El
hilo negro fue un juego que los niños de Fuenteheridos solían jugar
en las tardes-noches de invierno, cuando se hacía pronto la
oscuridad (ver Al
estribillo,
de José Luis Macías, 2016, en esta misma colección). Como tal, el
juego se extinguió sobre los años 70, pero al pensar en el título
de este libro su imagen se me vino a las mientes por lo que tenía de
metafórico y también por lo que tenía de rescate. El hilo negro
que hoy presentamos es el hilo de la memoria, de la memoria plástica
y fotográfica de ese pueblo donde los niños jugaban en la noche.
En
1850, fecha en la que se publica el Diccionario Madoz, Fuenteheridos
era un municipio que doblaba en “almas” a la población actual;
nuestros paisanos se dedicaban mayormente a labores de agricultura y
ganadería, pero en el término no faltaban serrerías, molinos
harineros y probablemente lagares, almazaras, tabernas, posadas y
hornos de cal. Según este informe, Fuenteheridos malvivía en una
pobreza tenaz, pero sin grandes sobresaltos. En fin, como vendría
ocurriendo en cualquier otro municipio de un país desdichado que,
sin embargo, seguía erre que erre en sus imaginarios históricos de
imperio colonial.
Esquinado
en el mapa de las Españas, arrinconado de todos los caminos, por
esas fechas nuestro pueblo se parecía más a la aldehuela medieval
que naciera en torno al barrio del Gavilán, que al Fuenteheridos del
que hoy disfrutamos. Si se nos permitiera dar una vuelta por el
pasado y siguiéramos sigilosa y libremente los pasos del colaborador
de Madoz, allá por los albores de 1850, observaríamos que los
“paperos” de entonces realizaban, con contadas excepciones, los
mismos trabajos y pasaban las mismas o parecidas fatigas y quebrantos
que los primeros repobladores venidos de los reinos del Norte, que
construyeron sus casas allá por el siglo XIII, lejos de la fuente
grande, donde tal vez la vida fuera más insalubre y llena de
zozobras; y si las fatigas y las expectativas de unos y de otros no
serían muy distintas en estos seis siglos, tampoco lo serían sus
métodos de trabajo, sus explotaciones, sus aperos, sus ajuares, su
manera de nombrar a las cosas y a las gentes, sus fiestas, sus
construcciones, sus ritos relacionados con la naturaleza, sus
costumbres, sus cuentos y canciones...
En
ese hipotético recorrido por el Fuenteheridos de 1846 que haremos
junto a este curioso forastero, nos encontraríamos con centenares de
gallinas por las calles, con perros tumbados a la sombra de las
paerillas,
con cabras triscando la yedra de los corrales o las callejas, con
cientos de burros y mulos aparejados y cargados de taramas,
heno o greña, con las matas de orégano puestas a secar en las
fachadas de zócalo color tierra o añil del barrio alto, con
mazorcas u orejones arracimados en las solanas, con el olor a pan
recién hecho en alguna de las panaderías del pueblo, con los
zarzos...; en la plaza del Coso encontraríamos a extraños y tal vez
trajeados personajes (tal vez los cobradores de las temibles
contribuciones o quizás forasteros que venían hasta el pueblo en
busca de porvenir sorteando los charcos y echando miradas furtivas a
las lavanderas que bajo su pañuelo a la cabeza, enjuagaban la ropa
entre los puentecillos y los regatos); tal vez si desde el hontanar
que entonces era la plaza nos diera por dejar atrás el crucero y
echarnos a andar por la calle de la Fuente, nos encontráramos con
aguadores y con viejas lavanderas que subían con la colada sobre una
especie de roete de paño colocado en la cabeza; nos cruzaríamos con
una yunta de bueyes que regresaba ya de la faena por esas
Valdelamaderas, en cuyo camino acaban de levantar un cementerio;
advertiríamos la fragancia de los peros o los melocotones extendidos
en los suelos de los zaguanes previamente pavimentados con helechos,
y tal vez si el tiempo fuera de castañas podríamos asistir al aroma
de los borrajos y a las concurridas fiestas nocturnas en las llamadas
casas de las apañaoras donde suenan las castañuelas, las bandurrias
o las flautas; tal vez al sonido de las campanas podríamos
detenernos un rato en alguna de las tabernas del barrio alto donde se
despachaba mosto de El Coto o de La Viña de la Higuera, mientras un
calero exageraba las arrobas de cal de su nuevo horno de Navasola o
Los Zurraores, el regaó
del pago
de la Valunguilla trataba de cobrar unos reales al hortelano y el
cabrero sostenía que este año el agua vendría tarde y poca. Si
saliendo de la taberna, siguiéramos calle arriba tal vez
escucharíamos las recatadas puntadas del zapatero, los cantiñeos
del lañador, los precisos martillazos del herrero, el sonido de los
zancos de un par de zagales que juegan en la Plaza Alta entre
gallinas y gatos meditabundos, nos seguiría el compás de la garlopa
del carpintero en la calleja del Estanco, las toses de un tísico
-pobrecillo, no llegará al tiempo de las cerezas-, la charla prieta
del talabartero con un arriero vidargo y guasón que acaba de
descargar tres sacos de papas de la Postura de los Mundos o de
Guirola, las voces peregrinas de las zagalonas oreando los colchones,
el tocotó de un mutilado de las primeras guerras carlistas, que
ahora hace banastas y cestas, y un hombre huraño y tenaz con un
brazado de taramas o un haz de calquesas al hombro subiendo
trabajosamente la calle del Castillo; más adelante saludaríamos a
una vieja que enseña labores de punto de cruz a zagalillas tunantas
y risueñas, y nos sorprendería que el llamado Barrio fuese entonces
un castañar, que el cementerio viejo siguiera en el Carnero, pegado
a la iglesia; que se alzara un tilero
enorme en el porche de la iglesia donde al atardecer se sientan a
charlar los viejos, que la Charneca y la calle de los Tejares fueran
apenas caminos donde comenzaban a asentarse casas, que la carretera
que atraviesa el pueblo no existiera, como tampoco Villa Onuba o las
canteras, que la actual fuente aún no estuviese erigida, que el
crucero de mármol -la cruz- se hallara más escorado a la Esquinita,
que en el lugar de la plaza de toros se alzase un precioso olivar,
que la escuela actual fuera un huerto de castaños tempranos regado
por las aguas de la fuente Cimbera, o que en la torre, acaso la más
bonita y pizpireta de la Sierra, aún no anidaban las cigüeñas; de
vuelta a la Fuente nos encontraríamos a abueletes sentados a la
recachera en sus sillas de enea a las puertas de sus casas ataviados
con las viejas y ajadas chambras,
limpiando jabichas
o haciendo cucharas con madera de berezo;
un poco más allá veríamos a niños llenos de sabañones jugando al
hilo negro, al marro o a las champas,
según la época, al barbero que anduvo sirviendo en Cuba esperando
la clientela mientras observa el vuelo elegante de los vencejos y
golondrinas que hacen sus nidos en los aleros, a un cura con sotana y
bonete seguido de dos monaguillos que baja algo pesado y sudoroso la
calle, al dueño de la pensión, recién llegado de Cumbres Mayores,
regando unas pilistras y quitándose a manotazos las moscas de la
cara, a un segador afilando su guadaña apoyada sobre un madarro,
junto
a la liara;
probablemente nos veríamos sorprendidos por un rifirrafe de gatos en
un tejado, y tal vez de una de las esquinas se nos apareciese un
rebuscador, un zagal con una cesta de gallipiernos o cerezas (según
la temporada), un porquero tras una piara de guarros, o una muchacha
con el cántaro al cuadril. Escucharíamos silbidos de enamorados,
denuestos de viejo, piropos azarosos, pregones de buhoneros, ecos de
canciones de ciegos que narran tremebundas historias de cuernos y
asesinatos que habían pasado en Extremadura o en Galicia, vaya usted
a saber; lamentos de una madre a la que le acaban de notificar que su
hijo se tiene que ir a servir a Manila o a Cuba, pregones de aguador,
campanillos de cabras, cencerros de vacas, el chasquido franco de un
hacha y el olor primoroso y limpio de un jazmín. De noche no
veríamos más luz que las de las estrellas y acaso algún pálido
resplandor de vela reflejándose en un ventanuco. En la apacible
noche el pueblo tal vez olería a leña de chimeneas, a migas o
poleás recién hechas o a corato de guarro asado en las cenizas,
justo en esa casa de la esquina de calle Álamo con Águila, donde
varias familias se juntan esta noche de invierno para contarse
cuentos y chascarrillos que los niños no aciertan a entender, y ya
un poco de madrugada, al doblar la calle Sola, nos parecerá sentir
el inverosímil frufrú de una marimanta.
Muy temprano, casi al amanecer, tras el canto del gallo, regresaría
la vida a los hogares y la marimanta
a su casa. Los zorros estarían de regreso a sus cuevas, tras haber
pasado la noche acechando a las gallinas cluecas en un corral del
Chorrillo, los tejones hocicarían en el maíz, y los topinos
horadarían las lievas
y los quebraeros.
Por Maiguerra crecería el culantrillo y la magarza, y en los
Vallemenores se escucharía el canto del cárabo, mientras, un poco
más allá, en la Cuesta de los Chinorros, donde se extraía la arena
y la tierra para la construcción, los abejarucos emprenderían sus
primeros vuelos matutinos. En el Risco Aburacao, horadado por los
rayos, un águila dibujaría círculos sobre una mula muerta y en los
castañares y pinares cercanos escucharíamos el toc-toc del pico
caballar. Al filo del amanecer, en el hondón de las cuadras o en las
cerquillas próximas los hombres aparejarían a sus bestias y el olor
a pucherillo acaso engañara al frío, mientras afuera ladraban
perros, maullaban gatos, y en una casa cercana a la era de la
Carrera, una mujer llegada años atrás de Encinasola, Valdelarco o
de Hinojales terminaba de dar a luz y otra, a mitad de la calleja del
Estanco, se hacía releer una carta de un novio que estaba haciendo
la guerra por la parte de Navarra o Aragón, cualquiera sabe, antes
de ponerse a algofifar
los suelos de barro cocido, mientras una carrafilera de niñas cantan
en la escuela femenina la tabla del tres.
Son
detalles e historias que el colaborador de Madoz (1846-1850) no
consignará en su informe. Tendrá tiempo, sí, para hacer algunas
preguntas sobre el pueblo, y añadir algún dato más. La verdad es
que no hemos tenido que hacer un ejercicio imaginativo demasiado
grande: muchos de los elementos descriptivos que he señalado seguían
estando vivos y presentes en los años sesenta del siglo XX y ni a mí
ni a la gente nacida antes del 60 nos resultan ajenos. Lo cierto es
que el colaborador de Madoz, que se ha guardado lo mejor de su
estancia para sí, nos ofrece la siguiente descripción de nuestro
pueblo:
“Vecindad
con ayuntamiento en la provincia de Huelva (15 leguas), partido
judicial y adm. de rentas de Aracena (12) , diócesis audiencia
territorial y ciudad g. de Sevilla (6) . S I T . en la umbría de una
sierra sobre 3 collados, en el camino que conduce desde el Fregenal á
Zalamea, próxima á la fuente que es cabecera de la rivera de
Murtiga, con buena ventilación y CLIMA, siendo las pulmonías y
todas sus semejantes las enfermedades mas frecuentes. Consta de 251
CASAS de 512 varas de altura con buena distribución, repartidas en
diferentes calles empedradas y limpias y 2 plazas, una de figura
triangular de 30 varas de larga y 10 de ancha, y otra llamada el Coso
frente á la fuente y con una cruz de mármol bien concluida, es de
60 cuadradas; hay una sala de ayuntamiento en cuyos bajos está la
cárcel, escuela de niños dotada con 1.100 reales y otra de niñas
sin asignación, concurriendo 30 alumnos á cada una; una fuente
abundantísima citada anteriormente de cuyas buenas aguas se proveen
los vec y surten á los ganados; iglesia parroquial (El Espíritu
Santo), servida por un cura de entrada de nombramiento del ordinario,
un presbítero, un sochantre, un crucero y 2 acólitos; y por último,
un cementerio estramuros á la parte del O. que en nada perjudica á
la salud pública. Confina el término por el E. y S. con el del
Castaño, y por O. y N. con el de Galaroza, teniendo de extensión
1/2 leguas cuadrada; en él se encuentran varias canteras de mármol
blanco , de las que se han estraido y llevado á Sevilla piedras de
consideración, pero en la actualidad no se cortan ningunas por no
haber caminos para conducirlas; existen porción de minas
denunciadas, mas en el dia se hallan paralizados sus trabajos. El
TERRENO es de mediana calidad, bastante montuoso y entrecortado
formando cordilleras que corren de Este á Oeste, siendo la mayor de
todas las sierras la llamada del Castaño; no hay bosques pero sí
muchos castaños cuya madera se utiliza y vende para distintos
puntos; algunas suertes de tierra de las en que está dividido, se
riegan con las aguas de un arroyo del que se hizo mérito al
principio de este art., cuya dirección y curso perenne es hacia el
O.; en la misma corre otro conocido por la Urralera, dist. 1/4 de
leguas de la población; uno y otro impulsan el primero á 4 y el
segundo á 3 molinos harineros. Los CAMINOS son de herradura y se
dirijan á Huelva, Sevilla , Badajoz y Ayamonte; se hallan casi
intransitables. La CORRESPONDENCIA se recibe 2 veces en la semana de
la capital del partido. INDUSTRIA los molinos harineros y la
elaboración de maderas para edificios y otros usos, COMERCIO
importación de todos los art. de primera necesidad, pues el terreno
no produce mas que unas 4.000 a. de patatas, y 1.000 fan. de
castañas; no hay ganados pero si caza de conejos, perdices y algunos
animales dañinos, POBLACIÓN 307 vec, 1.229 almas CAP. PRODUCCIÓN
PRINCIPAL: 2.464, 287 reales. IMP. 82.773. El PRESUPUESTO MUNICIPAL
asciende á 8.057 reales y se cubre con 3.841 que producen los
arbitrios de romana, marco y pesos y medidas menores, y el déficit
por reparto vecinal”.
Mucho
parece haber llovido desde ese 1846, pero en realidad y, como se ha
insinuado, el período transcurrido desde entonces representa apenas
una cuarta parte del total de la historia del pueblo. Sin embargo es
en estos últimos ciento setenta años -desde la publicación de este
diccionario- cuando Fuenteheridos se ha transformado realmente. Es
más, podríamos asegurar que la transformación ha sido gradual, de
forma que los cambios más evidentes se han ido manifestando en las
dos últimas generaciones. Estos cambios implican no sólo a la
visión arquitectónica del pueblo, con una importante pérdida de la
impronta leonesa que lo había caracterizado hasta entonces, en favor
de un cierto toque andaluz, sino también al propio proceso de
socialización.
Fuenteheridos
vivía entonces de los recursos de la agricultura y de la ganadería,
y hoy en día esas actividades aparecen bastante orilladas, siendo el
turismo y las demás actividades del sector terciario los que asumen
el principal sustento municipal. Si apenas hace dos o tres
generaciones la población caballar, caprina, porcina, bobina y
aviar, formaba parte de nuestro entorno y hasta diría que de nuestro
paisaje urbano, hoy todo eso ha quedado reducido a unos cuantos y
vistosos caballos de recreo. Por no haber, apenas si sigue habiendo
gatos en nuestros tejados. Igualmente podría afirmarse de las
costumbres y de los valores campesinos. La palabra ha dejado de tener
valor de cambio y de compromiso y los valores religiosos y morales se
mueven por derroteros más universales.
Pero
si el pueblo ha sido transformado por las derivas exteriores de una
sociedad cambiante en lo económico, en lo cultural y en lo social
merece la pena destacar acaso unos pocos hechos que sin duda han
marcado los hitos humanos (demográficos incluso) del municipio
durante estos últimos 170 años,.
El
primero de ellos es la inestabilidad política del siglo XIX con las
guerras carlistas y la posterior agonía de nuestro colonialismo de
finales del siglo XIX y principios del XX, con los desastres de Cuba
y Marruecos, donde vecinos nuestros encontraron la mutilación o la
muerte; sin embargo, en el primer tercio del siglo XX la prosperidad
de la agricultura hizo que el pueblo creciera y que se levantaran
casas burguesas por las calles de La Charneca, La Fuente o La
Cantina; para entonces los productos de nuestro pueblo eran
sobradamente conocidos en las principales plazas de Andalucía
Occidental y el Sur de Extremadura, desde Huelva hasta Cádiz,
pasando por Sevilla o Zafra.
El
segundo hecho significativo es la guerra civil (1936-1939), en la que
más de cuarenta de nuestros vecinos perdieron la vida por exclusivas
razones políticas y que sin duda dejó un costurón social que ha
tardado mucho en cicatrizar (ver Brutal
23 de agosto,
Rodolfo Recio, Ed. Huebra 2006). Algunas familias se vieron
condenadas y los poderes civil y religioso impusieron su ley. Tras la
guerra hubo un efímero momento de repunte económico debido a la
falta de productos de primera necesidad en los mercados. Como en
otras partes, aquí triunfó el estraperlo.
Otro
hito trágico en nuestra reciente historia es el proceso migratorio
que se produjo a finales de los años '50 del pasado siglo y que se
prolongó al menos durante tres décadas, si bien es un proceso que
continúa bajo otras premisas; esto coincidió con la degradación
económica de la agricultura y la ganadería, en una clara voluntad
del régimen dictatorial de industrialización del país. El sur
peninsular vio diezmada así gran parte de su población. Hay que
pensar que la emigración ha supuesto una sangría para nuestro
pueblo, donde mermó la población al menos en un 50% y es muy rara
la familia que no se ha visto afectada por ese proceso; Sevilla,
Huelva, Cataluña o Madrid fueron los destinos elegidos por nuestros
paisanos.
El
siguiente hito transformador ha sido la llegada de la economía de
consumo y como consecuencia directa de ésta, la democracia y una
nueva concepción administrativa del territorio. La sociedad de
consumo ha supuesto para Fuenteheridos una espectacular
transformación, no ya en los evidentes cambios producidos en el
casco urbano y en el interior de nuestros hogares, sino también con
los cambios de valores sociales y en el gradual protagonismo del
turismo en nuestra economía local; el turismo, asociado al aire
puro, a la gastronomía, a nuestra feraz y bellísima naturaleza y a
la bonanza de nuestras aguas, se comenzó a desarrollar a principios
del siglo XX, generalmente a través de Sevilla, para irse
consolidando como la principal fuente de ingresos en la actualidad,
siendo Fuenteheridos uno de los destinos preferidos del país para el
turismo rural de naturaleza. Por último, la creación del Parque
Natural Sierra de Aracena y Picos de Aroche, unido a la introducción
de las nuevas tecnologías en las vidas de nuestros vecinos, ha
ayudado a extender esa brecha entre lo que podría suponer la vida de
1850 y la de hoy en día.
Fuenteheridos
es uno de los pueblos con mayor singularidad dentro del carácter ya
de por sí singular de la comarca. Tal vez nuestro carácter, que
podríamos definir como abierto, no demasiado apegado a las
tradiciones e innovador, podría estar motivado por dos hechos
fundamentales: su ubicación central en la región, que nos convierte
en un pueblo acogedor y bien relacionado con su entorno, y el
minifundio, que dota a los paperos
de una visión individualista y luchadora, muy apegada a la tierra,
donde el sistema de clases sociales ha sido tradicionalmente
atemperado. Es cierto que Fuenteheridos, como todo el entorno, no
pudo eludir el caciquismo de finales de siglo XIX y principios del
XX, pero el nuestro fue un caciquismo suave, que poco tenía que ver
con el de las poblaciones cercanas donde los caciques locales se
repartían casi en exclusiva los medios de producción y, en
consecuencia, podían ejercer una exasperada presión sobre los
jornaleros, demás habitantes del lugar. Nuestros vecinos, en cambio,
desde sus pequeñas huertas y castañares y desde su continuo
laboreo, han vendido tradicionalmente el producto de sus campos y su
sudor, de manera que mayoritariamente no dependían de un solo y
omnipotente dador de empleo, lo que hizo que las divisiones y los
conflictos sociales no fueran tan dramáticos como en otras
localidades del entorno. Existe una singular leyenda sobre el origen
del nombre de Fuenteheridos -enigmático y hermoso como pocos-, que
tras pasar por el imaginario local, recoge el periodista aracenense
José Andrés Vázquez en ABC de Sevilla, el 14 de mayo de 1935.
Según esta leyenda, el nombre de Fuenteheridos provendría de un
conflicto de orgullo entre los vecinos de la aldea de La Fuente, que
es como se denominaba a nuestro pueblo, y Galaroza, entonces capital
del municipio. Será en nombre de la dignidad y el orgullo herido
de los paperos,
que se enarbola la rebeldía contra la villa de Galaroza, exigiendo y
obteniendo su independencia, de la que ahora se cumple el
tricentenario. En esta leyenda poética y, como casi todas, ajenas a
la realidad, se desprende el carácter, si no belicoso de la
población, sí independiente e indómito, y que continúa siendo una
de nuestras señas identitarias.
Otro
aspecto que define a Fuenteheridos es su indolente relación con las
tradiciones. Casi todas las localidades serranas perpetúan viejos
rituales y mientras más aisladas sean estas poblaciones, más vivos
son estos rituales en general. Es el caso de Encinasola, Hinojales, o
Aroche, pueblos aislados pero con un hondo sentido identitario.
Fuenteheridos siente un cierto desapego por la tradición, a la vez
que continuamente trata de reinventar otras nuevas. El ejemplo más
cabal es el de la Virgen de la Fuente, actual patrona de la
localidad, que apenas cuenta con 53 años de vida. En estos últimos
años se han perdido (o casi) tradiciones tan interesantes como la
Cruz de Mayo, el día del bollo, los borrajos de verano, los
quintos... pero, curiosamente han surgido otras nuevas como la Fiesta
de la Castaña, las Fiestas de Agosto con sus ritos en torno al agua
y la feminidad, el Carro de Navahermosa... De todas nuestras viejas
tradiciones, apenas se mantiene “el chopo”, “el judas” (si
bien muy tergiversado) y el precioso ceremonial de El Corpus, con sus
helechos y pétalos de rosa alfombrando las calles. Este singular
desapego a los ritos acaso tenga que ver con la singular movilidad
demográfica de Fuenteheridos, ya que éste no es un pueblo de
arraigo sino de paso. Un porcentaje altísimo del padrón actual lo
forman personas no nacidas en la localidad, sino venidas de otras
partes, que se integran en el pueblo con normalidad y quienes, como
norma general, sienten menor arraigo por unas tradiciones que no son
las suyas. Un caso particularmente curioso de desapego por la
tradición se resume en nuestra iglesia, que en los años '60 del
siglo XX pasó de tener un retablo neoclásico a uno de arte Pop, el
único existente en toda la comarca. Este hecho que en algunas otras
poblaciones hubiera conseguido que sus habitantes se echaran a las
calles, en nuestro pueblo apenas si suscitó un vago sentido de
nostalgia por el viejo altar. Esperemos al menos que se conserve esta
singularidad del arte pop, que nos hace únicos. Otras muchas otras
cosas de antaño se han destruido sin que nunca se hayan registrado
protestas muy significativas, como ha ocurrido con la casi
desaparición de las lievas tradicionales o del puente de ladrillos
que daba nombre a la calleja del Puente Membrillero. Aun así, el
pueblo se halla en buen estado y ha logrado conservar su encanto y
preservar su identidad. Todavía podemos apreciar solanas, aleros
volados, ventanucos, corrales, tapiales de adobe, paerillas,
fachadas vetustas como la de Marcelina en plena plaza del Coso o la
casa nº 17 de la calle Álamo, donde milagrosamente se ha conservado
el alero volado, el fantástico balcón de madera de castaño y la
puerta de inspiración netamente leonesa. Hemos conservado también
los empedrados de calles simbólicas como la del Castillo, o las de
las cuestas de la Caná o Maiguerra, ambas en el camino real de
Cortelazor, y hemos remodelado la vieja era de la Carrera, nuestros
mejor mirador a la majestuosa y frondosa sierra que nos rodea.
Este
libro no sólo pretende devolvernos instantáneas y fotos de paisajes
interiores de Fuenteheridos, sino que quisiera ahondar en nuestra
identidad cultural y darnos a conocer aquello que el tiempo ha ido
arrancando de nuestras miradas. No nos llama un sentimiento de
nostalgia porque sabemos que todo tiempo pasado fue peor -o mucho
peor-, ni un sentimiento conservador porque es el cambio el único
camino que nos conduce hacia el futuro. Los pueblos se transforman al
ritmo de su historia particular y de la Historia en mayúsculas. Hace
tres siglos nuestro pueblo no había bajado a “la Fuente”, no
estaba encalado y probablemente ninguna de nuestras calles aparecían
encañadas o siquiera empedradas. Tampoco había baños en las casas,
ni terrazas tal cual hoy las conocemos, siendo los interiores
lóbregos y oscuros, de anchas paredes y de pequeñas ventanas para
no dejar entrar el calor o el frío, con un horno y acaso un pozo, y
en las cuadras, corrales, gallineros y zahúrdas dormitaban cientos
de animales. La muerte acechaba en cada cosa, las mujeres morían de
parto y los hombres regresaban destrozados de esas guerras remotas.
No había ni qué pensar en hospitales. Las “yerbas” todo lo
curaban, para la diarrea la tisana de cebada, para el mal de muelas
la amapola real, para los dolores de menstruación el gordolobo y el
hipérico para los relajamientos y contusiones. Los abuelos
desahuciados por la salud eran acogidos por las familias numerosas y
los niños, desde muy temprana edad, trabajaban en el campo y en lo
que caía. No, no eran tiempos mejores.
Las
instantáneas que hoy presentamos en libro y en exposición sólo
pretenden hablar a nuestros oídos, poniendo en valor rincones,
sacando a relucir maneras de entendernos con la vida, creando, además
un archivo de imágenes y sensaciones, de personajes que pasaron por
nuestras vidas, de instrumentos con los que hicimos camino, de
situaciones y hechos que acaso deban ser preservados para
generaciones futuras. Este libro se ha llevado a cabo para hablar de
lo nuestro y de los nuestros, para darnos coraje y ánimo y para
saber que nada hay de nuevo bajo el sol. Este libro es además un
homenaje a quienes hoy ya no están entre nosotros, a quienes un día
vivieron en nuestras calles, a quienes alzaron fachadas o excavaron
pozos, a los que sembraron árboles, a quienes lavaron ropa,
recogieron agua de las fuentes y los pozos, atendieron a los
enfermos, sembraron y parieron a nuestros paisanos y dieron
instrucción a nuestros zagales. A veces se habla de ellos con sus
“motes”, y nadie se moleste, pues era y es así como los
nombramos y nos llegan al recuerdo. Este libro es un homenaje y
también un nuevo paso. Este libro, paisanos, es vuestro. Cabal,
totalmente vuestro.
Queremos
agradecer a los colaboradores, a los generosos dadores de fotos
(Rocío Gómez, Chari, Encarni y Pepi Romero, Isabel Romero, Cecilio
Gutiérrez, Aurora
Romero, Ramón Hidalgo, María López, Ana Escobar, Rodolfo Recio y
su hijo, Rodolfo Jesús, Miguel Ángel Fernández, Camila Romero y su
hijo Jesús, Isabel y Matilde Domínguez, Lali Serrano y su hijo
Ángel, Diego Diajara, Alfonso Barragán, Basilio y Flor Bomba, José
Manuel López, Luis Manuel y Miguel Ángel Castillo, Manolo de los
Reyes Bermúdez, Estrella Hidalgo, Manuel Ojeda, Miguel Domínguez,
Raquel Bermúdez, José Luis Macías, Manuela Plaza, Ana
Rosa Moya, Isabel Martín de Aranda, Juan Bomba, Toñi C. Cabezalí,
el zufreño Santiago Glez Flores...), a cada uno de los que de una
forma o de otra os habéis implicado en el buen curso de estas
páginas, prestando fotos y tiempo, comentando cuestiones
relacionadas con el libro, ayudándonos en nuestras pesquisas,
aclarándonos y corrigiéndonos en nuestros datos, asesorándonos en
todo ese mundo en tenguerengue que suele habitar en cada libro y en
cada palabra. Este proyecto es también tuyo, que ahora pasas sobre
sus páginas: nosotros, Carlos Manuel y yo, sólo hemos puesto en
vuestras manos lo que previamente tú nos has ofrecido. Os
agradecemos mucho vuestra generosidad no para con nosotros sino para
con todos, pues una foto es al fin al cabo algo unido a la intimidad
y tiene algo de sagrado. Queremos deciros que hemos tratado cada foto
con el mismo cariño con el que ustedes nos la habéis prestado y
tanto en los textos como en los trabajos de edición hemos intentado
dignificarlas.
Cualquier
selección es un asunto siempre complicado. Nosotros hemos procurado
hacer nuestro trabajo con objetividad, lo que no quiere decir que no
hayamos cometido errores. Os perdimos perdón por ello. Éste no es
ni quiere ser un libro erudito. Los datos que se aportan han sido
contrastados pero ello no es óbice de que salte el error aquí y
allá o que se omitan datos que tú consideras importantes. Desde ya
os pedimos disculpas. Este libro prescinde de bibliografía, pero
cualquiera que lo desee puede consultar el aparato críticoo de los
dos libros que han aparecido ya en esta misma colección. Lo
importante aquí son las fotos de nuestro pueblo y las explicaciones
que nos sugieren cada una de ellas. Nos hemos decantado por las fotos
que hablan de la “transformación” del pueblo, de los cambios
producidos en este tiempo y, por supuesto, por aquéllas que pudieran
tener cierta importancia histórica. En otras ocasiones nos han
interesado las relaciones de poder, los ritos religiosos o civiles,
las tradiciones, o aspectos de la vida que han desaparecido. Nos
interesan nuestros personajes, nuestros rostros por más que a veces no
sepamos quiénes sean.
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