Y ahora un cuento navideño, un especial regalo de reyes para despedir el año. Chin-chín.
REGALO
DE REYES
La hermana de papá repite que fue un hombre bueno, que nos quería y
que nadie tiene la culpa de casarse con una mujer así para acabar
cayendo en el pozo donde cayó. Tu padre es un hombre bueno, pero
mamá, quédate esto en la cabeza, no hacía más que andar de picos
pardos por ahí, gastándose el dinero de la familia, así que el
pobre papá, desesperado de la vida y con un hijo que criar, qué iba a hacer.
-¿Por
eso nos pegaba tanto?
-Por
eso, Hectorcito, justo por eso.
Él
no era así y de todo tiene la culpa tu madre, que lo llevó a la
bebida. Pero papá pegaba fuerte, hasta casi matarnos a mamá y a mí.
Una y otra vez, hasta no quedar una silla con las patas en su sitio,
hasta no quedar un plato en casa. Pero eso, dice, tengo que
quitármelo de la cabeza porque papá era un hombre bueno, sólo que
le entraba la locura del vino y eso, hijo, es un infierno. Un buen
hombre, me digo, que nos mataba de hambre y de patadas y que vendía
los muebles para seguir bebiendo. Pero no pienses en eso. Algún día
seré grande y comprenderé. Cuando sea grande y también yo tenga
una familia y una mujer y un hijo. Entonces comprenderé. Ahora todo
es muy reciente y yo soy muy chico y lo que tengo que hacer es crecer y hacerme un
hombre y comprender a tu padre.
Y
vino la Navidad y papá llegó a casa, borracho como siempre, pegando
voces, mientras mamá lloraba y decía que me metiera para el
cuarto. Allí estuve mientras duró la gresca, y él se puso a roncar
en el sofá tal y como le cogió, vestido. Mamá vino al cuarto y con
la cara magullada y llorando me puso el abrigo y me dijo que nos
íbamos a ver las luces de la Navidad. Anduvimos paseando más de dos
horas, hasta que a mí casi me dolían los pies.
Cuando
estábamos ya cerca de casa, nos paramos a ver un portal que tenía
luces y una pequeña catarata de agua, un pozo, un burro de porcelana
que daba vueltas a la noria y un camino de piedra por donde andaban
los tres Reyes Magos con sus cofres cargados de oro, incienso y mirra.
Mirábamos todo eso cuando mamá se echó a llorar y yo le pregunté
que qué pasaba. Por toda respuesta, llenándose de aplomo,
quitándose las lágrimas de la cara, me dijo que estaba decidido,
que este año me pondría los reyes mejores que ningún niño había
recibido jamás. Mientras caminábamos a casa con el frío de
diciembre en la cara, soñé con un madelman que echaba fuego por la
boca, con un tren eléctrico con puentes, túneles y árboles
nevados, con un castillo de cientos de piezas ocupando todo el
dormitorio y yo dentro de él, a salvo, con un coche teledirigido que
funcionaba sólo con el pensamiento, según uno quisiera que se
moviera para un lado o para el otro. En todo eso soñaba por el
camino y cuando ella buscaba la llave dentro del bolso me preguntó
que en qué pensaba.
-En
los Reyes.
Ella
sonrió sin ganas y a mí me pareció que era el cansancio, el frío,
no sé...
Yo,
lo que quiero es un castillo de esos grandes.
-Lo
que te van a traer es mucho más grande.
A
mí, los ojos se me llenaban de juguetes inimaginados con rueditas de
colores y piecitas que se movían y puertas secretas que daban a las
mazmorras y un coche que traspasaba las paredes o se volvía
invisible con sólo chascar los dedos, y se abrió la puerta y una
vaharada de aire podrido nos pegó en la cara, y allí estaba papá
roncando en el sofá y recordé sus últimas palabras.
-Un
día le meto fuego a la casa con ustedes dentro.
La
noche de Reyes casi no dormí tratando de imaginar mi regalo envuelto
en un papel de colorines. Escuché las dos, las tres, justo cuando
llegó papá y cerré los ojos y me quedé paralizado, dormido.
Hectorcito, tu papá fue el mejor hombre del mundo, pero se tuvo que
juntar con tu madre, y eso fue su final, porque él no era capaz de
matar ni a una mosca.
Cuando
comenzaba a amanecer, mamá entró en el cuarto y vino a besarme. Me
desperté entonces y vi a mamá que lloraba, que tenía el pelo
revuelto y estaba llorando. Entonces me temí que tampoco aquella
vez le hubiera llegado el dinero para el regalo y traté de apretar
hacia adentro las lágrimas para que no se me escaparan. Pero mamá,
besándome en la frente, dijo:
-Ea,
Héctor, puedes coger tu regalo.
Corrí
a la chimenea. Lo que allí encontré fue un bulto con el tamaño de
un balón muy mal envuelto con el papel de colorines. Desde luego no era el
tren eléctrico, ni el maldelman... eso se veía a la legua. Parecía
una pelota, pero pesaba mucho para ser una pelota, de modo que confié
en que fuera un mecano o en la nave de las galaxias. Pero no. Era la
cabeza de papá envuelta en el papel de colorines. Entonces miré a
mamá y me abracé a ella, como si de golpe me hubieran sacado una
raíz de dentro del estómago, aliviado hasta dolerme los huesos,
roto como después de la última paliza... Y allí nos quedamos los
dos, mirando aquella cara blancuzca. Un estremecimiento me recorrió
el espinazo y me tumbé en el sillón junto a mamá, que tarareaba
una canción muy bajito con los ojos cerrados, como si le estuviese
costando despertar y ahora le diese vergüenza mirar sus manos y sus
piernas. Me agarré a su mano cuando ya se veía claridad tras la ventana.
Pronto todos los niños despertarían. Y cerré los ojos y pegadito a mi madre me prometí
no abrirlos nunca más.
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