Oliverio
Girondo nació en Buenos Aires en 1891 y falleció en la misma ciudad
en 1967. Estudió en Inglaterra y Francia y entabló relaciones
duraderas con los movimientos de vanguardia europeos, en especial con
el surrealismo, al cual se lo suele vincular estéticamente. En 1922
publicó su libro Poemas para ser leídos en el tranvía, que
él mismo ilustró y que viene a fijar un momento estelar de las
vanguardias argentinas. Junto a Borges, Marechal, Macedonio Fdez...
y otros miembros del grupo Florida, elitista y rompedor, fundaría
Martín Fierro, la gran revista austral de la época y donde
eclosionan figuras que luego serán imprescindibles en la literatura
hispanoamericana como el propio Borges. En España conoció a Gómez
de la Serna con quien rápidamente haría migas y a quien tanto debe
su segundo libro, Calcomanías (1925). Poco después, y sin
dejar de viajar de un lado a otro del charco, conoce a la que iba a
ser su esposa y musa, Norah Lange. En 1932 tiene lugar su sonado
tercer libro, Espantapájaros, y diez años más tarde
Persuasión de los días, para finalizar su obra con el libro En
la masmédula que si bien publicó en 1953, no dejó de trabajar
hasta sus últimos días, en 1967, como se ha dicho. En palabras de
su discípulo Enrique Molina su obra traza “una solitaria
expedición de descubrimiento y conquista, iniciada bajo un signo
diurno, solar, y que paulatinamente se interna en lo desconocido,
llega a los bordes del mundo, una travesía en la que alguien, en su
conocimiento deslumbrado de las cosas, siente que el suelo se hunde
bajo sus pies a medida que avanza, hasta que las cosas mismas acaban
por convertirse en las sombras, de su propia soledad”. La frescura
de sus poemas y la viva imaginación que los sostienen convierten a
su poesía en un viaje sugerente, exuberante, y rupturista por el
alma humana. Hay que leer y aún releer a Girondo, viajero
peripatético de sí mismo y abeja fecundante para los demás. Os dejo con su deslumbrante Espantapájaros.
ESPANTAPÁJAROS
No
se me importa un pito que las mujeres
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.
tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero,
al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco
o con un aliento insecticida.
Soy perfectamente capaz de soportarles
una nariz que sacaría el primer premio
en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! -y en esto soy irreductible
- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue -y no otra- la razón de que me enamorase,
tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos?
¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo
y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina,
volaba del comedor a la despensa.
Volando me preparaba el baño, la camisa.
Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando,
de algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,
ya me abrazaba con sus piernas de pluma,
para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia
que nos aproximaba al paraíso;
durante horas enteras nos anidábamos en una nube,
como dos ángeles, y de repente,
en tirabuzón, en hoja muerta,
el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera...,
aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas!
¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...
la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea,
¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
¿Verdad que no hay diferencia sustancial
entre vivir con una vaca o con una mujer
que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender
la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo,
no me es posible ni tan siquiera imaginar
que pueda hacerse el amor más que volando.
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