Tercera
entrega de esta personal antología. Cesare Pavese. Cesare nació en
las montañas del Cuneo, en un pueblito de las Langhe, San Stefano
Belbo en septiembre de 1908. Allí pasó parte de su infancia este
chico frágil e inteligente, hijo del notario del pueblo. Las Langhe
serán ya para siempre el territorio mítico de su infancia. Con 6
años fallece su padre y la familia se traslada a Turín, ciudad que
lo verá deambular como tantas veces veremos en sus novelas.
Estudioso de las lenguas anglosajonas pronto deviene en un eficiente
traductor y un gran especialista en literatura norteamericana, desde
Edgar Lee Masters -ese poeta mucho más conocido en Italia que en
España- hasta Hemingway, pasando por Faulkner, Dos Passos o Melville.Trabajó
para Einaudi, siendo su figura una de las más influyentes del
dopoguerra. Su primer libro de poesía, Lavorare
stanca (Trabajar
cansa), fue un
descubrimiento en plena efervescencia del hermetismo montaliano,
donde se trababan los mitos clásicos con una dicción coloquial que
se alejaba del lirismo (sobre éste libro escribió el famoso ensayo
El oficio de
escribir).
Inmerso en la resistencia contra el fascismo escribió rotundas y
estremecedoras novelas como La
cárcel (que
narra su confinamiento en un pueblo del sur de Italia),
Noches de fiesta, 1938, De
tu país,1941, La
playa (1942), Gran
fuego (1946), El
camarada (1947), Diálogos
con Leucó (1947), El
diablo en las colinas (1948), La
casa sobre la colina (1948), Entre
mujeres solas (1949), El
hermoso verano ( 1949), La
luna y las fogatas (1959), sin olvidar sus
ensayos y, por supuesto, su deslumbrante El
oficio de vivir, diario que lo acompañó
durante los últimos años de su trabada existencia. Se quitó la vida en un hotel
turinés el 26 de agosto de 1950, tras un affaire amoroso con una actriz norteamericana. "No
escribiré más. Sólo un gesto.", se
lee en la última línea de su diario. Tras su muerte aparece el
poemario Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,
que es también su formidable testamento.
Incluimos
aquí dos poemas suyos : Los mares del sur, que abre Trabajar
cansa y otro que da título y abre Vendrá la muerte... En
ellos asistimos, por un lado, a su obsesión por los mitos, creando
una mitología personal radicada en su terruño, y por otra el
terrible conflicto existencial que le tocó vivir y que confina en la
muerte.
Lean,
lean a Pavese. Me lo agradecerán.
LOS
MARES DEL SUR
Trad.
Manuel Moya
Caminamos
una tarde por la falda de una montaña,
en
silencio. En la sombra del tardío crepúsculo
mi
primo es un gigante vestido de blanco
que
se mueve pausado, con la cara renegrida,
taciturno.
Callar es nuestra virtud.
Algún
antepasado ha debido estar muy solo
-un
gran hombre entre idiotas o un pobre loco-
para
instruir a los suyos tanto silencio.
Mi
primo ha hablado esta tarde. Me ha preguntado si quería subir
con
él: desde la cumbre, en las noches serenas,
puede
verse el reflejo del lejano faro
de
Turín. “Tú, que vives en Turín...”
me
ha dicho... “pero llevas razón: la vida hay que vivirla
lejos
de casa: se aprovecha y se disfruta
y
luego, cuando uno regresa, como yo, a los cuarenta,
todo
es como nuevo. La Langa no se mueve de su sitio”.
Todo
esto me ha dicho y no habla italiano
sino
que adopta pausadamente el dialecto, que, como las piedras
de
esta misma montaña, es tan escabroso
que
veinte años de idiomas y de océanos distintos
no
lo han rasgado. Y camina por la cuesta
con
la misma mirada de recogimiento que de niño he visto
en
los campesinos un poco cansados.
Veinte
años ha estado dando vueltas por el mundo.
Se
fue cuando yo era todavía un crío en brazos,
y
lo dieron por muerto. Después oí hablar de él a las mujeres,
como
en un cuento, alguna vez;
los
hombres, en cambio, serios ellos, lo olvidaron.
Un
invierno a mi padre ya muerto le llegó una tarjeta
con
un sello verde muy grande de barcos fondeados en un puerto
y
deseos para una buena vendimia. Fue un gran asombro,
pero
el crío ya crecido explicó con avidez
que
la tarjeta provenía de una isla a la que llamaban Tasmania,
rodeada
de un mar más azul, feroz de tiburones,
en
el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió
que
seguramente el primo pescaba perlas. Y despegó el sello.
Todos
dieron su parecer, pero todos concluyeron
que
si no había muerto aún, pronto moriría.
Después
se olvidaron de él y pasó el tiempo.
Desde
que jugaba a piratas malayos
¡cuánto
ha pasado! Y desde la última vez
que
bajé a bañarme a un sitio mortal
y
desde que perseguí a un compañero de juegos sobre un árbol
tronchando
las ramas gruesas, o le rompí la cabeza
a
un adversario y me castigaron,
¡cuánto
ha pasado! Otros días, otros juegos,
otros
arrebatos de la sangre ante adversarios
más
esquivos: el pensamiento y los sueños.
La
ciudad me ha enseñado miedos infinitos:
un
bullicio, una calle me han hecho templar,
acaso
un pensamiento entrevisto en un rostro.
Siento
ahora la luz burlona
de
millares de farolas sobre el arrastrar de pasos.
Mi
primo volvió, ya acabada la guerra,
enorme
en comparación con los demás. Con dinero.
Los
parientes decían con tranquilidad: “En un año cuando más
se
lo ha comido todo y vuelve a las andadas.
Así
es como mueren los desesperados”.
Mi
primo tiene una cara pronunciada. Compró un bajo
en
el pueblo y se construyó un garaje de cemento
con
una bomba de gasolina
y
sobre la curva del puente puso un gran cartel.
Después
contrató a un mecánico para que se ocupara del negocio
mientras
él se fue fumando por toda la Langa.
Entretanto,
se había casado en el pueblo. Tomó a una chica
guapa
y rubia como las extranjeras
que
le habrían ido saliendo al paso por el mundo.
Pero
seguía saliendo solo. Vestido de blanco,
con
las manos a la espalda y el rostro bronceado,
por
la mañana iba por las mercados y con aire socarrón
compraba
caballos. Me explicó más tarde
cuando
aquello le falló, que su plan
era
hacerse con todas las bestias del valle
y
así obligar a la gente a comprar máquinas.
“Pero
el bestia más grande”, decía, “he sido yo
por
haberlo pensado. Debiera haber sabido
que
aquí no hay diferencia entre bueyes y personas”.
Caminamos
más de media hora. La cumbre está cercana,
mientras
a nuestro alrededor crece el silbido y el resoplar del viento.
Mi
primo se vuelve de golpe y me dice “Este año
escribo
en el cartel: “Santo
Stefano
ha
sido siempre el primero en las fiestas
del
valle de Belbo” -y
que luego vayan diciendo
los
de Canelli. Después continúa con la cuesta.
Un
perfume de tierra y de viento nos envuelve en la oscuridad,
algunas
luces en la distancia: casas, automóviles
que
apenas se escuchan: y yo pienso en la fuerza
que
me ha dado este hombre, sacándolo del mar,
hacia
las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi
primo no habla de sus viajes.
Dice
con sequedad que ha estado en tal sitio y en el otro
y
piensa en sus motores.
Sólo
un sueño
se
le ha quedado en la sangre: se embarcó una vez
de
fogonero en una ballenero holandés, El Cetáceo,
y
ha visto volar a los pesados arpones en el sol,
ha
visto huir a ballenas tras espumas de sangre,
perseguirlas
y ver cómo alzaban la cola y luchaban contra el bote.
Me
lo refiere de vez en cuando.
Pero
cuando le digo
que es
uno de los afortunados que han visto la aurora
sobre
las islas más hermosas de la tierra,
sonríe
ante el recuerdo y me responde que el sol
se
alzaba aquí cuando ya el día era viejo para ellos.
VENDRÁ
LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS
Vendrá
la muerte y tendrá tus ojos
esta
muerte que nos sigue
desde
el alba a la noche, insomne,
sorda,
como un viejo remordimiento
o
un vicio absurdo. Serán tus ojos
una
palabra inútil, un grito callado, un silencio.
Así
los ves cada mañana
cuando
a solas te inclinas
ante
el espejo. Oh, querida esperanza,
aquel
día sabremos, también,
que
tanto eres la vida como la nada.
Para
todos guarda la muerte una mirada.
Vendrá
la muerte y tendrá tus ojos.
Será
como dejar un vicio,
como
ver asomar en el espejo
un
rostro muerto,
como
escuchar un labio ya cerrado.
Mudos,
descenderemos al abismo.
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