SALITRE
un cuento de Manuel Moya
Aquella
noche cinco milicos armados aporrearon la puerta y preguntaron por
Miguel, el único de sus tres hijos que le quedaba en el país.
Serían las dos y cuarto de la mañana y a esa hora no hubo forma de
avisar a ninguno de sus conocidos. Aurelia, que salió a abrirles,
les impidió el paso con un gesto de firmeza. Miguel, incorporado
sobre la cama, recibió la noticia con serenidad, se restregó los
ojos y, descalzo aún, abrió la ventana de par en par a pesar del
frío intenso. Afuera todo estaba tranquilo. Las luces del puerto
parecían resistir contra un mundo de tinieblas. Chirriaban las
grúas, se escuchaban lejanas sirenas y la ciudad adoptaba el aspecto
lúgubre de un hormiguero que de un momento a otro acabaría
aplastado por una estampida de rinocerontes. Miguel se vistió sin
prisas, como si fuera la última vez que lo hiciera o el asunto no
pasase de una incómoda formalidad. Eso le dijo a la vieja, que lo
miraba desconsolada desde el quicio de la puerta, que era nomás una
formalidad, que la esperase con el desayuno puesto y la radio
encendida. Ella trató de sonreír ante la sonsera y Miguel acabó de
meterse el saco por los hombros, sin olvidar colocarse el clavel que
sólo hacía unas horas le había regalado un radiante y
enamoradísimo Melchorcito Narbona. Los milicos fumaban animadamente
en el rellano. Pensaban que nadie es tan boludo como para lanzarse
desde un cuarto y si lo hace, pues bueno, laburo finito. Ella,
abatida, se quedó mirando a su hijo mientras se echaba una última
ojeada en el espejo y acariciaba el clavel antes de besarla en la
frente, repetirle que no se preocupara y, con paso resuelto,
franquear la puerta bajo la hosca mirada de los milicos. Aurelia no
vio, no quiso ver, cómo uno de los ellos se sonrió al verlo tan
pinturero, cómo se quitó el pucho de la boca y de un manotazo le
arrancó el clavel de la solapa para pisotearlo contra el felpudo.
Ella, que los siguió hasta el portal, sólo pudo ver cómo lo
introducían con malos modos en uno de los autos y cómo se alejaban
no en dirección a la comisaría cercana sino en sentido opuesto, no
sabía dónde. Intentó seguirlos durante algunas cuadras hasta que
quedó sin resuello. No le hizo falta mirar hacia arriba para sentir
el efervescente pavor de las ventanas. Antes de ingresar en su piso,
advirtió sobre el felpudo el clavel pisoteado. Lo tomó, lo olió y
lo volvió a colocar sobre la mesilla, junto a la cama deshecha y aún
caliente. Desde niña los claveles le sabían a tierra seca, pero
aquel parecía tener un olor que oscilaba entre la sangre y la orina.
Apenas
dieron las ocho en su viejo Cauny, Aurelia, que seguía despierta,
bajó hasta la cabina telefónica y marcó el número de Don Markus
Stadler, en cuya oficina había trabajado hasta su jubilación,
apenas diez meses atrás. Don Markus se había retrasado, le dijeron,
pero la recepcionista se alegró de saber que seguía viva y que no
se había regresado a Italia, como parecían sus planes. Ella no
quiso contar y le comentó que se acercaría por la oficina en un par
de horas porque tenía que tratar un asunto muy urgente con Don
Markus. Su hijo, como ella intuía en lo más profundo de sí misma,
no volvió para desayunar y a media mañana Aurelia volvió a tomar
el ómnibus hacia la vieja oficina donde trabajara desde su llegada a
Buenos Aires, más de treinta años atrás.
Se
diría que Don Markus la estuviera esperando durante horas apoyado
levemente en el batiente que separaba su despacho del resto de la
oficina. A pesar de sus más de sesenta años, parecía un hombre
atlético y apuesto, seguro de gustar, con esa chaqueta cruzada, el
pelo recién rasurado, el pequeño bigote y una sonrisa
condescendiente y afable. No bien la vio llegar, se aproximó a ella,
le quitó personalmente el abrigo, lo entregó a una empleada y, con
extrema delicadeza, rozando con la yema de sus dedos la espalda de
ella, la invitó a entrar en el despacho. Una vez dentro, cerró la
puerta y suspiró, como si hiciera tiempo que esperase aquel momento.
Don
Markus era un año o dos mayor que ella y a pesar de cierta sombría
rigidez en sus modos, siempre lograron entenderse. Desde que quedó
viuda, Aurelia tuvo la sensación de que Markus se interesaba por
ella, pero el alemán era ante todo un viejo y contenido caballero,
incapaz de dar un paso más allá de lo correcto y en el fondo de sí
misma se sentía en deuda con él porque nunca hubiera tratado de
ejercer sobre ella el arbitrio de su superioridad.
Según
él le refirió, había llegado apenas cinco minutos después de su
llamada y, tras pedir un par de cafés a su flamante secretaria, la
invitó a tomar asiento y se la quedó mirando larga, detenidamente.
“Vos lo sabés, Aurelia, que siempre estuve loco por vos”, dijo
con una voz arrastrada y amable. Ella, cohibida, bajó la mirada y no
respondió, sino que le habló de Miguel y de cómo unos milicos se
lo llevaron aquella misma noche y de cómo temía por lo que pudiera
pasarle. Él pareció sorprendido primero y después, sin dejar de
observarla, expresó su contrariedad por lo que ella le iba contando,
se mesó el pelo, tomó una estilográfica, jugueteó con ella entre
los dedos, y, con la voz de quien pretende estar al tanto de las
contrariedades del mundo, trató de hacerle entender que ciertamente
eran días difíciles, que mientras se asentaba la nueva autoridad
era normal que se produjesen arbitrariedades y un pequeño quilombo,
pero que no debía olvidar que el país estuvo tantito así de
andarse por una barranca por culpa de los montoneros y los
sindicatos, de modo que en cuanto pasaran dos o tres semanas y
regresara el orden institucional, vería cómo las cosas irían a
mejor, pero, sobre todo, que no debía preocuparse por Miguel, pues
él se comprometía a hacer de primera mano las gestiones que fueran
necesarias y con quien fuera necesario para que esa misma tarde o
cuando más al día siguiente tuviera a su hijo de regreso.
Aurelia,
que al principio lo escuchó con recelo, sonrió aliviada y él,
mucho más seguro de sí mismo, sin dejar de hacer girar la
estilográfica entre sus dedos, quiso saber si Miguel tenía extrañas
amistades, si se juntaba con extremistas o tarados montoneros, de los
que querían volver del revés el país. Ella le respondió con
franqueza, diciéndole que sabía muy poco de la vida del hijo, salvo
que trabajaba en una escuelita por la parte de Palermo y que, todo lo
más, a veces se pasaba los días y los días sin regresar a casa.
Don Markus dibujó una sonrisa alentadora, opinó que las nuevas
generaciones habían perdido la fe en el futuro de la patria y que
alguien tenía que hacerles entender que la vida es orden y es
esfuerzo, y que una cosa son los sueños y otra bien distinta la
realidad. Aurelia siguió sus palabras con creciente desinterés y en
cuanto creyó que su discurso había acabado, se alzó de la silla y
dijo que el tiempo se le estaba echando encima. Él la alcanzó antes
de abandonar el despacho y posó sus dedos huesudos y fríos de
aguilucho en el hombro de Aurelia. Miguel es un chico como todos,
repitió ella en un amago de llanto, bajando la cabeza. No te
preocupés, querida, que todo se solucionará, le repetía Markus
alzándole la barbilla, mientras ella se veía a sí misma tan
pequeñita como un grajo visto a la distancia. Beh, beh, no te
aflijás, Aurelita, ahora nomás me pongo con su asunto y en cuanto
lo arregle voy personalmente a decírselo, porque una equivocación
la comete cualquiera y un chico como Miguel necesita de una segunda
oportunidad, ¿no es cierto? ¿Cómo?, se preguntó ella, ¿qué
significa una segunda oportunidad?, ¿qué hizo Miguel para necesitar
de una segunda oportunidad?
Estaba
a punto de preguntarlo cuando Markus, le dijo que realmente la viudez
y la jubilación la habían vuelto mucho más linda. Nadie diría que
acabás de cumplir sesenta y dos. Aurelia se sonrojó, respiró
hondo, agradeció su interés y su disponibilidad, se retocó el
pelo, abrió la puerta del despacho y con una confusión que le
enturbiaba el estómago, avanzó hacia la salida. Sus viejas
compañeras la vieron salir del despacho y antes de alcanzar el
perchero donde tenía su abrigo, se agolparon a su alrededor para
decirle que la encontraban bárbara, que bien se veía que la
jubilación le había sentado de maravilla, porque el tiempo por ella
parecía volverse para atrás.
Cuando
ya se aprestaba a tomar el ascensor, en un gesto que a ella le
pareció demasiado brusco, Markus la tomó del brazo y, con la voz
entrecortada, le dijo que no podía dejar de pensar en vos y que esa
noche sin falta iría a su casa a darle noticias de su hijo, pero
ella, un poco arrecha por la brusquedad, le apartó el brazo, dijo
sentirse cansada y le dictó el número de teléfono de un conocido,
donde podía localizarla. Él pareció desolado y la dejó marchar.
Su cara al despedirse parecía la de un hombre que acabara de
ahogarse en el mar.
Los
días pasaron despacio, muy despacio a partir de entonces. Markus
Stadler no llamó durante ese día, ni tampoco al siguiente, de modo
que fue ella la que, desorientada, rota, volvió a telefonear a la
oficina pasada el tercer día, y el cuarto, y el quinto... Ahora, se
decía, estaba dispuesta a cualquier cosa, sin entender muy bien qué
significaba “cualquier cosa”, pero según le contó la nueva
secretaria en la enésima llamada, Don Markus acababa de marcharse no
hacía ni un cuarto de hora, pero a continuación, como si alguien le
dictase lo que tenía que decir, le refirió que había salido a un
asunto urgente que tenía que ver precisamente con el caso de su hijo
y le preguntó si quería que le dejase algún recado concreto.
Las
palabras forzadas de la joven secretaria tuvieron un efecto
devastador para Aurelia, que al colgar miró su reloj y advirtió con
angustia que llevaba cinco horas parado. Mientras contemplaba las
agujas inmóviles, sintió que una lágrima resbalaba por su cara y
caía, plafff, sobre la vereda. Le siguió un estremecimiento, que
atribuyó al frío que aún hacía a esa hora de la mañana, pero que
en lo más íntimo de ella misma supo que no se debía al frío. De
nuevo en casa, acuciada por la angustia, se puso a preparar una
caponata, ese asado de verduras que había aprendido de su suegra
napolitana y que era el favorito de su hijo Miguel.
Siguieron
pasando los días sin novedades y ella había llegado al punto donde
la desesperación no puede sino cambiar de rumbo y darse la vuelta:
su viejo jefe seguía sin atenderle al teléfono y se buscaba toda
clase de subterfugios para no recibirla en su oficina; tampoco sus
otras pesquisas en las comisarías llegaban a ningún puerto. El
miedo y las suspicacias parecían haberlo envenenado todo. La ciudad
se había convertido en un inmenso cuartel de clausura y hasta
quienes semanas atrás la saludaban con deferencia, ahora parecían
rehuirle, tal que si se hubiera tatuado sobre su piel el estigma de
la lepra.
No
sabía ya a quién recurrir, cuando un compañero de la escuelita
donde trabajaba Miguel se hizo el encontradizo en la calle y le habló
de un tal Melchorcito Narbona, un tipo, le advirtió, muy pero que
muy especial. Ella jamás había oído hablar del tal Melchorcito
Narbona o Carmona, pero en cuanto supo de su existencia lo buscó por
todas partes, pero a Melchorcito parecía habérselo tragado la
Pampa. Una mañana, casi un mes después del secuestro, una mujer le
salió al paso en el mercado y sin más le indicó dónde podía
encontrar a Melchor Narbona, desapareciendo después.
Melchor
andaba recluido en una casitita a no más de quince manzanas de la
suya, pegada a las tapias del cementerio de La Recoleta. Con los
muros carcomidos por el salitre y la puerta medio rota y cerrada con
cadena, la casa parecía abandonada desde hacía mucho. Golpeó,
pues, sin mucha esperanza. Volvió a golpear pasados unos segundos.
Esperó durante un buen rato y al fin escribió el nombre de Miguel
Scorza en un papelito, lo hizo pasar por una ranura, se alejó unos
metros, entró en una cafetería, pidió un cortado y al cabo de diez
minutos volvió a llamar. Sólo entonces le pareció escuchar una voz
que provenía desde el otro lado de la puerta. Ella repitió su
nombre y el de Miguel, y esperó. Al poco la cadena comenzó a
chirriar y al fin se abrió la puerta. Un chico tembloroso, frágil y
con barba de días, la hizo pasar. Al primer golpe, Melchorcito le
pareció más que un tipo triste, un muchacho despojado de su natural
alegría. Envuelto en una frazada de cuadros azules y blancos,
arrastraba sus pies por la irregularidad del piso, de modo que nadie
hubiera dicho que tenía sólo dos años más que su hijo. Perdone,
dijo él, no hay mucho que ofrecerle, pero tengo un hornillo y puedo
prepararle un matecito. Ella dijo que acababa de tomar un cortado
pero que dado el frío le aceptaba el mate y se sentó en lo que
antes, alguna vez, habría podido ser una coqueta mecedora de
rejillas. La casa carecía de luz eléctrica y las ventanas estaban
atrancadas por dentro. Se diría que todo aquello hubiera sido
abandonado a la carrera y que desde entonces sólo la habitasen
fantasmas. Mientras esperaban el mate, Melchorcito dijo que vivía
aquí y allá desde que los milicos habían ido a sacarlo de su casa.
Su vida había dado un vuelco desde entonces. Ella quiso saber cómo
logró escapar y él le contó que gracias a la llamada a media noche
de un amigo tuvo tiempo de esconderse en casa de un familiar cercano.
Desde entonces vivía como una alimaña, esperando unos papeles y
unos pesos que no acababan de llegar, para poder escapar así del
infierno en el que se había convertido el país. Tras alcanzarle el
mate, le fue contando cómo logró indagar sobre el paradero de
Miguel. Porque él, dijo con cierto énfasis teatral, que siempre
había sido pobre como una rata, tenía amigos hasta en el infierno.
Por ellos supo que, como tantos otros, Miguel acabó en el centro de
detenciones de El Campito y que allí lo habían recluido (él le
ahorró el episodio de las picanas y todo eso) y que, luego, pasado
el tiempo de aclimatación, lo transfirieron a no se sabía qué
lugar, lo que quería decir que lo mismo podía seguir vivo que
muerto. La palabra “muerto” cayó como una piedra en la ya
abrumada Aurelia, que sólo acertó a preguntarle la razón por la
que se lo habían llevado. Melchorcito, le tomó las manos y recorrió
sus dedos con las yemas trémulas de los suyos. Por nada, respondió
al fin. Fue por nada, porque a estos pelotudos no les gusta la gente
que quiere ser feliz. Ella se secó las lágrimas con un pañuelo que
se sacó del bolso y, aún cohibida, apretó su mano sobre los finos
dedos de aquel hombre que tiritaba no sabía si de miedo, de
desconsuelo o de frío.
―Yo
lo quiero de verdad, señora ―dijo Melchorcito, mirándola a los
ojos con una fortaleza que hasta entonces no había tenido. Ella
trató de sonreír y le frotó las manos para que al menos dejase de
tener frío.
―Te
tenés que marchar antes de que esos pelotudos te alcancen ―dijo
sacando todos los billetes que tenía en el monedero y poniéndolos
junto a la pava del mate―. Descuidá, mañana volveré con la plata
que necesités.
―¿Conocés
vos a un tal Marcos Stiler o Staler? ―preguntó Melchorcito, cuando
ella ya se alzaba de la mecedora.
Ella
trató de rebuscar en su memoria.
―¿Marcos
Stiler? No, no conozco a nadie que se llame así ―contestó justo
cuando supo que sabía exactamente a quién se estaba refiriendo―,
¿por qué?
―Según
me contaron ese fue quien lo denunció. Tal vez sólo él pueda
devolvérnoslo.
Al
salir de aquella casa carcomida por el salitre, Aurelia tomó aire,
le dio cuerda al reloj y se alejó hacia la parada de taxis con paso
resuelto.
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