El portugués Miguel Torga es uno de mis relatistas favoritos. Cuentos de la Montaña, Nuevos cuentos de la montaña y Bichos son libros que un buen gourmet del relato breve debiera conocer. Ya en este blog apareció Vicente, el cuervo, de Bichos, un relato impresionante. Hoy cambiamos a los Cuentos de la montaña con este relato aristado y cruel, pero tierno al fin y al cabo.
MORGADO
Miguel
Torga
A la
cena, el amo, con cara de pocos amigos, le recriminó las fiestas de
esta manera:
-Déjate
de tonterías y lléname ese estómago que mañana de madrugada, por
más que llueva a chuzos...
Dicho y
hecho. Metió el hocico en la talega y se echó al pienso de cabeza.
Pero no tenía ganas. Tenía aún en el estómago los tojos de la
tarde anterior en el monte y andaba, sin saber por qué, con el
corazón en un puño. Además de eso, aquellos modos del amo parecían
endurecer el heno. La gente también vive de las buenas palabras.
Pero la verdad sea dicha, le gustaba el fulano. Desde que él, hacía
seis años, en la feria de los 23 lo distinguiera de entre un
regimiento de acémilas y le diera una palmada seca en el lomo,
simpatizó con su figura arretortuñada, roja, llena de salud y
bondad.
-¿Cuánto
cuesta ese borrico?
-Dos mil
rales.
-Poco
burro para dos mil reales.
-Dos mil
rales, y ni una chica menos.
-Déjelo
usted en mil quinientos y ya va bien pagado, ya.
¡Gitanos!
Después que vio contar los mil seiscientos reales y echarse los
billetes a la mano, cantó por peteneras. Ya estaba hasta el gorro de
las borracheras del Preguizas. Hasta los cojones de subir la malvada
ladera de Queda oyendo las burradas de los que iban más que
alicatados. ¡Pero él era un macho! Aguantaba en el lomo quince
arrobas de pan como quince arrobas de penas. Sabiendo eso, el
tratante, con resaca o sin ella, en las ferias ponía el precio en
dos mil reales. Total, que nadie se lo llevaba.
-¿Usted
se cree que el burro es de oro?
-Aquí o
se compra o se calla uno.
Y tenía
que regresar a la cuadra, a la maldita cuadra junto al molino, al
lado de la muela, siempre mojada y llena de barbasco, para al día
siguiente subir de nuevo la cuesta, al son de la corriente de agua de
costumbre.
Zumba na
barra da saia, ó Zé...
Comida-
carquesas, paja de cebada, y sólo de cuando en cuando un puñadito
de grano.
¡Qué
vida! Es por eso que cuando vio el contrato cerrado quedó redimido.
Y apenas el nuevo amo se le escarranchó en lo alto y se metieron por
el camino de Feitais, parecía que le habían salido alas, de tan
contento. A la llegada, después de que le pusiera una manta para
resguardarlo del resfriado, vio el maíz tierno y granado en su
pesebre. ¡El cielo abierto! Es evidente que no había sólo rosas en
aquella casa. ¡Nada de eso! El macho de un recovero, sabe dios...
Pero, bien comido y bebido, un hombre trabaja con alegría. Mucho más
si el patrón, de cuando en cuando suelta la suya, animando:
-¡Arre,
Morgado, que me borras la pintura!
Él ni
respondía. Y era así que el granuja daba un último apretón a la
cincha y se iba al frente de la recua con la vara apuntando para
arriba.
Pero
esta vez, por desgracia, el caso era más complicado. La cena fue
mala, iban solos, y los buenos días fueron este consejo, poco más o
menos:
-¡Amos
allá! ¡Amos allá, que son seis leguas de sierra...
No le
gustaban esas maneras. Renegaba de viajes mal comenzados. De manera
que recibió la carga quejándose y se puso en camino reinando en lo
peor.
Habían
pasado ya el último pueblo del concejo y seguían ahora por el viejo
camino de Arcá, sumidos en la oscuridad, varados de lado a lado por
una llovizna fría y obstinada, pero el invierno venía de esta
manera. O con nevadas de caérsele a uno al alma o cuando no, con un
tiempo así, húmedo, frío, cortado por ráfagas ásperas. El patrón
le tiraba del cabestro. Ambos callados. Sólo los pasos en el suelo
duro los revelaba al oído atento de los peñascos, que escuchaban en
la oscuridad.
No se
acordaba de haber hecho en toda su vida cosa que se le pareciese.
Nunca le pasara, como hoy, ir con los cincos sentidos puestos en el
camino y con una alarma constante. ¡Joder con una madrugada tan
tenebrosa! En vez de llenar el alma de esperanza, la cubría de
canguelo! Y sin quererlo, Morgado comenzó a sentir escalofríos por
todo el cuerpo, deseando con desesperación la llegada de la luz de
la mañana.
Pero
¿qué sabe dios por dónde vendría el día? Seis leguas de sierra
si es que entendió bien. Por lo visto era un buen trecho hasta el
valle de Pouca. De ahí la necesidad de aprovechar las horas muertas
de la noche. Y todo el pelo se le crispaba con sólo pensar que
todavía faltaba mucho para que el sol iluminase la tierra y quitase
a la caminata el aire de pesadilla que la volvía interminable. Es
cierto que la presencia del amo lo sosegaba un poco. Aunque no lo
viese, por lo estrecho del sendero y por la noche cerrada, sabía
que caminaba al frente, donde se le podía ver y oír. Pero, a ver,
¿qué podría pasarles? ¿Tropezar? Si sólo fuera eso. Aunque
dormido y con la barriga vacía, ni las piernas se le quebraban, ni
tres sacos de centeno en lo alto lo acobardaban. Sus temores venían
de otra parte... Algún encuentro desagradable, por ejemplo...
¡Ni
dicho a propósito! Él pensando en lo peor y la punta de un aullido
tenebroso metiéndosele por los oídos.
Un
profundo escalofrío le recorrió el cuerpo. A continuación todo él
quedó tenso, frío, pegado al suelo, en un pánico mortal. Cosa de
unos segundos apenas. Los justos para que el cabestro se tensara
entre la mano que lo aseguraba y la argolla de la jáquima. El amo
reaccionaba, qué carajo. Estaba allí quien lo iba a defender...
¡Qué cojones, no había razón para tanto miedo!
Pero el
amo, enigmáticamente reculaba. Al poco ya acortaba los pasos y se
ponía junto al hocico. ¡Malo!
Un nuevo
aullido, casi sobre ellos, hirió la noche. Y ambos, ahora como si
fuesen uno solo, de tan juntitos, se pusieron a pisar con atención,
encogidos en el manto de la noche, con la respiración en suspenso.
Tonterías,
porque de nada les servía el disfraz. Morgado lo sabía bien. El
instinto ya le había avisado de que tenían a sus espaldas una
jauría de lobos hambrienta, capaz de oler una presa a más de cien
leguas. Por otra parte, los aullidos eran de tal manera cerrados
alrededor, que parecía milagro.
Ah, el
corazón no le vaticinaba, desde luego, nada bueno de semejante
paseo. Había días que traía dentro del pecho un presentimiento
negro. Después de la repugnante cena, el despertarse sobresaltado,
las horas taciturnas del camino, y para colmo, el silencio enigmático
y desacostumbrado del amo...
Pero
precisamente el amo alzaba la voz del pozo donde la escondiera:
-¡Estamos
perdíos, Morgado! ¡Me cago en mi puta suerte!
No sabía
qué razón llevara al recovero a proceder de aquella manera. A qué
decir cosas sin ton ni son, gritando, golpeando con fuerza las
gruesas botas contra el suelo, como si quisiera armar escándalo por
treinta. Tal vez lo que quería era amedrentar a las fieras, dándoles
a entender que lo seguía un regimiento de recoveros con sus
respectivas recuas de bestias. ¡Pues estaba la cosa buena! Si
pensaba en eso, se engañaba de todas todas. Más por adivinar que
por distinguir, Morgado vislumbró unos ojos incendiados de hambre
acechándoles en el corazón de la noche. Y seguro que también el
amo los había visto, porque ahora se puso a encender chispas
refregando en una piedra con la hoja desnuda de la navaja. Como si
los lobos le tuviesen miedo a las pobres chispas que le salían de
las manos temblorosas y tensas. Si sólo disponía de aquel recurso y
no sacaba de las alforjas uno de aquellos pistolones con los que en
las ferias, cuando había follón, los hombres se mataban unos a los
otros, estaban fritos. Allí sólo les cabía uno de esos cacharros
que parecían trombones y deshacían las peleas en un suspiro. O eso,
o nada. Eran ya tres bultos los que vislumbraba en la oscuridad,
callados, resueltos.
Ahora,
en vez de sacar tal instrumento que en treinta o cuarenta metros de
distancia mandaba un fogonazo del copón, el dueño, después de la
ridícula verbena de fuegos artificiales, se acercó a él y sin
parar le cortó de un golpe las cuerdas que aseguraban la carga. Los
sacos de centeno cayeron desparramados por el camino.
-¿Qué
coño de maniobra era esa? ¿Pretendería el amo intentar la fuga?
¿Querría trepar a sus lomos y abrirse camino sierra adelante?
¡Acabáramos! Una mala idea, además. Él, Morgado, ya no tenía las
patas de la mocedad. Aunque todavía se considerase un animal capaz
de cumplir con su deber, que no le pidieran semejante cosa, mal
dormido y mal comido y por si fuera poco, por un camino de cabras y
con una jauría de lobos lamiéndoles los pies. Todo tiene sus
límites. Además, un macho no es animal para correrías. Bien está
para los borricos de los gitanos...
-Es el
único recurso.
Lo
sería. Pero él dudaba... En todo caso, no fuese a pensar el amo que
se negaba... No. Galopaba a lo más que daba, y así habría de
seguir hasta que se le reventara el pecho. Si estaba en desacuerdo
con la decisión tomada, era porque realmente estaba convencido de
que nada se resolvía con paños calientes.
-Vamos,
Morgado, que ya los tenemos encima.
¡Vaya
novedad! Cosa distinta sería milagro.
Luego de
aliviarlo de la carga, el dueño se le subió en lo alto, le dio
media vuelta y lo puso a cuatro pies de vuelta a casa.
Desgraciadamente la jauría hizo lo propio. Y allí iban, a la
enfilada también, casi al lado, cinco lobos menudos.
-Ay,
amo, mira que no tener uno de esos trabucos, así estamos perdidos.
Y la
mañana sin romper. Llevaba los cascos en carne viva, sentía que el
sudor le caía por los flancos y todo el cuerpo se asfixiaba con el
desatino de semejante carrera, y sin señal de amanecer.
Cuanto
más corría, el viento más le soplaba en los oídos. Resoplaba de
tal modo que parecía hacer escarnio de aquella fuga desordenada.
-¡Aguanta,
Morgado!, ¡No te me vengas abajo, por el amor de quien quieras!
Pues sí.
La cosa era poder. Aunque mucho quisiera ahorrarle la aflicción al
dueño y también a él, las patas se le negaban. Por eso, poco a
poco, fue ablandando el tranco, haciendo bien sabe Dios qué
sacrificio para no caer redondo al suelo.
-¡Ah,
cabrón, que me traicionas!
¡El
pago que recibía! No le había bastado con los cabrestazos secos y
continuos que con la cuerda de la carga le daba en la cabeza, en las
ancas y donde caía, para que viniera ahora con un insulto de ésos!
Pero llegó ya al límite de sus fuerzas. Aunque lo golpease, o le
metiera por la barriga la punta de la navaja, como una espuela, sólo
podía hacer lo que dios le diese a entender... Llegó hasta donde
pudo. Ahora...
-Criminal.
Nos desgracias a los dos.
Paciencia,
que quien da lo que tiene...
Un lobo
saltó ya del barranco al camino.
-¡Mis
mil seiscientos reales!
No se
dio cuenta. Se detuvo exhausto con el cuerpo a reventar y la cabeza
atontada de la nochecita y de los cabrestazos que recibiera. Y lo
peor es que no acertaba con el sentido verdadero de semejantes
palabras en una hora como ésa.
-Por
éstas, que les digo adiós...
Pero
apenas el recovero desmontó y en un relámpago le sacó los
aparejos, acabó por comprender que lo iba a abandonar allí,
fatigado, cubierto de sudor, indefenso, al hambre del enemigo.
Salvaba su vida con la vida de él... Y lamentaba sus dieciséis mil
reales...
Y al
final, la mañana vino a romper. Sólo cuando vio al amo caminar
tierra adelante con las albardas a las espaldas -¡no le daría
vergüenza!- y sintió los dientes del primer lobo que se le clavaban
en el cuello, se fijó en que la luz del día comenzaba a dibujar las
cosas y a dar significado a todo.
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