, con los ojos semicerrados y ansioso, y
mirando de frente volvía a dar puntapiés a la puerta, para luego
correr hacia cualquier parte de la casa donde tuviera que ir. La
horrible posibilidad, temible incluso en su definición, caía sobre
mí con uñas y con dientes; tal es la forma común del miedo
profundo -el miedo ante lo desconocido.
Varias
veces me pregunté acerca de la causa de tal comportamiento. ¿Qué
era lo que tenía la puerta en sí misma, siendo tan normal, para que
yo temblara al verla? ¿Tenía acaso un Alma, que tuviera influencia
en mi alma? Decidí no darle más patadas; decisión sensata, pensé.
Fue inútil, sin embargo. Apenas llegaba el momento y el impulso
creía, cualquier forma de resistencia se transformaba absoluta y
definitivamente como una forma de traición, en una idea sacrílega y
vil. Lo que había sido, naturalmente, tan racional, se tornaba ahora
pecaminoso y de realización inconcebible.
Medité
sobre mi anormalidad y me encontré con algunos tipos de problemas
nerviosos. ¡Desgraciadamente! La explicación era bastante simple,
pero para mí resultaba deplorablemente insuficiente. Podéis decirle
a un megalómano que la megalomanía es una monomanía común y fácil
de explicar, pero para él es algo más profunda y real que
verdadera. Nosotros, para nuestro contentamiento, tenemos no sé qué
idea del alma de un loco. Observamos la manifestación y concluimos
que existe una gran diferencia con nosotros: diferencia en la cosa
manifiesta. Hacia él, hacia el loco.
¡Desgraciadamente!
Podremos clasificar pero no explicar. Podemos declarar que tal hombre
tiene tal enfermedad, tal manía; si fuéramos frenólogos podríamos
decir que tal cosa se debe al desarrollo anormal de estas o aquellas
convoluciones; podemos clasificar, conjeturar, pero nunca explicar.
¡Desgraciadamente tanto vale esto para el materialismo como para la
ciencia! La explicación de estos pequeños puntos, de todos estos
triviales (…) de la medicina y de (….), está inextricablemente
ligada a la explicación del Tiempo y del Espacio, con la materia y
el espíritu, con lo Relativo y lo Absoluto. De ahí la utilidad de
saber que yo era un neurótico o un neurasténico, o algo parecido
-eso son nombres, clasificaciones, no-entidades. ¡Oh! ¡En
nombre de la razón de las cosas!
Un hombre
teme a una llave, a una rosa, a los ojos de un perro; se desmaya con
la palabra “mira” o se queda abrumado con el olor del queso, o se
estremece ante una cierta risa; de él decimos que está loco. ¡Loco!
¿Pero qué es lo que significa estar loco? El genio es una locura, o
como mínimo una perturbación nerviosa; el crimen es una locura (…)
Antes
bien, cuanto más anormal, más posibilidades hay de verdad; ya no
(¿por qué no pronunciar las palabras?) cuanto normal más
verdadero.
Por
ejemplo, difícilmente las personas se mofan de algo, por encima de
los fenómenos espiritistas; y en realidad, su mofa es a la vez
estúpida y no científica. Se ríen de lo sobrenatural y lo
clasifican como anormal, citándolo por su anormalidad, es decir, por
la anormalidad del fenómeno. ¡Completamente equivocados!
Pero la
atracción, más allá de lo horrible de la puerta, comenzó a pesar
en mi espíritu. Me esforcé por liberarme de su influencia, pero no
tuve la suficiente firmeza para lograrlo. Me esforcé en romper las
leyes ocultas y horribles de mi obsesión, pero no tuve el coraje de
hacerlo. Por fin llegué a un tal estado que ni siquiera conseguía
impedir el caminar en dirección al corredor donde estaba la puerta,
aunque pudiera escoger dos o tres desvíos alternativos para alcanzar
la parte de la casa a donde me dirigía. El magnetismo infernal de la
puerta se había extendido al propio corredor. Me esforcé por no
atravesarlo, pues además existían varias variantes y una de ellas
más corta; al principio lo conseguía, pero cuanto más pensaba en
atravesarlo, en que no podía atravesarlo, más lo atravesaba, hasta
que por fin seguía sin una duda posible, con mi inestable y
tambaleante alma, enloquecida por el miedo y oposición que me
provocaba.
Para
entonces tenía ya cerca de veinte años. Muchas veces viajaba a la
capital donde permanecía una temporada, pero al regresar otra
quedaba bajo el poder de la puerta. Por eso trataba de estar fuera,
pero a pesar de mi inmenso horror, incluso en Londres quedaba
atrapado por el propio castillo. La puerta había extendido su poder
a todo el Castillo. Yo odiaba y temía la puerta. No me gustaba el
castillo, pero no conseguía apartarme de su influjo. No podía
forzarme a pensar en el Castillo, puesto que al pensar que ese era un
pensamiento que debía disuadir, quedaba de inmediato preso en él.
Finalmente, pasado algún tiempo, no conseguí vivir lejos del
Castillo, ni del corredor, ni de la puerta. Leía, meditaba, soñaba,
al atravesar el pasillo, dando patadas a la puerta con mi pie
derecho, siempre que pasaba por allí. ¿Podía, os preguntaréis,
entrar en el cuarto? No, el interior del cuarto no me interesaba; era
su lado exterior -lo que conducía al pasillo- lo que destruía mi
mente y mi espíritu.
Mis
obsesiones fueron agrandándose. Mis facultades mentales sufrieron de
lo lindo; mi memoria y mi atención quedaron fuertemente
reblandecidas. Profunda e irrazonablemente, en lo más íntimo, veía
la puerta como si fuera una persona.
Mi
perturbación mental ante tamaña atracción es poco factible de
análisis. Quizás hayan leído o escuchado hablar sobre la facultad
de la mente humana a la que Poe llama “perversidad”, la cual,
afirma, es en realidad una característica tan humana como cualquier
otra motivación o facultad mental. Poe estaba equivocado y no
equivocado a la vez; pero él no quiso analizar esta facultad con
persistencia y atención.
Puse ante
mí mismo varias cuestiones: ¿cuál era el alma de la puerta? ¿Qué
era la puerta? ¿A qué venía su misterio? Día y noche atravesaba
el pasillo, cenaba rápidamente, me fingía enfermo, me apartaba de
todos (a quienes yo no quería) para ir al
pasillo y seguir dando patadas a la puerta. ¿Si no me hubiera
convertido en una persona que no hay palabras para describir, me
decía a mí mismo, qué podría hacer la puerta? ¿No se mosquearía?
¿No acabaría sucediendo algo demasiado horrible para ser descrito?
El miedo que sentía hacia la puerta se volvió mayor que
todos los miedos humanos, la atracción sobrepasó todas las
atracciones humanas.
Rápidamente
la atracción aumentó. No osaba dormir en el cuarto, ni siquiera
permanecer allí durante un minuto; rápidamente sólo podía ver el
pestillo. Había tal vez algo horrible tras la puerta.
Por la
noche acercaba una silla frente a la puerta y allí dormía, pues no
lograba dormir en mi cama. Dormía en la silla, ante la puerta. Si no
me dormía de inmediato, me levantaba varias veces a dar puntapiés a
la puerta -con el pie derecho, claro- para que la puerta se mosquease
o para que nada ocurriera, o acaso por cualquier otra oscura cuestión
que me parecía de este o aquel tipo, pues me producía miedo, un
miedo como si se tratara de un individuo y tal miedo sólo se pudiese
explicar en los siguientes términos. Un miedo horrible se apoderó
de todo cuanto guardara relación con la puerta, por el simple hecho
de estar lejos de ella, pero el miedo de permanecer cerca no era
menos horrible. Hice que un criado durmiera cerca, en alguna parte, y
no recuerdo las excusas que le di ni tampoco me importó que creyeran
o no en ellas o que (…)
Me fui
quedando cada vez más flaco y enfermo y caminaba hacia la muerte de
un día para otro, (…)
Ya habrán
reparado que a lo largo de mi historia he querido demostrar que la
puerta tenía algo de entidad personal. Es cierto y el mayor horror
de todos es que mis temores acerca de ella eran de alguna manera como
el miedo a los espíritus, que nunca se consigue controlar, o como el
miedo a Dios en los más devotos. Había dos elementos en mi miedo y
atracción hacia la puerta: personalidad y misterio, imprecisión,
desconocimiento. Era, me permito decirlo, algo como el horror y la
fascinación por el abismo. Pero era más horrible, pues a este
misterio y a esta indefinición venía a unirse el carácter de
personalidad. En este aspecto, era tan horrible como el miedo a los
espíritus. Pero lo era aún mayor, pues todas estas sensaciones de
misterio, de vaga atracción, de vago miedo, se alineaban con una más
que vaga y horrible sensación de personalidad atribuida a algo tan
material, tan risiblemente común como una puerta, y en ese sentido,
en relación a eso, horrible más allá de cualquier definición.
Hay algo
que el lector se preguntará y con razón: qué clase de patada era
la que yo daba a la puerta, era acaso una patada de cabreo, una (…)
No, no
era ninguna de esas, pensé primero, sino un puntapié impulsivo.
Luego hube de cambiar esta opinión; y la cambié por esta otra: que
el impulso no estaba tanto en la patada, cuanto en la emoción o
sentimiento o sensación que me producía. Con horror descubrí que
se trataba de una patada conciliatoria. Y, sin embargo, no lo era así
del todo.
La patada
podría compararse con cualquier cosa, pero hice algunas
comparaciones que ilustran por sí mismo su significado. Yo parecía
un hombre embrujado que besaba la boca de una calavera.
Sin
embargo nada puede dar una idea de la influencia que la puerta tenía
sobre mí.
Mi
desequilibrio mental bajo la influencia de esta atracción es poco
susceptible de análisis. Ya lo dije: no se puede explicar. Les
referiré ahora las razones por las que mi (…) no puede ser
explicado. Primero, que mientras este estado duraba en mi espíritu,
causa y efecto se confundían, haciendo imposible todo análisis.
Había dos elementos en mi enfermedad: la atracción y el miedo.
Ahora me parece imposible determinar, en primer lugar, si el miedo
que trataba de analizar era realmente el producto de la propia
atracción o del análisis, lo que forzosamente, al ser una facultad
lógica y humana, tendría que tener un significado humano, más o
menos lógico más allá de no tener ningún significado, o un
significado obsceno en la mejor de las hipótesis.
El miedo
que acompañaba toda la atracción y repulsión en relación a este
objeto era indefinido e indefinible. Entiendo, por tanto, que su
objeto también es -debe haberlo sido- indefinido e indefinible. Todo
miedo humano parece indefinido, pero puede ser fácilmente reducido a
objetos definidos. Por encima del miedo a lo desconocido o a lo
posible, está el miedo de alguien ante un cuarto oscuro: esto es la
encarnación del miedo. Pero con relación a la puerta no era
así. Mi miedo era hacia algo desconocido, pero tenía la
particularidad de transmitirse a través de la puerta y era seguido
por un sentimiento igual al miedo de un individuo. Esta es la mejor
forma de describirlo. Si el lector no lo entiende así, yo no puedo
ayudarlo.
Seguiré
con mi historia. Llegó un momento -contaba yo con veintidós años-
en que me volví tan delgado y tan (…) que me familia me llevó a
la fuerza al extranjero. Por el camino logré escaparme, y, flaco y
enfermo, regresé al castillo para seguir dando patadas a la puerta
con mi pierna derecha. Me encontraron en el castillo: me volvieron a
sacar de allí y esta vez no conseguí escaparme. Aunque temblase de
miedo sólo de pensar que no podía seguir prestando mi tributo a la
puerta.
Me
restablecí con lentitud; mis pensamientos acerca de la puerta eran
escasos o ningunos. Mi familia regresó y me dejaron al cuidado de
algunos amigos íntimos. Con esta familia entré de nuevo en el país
para quedarme en su casa, tan lejos del Castillo como sólo dos casas
pudieran estarlo en el país. Aquí con salud y calma, con el amor de
la hija de los dueños de la casa, con una comodidad mayor pasó el
tiempo, paseando con mi amada, leyéndole, encendiendo la luz de su
invisible presencia divina.
En una
bonita noche, mientras paseaba de su brazo, ella se atrevió a
hacerme una pregunta que siempre evitó en todas nuestras charlas. Me
preguntó por la causa de mi delgadez. Debo hacer notar aquí que
también mi familia me había preguntado infinidad de veces, o
indagado a otros, observando y tratando por todos los medios a su
alcance, sin que nunca hubiesen conseguido acercarse ni de lejos a la
verdad. No era fácil -piénselo- saber a través de la observación,
qué es lo que hizo vacilar a mi espíritu: indagaciones frente a los
demás apenas si conseguían conducirlos a una intensa mistificación,
y preguntarme a mí de nada servía. ¿Por qué?, os preguntaréis.
Porque yo no revelaba la verdad, a pesar de mi franca naturaleza.
Sentía, era cierto, una curiosa timidez en dar explicaciones tan
extraordinarias, que no tenían la menor oportunidad de ser creídas,
como tampoco escapar en nombre del absurdo. Dar una explicación
hubiera sido como colgarme el cartel de loco.
Pero aún
más profundo que todas estas razones, era un horrible e inexplicable
miedo: el mismo que me ataba a la puerta y me mantenía apartado de
ella, me devastaba el alma. No era que yo no lo dijese, es que no lo
podía decir.
Apenas
ella me hizo esta pregunta me sentí enloquecer.
-Fue la
puerta -respondí, temblando lamentablemente-, ¡la puerta, la
puerta!
-¿Pero
qué puerta? -me preguntó ella, atónita-. ¿Dónde está, qué
clase de puerta es esa?
Un
cambio se operó en mí; el recuerdo de la puerta, el sólo
imaginarla me tomó en su horrible garra. La locura comenzó a
apoderase de mí, debatiéndome contra la atracción, empeñándome
en una lucha total contra la atracción. Al estar loco, la atracción
se volvió más fuerte, preeminente, única. La concentración de mi
mente al luchar contra ella causó (¿cómo lo diré?) una horrible
identidad entre el impulso y la voluntad. La atracción por la
puerta, horrible, misteriosa, desconocida, se volvió a la vez el
motivo compulsivo legítimo y el motivo de contradicción. Igual que
las personas histéricas sienten una necesidad lo suficientemente
horrible para contorsionarse, para estirarse, para reírse al margen
de la razón y de la voluntad, así yo sentí el impulso horrible e
incontrolable, fortalecido por el hecho de volverse un motivo de
contradicción, de huir inmediatamente de allí, de inmediatamente
dirigirme hacia la puerta, sin saber ni el motivo, ni la intención,
pues todo cuanto sabía era esto: había un motivo oscuro e
imperceptible, y recuerdo temer el motivo al mismo tiempo que actuaba
de acuerdo con su nervioso imperativo. Lo que la mujer histérica
suele sentir yo lo sentía, intensificado y aumentado por la
“indistorsión del cuerpo”, por la singularidad, por el horror,
por lo insólito de la atracción. Dije “indistorsión del cuerpo”
y quiero decir que no me contorsionaba como hacen los histéricos, ni
me desperezaba, ni me reía de ninguno de los modos. Pero en todas
las enfermedades nerviosas y misteriosas, el impulso se extiende al
cuerpo. Yo quería temblar, correr, cansarme, matarme, para así
martirizar mi cuerpo, para infligirme dolor a mí mismo. Era la
materialización del estado nervioso.
Si ella,
tan amable como era, hubiera osado agarrarme, por mucho que la
hubiera respetado, le habría sacudido a puntapiés, o derribado con
una alegría salvaje y un contentamiento de los brazos y de las
piernas, con un absurdo nerviosismo de acción, tanto más
glorioso por ser ella delgada y mujer, y debiendo sentir la agudeza
del dolor.
Lo que
pasó fue lo siguiente. Mientras me contorsionaba, me golpeé un pie
con el otro, me propiné de buena gana una patada a mí mismo, me
mordí los labios y acabé por darme un mordisco furioso y horrible
en mi propia mano. Entonces la verdadera acción física me acometió.
Me quité de encima a mi amada con brutalidad y ella creo que se puso
a llorar con piedad. Me puse a correr campo a través con un paso
firme y horrible a un tiempo, un horrible microcosmos de sensaciones.
Acaso sea sintomático del momento el hecho de que corriera más allá
de dos estaciones, puesto que su nombre me vino al ser más lejano.
Tal vez fuera para correr más por cualquier horrible motivo. Pero no
hago más que inventar razones. ¿Quién sabe la razón de aquello?
Destrocé
la puerta- no (…)
Eran
estos mis sentimientos. Así, medio inconsciente con un horror
desconocido, alcé mi pie izquierdo y propiné una patada a la
puerta.
¿Por qué
no me hubiera quedado antes paralítico, por qué antes no hubiera
caído muerto? Ojalá no hubiera nacido para ser testigo de cuanto
vi.
¿Cómo
podría describir lo que pasó? ¿Cómo encontrar siquiera las
palabras?
Apenas mi
patada con el pie izquierdo -un ligero toque- alcanzó la puerta, su
cerrojo se levantó solo -horror!- y la puerta se retiró hacia atrás
con lentitud, sintiendo en cada segundo de su lentitud una total
eternidad de miedo, dolor, ansiedad (…) Trastabillé apoyándome en
la pared, muerto de miedo. ¡No pasó lo que pasó, yo no estoy loco!
Lo que
pasó -horror de los horrores- pasó en pocos segundos, y aunque aquí
no puedo describirlos más que en algunos minutos, para mí pasó en
una eternidad total de miedo inanimado, de expectativa estatuaria.
Al
abrirse la puerta con lentitud pude ver a mi esposa durmiendo en la
cama con nuestro hijo.
Rápidamente
el suelo comenzó a temblar. Un terremoto -nunca hubo terremotos en
la región-, un terremoto. Alcancé el punto más alto del miedo que
los seres humanos puedan alcanzar.
Escuché
el estruendo de una tempestad lejana. La pared del cuarto cayó sobre
la cama, hubo una especie de rayo, que no era más que la entrada de
la luz exterior en el cuarto.
Tal rayo
se enraizó con fuerza en mi corazón. El pequeño trueno despedazó
mi corazón. No podéis imaginar el rugido diabólico del rayo, la
nulidad de lo furtivo, el humano e inhumano estruendo del trueno.
Había algo más que el abrirse una grieta en la pared en aquel
flash; en aquel rayo había mucho que más ruido, pues en él estaba
-lo sentí hasta el paroxismo- el espíritu de la puerta, la
encarnación de la puerta, la esencia de la puerta, el numen, la
propia puerta.
Cayó la
pared. Todo ocurrió en un segundo. Decía que cayó la pared. Osaría
decir que lo hizo en un segundo. Sin embargo para mí, de todo el
tiempo contenido en cualquier eternidad, más que un horror
sobrenatural, lo que hubo fue un movimiento tan lento en las paredes
que, así lo creo, nunca cayeran aunque lo hubiesen hecho. Una vez
más, una vez más, en la caída de las paredes estaba el espíritu
de la puerta, lo Desconocido, lo Inconcebible, la Cosa.
En este
instante yo estaba seguramente sano, pues de otra guisa, en el
paroxismo de mi miedo y en el paroxismo de la eternidad aterrorizada,
mientras observaba las paredes que inexplicablemente para mí caían
y no caían, como parecía: ahora pienso en el Aquiles de Zenón y en
el argumento de la tortuga contra el movimiento.
Digo que
las paredes cayeron. Lo hicieron de verdad. Cayeron sobre la cama y
la destrozaron. Una parte redujo a nada el hermoso cuerpo de mi
esposa, otra (maldición, escuálido (…) ) aplastó el cuerpo de mi
hijo y lo redujo a masa, a materia de pudrición, a escombro inerte,
a materia, a materia.
¿Qué
fue lo que me hizo enloquecer, delirio o sueño? Nada; es verdad que
al derrumbarse la pared sobre mi esposa y mi hijo, pude escuchar el
sonido de los cuerpos y los huesos al ser aplastados, todo a la vez,
y ahí es donde estaba escondida la naturaleza secreta de la
puerta.
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