EL VIAJE
SOPHIA DE MELLO
BREYNER ANDRESEN
trad. Manuel Moya
La carretera
avanzaba entre campos y a veces se veían lomas. Era a comienzos de
septiembre y la mañana se extendía a través de la tierra, vasta de
luz y plenitud. Todas las cosas parecían encendidas.
Y dentro del coche
que los llevaba, la mujer dijo al hombre:
-Esto está en
mitad de la vida.
A través de los
cristales, las cosas huían hacia atrás. Las casas, los puentes, las
montañas, las aldeas, los árboles y los ríos huían devorados
sucesivamente. Era como si fuese la propia carretera quien los
engullese.
Apareció un cruce.
Tomaron a la derecha y siguieron adelante.
-Debemos estar al
llegar -dijo el hombre.
Y continuaron.
Árboles, campos,
casas, puentes, montañas, ríos huían hacia atrás, se deslizaban
hacia adelante.
La mujer miró con
inquietud a su alrededor y dijo:
-Nos hemos debido
de equivocar. Hemos tomado por la carretera que no es.
-Ha tenido que ser
en el cruce -dijo el hombre, deteniendo el coche-. Tomamos hacia el
Oeste y debíamos haber tomado hacia el Este. Hay que volver al
cruce.
La mujer reclinó
la cabeza y vio que el sol ya había subido en el cielo y cómo las
cosas perdían despacio su sombra. También vio que el rocío ya se
había secado en las hierbas de la cuneta.
-Vamos -dijo ella.
El hombre giró el
volante, el coche dio media vuelta en la carretera y volvieron hacia
atrás.
La mujer, cansada,
cerró un poco los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo y se puso a
imaginar el lugar hacia donde iban. Era un lugar donde nunca antes
habían estado. Tampoco conocían a nadie que hubiera estado allí.
Sólo lo conocían por el mapa y por el nombre. Decían que era un
lugar maravilloso.
Pensó que la casa
sería silenciosa, apacible y blanca, rodeada de rosales; pensó que
el jardín debía ser grande y verde, recorrido por murmullos.
Alguien le había
dicho que por el jardín corría un río claro, brillante y
transparente. En el fondo del río se veía la arena y piedrecitas
limpias y pulidas. En las orillas crecía césped, mezclado con
trébol. Y árboles de copa redonda, cargados de frutos crecían por
todo ese prado.
-En cuanto
lleguemos -dijo ella-, nos bañamos en el río.
-Nos bañamos en el
río y luego nos tendemos en el césped -dijo el hombre, con los ojos
fijos en la carretera.
Y ella imaginó con
sed el agua clara y fría rodeando sus hombros e imaginó el césped
donde los dos se tumbaran, uno junto al otro, a la sombra del follaje
y de los frutos. Allí pararían. Allí habría tiempo de posar los
ojos en las cosas. Tiempo para tocar las cosas. Podrían allí
respirar despacio el aire de los rosales. Todo allí sería
tranquilidad y presencia. Habría silencio para escuchar el murmullo
diáfano del río. Silencio para decir las graves y puras palabras
pesadas de paz y de alegría. Nada allí les iba a faltar: el deseo
sería estar ya allí.
A través de los
cristales campos, casas, puentes, montañas y ríos huían hacia
atrás.
-Tenemos que estar
a punto de llegar al cruce -dijo el hombre.
Y continuaron.
Ríos, campos,
pinares y montañas. Y pasó media hora.
-Ya teníamos que
haber llegado al cruce -dijo el hombre.
-Seguramente nos
hemos equivocado de camino -dijo la mujer.
-No, nos hemos
podido equivocar -dijo el hombre-. No había más camino que éste.
Y continuaron.
-El cruce tenía
que haber aparecido ya -dijo el hombre.
-Y, bueno, ¿qué
es lo que vamos a hacer?
-¿Y qué vamos a
hacer ahora?
-Seguir hacia
adelante.
-Pero nos
perderemos.
-No veo otro camino
-dijo el hombre.
-Y continuaron.
Encontraron ríos,
montañas; atravesaron ríos, campos, montes; dejaron atrás ríos,
campos, montes. Huían los paisajes, empujados hacia atrás.
-Cada vez nos
estamos más perdidos -dijo la mujer.
-Pero ¿donde hay
otro camino? -preguntó el hombre.
Y detuvo el
automóvil.
A la izquierda
había un gran páramo vacío; a la derecha una colina arbolada.
-Vamos a subir a lo
alto de la colina -dijo el hombre-. Desde allí se deben avistar
todos los caminos de alrededor.
Subieron a lo alto
de la colina y no vieron carreteras, pero avistaron a un labrador
cavando en una huerta.
Caminaron en su
dirección y le preguntaron si sabía el camino hacia el cruce.
-Sí -dijo el
labrador-, es para allá.
-¿Podría
indicarnos?
-Claro que podría
pero antes debo acabar esta acequia para que pase el agua. Tardo ya
muy poco.
-Lo esperamos -dijo
el hombre.
-Tengo sed -dijo la
mujer.
-Ahí, atrás de
esos riscos -dijo el labrador apuntando al otro lado de los riscos
-hay una fuente. Id a beber mientras voy acabando la acequia.
Caminaron en la
dirección que el labrador les indicara y detrás de los riscos
encontraron la fuente.
La fuente caía
desde lo alto y se introducía en la tierra, derecha, limpia y
brillante como una espada.
Allí bebieron y
quedaron con la cara, el pelo salpicados de gotas, rieron de alegría
con la frescura del agua, olvidados del cansancio, del camino
perdido, del viaje. La mujer se sentó en una piedra cubierta de
musgo, el hombre se sentó a su lado y los dos permanecieron un rato
con las manos enlazadas, inmóviles, callados.
Más tarde un
pájaro se posó muy cerca de la fuente y el hombre dijo.
-Hay que irse.
Se alzaron y
tomaron hacia la huerta pero el labrador no estaba. Vieron cómo el
agua corría por las acequias; vieron el perejil
y la hierbabuena creciendo a cada lado, pero ni rastro del labrador.
-No nos ha querido
esperar -dijo el hombre.
-¿Por qué nos
mentiría?
-Igual no nos
mintió. A lo mejor no pudo esperarnos o tal vez se olvidara de
nosotros.
-¿Y ahora qué
hacemos?
-Volveremos al
coche y seguiremos la dirección que el labrador nos apuntó.
Subieron y bajaron
la colina en dirección al automóvil, pero cuando llegaron a la
carretera el automóvil había desaparecido.
-Debemos habernos
equivocado y venir por otra dirección.
-O que alguien nos
haya robado el coche.
-¿Dónde se habrá
metido el labrador?
-A lo mejor a ido a
la fuente a buscarnos.
-Hay que encontrar
a alguien -dijo la mujer.
-Volvamos a la
fuente, seguramente el labrador haya ido allí.
Y otra vez se
pusieron en camino.
Subieron y
descendieron la colina y atravesaron el huerto.
Olía a yerbabuena
y a tierra recién regada. Pero al otro lado de los riscos no
encontraron la fuente.
-No debe ser aquí
-dijo el hombre.
-Era aquí -dijo la
mujer-. Era aquí. Tengo miedo. Volvamos rápido a la carretera.
Y fueron a la
carretera a buscar el automóvil.
-¿Qué vamos a
hacer? -preguntó la mujer.
-Alguien pasará
-respondió el hombre.
Continuaron por la
carretera. El sol seguía ascendiendo sobre el cielo.
-Estoy cansada
-dijo la mujer.
-En cuanto
lleguemos a donde vamos descansarás, tendida sobre el césped, a la
sombra de los árboles y los frutos.
-Para eso hay que
encontrar ya el camino -dijo la mujer.
A lo lejos entre
pinos avistaron una casa.
-Vamos allá -dijo
el hombre-. Tal vez allí haya alguien que nos sepa indicar el
camino.
Hacía una leve
brisa y los pinos se mecían.
Llamaron a la
puerta pero nadie respondió. Aguzaron los oídos y les pareció
escuchar voces. Llamaron de nuevo. Nadie les respondió. Esperaron.
Llamaron nuevamente, con fuerza, espaciadamente, nítidamente,
despacio. Los golpes resonaron pero nadie les respondió.
Entonces el hombre
empujó con el hombro derecho hasta forzar la puerta, pero la casa
estaba vacía.
Era un casita de
labradores. Una casa desnuda, donde sólo se inscribían los gestos
de la vida. Había una cocina y dos cuartos. En un saliente de la
pared encalada estaba una imagen; frente a la imagen ardía un candil
de aceite; a su lado alguien había puesto un ramito de flores
benditas de pascua.
Nadie había en la
cocina. Nadie en los cuartos. Nadie en las traseras donde estaban
secándose unas ropas, colgadas en el tendal, gesticulando en la
brisa.
En el horno la
ceniza estaba aún caliente y sobre una mesa había pan y vino.
-Tengo hambre -dijo
la mujer.
Se sentaron y
comieron.
¿Qué hacemos
ahora? -preguntó la mujer.
Volveremos a la
carretera y seguiremos viaje -dijo el hombre.
Salieron y
atravesaron el pinar pero la carretera había desparecido.
-Tengo miedo -dijo
la mujer-. Cada vez tengo más miedo. Todo desaparece.
-Estamos juntos
-dijo el hombre.
-¿Pero qué vamos
a hacer sin carretera?
-Vamos a volver a
la casa -dijo el hombre- y allí esperaremos hasta que lleguen los
dueños y nos indiquen por dónde va el camino y nos ayuden.
Y de nuevo
atravesaron el pinar, pero en el lugar donde había estado la casa
sólo había un pequeño claro y piedras extendidas por el suelo.
Ambos se quedaron
mudo. La mujer se dejó caer en el suelo y tendida entre las piedras
lloró con la cara pegada a la tierra.
-Venga, vámonos
-dijo el hombre.
-¿Hacia dónde?
-preguntó ella.
-Hay que encontrar
algún camino.
-Para qué si luego
perdemos todo lo que encontramos.
El hombre se
arrodilló junto a la mujer y le limpió la cara de lágrimas y de
tierra.
La levantó más
tarde y siguieron hacia adelante.
Atravesaron el
pinar y dieron con un campo.
Pero no se veía
camino alguno.
En mitad del campo
había un manzano cargado de manzanas rojas, brillantes y redondas.
-¿Qué bonitas!
-dijo la mujer.
Tomó una para ella
y otra para el hombre. Se sentaron ambos sobre la hierba bajo la
sombra tranquila del árbol y la carne firme, fresca y limpia de la
manzana estalló entre sus dientes.
Era ya el comienzo
de la tarde y en el brillante día, apoyados en el oscuro y rugoso
tronco, descansaron en silencio, oyendo sólo el levísimo rumor de
la tierra bajo el sol
Tras eso el hombre
dijo:
-Vámonos.
Se levantaron y se
fueron.
Y en el extremo de
aquel campo, junto al vallado que lo separaban del otro campo, la
mujer exclamó:
-Teníamos que
haber cogido algunas manzanas más para llevárnosla. No sabemos
dónde estamos, ni cuánto tendremos que andar para volver a
encontrarnos algo de comer.
-Tienes razón
-dijo el hombre.
Y volviendo hacia
atrás, caminaron hacia el manzano que en mitad del campo se dibujaba
redondo.
Sin embargo al
llegar al pie del árbol vieron que de las ramas, entre las hojas,
habían desaparecido todas las manzanas.
-Alguien ha debido
pasar por aquí y sin vernos ha cogido todas las manzanas -dijo el
hombre.
-Ah -exclamó la
mujer-, ¿pero tan rápido? ¡Tan deprisa desaparece todo!
Encontramos cosas, están allí, pero cuando volvemos, desaparecen. Y
ni siquiera sabemos quién se las lleva o cómo se deshacen.
Con la cabeza gacha
y en silencio retomaron la caminata.
Atravesaron
sucesivos campos pero no hallaron a nadie que los guiara y les
respondiera. Junto a un vallado vieron en el suelo un recipiente de
corcho y un búcaro de barro.
La mujer destapó
el recipiente y escuadriñó dentro del búcaro.
-Vacíos -dijo
ella.
-¿Dónde estará
el dueño?
Miraron alrededor y
no avistaron a nadie. Llamaron pero nadie les respondía.
-Igual están del
otro lado de la valla -dijo la mujer.
Atravesaron el
vallado pero del otro lado no vieron a ningún hombre. Lo que vieron
fue un arroyuelo que corría casi escondido entre tréboles y
vinagreras. Arrodillados se lavaron las manos y la cara. En la
concavidad de sus manos la mujer bebió y dio de beber al hombre.
-Si hubiéramos
traído el búcaro -dijo ella- podríamos llevar un poquito de agua
para el camino.
-Y en el recipiente
podríamos llevar algo de fruta. Volvamos a buscarlos.
Atravesaron de
nuevo la valla.
Pero el búcaro
apareció roto y el recipiente de corcho completamente roído.
-¿Quién lo habrá
roto?
-Tal vez la brisa o
algún animal al pasar.
-¿Quién lo habrá
carcomido?
-Las ratas, las
serpientes, los topos, los perros salvajes.
-Así ya no nos
sirven.
-Vámonos cuanto
antes de aquí -dijo la mujer.
Era ya la mitad de
la tarde cuando vieron un gran bosque, en cuya orilla partía un
carril.
-Vamos hacia el
carril. Yendo por aquí hemos de encontrarnos con gente. Los carriles
se hacen para que pasen gente. Los carriles se hacen para llegar a
otros lugares donde hay gente.
Y entraron en el
bosque.
Robles, castaños,
tilos y álamos, cedros y pinos entrecruzaban sus ramas. Grandes
rayos de sol oblicuos pasaban por entre los troncos. El aire era
verde y dorado.
-¡Qué bosque más
bonito! -exclamó la mujer.
-Muy bonito, sí -
exclamó el hombre.
Aquí y allá
crujía una rama seca. A veces una piña caía desde lo alto. Se oía
el murmullo de la brisa en las hojas altas. Se oía el canto de los
pájaros escondidos. Se oía el silencio del musgo y de la tierra.
Y mecidos por la
belleza, en la fragancia y en la música del bosque, el hombre y la
mujer siguieron adelante por el carril con las manos entrelazadas.
Hasta que a lo
lejos oyeron el ruido de un hacha. Siguieron caminando y acercándose
al lugar de donde provenía el sonido.
-¡Viene de allí!
-dijo la mujer.
Y saliendo del
camino tomaron hacia la derecha.
Encontraron a un
leñador cortando leña.
-Estamos perdidos
-dijo el hombre-, andamos buscando un camino que nos lleve a la
carretera.
-Id siempre
siguiendo el camino -dijo el leñador- y encontraréis la carretera.
-Gracias -dijo el
hombre.
Y los dos
regresaron por donde habían venido.
-Pero no
encontraron el carril.
-¿Cómo puede ser
que lo hayamos perdido? -dijo la mujer.
-Vamos a pedirle al
leñador que nos guíe -dijo el hombre.
Regresaron al lugar
donde habían hablado con el leñador, pero allí sólo encontraron
leña cortada. El leñador había desaparecido.
-Se ha ido
enseguida -dijo la mujer.
-No debe andar
lejos. Llamémosle.
Lo llamaron
repetidas veces. Pero ninguna voz, ningún ruido humano les
respondió. Sólo oyeron cantos de pájaros, sonido de ramas secas
al crujir, murmullos de brisa en las hojas.
-Escuchemos en
silencio -dijo el hombre-. No puede haberse ido muy lejos, incluso
puede que aún se oigan sus pasos.
Y escucharon en
silencio.
Pero sólo oyeron
la bulla del bosque.
-Conozco una mejor
manera de escuchar -dijo la mujer.
Y se puso de
rodillas y pegó primero uno y luego el otro oído a la tierra.
Pero sólo pudo
escuchar el sonido palpitante de la tierra.
-Sólo escucho la
tierra.
-Sigamos adelante
-respondió el hombre.
Y
continuaron.
Encontraron
el bardal cargado de moras.
-¡Qué
buenas! -dijo la mujer.
El hombre tomó un
buen puñado de moras y las extendió en la mano de la mujer. Ellas
las probó y volvió a decir.
-¡Qué ricas!
Riendo, los dos
comenzaron a coger moras y habiendo reunido una cantidad grande de
ellas, se sentaron en el suelo para comérselas. La luz oblicua de la
tarde pasaba entre los oscuros troncos y encendía el verdor de las
hojas. Cuando acabaron de comer, dijo el hombre:
-Hay que irse.
Tenemos que encontrar la carretera y el lugar donde vamos.
-¿Pero cómo
podremos buscar esa tierra si ni siquiera sabemos dónde estamos?
-Hay que buscarla,
sí -respondió el hombre.
Se levantaron para
ponerse en marcha.
-Un momento -dijo
la mujer-. Quiero llevarme moras.
Y desatando el nudo
del pañuelo que traía al cuello, lo abrió y lo extendió sobre la
tierra. Ambos comenzaron a coger moras hasta que reunieron un gran
montón dentro del pañuelo. Después ataron de dos en dos las cuatro
puntas.
-Venga -dijo el
hombre pasando el dedo entre ambos nudos.
Y retomaron su
camino.
Iban cogidos de la
mano a través del aire dorado y verde.
-¡Qué bonito es
este bosque! -dijo la mujer.
-Lo es -respondió
el hombre- pero la carretera no aparece.
La mujer echó la
cabeza hacia atrás y respiró profundamente el olor de los árboles
y de la tierra. Extendió la mano en el aire y en la punta de sus
dedos se posó una mariposa.
-Ay -dijo ella-
incluso perdida, puedo ver lo perfumado y lo bello que es todo.
Incluso sin saber si he de llegar, me apetece reír y cantar en honor
de la belleza de las cosas. Incluso en este camino que no sé adónde
nos lleva, los árboles son verdes y frescos como si los alimentara
una certeza profunda. Incluso aquí la voz se posa con levedad en
nuestros rostros como si nos reconociera. Tengo un miedo de aúpa y
sin embargo estoy alegre.
-El aire y la luz
-dijo el hombre- son buenos y bellos. Si no anduviésemos perdidos,
esta caminata sería un fantástico viaje, pero ni el aire ni la luz
saben mostrarnos por dónde queda la carretera.
Oyeron un pequeño
murmullo cristalino y al dar unos cuantos pasos más, encontraron un
río.
Era un pequeño,
estrecho y claro río en cuyas orillas crecían flores salvajes
rosadas y blancas.
El hombre y la
mujer se echaron de bruces sobre el suelo, acercaron sus caras al
agua y comenzaron a beber.
-¡Qué agua más
limpia! -exclamó la muer-. ¿Por qué no nos bañamos?
Se desnudaron y
entraron en el río.
Ahora riendo, ahora
en silencio, nadaron mucho rato. Buceaban con los ojos abiertos,
tocando las piedritas pulidas del fondo, atravesando un mundo
suspendido, transparente y verde. Truchas azules se deslizaban junto
a sus gestos.
Luego se tendieron
bajo la sombra dorada del bosque y sobre el césped de las orillas.
El perfil de la mujer se recortaba entre las flores.
-Esto es casi como
la tierra donde íbamos -dijo ella.
-Lo es -respondió
él- pero esto es sólo un lugar de paso.
Ambos se alzaron y
vistieron.
-¿Vamos? -preguntó
él.
-Espera un momento
-respondió la mujer-. Primero querría coger unas flores para
llevar.
Arrodillándose en
el suelo comenzó a hacer un ramo. El hombre se fijó en que ella
tomaba las flores arrancándolas con toda su raíz y preguntó.
-¿Por qué las
coges con la raíz?
-Porque quiero
trasplantarlas en la tierra donde vamos. No sé si habrá allí
flores como éstas -respondió la mujer.
Y continuaron.
El día ya
comenzaba a caer.
-Tengo hambre -dijo
la mujer.
-Tenemos las moras
-dijo el hombre.
Puso el pañuelo en
el suelo y desató los nudos.
Pero el pañuelo
estaba vacío.
Durante unos
instantes permanecieron callados. Después el hombre dijo:
-Las puntas del
pañuelo estarían seguramente mal atadas y las moras se han ido
cayendo a medida que íbamos andando. Una por una. No me he dado
cuenta de que cayeran.
-Tengo hambre
-volvió a decir la mujer.
-Sigamos adelante
-dijo el hombre.
Vieron a lo lejos
entre los árboles una roja claridad.
-Se esta poniendo
el sol -exclamó la mujer-. Se está poniendo el sol.
-Vamos, date prisa
-dijo el hombre-. Se nos echa encima la noche y no encontramos el
camino.
Y se fueron casi
corriendo.
Entre las sombras
del crepúsculo oyeron voces de pronto.
-¡Gente! -exclamó
el hombre- ¡Estamos salvados!
-¿Salvados?
-preguntó la mujer.
Y de nuevo se
oyeron voces.
-Van por ese lado
-dijo la mujer, indicando la izquierda.
-No, van por el
otro lado -dijo el hombre apuntando a la derecha.
Pero según iban
corriendo, las voces se iban volviendo más distantes.
-¡Van más de
prisa que nosotros! -se quejó la mujer.
-Pero -respondió
el hombre- si conseguimos seguir al menos su dirección, estaremos a
salvo.
Así fueron,
escuchando y corriendo, mientras las sombras del crepúsculo crecían.
Hasta que las voces dejaron de oírse y la noche fue cayendo espesa y
cerrada.
La luna aún no
había aparecido. Por todos lados eran rodeados de sombras, ruidos,
murmullos que ellos confundían con bultos, pasos, voces, pero que
sólo eran oscuridad, troncos de árboles, ramas tronchadas y secas
que crujían, susurros del bosque.
-¿Nos hemos
perdido? -preguntó la mujer.
-No lo sabemos
-dijo el hombre.
Siguieron despacio,
cogidos de la mano, en silencio, uno junto al otro.
Hasta que al fin
vieron que acababa el bosque.
Llenos de
esperanza, avanzaron hacia el espacio descubierto, pero al salir del
bosque, se toparon con un abismo.
Asomados a él,
otearon. Sin embargo a la luz de las estrellas nada veían delante
salvo un pozo de oscuridad, mientras un frío marmóreo les tocaba la
cara.
-Es un precipicio
-dijo el hombre-. La tierra está separada frente a nosotros. No
podemos dar ni un paso más.
-Mira -respondió
la mujer.
Y apuntó a un
estrecho camino que corría junto al abismo. A la izquierda tenía un
muro de piedra y a la derecha el vacío.
-Vamos -dijo el
hombre.
-Siento miedo -dijo
la mujer.
-Estamos juntos
-respondió el hombre-, no tengas miedo.
Y siguieron por la
trocha.
El hombre iba por
delante y la mujer lo seguía agarrańdose con la mano izquierda a
los riscos y con la derecha a los hombros de él.
Caminaban en
silencio bajo el brillo oscuro de las estrellas, midiendo cada gesto
y cada paso.
Pero de repente el
cuerpo del hombre osciló y rodaron piedrecitas. Él le gritó a la
mujer.
-¡Agárrame!
Pero ya el hombre
se escurría de las manos de ella. Y la mujer gritó:
-Agárrate a la
tierra.
Pero ya ninguna voz
le respondió, pues en el gran, nítido y sonoro silencio sólo se
escuchaba el rodar de las piedras.
Ella estaba sola,
vestida de terror, agarrada al suelo frente al vacío.
-¡Responde!
Ella estaba tendida
en tierra, con las manos enterradas en la tierra y comenzó a gritar
como quien se pierde en mitad de un sueño. Después dejó de gritar
y murmuró.
-Tengo que
buscarlo.
Siguió el rastro
por el camino, tanteando el suelo con los dedos en busca de un pasaje
por donde pudiera bajar y buscar al hombre. Pero no había ningún
pasaje.
Entonces trató de
descender por la propia vertiente del abismo. Sujetándose a los
arbustos y raíces se dejó escurrir a lo largo del precipicio. Pero
sus pies no encontraban el menor apoyo donde pudieran afirmarse. El
talud descendía a plomo, pues era una pared lisa de piedra desnuda.
-Tengo que regresar
al camino -pensó la mujer- y buscar un pasaje más adelante.
Pero la trocha
había desaparecido. Lo que ahora había no era sino un estrecho
reborde donde ella no cabía, donde ni los pies cabían. Un reborde
sin salida. Allí se quedó, de lado, con un pie frente al otro, con
el lado derecho de su cuerpo en la piedra de arriba y el lado
izquierdo ya bañado por la respiración fría y basta del abismo.
Sintió que los arbustos y las raíces a las que se agarraba cedían
con lentitud en su caída bajo el peso de su cuerpo. Comprendía que
ahora sería ella la que estaba a punto de caer en el abismo. Supo
que cuando las raíces cediesen, no se podría agarrar a nada, ni
siquiera a sí misma. Era ella la que de un instante a otro se iría
a perder.
Supo que sólo le
restaban algunos momentos.
Entonces giró la
cara hacia el otro lado del abismo. Trató de ver a través de la
oscuridad. Pero sólo se veía oscuridad.
Ella sin embargo
pensó:
-Del otro lado del
abismo tiene que haber alguien.
Y comenzó a
llamar.
5 comentarios:
Un gran relato. Me ha encantado.
Pufff! Creo que es de esos textos qye es necesario leer varias veces para sacar conclusiones. Es una metáfora de la vida ,ese ir pasando etapas ,tiempo pasado ,cerrando puertas a lo ya vivido y entender que no es posible volver atrás pero que seguirá habiendo futuros aunque sea triste caminar por él ( futuro ) sin nadie a quien agarrar de la mano. La angustia del camino mezclada con la ansiedad de no saber cuál es el paso siguiente . Y al final el abismo de la muerte . Sin perder la esperanza de que tal vez haya alguien al otro lado del abismo...
Hola Manuel, soy de Fuenteheridos aunque vivo en la ciudad fluvial. Una pregunta queria hacerte ya que eres gran conocedor y traductor de la obra de Pessoa, ¿ era Pessoa anticomunista ?. Un abrazo serrano.
Bueno, paisano. Tengo por principio no contestar comentarios anónimos, pro siendo que tú al confesarte papero te conviertes en semi-anónimo, te contestaré. Pessoa no era anticomunista ni antianarquista: era liberal. Del liberalismo inglés, tan en boga a principios de siglo XX- Él provenía de la burguesía portuguesa y estudió en Sudáfrica, perteneciente entonces a Gran Breñaña. Inglesa, pues, fue su educación. El liberalismo -el de entonces, no el pasado liberalismo pepero de hoy- era contrario al comunismo en tanto que si este hablaba de bienes comunes, aquél promovía la iniciativa personal y promocionaba al individuo sobre la sociedad. Pessoa escribió contra lo que él llamaba los humanitarismos (los mov. marxistas en general). Él se autodefinió como liberal pero antirreaccionario. No sé si te vale mi respuesta.
Hola Manuel, gracias por tus palabras, gracias por tu aclaración. Parece ser que el gran solitario se declaraba partidario de un nacionalismo místico (sea ésto lo que sea). Me gusta mucho de Pessoa que no se dejara embaucar ni por el comunismo ni por el fascismo. Los cantos de sirena los escuchaba Pessoa con una ligera sonrisa tímida mientras apuraba la última copa.
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