El editor del blog con Fernando Evora (con camisa a cuadros) en Odemira. |
El relato que hoy reproducimos es Liberdade (Libertad), que forma parte del libro Germana Pata-Roxa, un conjunto de cuentos publicados por Colibrí en 2012.
LIBERTAD
Traducción Tamara Atienzar
En Vila Real de Santo
António existe una historia, una especie de leyenda, que no cuentan
ni los libros ni las fuentes históricas (como les gusta decir a los
historiadores), pero que sobrevive en la memoria de algunos. Es la
historia de los mesquitosos,
familia numerosa e indefinida que todos conocen y por la que siente
un particular desprecio todo aquél
que no es mesquitoso.
Según
me
contó
un vilarrealense, estudioso del pasado identitario de esta ciudad, su
nombre proviene de finales del 1774, cuando Vila Real estaba siendo
construida
por orden del Marqués
de
Pombal
(recordemos
que
esta
ciudad
fue oficialmente inaugurada con “pompa y circunstancia”, el 13 de
Mayo de 1776).
En aquel momento los
habitantes de Montegordo fueron obligados a marcharse a vivir a Vila
Real, idea que les repugnaba. Lo que ocurrió entonces es que algunos
intentaron huir a España,
atravesando
el
Guadiana.
Muchos
lo
consiguieron,
otros
fueron
capturados
en
el
camino
y
fueron castigados severamente.
En este pulso
desigual entre el testarudo y preciso Marqués, que tenía toda la
fuerza policial bajo su mando, y los pobres pescadores, transformados
en mano de obra casi esclava al servicio de aquel iluminado, no sólo
la victoria se decantó del lado del primero, también conocido como
Sebastião José Carvalho e Melo, su nombre de bautizo, sino que éste
además, reveló una personalidad altamente vengativa (como ya había
demostrado con los Távoras, y eso que aquellos aún estaban entre
los poderosos, pues al menos en esto el Marqués resultó
ser democrático: su ira cayó tanto
sobre ricos como sobre pobres), castigando a los resistentes e
incendiando, cual Nerón
del siglo XVIII, la villa de Montegordo.
Pero aquí no caben
las reflexiones históricas,
y
si
narro
estos
hechos
es
sólo
para
situar
al
lector
en el origen genealógico
de
esta
familia.
Sí,
porque no sólo
las
familias
nobles e importantes son las que
tienen una genealogía, sino que
ésta
es
común
a
todos
nosotros,
e
incluso,
según
los
cristianos
y
otros,
descendemos
todos
del
mismo varón,
Adán,
lo que constituye una preciosa ayuda
para todos los ilustres estudiosos a los que se les conoce por el
nombre de genealogistas.
Lo que ocurre es que
estos mesquitosos
durante ese período
–de construcción
de
Vila
Real
de
Santo
António–
denunciaron la fuga de muchos de los
compatriotas montegordinos al Gobernador del Algarve, un tal José
Francisco
da
Costa
de
Sousa
e
Albuquerque,
que en vista de la importante construcción
regia en Vila Real se había
cambiado,
de
armas
y
bandera literalmente,
y se había
mudado
a la vecina Castro Marim.
Lo que sucede es que
este José Francisco era Vizconde de Mesquitela por casamiento, lo
que había llevado a esta familia de delatores a ser conocida
inicialmente como los Mesquitelas,
nombre que evolucionó a mesquitosos,
transformación que es más natural si además tenemos en cuenta la
ausencia de pulcritud que caracteriza históricamente a esta familia
y que constituye un señuelo para esos indeseables insectos. Como
pago de este servicio, la prole de los mesquitosos habría recibido
unas tierras al norte de la villa, donde aún hoy se alzan sus
improvisados caseríos y sus descuidadas huertas.
Sin embargo, la
rebuscada explicación anterior no sólo carece de confirmación de
fuente histórica, sino que también hay quien la desmiente
categóricamente: los mesquitosos tendrían este nombre simplemente
por vivir junto a los mosquitos, abundantes en las márgenes del
Guadiana, lugar evitado por el riesgo del famoso paludismo provocado
por estos insectos que afectaron, hasta hace poco tiempo, a la
población local. De ser esto
cierto, habrían sido,
tradicionalmente y hasta antes de la
construcción de Vila Real, una familia de origen bastante pobre (se
refiere aún otra tesis, que parece más especulativa, según la cual
los mesquitosos eran
originalmente musulmanes, por tanto, su nombre provendría de
mezquita).
No obstante, la
historia (¿leyenda?) de los mesquitosos
no se acaba con los tiempos de la fundación de Vila Real de Santo
António. Corren otras memorias, todas ellas poco favorables, sobre
esta familia. Al parecer, tienen una ocupación incierta, detestando
cualquier forma de trabajo honesto. Y parece poco creíble que
sobrevivan solamente con lo que las mujeres cultivan en sus diminutas
tierras que más bien parecen barbechos, por lo que las sospechas de
sus lucros suele recaer
sobre actividades que clasificaré como poco lícitas, para ser
indulgente y no correr el riesgo de que me acusen de difamación. Es
cierto que por la apariencia y la forma de vida, son gente que
necesitan poco para vivir, sin embargo, algo deben recibir y parece
que no es suficiente sólo con los subsidios que el Estado concede, a
veces, a sus indigentes. Ya se habló de que tradicionalmente están
asociados a la práctica de la denuncia, y ese parece ser el camino
que han seguido a lo largo de los siglos pasados, según me
informaron: la denuncia al frágil movimiento sindical que se formó
en Vila Real de Santo António cuando comenzó el desarrollo de la
industria de conservas; informaciones a la PIDE sobre reuniones
comunistas durante el Estado Nuevo (lo que coincidiría con la mejor
época de desahogo financiero de esta familia, pero que habría
lanzado, según me aseguran, a la desgracia a mucho inocente ya que
los mesquitosos usaban
un sistema de denuncia perfectamente aleatorio); mas concretamente,
informaciones a la Guardia Fiscal sobre el contrabando en el
Guadiana.
Y he aquí que en los
tiempos más recientes, con la entrada de Portugal en la Comunidad
Económica Europea, los mesquitosos
se quedaron sin nada que
denunciar. Si fueran individuos espabilados,
o con la capacidad de iniciativa que
se desea en un régimen liberal, podrían haber abierto una oficina
de detectives particulares y habrían pasado informaciones sobre
pequeñas maldades conyugales o grandes traiciones familiares, ya que
estaban habituados a la práctica del descubierto,
o creación, del secreto ajeno. Sin embargo, el lector más
inteligente ya habrá entendido que ésta es gente demasiado
holgazana para grandes, o incluso, pequeños, vuelos. Así que el
pueblo vilarrealense no tuvo gran dificultad en asociar el aumento de
la pequeña criminalidad –el hurto de tiendas y residencias, el
robo con tirones etc.,- al incremento del modus vivendi de los
mesquitosos cuando
Europa llegó a Portugal. Lo que constaba es que ésta siempre había
sido gente sin riqueza y amiga de lo ajeno; lo que ocurría ahora era
sólo la profundización de esas prácticas sin estar sujetas a la
brutalidad policial de otros tiempos (y esa
falta de brutalidad, me dicen
algunos ancianos admiradores de otros tiempos, empezando por los de
Sebastião José, es un incentivo a las ya referidas actividades poco
lícitas).
Sea como fuere, esta
familia, que es más que una simple familia (me arriesgaría a
llamarle pueblo, pero por Vila Real hay quien los caracteriza como
“raza”), ha cosechado, poco a poco el odio de la población
vilarrealense. Tanto
de la población rica como
de la población pobre. Y ha vivido en sus tierras casi como un
gueto, pero voluntariamente, lo que los convierte
en un caso de interés antropológico
ya que han desarrollado a lo largo de los últimos doscientos años
una cultura muy propia (tal como hicieran los vecinos “qüicos”
de Montegordo, sobre quienes ya trascendieron
algunos estudios y disertaciones).
Cuando antes
mencioné que estos mesquitosos
son más que una simple familia quería decir que han compensado
alguna tendencia a la enfermedad y accidentes fatales con una gran
fertilidad femenina, habiéndose constatado, sobre todo en los
últimos años, un notable crecimiento demográfico frente al aumento
de atención médica en el país. Sin embargo, todos están
emparentados
entre ellos, existiendo aquí un fenómeno de gran consanguinidad,
que, según algunos relatos, se confunde con relaciones
disfrazadamente incestuosas.
Por sus rasgos, los
mesquitosos
son fácilmente reconocidos por cualquier vilarrealense,
fisionómicamente
hablando, ya que si buscamos en el registro civil o parroquial el
nombre “mesquitoso” es inexistente, pues esta familia tiene
otros muchos apodos que me abstengo de enumerar, no vaya a asustarse
algún lector por tener cierta relación filial, aunque remota, con
esta gente.
En realidad son todos
parecidos entre sí, casi como si fueran gemelos: morenos, bajos (con
alguna tendencia al raquitismo), una manera de andar que es casi un
cojear, las cejas gruesas y muy arqueadas, una nariz chata
(prácticamente plana), boca pequeña, barbilla recogida, y una
mirada ausente (que yo calificaría de estúpida, si el lector me
permitiese semejante juicio).
En septiembre de 1994
llegué a Vila Real de Santo António. Había acabado la Universidad
dos años antes y el sorteo
nacional de profesores me había
llevado hasta aquella villa fronteriza,
que conocía sólo de pasada. Estaba
entusiasmado con la ocupación de
esta plaza, sentía la fuerza de mis
veinticinco años con toda la inmortalidad por delante. Era
completamente libre: no tenía que dar cuentas a nadie: padres, mujer
o novia; no tenía casa ni deudas por pagar y el sueldo me iba a
permitir un mayor desahogo para mis libros, discos y vida bohemia. No
obstante, es en estos momentos, de los cuales sólo comprendemos la
belleza cuando miramos atrás, cuando tenemos la tentación
de buscar nuestra propia prisión: pasiones más excepcionales,
matrimonio y la contratación de deudas del coche y la casa, en
nombre de una felicidad futura que dudo que muchos alcancen. Pero eso
son meras especulaciones existenciales, quizá propias del desencanto
de otras edades como
las de este narrador, y que, al igual que las reflexiones históricas,
no deberían caber en este cuento que os narro. Si suceden, es
accidentalmente y por vanidad filosófica, que se pretende discreta.
Bajé del tren
cargado con tres o cuatro maletas, los libros, los discos, la máquina
de escribir, la ropa, ya se sabe: todas esas cosas indispensables de
un docente, y fue en ese momento cuando me abordó una pareja.
Y como ya habrá adivinado el lector: era una pareja de mesquitosos.
Yo todavía no los conocía por ese nombre, tampoco tenía noticia de
semejante pueblo, pero la apariencia del hombre, que ya describí
anteriormente, aconsejaba tener prudencia. Encima utilizaba el
lenguaje de un estafador de calle que asustaba a los posibles
pardillos.
Sin embargo, la
chica… -ah esa!– de las características fisionómicas
de los mesquitosos sólo conservaba la baja estatura – a mis ojos,
una concentración de lujuriosa y explosiva de mujer-, las cejas y la
boca (corta, es cierto, pero carnosa
y roja).
¡Y su mirada –
¡Dios mío la mirada! -, era de una tristeza profunda, un grito de
socorro que prometía las más bellas e impúdicas aventuras. Y él,
que se presentó como Paco (¿sería la proximidad a España lo
que le confería semejante nombre?), debió de haber entendido la
fascinación que la mirada de ella había ejercido sobre mí desde el
primer momento, porque ya no me soltó más .
- ¿Está
buscando casa? – debió de haber adivinado Paco por mi equipaje y
mi aire mal disfrazado de profesor contratado.
Pues sí, casualmente
iba buscar casa. Precisamente a eso mismo venía. Él mismo me
llevaría hasta un sitio de un señor que tenía una casa para
alquilar, por lo que
me tendrás que agradecer
semejante favor. Y allá que
fui, medio temeroso de que el tipo me llevara a un lugar solitario y
me robara el equipaje (todavía no sabía que en aquel equipaje poco
habría que le interesara a un mesquitoso).
Fui tras
él y de la sonrisa nerviosa de ella, Germana era su nombre.
Paco no me llevó a
un lugar solitario, sino al
Café del Sr. Manel, el “Retiro del cazador”, un local con
precios modestos, que estaba a cien metros de la estación
(realmente, habría sido el primer lugar donde yo hubiera parado,
incluso sin aquel abordaje abrupto). El Sr. Manel
tenía una casa para alquilar.
Quiero decir, realmente era media casa, ya que allí ya vivía un
inmigrante bosnio (el Sr. Manel parecía feliz cuando pronunciaba ese
sustantivo que era reciente en el vocabulario luso –bosnio-, que
incluso recientemente había hecho su aparición en los
telediarios), Boris era su nombre (y
yo que pensaba que Boris era ruso, además de ser el perro bulldog de
un amigo mío). Un buen hombre ese Boris, me aseguraba el Sr. Manel
como quien dice “a ver si eres
como él”. La casa era grande, yo
podría verla con mis propios ojos antes de tomar cualquier decisión
y si quería podría compartirla con Boris. Se veía que el Sr. Manel
había desconfiado de mí por haber aparecido con aquellos
mesquitosos,
si bien se tranquilizó un poco
cuando supo que era profesor, ya que era la época en que arribaban
los docentes, pero
sí me exigió dos meses de pago por adelantado, creo que fue por la
sospecha acerca de mi compañía. Y también me quedó claro que Paco
debía recibir una recompensa en negro por parte del propietario,
pues al fin y al cabo le había encontrado un inquilino seguro, y de
los que eran probablemente cumplidores, ya que los profesores reciben
a tiempo el sueldo del mes y son fáciles de encontrar. Aún intenté
debatir la cuestión de los dos meses pero acabé por aceptar las
condiciones. Paco y Germana me ayudaron a llevar el equipaje hasta el
tercer piso sin ascensor. La casa, realmente, era espaciosa.
Tenía dos cuartos;
la sala de estar, cocina y el cuarto de baño las compartiría con
Boris. Paco intentó sacarme algún dinero a título de recompensa:
aquella era la mejor casa de la villa
y el colegio estaba a
la vuelta de la esquina, así que
había tenido una suerte del carajo al haberlo encontrado, él bien
que se merecía una recompensa.
Me disculpé por los meses que
había tenido que pagar por adelantado pues me había quedado
desplumado y endeudado. Como compensación les pagué un aperitivo
ahí abajo, en el “Retiro del Cazador”: comieron un bocadillo de
jamón cada uno y se echaron al
gollete un par de cañas, antes de
que yo pudiera negarme a pagar.
Y, finalmente,
descansé en la tranquilidad del hogar por unos instantes, antes de
presentarme al trabajo.
No muchos días
después volví
a ver a Germana: estudiaba por la noche en el instituto donde yo daba
clases. No era mi alumna pero nos cruzábamos algunas veces y
siempre me saludaba. Me reconoció,
obviamente. Lo que me dejó feliz y perturbado. No tardé mucho en
saber algunas cosas sobre ella. Fue a través del profesor Jorge
Caldeira, con quien entablé una cercana
amistad. Caldeira me habló de ella casi casualmente, pero con
interés. Me dijo que era una mesquitosa
–fue la primera vez que oí
ese nombre y su caracterización -, pero una mesquitosa
diferente. El padre, me contó, no era de hecho, un mesquitoso,
lo que ya era una rareza genealógica. En realidad, ese señor
incluso
había sido su compañero de escuela y era primo suyo, si bien
bastante lejano. Y aquello era una cosa extraña: por qué se habría
dejado enredar Arlindo –ese era el nombre del padre de Germana -,
por el círculo
de aquella gente. Arlindo era vivaz y estaba bien posicionado, los
padres hasta tenían un negocio aparentemente próspero. Tal vez le
hubiera pasado algo
similar a la de otro amigo suyo que en una Feria de la Playa, esa que
tiene lugar en Octubre, se enamoró
de una gitanita. Una mujer de todos los diablos, guapa como raramente
son las gitanas (a consideración de Caldeira). Eso sí, su amigo se
llevó a casa a la chica y pasó con ella una tarde de amor
memorable. Dos días después se le apareció la familia de la
gitanita y como ya dice el saber popular: “quien
se come la carne, roe los huesos”.
Y el amigo se vio obligado a partir y a ser feriante por todo el
mundo. Hasta se acabó convirtiendo
en un gitano. Caldeira se lo encontró una vez en Sevilla: se hizo
gitano totalmente: no era sólo la ropa y la mirada; era el color, de
un moreno sucio, y el lenguaje propio de los gitanos. Quizás con
Arlindo pasara algo similar. La madre de Germana debió haber tenido
alguna vez cierto encanto, porque la hija era una chica guapa, reía
delicado y entusiasmado Caldeira.
¡Al
fin no era el único que apreciaba la belleza de la Germana! Claro
que semejante figura no pasaba desapercibida a los codiciosos ojos
masculinos (e incluso a los femeninos, de los que se dice que son
particularmente envidiosos). Lo que ocurría era que yo me dejaba
fascinar por la chica, al contrario de Caldeira, que sólo la
apreciaba de lejos, quizás porque ya supiera quiénes eran los
mesquitosos y
la identificaba con ellos y yo, en mi ingenua ignorancia, no tenía
ese conocimiento protector, ese blindaje de los vilarrealenses.
De estas
conversaciones con Caldeira también llegué a saber que Germana
“incluso era espabilada”, lo que contrariaba la tendencia opuesta
reconocida sobre los mesquitosos.
En realidad, en aquella raza
se relevaba un fracaso escolar,
con una elevada tasa de abandono. Tenían dificultad en aprender las
primeras letras y las cuentas más simples, cumpliendo sólo la
escolaridad obligatoria cuando se trataba de recibir subsidios para
garantizar la alimentación básica de los niños. Después
abandonaban y pasaban a la vida incierta que los caracterizaba.
Germana también había abandonado la escuela, igual que el resto de
la familia. Sin embargo, ahora regresaba, por la noche, para
continuar sus estudios. Y con algún éxito. No era una alumna
excepcional, pero entendía bien las materias, incluso esas cosas de
filosofía que Caldeira enseñaba. Quizás debido a la genética
paterna, especulaba mi amigo.
Éstas y otras
sutilezas de Vila Real y de los vilarrealenses me las contaba
Caldeira en nuestro local
predilecto de la noche: el Salão do Xá. Yo tenía como costumbre
salir todas las noches a tomar café y también porque mi convivencia
con Boris no era propiamente un modelo de amistad. No por cuestiones
domésticas, entiéndase. En ese campo las tareas estaban
razonablemente distribuidas: ninguno de nosotros era un ejemplo en
limpieza y conservación del hogar, pero manteníamos las cosas con
alguna apariencia para las visitas (que eran mis visitas); él era un
tipo solitario hasta en los esfuerzos más aburridos (como cargar la
bombona de gas tres pisos) y hacíamos muchas veces las compras
conjuntamente; era un cocinero medio, igual que yo, pero dado
a algunos inventos que no siempre salían bien. En conclusión,
aunque Boris fuese bosnio o de otra nacionalidad recientemente
descubierta en Portugal, se comportaba como un mero macho
capitalista. La cosa sólo empeoró a causa de la cuestión de los
nacionalismos. En verdad, confieso que al principio sentía
curiosidad, y hasta vanidad, por compartir la casa con un bosnio:
daba un toque exótico y moderno, post-muro de Berlín, a mi
existencia.
Después intenté
entender aquella historia reciente que en el inicio de los años
noventa sorprendía a todos (y todavía hoy nos cuesta entender):
¿cómo es posible que en un país que había vivido de forma
pacífica (según lo que sabíamos) durante tantos años, se hubiesen
desatado a matarse unos a los otros? ¿Y qué diferenciaba al final a
los serbios, los croatas y los bosnios musulmanes, las tres etnias
(¿sería ese el nombre?) que luchaban en Bosnia? Y ya que estamos,
¿de qué etnia
era Boris?
-Croata,
técnicamente. –me respondió (me impresionó el uso del
“técnicamente”).
Pero en realidad,
Boris no se consideraba un croata. Quiero decir: el padre era croata,
la madre serbia. Hasta había tenido una educación católica, como
los croatas. No es que croatas y católicos fuesen lo mismo, pero era
casi igual. Sin embargo, se consideraba un yugoslavo de pura cepa,
los eslavos eran todos iguales, repetía, los eslavos del Sur, que yo
había aprendido a llamar yugoslavos, parecerían copias los unos de
los otros. Y poco más avanzaba la cuestión sobre lo que
diferenciaba a los croatas y a los serbios y a los musulmanes aparte
de la religión. Y para ser croata parecía ser muy pro serbio. Pro
serbio y pro mamá, a quien se refería bastantes veces como ejemplo.
Tantas veces, que yo
diagnostiqué, gracias a mi formación freudiana, un complejo de
Edipo mal resuelto. Supuestamente, Boris había venido de Bosnia
porque perdió el empleo y no huyendo de la guerra, tal y como le
gustaba subrayar. “No hay propiamente
una guerra –intentaba convencernos–, lo que hay son unas
tensiones que se resolverán cuando desaparezcan ciertos líderes y
los extranjeros nos dejen en paz”. Él no entraría en la guerra,
ya que afirmaba ser un pacifista, un Gandhi, un No Alineado
como lo fue
Yugoslavia durante la Guerra Fría. Pero toda aquella tensión y la
información internacional habían llevado a aquel escenario de
Bosnia a unos indeseables (Boris se refería muchas veces a neo-nazis
alemanes y suecos que luchaban al lado de los croatas – y
aprovechaba para hablar de algunos croatas que apoyaron a los nazis
durante la segunda guerra mundial, todo
lo cual no abogaba a favor de su
condición de croata por nacimiento y educación). El gran problema,
decía, es que antes trabajaba en un hotel junto a unas termas de
montaña, una bonita tierra (cuando lo decía era de las pocas veces
que su mirada ganaba un punto de nostalgia y su voz un tono de
seriedad); pero después, con aquella guerra, el turismo había
desaparecido. Y se había marchado a Italia y Portugal para continuar
su trabajo en la hostelería, y había acabado quedándose como
camarero en Vila Real de Santo António. Iba con bastante frecuencia
a correos a llamar a los familiares que había dejado en su país y
recibía alguna correspondencia (curiosamente, culpaba siempre a los
correos portugueses de los atrasos en las cartas y no a los de la
beligerante Bosnia).
Me había mostrado
una fotografía de su familia: él, los padres, una hermana
adolescente rubita muy guapa, y una tía solterona que vivía con
ellos. Era una de esas fotos de familia unida y sonriente. Detrás de
ellos, una casa de campo, en piedra, enmarcaba la felicidad familiar.
Y no conseguí saber
nada más sobre cuestiones étnicas durante nuestras conversaciones.
Boris no solo eludía siempre la respuesta a las otras preguntas
(¿qué diferenciaba a croatas de serbios?; los orígenes de la
guerra, ¿cómo habían vivido pacíficamente hasta aquel momento?)
sino que también ganaba una agresividad fuera de lo normal cuando el
asunto iba hacía aquellos temas.
Y lo que aún era
peor, insistía en humillarme a mí, profesor de Historia, por
desconocer hechos que para él eran básicos: ¿qué
había pasado en Gravilo Pincip?, ¿el asesino de Francisco Fernando
que había llevado al inicio de la 1ª Guerra Mundial? ¿Y cuántos
puntos tenía el ultimátum enviado por el Imperio Austro-Húngaro a
Serbia en la secuencia del famoso asesinato? ¿Y cuál de esos puntos
había sido considerado intolerable por parte de Serbia? ¡Parecía
mentira que yo, profesor de Historia, no lo supiese! ¡Cómo era
posible que la educación universitaria en Portugal fuera así! Y me
agredía, a mí y al país que le había acogido, de esa forma tan
desvergonzada. Por eso, cuanto menos habláramos mejor. Y esta era
una de las razones, por lo menos la que yo me daba a mi mismo, para
pasar poco tiempo en casa y hacer del Salão
do Xá mi segunda, que era casi
primera, casa.
Lo que pasó es que
Paco y Germana acabaron por descubrir esta casa
mía y pasaron a frecuentarla con el único objetivo de sacarme
unas bebidas.
Naturalmente, no eran
bienvenidos por parte de la gerencia y de la clientela del Salão do
Xá. Cuando
llegaban, el barullo típico de los cafés paraba (hasta la música,
cuando la había, parecía que reducía voluntariamente su volumen),
cuando se sentaban en mi mesa todos miraban, más o menos
discretamente, como a la espera de los problemas que aparecían
cuando estaban los mesquitosos.
Y ellos se sentaban siempre en mi mesa, sin pedir permiso, estuviera
solo o acompañado. Mis amigos nunca dijeron nada pero dejaban huir
notorias expresiones de desagrado (que dudo que ellos no entendieran)
y, pasado poco tiempo, encontraban una excusa para levantarse e irse
o para ir a la barra con otros conocidos que estaban sentados en otro
sitio. Pasadas algunas semanas ya nadie se sentaba conmigo, porque
sabían de antemano que Paco y Germana podían llegar en cualquier
momento.
Y así, con la
presencia de aquellos dos, se creaba una atmósfera desagradable.
Pero ellos parecían ignorarla, e incluso se diría que estaban
habituados a situaciones similares y aunque yo pagara una, dos, las
rondas que fueran preciso, ellos se quedaban allí, plantados en la
misma mesa dispuestos a desplumarme,
mientras yo, estúpidamente
embelesado por Germana, iba gastando mi dinero. También me sacaban
los cigarros y, con el tiempo, se servían libremente del paquete,
sin pedir ni siquiera uno. No hablábamos de casi nada: Germana era
callada. Las conversaciones de Paco no tenían interés: hablaba
sobre negocios que quería hacer, cosas que encontraría para vender,
por si yo las quisiera
comprar. Yo fingía interés solo para mirarla, allí callada en
nuestra mesa, pero no tenía dinero para meterme en esos negocios que
Paco proponía, ya que las cuentas del Salão do Xá
había que multiplicarlas por tres.
A pesar de eso, aún adquirí una televisión, averiada, y compré
latas de anchoas a precios más altos que los del mercado. Yo
intentaba desviar la conversación hacía el instituto, ya que
Germana era estudiante. Ella hasta se mostraba interesada, no es que
dijese algo, pero su sonrisa se dejaba entrever y su mirada triste
ganaba brillo cuando yo me esforzaba por hacer un poco de humor, que
la llevaba hasta la sonrisa. O por lo menos así me lo parecía. Y me
esforcé mucho en mis bromas para hacerla reír, pues eran los
momentos en que, de algún modo, nos quedábamos los dos a solas, ya
que Paco no entendía ningún humor que no conllevara sexo explícito
o pedos, y entonces desviaba el asunto poniendo cara de pocos amigos.
Me divertían esos momentos en que ella sonreía y me hacía sentir
recompensado por todo el sacrificio del resto de la noche. Realmente,
entre Paco y Germana no parecía haber ningún tipo de ligazón,
sentimental o intelectual, o de intereses que fuera. Por supuesto,
vivían juntos (creo yo), ella todavía tenía que darle muchos hijos
(decía Paco). Pero se abstenían de manifestar cualquier muestra de
afecto allí cerca de mí. Nunca entendí si esa ausencia formaba
parte del juego conmigo o si simplemente no habría manifestaciones
de ese tipo entre el matrimonio. Y así continuaba, metido de lleno
en aquella obsesión deprimente, sabiendo en lo más profundo de mí
que ella nunca lo dejaría para venirse conmigo, que era de otro
pueblo, de otra cultura – imposible vivir juntos, un imperativo del
sentido común que rige los destinos. Pero tal vez fuera esa misma
imposibilidad la que me impulsaba al deseo, el amor (quizás de los
amores más atroces, pero incluso hoy, en la distancia y avergonzado
con mi sentimiento de aquel entonces, no vacilo en llamarle así). Y
es que, ya se ha escrito y cantado
sobre el tema, los Hombres (por lo menos algunos) tienen la tendencia
a buscar su cruz, a crear ellos mismos algo que no controlan, que les
es superior a cualquier fuerza o deseo y les roba la libertad y les
garantiza la infelicidad de la vida. Y yo estaba así, convencido de
mi fracaso, dudando hasta de si alguna vez tendría coraje para
hablarle al corazón, decirle una palabra bonita de deseo, tocarla
aunque fuera en esos raros instantes en los que nos quedábamos
solos, cuando Paco iba a por cervezas a la barra o se iba al aseo.
Ésos eran los momentos más embarazosos para mí: no sabía qué
hacer con la manos tenía miedo de mirarla,
me atragantaba, me ruborizaba.
En cuanto a Paco,
había comprendido la situación y simplemente se aprovechaba de
ella, explotando al máximo mi estupidez.
Norberto, el dueño
del Salão do Xá, receloso de que yo, con el raciocinio nublado por
la estupidez de la pasión, no hubiese entendido lo incomodo de la
presencia de aquellos dos en su establecimiento, me comunicó de
forma más o menos sutil, pero clara: el Salão do Xá había dejado
de ser un sitio agradable, y muchos
de los clientes lo estaban cambiando por las cafeterías más
convencionales, y la explicación era simple, como yo
comprendería. Sólo que preferí
ignorar la conversación de Norberto. Yo ya lo conocía y sabía que
no me impediría jamás, a mí o a mis supuestos amigos, estar allí
o dejar de frecuentar su bar, siempre que no hubiera una fuerte razón
para ello. Eso lo sabía yo con toda seguridad, como sabía que un
día surgiría –sería inevitable -, el motivo para que Norberto
nos expulsase del Salão do Xá.
Y ese motivo ocurrió
un sábado de lluvia, lo recuerdo bien, a finales de noviembre. Hacía
un frío terrible. Paco estaba particularmente excitado, traía un
olor a vino agrio y tabaco. Germana estaba empapada.
Lo que pasó es que en la tercera o
cuarta ronda Paco fue a la barra a buscar tres cervezas más. Y
cuando me di cuenta, ya se había armado el jaleo. Al parecer, se
había llevado el cambio de otro cliente –Chico Mansinho-, que a
pesar del nombre que tenía no iba a dejar que nadie lo engañara,
fuera mesquitoso o no. Norberto ya había salido de detrás de la
barra y se había encarado con Paco. Que le devolviera el dinero y
desapareciera de aquel local, donde no eran bienvenidos ladrones,
pues
él tenía claro
que Paco había cogido
el dinero de encima de la mesa. Entonces, intenté intervenir, dije
que yo daba el cambio que faltaba, pero escuché un inmediato “ tú
ta-te quiero” del amenazador Mansinho. Y Mansinho era mi amigo y
como tenía razón, me sentí impotente para replicarle y volví a
sentarme triste y silencioso en la mesa, al lado de Germana, que
miraba indiferente la escena, como si ya la hubiese visto antes y
conociese su desenlace.
Paco intentó
encontrar una disculpa sin fundamento: pensaba que el dinero era mi
cambio y que él me lo estaba dando ¡Pero no era y ya está!: Allí
estaba el dinero, tanta historia
por una mierda de cincuenta escudos
– ¿qué valía eso?, pedía
disculpas, ¡ya está todo
solucionado! Pero la disculpa no
sirvió de nada, ni la devolución iba a impedir salir a malas del
Salão do Xá y de no poder entrar allí nunca más: aquello no era
sitio para ladrones, y mucho menos para chulos, que era lo que él
era, siempre dispuesto a desplumarme
a mí, un infeliz de buen corazón
que no se merecía eso. Y en esa conversación, mientras Paco era
empujado fuera del Salón, donde estaba lloviendo torrencialmente
ante el alivio de la clientela presente y mientras examinaba mi
vergüenza, también oí lo que no quería con aquella historia que
me comparaba con un papanatas, un tonto explotado por la chulería de
aquellos dos. Me sentía miserable. Y Paco, después de ser echado,
aún gritaba pidiendo disculpas ahí afuera, evitando la agresión
verbal a Mansinho y a Norberto, receloso de que ellos le golpearan.
Algo fácil debido a
la legendaria complexión física de los mesquitosos.
Miré a Germana que estaba sentada conmigo: ¿Qué vas a hacer ahora?
Antes de salir a reunirse con Paco se acercó a mí y me besó: un
beso húmedo y cálido en mis labios – y era cálido aunque ella
estaba temblando de frío. Quizás había sido fugaz, pero a mí me
pareció que Germana había alargado un poco más de lo necesario,
como deleitándose con el tiempo efímero del beso. Fue una especie
de despedida, a su manera. Nunca más volverían al Salón, de ahora
en adelante solo nos cruzaríamos, para mi excitación descompuesta
pero disfrazada, en el instituto.
Noberto me
tranquilizó diciéndome que Paco no había visto nada, de modo que
si ella se llevaba una paliza aquella noche no sería precisamente
por el beso fugaz, sino por alguna tradición mesquitosa,
y general según la cual las mujeres pagan con su cuerpo cuando la
vida les va mal a los compañeros. Y después de que cerrara el Salão
do Xá, Norberto, Mansinho y un cliente más entrado en años que
nosotros, un tal Botequilha, tuvieron una larga conversación
conmigo, cuales padres o hermanos mayores. En verdad, me dijeron lo
que yo siempre supe pero que no quería admitir: me había
encaprichado,
esa era la palabra correcta para definir aquella especie de espiral
de idiotez en la que me había metido. Que me tranquilizara: mi
encaprichamiento
no era el único, que tirase la primera piedra quien nunca se hubiese
encaprichado
en la vida por una chica cualquiera. Los hombres tienen esa fijación,
esa tendencia natural a dejarse cautivar hasta la obsesión más
extrema, a comportarse como cachorros tontos cerca de ciertas hembras
y la cosa, por desgracia, no suele
pasar una sola
vez en nuestra breve existencia, ya que el ser humano posee la
característica de no aprender con los errores y de no utilizar la
razón cuando anda con la cabeza metida en esa especie de celo. Y me
contaron algunas de sus historias similares, enamoramientos de lo más
estúpido que puede haber, en los peores momentos imaginables. Fueron
varias las historias, pero me acuerdo de una que contó Botequilha:
se trataba de una mujer fea,
con la piel arrugada que lo había hechizado y eso que él hacía
poco tiempo que se había casado. Una tipa que no valía nada
físicamente hablando, pero se le metió en la cabeza, y él,
encaprichado de ella, hacía de todo para estarle cerca. Faltaba al
trabajo e se iban a casa, a su propia casa, sobre su propia cama que
era como ella quería. Y la fémina, cuando se iba, siempre le robaba
algo, pero aunque él lo sabía, no hacía nada porque tenía miedo
de perderla. Quien lo salvó fue su propia esposa que, como
desconfiaba de aquellas pérdidas,
descubrió pruebas para encontrarlas. Entró dentro de la casa en
pleno acto y se arrojó hacía la otra tipa llena de fe, le dio una
reprimenda y la echó a la calle de una patada. Una escena a la
antigua portuguesa, con el vecindario mirando. Y a él, su marido,
nunca le dijo una palabra de lo sucedido, que su mujer en eso había
sido una santa, pues quizá hubiese comprendido que él no tenía la
culpa de aquella idiotez que no conseguía controlar. Y para acabar
la historia, contaba Botequilha, terminó con aquel capricho
repentinamente cuando la otra fue expulsada de su casa, gracias a la
mujer. Norberto contó que había una creencia antigua, que se
contaba en la sierra, según la cual se decía que una mujer que
quería agarrar a un hombre le daba a beber sangre de la
menstruación, disimulada, claro está. Entonces Botequilha se dio
cuenta en aquel instante que se enamoró en un restaurante donde la
tipa trabajaba, y había tenido la ocasión de servirle vino tinto
con gaseosa. Mansinho, que era de ese tipo de personas muy poco
creyente en estos mitos, dijo después que aunque le gustaría probar
sangre de muchas, no creía en tales patrañas. Y acabó por
recordar, más eruditamente y como era hombre amante de las letras,
un cuento de Eça Queiroz
llamado “Particularidades
de una chica rubia” en el que una ladrona engaña al marido durante
años.
Yo seguía aquellas
historias con interés y entendía, según se
alargaba la conversación, que mi
encaprichamiento se iba desvaneciendo. A pesar de aquel beso, y tal
vez a causa de él, ganaba la seguridad de que todo había terminado
allí, en aquella noche del Salão do Xá.
Había sido una
temporada tonta que llegaba a su fin, creía yo. Quizás, aquello fue
necesario para hacerme
hombre, y era parte de un proceso de crecimiento, la vida es así,
hecha de aprendizaje a través de los errores. Recuerdo que, al
final, Mansinho sintetizó los dos tipos generales de enamoramiento:
los de las mujeres que nunca nos darán bola, y los de las mujeres
que nos chupan
hasta la médula. Mi caso era una especie de híbrido, ya que no
obtenía nada de ella pero la fémina me daba esperanzas, cual puta
vieja (yo aquí tuve la tentación de disculparla e imputar al hombre
esta maldad, pero no serviría de nada ya que el triunfo de la
argumentación estaba de parte de ellas), encima tenía el agravante
de ser explotado por
el idiota de Paco (Norberto solo lamentaba no haberle soltado unos
buenos sopapos,
que bien se los merecía). Recuerdo que terminé esa conversación
con Mansinho frente al Guadiana, fumando un cigarrillo, y él
intentaba asegurarse de que yo me desenamorara de una vez por todas.
Es que esa cosa del capricho es bastante diferente de lo que llaman
amor o pasión. No es que en el amor o la pasión no sepamos que la
cosa también es una tontera y
es verdad que cometemos gilipolleces
y hacemos cosas ridículas, claro
que sí (y allí venía la
referencia a las cartas de amor ridículas del famoso poeta), pero
ahí sabemos que aquello es para siempre, que es eterno, por lo menos
“mientras dura” como decía Vinicius. Sin
embargo, en estos encoñamientos
la gente, además de no sacar un verdadero placer de la situación,
sabe desde el principio que la tipa en cuestión no nos merece y que
nos vamos a arrepentir de todo eso, andamos en un círculo continuo
de frustración de la que no conseguimos escapar. Es una especie de
masoquismo. Y yo lo sabía bien ¿o no? Claro que lo sabía, lo había
sabido siempre. Y cuando llegué a casa tenía la certeza absoluta de
que aquella época había acabado. Recuerdo que me sentí feliz al
descubrir que tendría un gasto menos en mi vida. De ahora en
adelante, disfrutaría más egoístamente de mi dinero. Y supongo que
sonreí.
Y quiso el destino,
en una especie de fatalidad,
comprobar la frase hecha de que cuando se cierra una puerta enseguida
otra se abre: la noche siguiente encontré a mi colega Gabriela
cenando en el Restaurante dos Arcos.
La lluvia de la noche
anterior había pasado y sentíamos esa pequeña angustia del fin de
semana que llegaba a su fin. Tal vez eso, tal vez la conversación
agradable a la cena (creo que hablamos de libros e historia), nos
impulsó a beber un poco demasiado
vino. Y cuando me di cuenta nos estábamos desnudando en su sala de
estar, besándonos y haciendo el amor con urgencia.
Ése fue un período
particularmente feliz. Pasaba mucho tiempo en casa de Gabriela,
veíamos películas por la tarde, cocinábamos juntos, hablábamos.
Normalmente estábamos desnudos. Casi siempre desnudos: si hacía más
frío sólo nos tapábamos, provisionalmente, con mantas.
Cenábamos algunas
veces fuera y salíamos por la noche a Montegordo. Muchas veces nos
veían juntos, deberían de haber conversaciones sobre el asunto,
aunque nunca quise asumir la relación. Ella lo quería, a pesar de
que no lo dijera abiertamente. Yo quería ser libre, repetía. Y le
gustaba demasiado a ella, tanto que hasta tenía celos.
Yo estaba deslumbrado
con mi inmortalidad. Ella era de familia católica. Yo sentía un
poco de euforia y pensaba lo bonito
que sería salir a la calle y pasear
desnudos por la planta ortogonal de Vila Real de Santo António. Eso
sí sería una manifestación suprema de libertad. Ella se resistía
a la idea, posponiéndola, con un argumento sensato: quizás en
primavera, cuando el tiempo mejorara: ahora hacía demasiado frío.
Pero yo insistía, tenía prisa de vivir, y lo hicimos durante aquel
invierno: fue durante la noche más oscura e insospechada: nos
metimos en el coche de ella sólo tapados con las mantas y buscamos
una calle en la que no se escuchara ni un alma. Después salimos del
automóvil y paseamos de un lado para otro, desnudos y con chanclas.
Qué bella sensación, un verdadero grito de libertad; era aún mejor
que bañarse en la playa desnudo, fue lo que pensé, y después
proyecté que un día, en un futuro lejano, me gustaría ser
considerado un poco loco para poder repetirlo a la luz del sol en
medio del bullicio urbano. Pero aquella noche tenía miedo de que
apareciera alguien y quería acortar el paseo. Ella, por el
contrario, sentía un enorme deseo de alargarlo y atravesaba la calle
de un lado a otro arrastrándome de la mano. Estaba deslumbrada con
el placer que aquello le daba: deberíamos ir a la plaza Marqués de
Pombal, eso sí que sería lo máximo”, me llegó incluso a
proponer descaradamente. En su sonrisa casi se entendía una
invitación para hacer el amor junto al obelisco. Sacudí la cabeza
asustado: allí en el Marqués, justo a aquella hora, debería de
haber policías, qué mala imagen darían a la educación si dos
profesores fueran encontrados desnudos en la Plaza Marqués de
Pombal, todos lo sabrían al día siguiente, realmente seríamos
condenados por ir contra el pudor. Y regresamos a casa, porque yo le
metí prisa.
Como resultado del
paseo nocturno, ella pilló una gripe que la dejó en cama. Y yo la
cuidé con té y caricias.
Fueron tiempos
bonitos. Cuando hoy los recuerdo pienso en cómo sería todo de
distinto si me hubiera quedado con Gabriela. Aún así, creo que para
darme celos, Gabriela dejaba a otro compañero que le acariciase el
ala.
Pero yo no conseguía
tener celos: él me parecía demasiado inofensivo, un pan sin sal, un
hombre normal, y creo que –tanto yo como Gabriela- éramos
demasiado cómplices de nuestra libertad como para que tal
complicidad fuera manchada por una banalidad de aquéllas. Y lo dejé
pasar, entré en el juego. Y no me sentí –nunca– traicionado.
Sospecho que todos tenemos la tendencia a juzgar a los demás a
través de nosotros mismos, suponiendo que sienten las cosas de la
misma manera. Pero dudo de que alguna vez sea así.
A Gabriela le iba a
ser difícil, de hecho, le era difícil verme cerca de otras mujeres.
Y pensó que lo contrarío también sería así. Pero esa broma de
intentar ponerme celoso fue en aumento hasta que se le hizo
complicado controlar la proximidad del otro, y, por la primavera, el
otro se transformó en su novio oficial y yo, imperturbable con este
hecho, era un amante perverso y ocasional. Y lo ocasional fue
ocurriendo cada vez más, sobre todo por mi culpa: era primavera y
sólo me apetecía estar en la calle, feliz.
Y entonces, en la
época de los santos populares, Paco y Germana llamaron a mi puerta.
Como dije antes, y aunque estaba convencido de que mi
encaprichamiento había acabado, cuando me cruzaba a Germana en el
colegio me seguía perturbando. Y después estaba el recuerdo de
aquel beso fugaz – o no tan fugaz, tal y como me quería traicionar
la memoria. Pero a Paco no lo había vuelto a ver más, sin contar
las veces en las que fingí no verlo en la puerta de la discoteca
“Companhia”, donde el portero le impedía la entrada mientras me
saludaba cortésmente: "Por favor, señor profesor."
Paco había venido a
invitarme a un asado
de sardinas en la tierra de los mesquitosos,
evento que se realizaría aquella misma tarde. De esta forma, me
ofrecía una experiencia antropológica vedada a la mayoría y que
consistía en convivir con la comunidad entera en un festejo que
conmemoraba, como supe más tarde, el regreso de Sezinando (¿tendría
aquel nombre relación con el paludismo
transmitido por los mesquitosos?).
El mesquitoso que sería homenajeado con la sardinada regresaba de
Pinheiro da Cruz tras una estancia de seis años por un crimen que
desconocía y del que preferí no
informarme en ese momento. Claro que yo, a pesar de la vergüenza y
de alguna molestia (el fingir que no había visto a Paco, el beso de
la Germana) no sabía cómo negarme
a semejante experiencia (y Germana me imploraba con su mirada que
fuese, y yo no me podía negar, esa era la dolorosa verdad, el resto
meras excusas de la ciencia).
La invitación no era
gratis, claro: me pedía que llevara vino, del tinto. Para unas
treinta o cuarenta personas, me dijo Paco, pero siempre podía pasar
que alguien más consiguiera llevar vino.
Un viejo Fiat
127 destartalado me recogió a
mí y a las 10 garrafas de vino barato delante del Retiro del
Cazador. El coche ya venía lleno y apestaba a vino, probablemente
debido a cargas anteriores mal acondicionadas de la misma mercancía.
Yo apenas si cabía, y las botellas
y tenían que ir en el regazo de aquel gentío. Inocentemente, fui a
pie, solo, hacia el lugar indicado.
Cuando llegué, mis
garrafas ya estaban pasando de mano en mano y eran vaciadas
brutalmente. Los más viejos tenían las camisas sucias teñidas de
rojo. Paco me presentó a un viejo sin dientes que se llamaba
Sidónio, de quien me dijo que era poeta. El viejo hablaba rimando
(por lo menos fue lo que me pareció, quizás por aquella alusión),
pero era un tipo terriblemente pesado y no se le entendían la mitad
de las palabras, entremezcladas con los escupitajos de la saliva que
no conseguía mantener en la boca.
Germana andaba con
las mujeres cerca de la huerta y hasta parecía que para ellas no
había fiesta. Yo evitaba mirar para aquellos campos llenos de
botellas plástico.
No fuera a ser que
los mesquitosos
desconfiaran de alguna cosa, que esto del corazón se nota muy
fácilmente, todo aquel que está clandestinamente enamorado se
siente asustado ante la inminencia de que le descubran el secreto.
Yo pensaba que todo
aquello del encaprichamiento
había pasado, pero ahora era como si hubiese regresado, aunque me
decía a mí mismo que aquello al final era pasión, amor...
Para no mirar a la
huerta, intentaba localizar las garrafas que habían provocado un
terrible roto en mis finanzas para
ver si les podía dar unos tragos valientes: Quizás si bebiera me
sentiría menos ignorado allí, en aquella esquina con el viejo
Sidónio. Pero nadie me daba ninguna garrafa, y yo a verlas pasar de
un lado a otro… No tardarían en quedarse vacías: dinero
desperdiciado.
No fue preciso que me
dijeran quién era el padre de Germana, el tal Arlindo, amigo de mi
amigo Jorge Caldeira. Sería, seguramente, un tipo gordito que estaba
allí en una esquina con un aire de feliz marginado, y que recibía
la garrafa de vez en cuando, en señal de filantrópica
condescendencia de los otros mesquitosos.
Se veía que todos se
burlaban de él: el Arlindo no era un mesquitoso, no sólo por los
rasgos físicos, sino también por la manera cómo era tratado y por
su estoica resignación a “el
otro”.
Hasta parecía que tenía la cabeza hundida en los hombros
ligeramente apuntados
hacia arriba, a fuerza de encogerlos durante su vida de adoptado.
Entonces me dirigí a
él, “ya somos dos”, pensé, y encima, se conquista más
fácilmente a una hija conociendo al padre, como se aprende en las
nociones básicas del psicoanálisis. A buenas horas lo hice. Arlindo
era más inteligente de lo que parecía a distancia. Me llevó cerca
de las sardinas, siempre encontrábamos algo que hacer. Él y yo
éramos los únicos que tratábamos el pez con alguna compostura: lo
colocábamos encima del pan e íbamos retirando la espina central con
la punta de los dedos. Los mesquitosos
tenían una manera de comer más primitiva, si se me permite el
juicio: agarraban las sardinas con las dos manos, por la cola y la
cabeza y la atacaban con una determinación feroz, arrancándole
grandes pedazos con las mandíbulas, quemándose primero a causa de
la temperatura y escupiendo después, groseramente, las espinas junto
con algunas partes de aquella carne apetitosa. Me pareció que
desperdiciaban una buena parte del bicho. También pensé que no las
asaban bien, dejándolas medio crudas, y aunque no fueran mi gran
especialidad, se sobreentendía que eran congeladas por la falta de
olor que desprendían: aquello ya era cosa del año pasado.
Y allí nos quedamos
los dos, seres educados, contemplando la brutalidad mesquitosa
de comer sardinas. Arlindo tenía una botellita de plástico en el
bolsillo de su anorak desgastado, y los otros ya estaban demasiado
embriagados para entender que nos estábamos bebiendo a sorbos el
aguardiente de madroño mientras hablábamos de fútbol (y me enteré
que Arlindo era un gran fan del Benfica, razón por la que había
puesto el nombre de Germana a su hija: un homenaje a Germano, defensa
central de aquel equipo que a
principios de la década de los
sesenta cosechó tantos éxitos nacionales y más allá de la
frontera; él mismo, Arlindo, había dado unos toques en el Lusitano
de Vila Real, también como defensa-central, y Germano era su ídolo).
Después hablamos del instituto. Él sentía un gran orgullo por su
hija: era una buena alumna, la mejor de la familia. Por eso había
vuelto a estudiar, aunque a Paco no le gustara mucho eso. ¿Era yo su
profesor? No, pero ya me habían dicho que Germana era inteligente y
que escribía bien. Arlindo quedó encantado,
claro, ¿qué padre no se pondría así? Y tal y como me dijo, el
hombre tenía una especie de sueño: era que ella fuese a estudiar en
serio a la Universidad. Bien veía yo que ella allí no tenía nada
que aprender, era una chica de otro medio, esto en su opinión de
padre, y bien entendido, lo mejor sería que la hija dejara aquella
tierra miserable y fuera a otro lugar, cerca de los suyos, si es que
entendía lo que me estaba diciendo (y yo asentía: ¡claro que sí!)
Ella era espabilada,
el problema era el dinero que no tenían: ¿acaso sabía yo si habría
alguna especie de beca para
los buenos alumnos como ella? Bueno, aquello no era mi especialidad,
pero podría informarme. Él me lo agradeció, se pondría muy feliz,
después hablaría con ella sin que el tontaina (fue así como lo
trató) de Paco se enterara, así que sólo yo podría saber este
plan – ¿vale? Que se quedara tranquilo Arlindo que yo me
encargaría de todo discretamente.
Ah! Él se había
dado cuenta: yo era un tipo especial, un hombre correcto, (y me dio
un apretón en el hombro cuando me calificó así), Arlindo tenía
una intuición que no lo engañaba (y ahora me guiñaba el ojo: Ah!
¡Qué gran padre tenía mi Germana!). Pero había
condición fundamental, me insistía
después en una repetición alcohólica: que nadie más lo supiese.
Si ella tenía que ir a la Universidad, iría sin decir nada a nadie,
como quien
huye de casa. Y no pudo decir mucho más porque en ese momento
apareció la policía.
Supe entonces que el
congelador del “Restaurante 2000” había sido asaltado: tal era
la explicación de la sardinada: sardinas del 2000, vino del
profesor. Sólo
habían comprado el pan. Y a mí ya me había extrañado que aquella
gente tuviera un congelador tan grande para tanto pescado y, sobre
todo, que lo guardara durante tanto tiempo. Y claro, cuando la
policía se enteró del asalto, fue a ver a los mesquitosos,
naturalmente primeros
sospechosos.
Ante la presencia
policial las mujeres gritaban y lloraban deliberadamente, de una
forma que yo asociaba a los gitanos y que debían de tener aprendida
(Germana no gritaba, ponía un cierto aire de no
enterarse de nada, entornaba un poco
más la mirada triste, pero huía de aquella figura medio histérica
de las mujeres viejas). Los hombres intentaban reclamar, pero estaban
demasiado borrachos para hacerlo y acababan por reírse, lo que
irritaba particularmente a uno de los policías que no paraba de
agitar los brazos bruscamente. Ahora la autoridad quería saber era
quién había ido a la cámara frigorífica del 2000, para detenerlo
y llevarlo ante el señor juez, la cosa sería fácil de descubrir,
afirmaban los policías, allí en restaurante estaba todo lleno de
huellas digitales. Está claro que yo sospechaba del bluff
policial, una de las jugadas
preferidas de esa clase de profesionales, ya que realmente no iban a
hacer el trabajazo de ir a tomar huellas por un asalto de sardinas
congeladas. Comenzaron a pedir la identificación de todas las
personas, a mí incluido. Y me presionaron, por momentos pensé que
aún iba a ser yo, el más inocente de todos, quizá también una
víctima, el acusado.
El policía más
irritado, al reconocer por mi nombre que era profesor de su hijo,
bramó al cielo: ¿Cómo es posible? (hasta los mesquitosos se
asustaron con su griterío, incluso las mujeres moderaron sus
lloros). Y encima había sido yo, le confesé, quien había ido a
comprar el vino: eso sería, como mínimo, complicidad por el crimen
de hurto, ¿me daba cuenta?
Parecía mentira: un profesor de su hijo allí, metido con aquella
corte de criminales, ¡cómo había cambiado el mundo! No había
dudas: me iba a detener, quizás hasta la directora del instituto
-Directora Rosario,
pronunciaba con reverencia- decidiera
despedirme, si es que tenía poderes para tal porque en estos tiempos
que corren retiran los poderes a las buenas personas y dan subsidios
a gente como aquella.
Los otros policías,
que parecían tener una inteligencia formada en una película
policíaca americana, lo aclamaron: yo no tenía nada que ver con
aquel robo. La razón de aquella convicción, creo yo, fue
simplemente que habían entendido que los mesquitosos deseaban que yo
fuese el acusado, lo que, naturalmente, me exculpaba. Agradecí a
Hollywood su papel en la formación policial del mundo occidental. Mi
deseo era que el acusado fuese Paco: Germana quedaría libre, yo
huiría con ella, tenía casi la autorización de su padre para
hacerlo, si entendí bien aquella conversación, con guiño de ojo
incluido, de mi amigo, al final la cosa no era tan complicada, y todo
me parecía también más fácil gracias al madroño de Arlindo.
Finalmente, se decidieron por Sezinando, recién puesto en libertad
condicional: ése sería el ladrón natural. Pero en ese momento, dos
primos del ex-presidiario se presentaron y se acusaron para evitar un
mal mayor para Sezinando (el cobarde de Paco se quedó quieto) que
todavía tenía obligaciones para con la justicia a causa de aquel
problema antiguo.
Y los primos de
Sezinando fueron llevados ante el Sr. Juez, terminando así la
fiesta: vino ya no había (o lo había escondido algún mesquitoso
más inteligente), y el resto de las sardinas fue requisado. Y cuando
se fueron los policías, aproveché la situación, me despedí de
Arlindo, saludé al viejo Sidónio de lejos, no fuera a ser que
volviera a retomar sus dichos rimados,
y sonreí a Germana, que se había acercado a las mujeres para
protestar por la brutalidad policial. A Paco ni lo vi, ni lo quise
ver.
Caminé feliz hacia
casa, con la certeza de mi futuro éxito: Germana no se me escaparía.
Y no, no era encaprichamiento como los me habían convencido en el
Salão do Xá, era algo mayor, mucho mayor, del tamaño del mundo. Y
correspondido. Me apetecía saltar y gritar de alegría aquella
cálida noche.
Tenía unas ganas
enormes de ir al Salão do Xá, a Montegordo, salir, beber unas
copas, conmemorar una victoria que se acercaba. Sin
embargo me faltaba dinero tras
aquella inversión en las garrafas de vino. La previsión de un
futuro en el que podría salir con Germana aconsejaba prudencia
financiera y decidí irme a casa, escucharía música, bebería un
par de cervezas que aún tenía en la nevera y me entregaría a una
práctica sexual solitaria y permanente.
Sin embargo, cuando
abrí la puerta, me topé con un Boris particularmente agitado. No
paraba de leer una carta que había recibido aquel mismo día y que
lo había dejado perplejo. Las cosas no parecían ir bien ni en su
Bosnia ni en su familia. En aquella carta la madre le informaba de
que el padre había abandonado la casa para alistarse en una milicia
armada.
Que el padre se
quejaba de ser de los pocos croatas en aquella tierra y que nadie
nunca lo había entendido: pero que había llegado el momento de
luchar por su patria, le dijo, y añadió teatralmente (la expresión
sería de la madre de Boris) que hay momentos en la historia en los
que los hombres tienen que luchar por su pueblo. Ella se había
quedado: insistía en no creer en esas cosas de pueblos diferentes.
También subrayó que le había dicho a su marido, después de tomar
la decisión militar, que le prohibía regresar a esa casa, que
siempre sería casa de serbios – ese otro pueblo que él ahora
tanto odiaba (el padre, cuando se casó, vino de una región vecina a
vivir a casa de los suegros). Reconocía que él había sido siempre
un extranjero allí, nunca se había adaptado claramente, preservaba
un espíritu de superioridad y desdén hacía los vecinos y afirmaba
que se sentía aliviada con la partida del marido. Hacía mucho que
las cosas no iban bien entre ellos, como el hijo ya había notado, y
ahora, con toda aquella confusión nacionalista, la gota había
colmado el vaso y el padre había aprovechado la situación para
seguir su vida, había hecho muy bien, buenas noches y un queso (la
expresión era mía claramente) así sería mejor para todos.
Boris se preguntaba
si no debería volver a su tierra. La casa se había quedado sin
hombre, la madre se acercaba a los cincuenta y vivía allí, sola con
una hermana y una hija adolescente. Tres mujeres en aquel ambiente de
guerra podía ser un blanco fácil . Es verdad que por ahí andaban
las fuerzas de las Naciones Unidas, en este caso holandesas, lo que
ayudaría a disuadir algunos excesos, y que la madre siempre se
llevaba bien con toda la gente (allí empezaba Boris a alardear de su
madre, yo desconfiaba porque siempre no podía tener razón), pero en
aquella tierra los musulmanes eran mayoría y con el creciente
nacionalismo nunca se sabía.
Esto a pesar –repetía
Boris– de que la mayoría de las amigas de su madre eran
precisamente musulmanas. Había hecho tanto por ellas que, en
realidad, ellas ahora no le iban a hacer nada malo. Pero nunca se
podía fiar uno.
No supe qué decir
cuando me preguntó mi opinión: ¿debía partir para defender a su
familia? Es que, al fin y al cabo, el país estaba en guerra y la
madre, la tía y la hermana estaban allí solas. Como él insistía
en la pregunta, le dije que pensaba que no debía ir. Intenté darle
una visión optimista de la situación: la madre era una señora
conocida y querida, y el hecho de haberse separado del marido,
resultaba, según lo que ella le decía y él confirmaba, una
cuestión que ya venía de lejos. Hasta podía ser que el padre ni
siquiera hubiera ido a la milicia, que todo fuese una excusa para
cambiar a otra relación debido a los problemas conyugales. Todo se
resolvería de la mejor forma, estaba seguro, pero además de eso, y
según lo que él me decía, su madre siempre se había llevado bien
con todo el vecindario. Es lo que se acostumbra a hacer en estas
situaciones: animar al receloso y convencernos, a él y a nosotros,
de que todo va a ir bien. Creo que esto era lo que Boris quería oír
y decidió esperar más noticias para saber si tendría que partir
de vuelta a Bosnia. El viaje también iba a ser caro y él estaba sin
blanca: había enviado esa misma semana una remesa de dinero al
padre.
Quizás por toda la
franqueza que tuve, aquella conversación con Boris animó nuestra
relación y quebró el resentimiento anterior. Durante los días
siguientes nos unimos más de lo habitual. Llevé a Boris al Salão
do Xá. No parecía el mismo. Aquel punto de arrogancia que lo
caracterizaba había desaparecido. Se volvió un tipo afable y con
aptitudes sociales. A todos les cayó bien en el Salão do Xá:
charlaba, hacía bromas y contaba chistes que nadie conocía. Bebía
unos cocktails diferentes que le enseñó a hacer a Norberto y que
los otros clientes también probaron con éxito. Comenzó a ser
frecuente pedirse un “Boris Bosnio”, una mistela que llevaba Raki
turco, de una botella que Norberto tenía olvidada en la estantería
y que después tuvo que
comprar en Ayamonte. Pero su mayor éxito era realmente con los más
jóvenes: Boris era de aquellas personas que tiene una gracia natural
para hacer bromas con los niños y se sienten inmensamente felices
con eso. Los hijos de los que frecuentaban el Salão do Xá lo
buscaban, estaban siempre alrededor de él, pasmados con sus trucos,
lo que daba un merecido descanso a los padres que acababan por
quedarse más tiempo en el Salão do Xá sin la impertinencia de los
niños. Cidália, compañera de Norberto, incluso se ofreció a
intentar encontrarle un trabajo en algún parvulario o centro
infantil, o incluso hasta como baby-sitter, ¿por qué tenían que
hacer siempre las mujeres aquel trabajo si allí teníamos un hombre
con tanta maña? Estaba claro que todos sabíamos que por ser hombre
e inmigrante no sería fácil encontrar un empleo en esas áreas.
Pasados unos días de
haberlo llevado allí por primera vez, Boris ya iba con más
frecuencia al Salão do Xá que yo mismo. Yo pasaba más tiempo en
casa con la esperanza de que Germana me visitara. En vano. ¡Cuántas
veces me confundí! ¡Cuántas falsas expectativas frustradas: cada
vez que llamaban a la puerta me preparaba, ¿sería ella? Y después
–que desilusión!– era sólo un amigo o Gabriela. Temía hacer el
amor con Gabriela,
no fuera a costarme una visita inesperada de Germana. ¿Y si Germana
aparecía por allí cuando yo estuviera con Gabriela? De hecho, a
veces, me excusaba con cualquier tarea para que Gabriela no entrase,
otras la echaba lo más rápido que podía. Creo que ella lo entendió
y sufrió con eso.
Sin embargo, de
Germana no había ninguna señal. Ni me tocaba a la puerta ni
conseguía localizarla en los bares y tabernas más populares donde
pasaba escudriñando con la esperanza de verla. Las noticias que
tenía de ella tampoco eran las mejores. Y es que aunque Germana era
buena alumna, no era extraordinaria. Digamos que era lista, escribía
razonablemente, es cierto, pero nunca sería brillante. Y para
alumnos así, una beca que les permitiera estudiar fuera, sería
imposible. Seguramente, ella también lo sabía y era sólo su padre,
arrebatado por aquella excepción familiar en lo que a la
inteligencia y amor al estudio se refiere, quien soñaba con tal.
Incluso así, tenía la esperanza de que ella apareciera no para
saber noticias de la beca, sino por mí, para estar conmigo. O
entonces, me imaginaba y temía ese pensamiento, quizá Paco hubiera
descubierto aquel proyecto de trama y la había encerrado en casa.
Y llegó la célebre
noche del 14 de julio. Hasta me acuerdo de lo que cené con Boris:
una mayonesa con atún. Le pregunté por noticias de Bosnia. Hacía
un tiempo que no sabía nada. Era cierto que la televisión y los
periódicos iban hablando de algún recrudecimiento del conflicto
(esa era la expresión – recrudecimiento – que tanto les gustaba
a los periodistas, palabra difícil de pronunciar para el pobre
pueblo y que les daba un estatuto de especialista), pero Boris había
aprendido que aquello que las noticias decían no siempre concordaba
con la realidad. Y se mostraba optimista. Recuerdo que aquella noche
habló de la posibilidad de traerse a Portugal a su madre, la tía y
la hermana. La madre y la tía, me decía, eran excelentes cocineras;
no había nada mejor para ellas que una buena tarde cocinando
para mucha gente. Allí en su tierra hacían muchas veces la comida
para bodas u otras fiestas (por desgracia,
él, Boris, había heredado el gen culinario del padre). Podrían
abrir un restaurante allí mismo, en Vila Real de Santo António. Ya
había ido a mirar precios y locales y la cosa podría incluso ser
posible en un plazo de unos dos años ahorrando dinero. Hasta
entonces, ellas vendrían a Portugal, ya que tendrían que habituarse
a la lengua, y acabarían por encontrar empleo. Después, con la
diferencia del valor del dinero de Portugal a Bosnia podrían hacer
obras de mejora en su casa de campo (¿por casualidad sabía yo
cuánto costaba construir una casa en Bosnia? Una niñería: sólo un
año de salario portugués). Acabarían por regresar, que su tierra
era bonita, cerca de montañas y termas. No muy lejos corre un bello
río, el Drina, donde Boris y su padre solían
ir pescar los domingos. En fin, le daba para la descripción idílica
y para la nostalgia (quizá por su presencia en Portugal, Boris se
iba volviendo portugués en los sentimientos). Cogimos los dos un
taxi para Montegordo, pues era sábado por la noche y fuimos hasta un
bar llamado “Matos”. Recuerdo que para agradable, bebí un
pastís, bebida emparentada con el raki. Estábamos hablando de esto
y de aquello cuando alguien me tapó los ojos con las manos. Me
sobresalté: sentí una mano pequeña y cálida, ligeramente sudada y
que olía a playa y a tabaco; no me equivoqué al adivinar:
¡Germana!
Sonreía como nunca
la había visto sonreír; se podría decir que sonreía libremente.
Busqué a Paco, pero no se encontraba cerca. Dos amigas de la
escuela, acompañaban a Germana, pues había habido una cena de la
clase nocturna y ahora ella aparecían para beber una copa en el
Matos: ¿se podían sentar? Creo que me atraganté: ¡claro que
podían! Las amigas de Germana estaban especialmente habladoras,
quizás estimuladas por el alcohol de la cena. Boris muy contento: no
era habitual recibir atenciones femeninas. Y yo; yo miraba a Germana
que me sonreía con su mirada triste que también me sonreía. Por
debajo de la mesa me dio la mano. ¿Acaso podía sentirme más feliz
que
en aquel momento? Estuvimos allí hablando durante un tiempo, ellas
contando anécdotas, nosotros riendo. Cuando salimos me quedé atrás
con Germana. Ella entonces se apoyó en mí. Nos perdimos del resto y
en una calle recóndita nos besamos precipitadamente. Me latía el
corazón. “¿No quieres que nos vean, tonto mío?”. No me gustó
que me hubiera llamado tonto, no entendía el cariño que me
profesaba. “¡Vamos, vamos!” Y me fue llevando hacia la playa,
desierta por la noche. A lo lejos se escuchaban algunos gritos que
sobresalían del bullicio de Montegordo. Más cerca, el mar manso se
desmayaba en la arena.
Me corrió un
escalofrío, y un miedo de no merecerla se apoderó de mí. “Ten
calma, tontito mío, ten calma”. ¿Como podía ser capaz de decir
una criatura tan silenciosa unas palabras tan apropiadas? ¿Y qué
término era aquel, de tonto y tontito?, me costaba entender que
formara parte del vocabulario mesquitoso. Me dejó confuso: ¿sería
esa la Germana que siempre había deseado? Ahora que miro hacía
atrás, sé que en aquella noche cálida de julio me preocupé
demasiado por
la formalidad del amor; no me entregué como queríamos. Pero no dejó
de ser una bella noche de julio, una noche de amor en la playa, como
en las fantasías más triviales de los romances baratos sobre el
amor. Aun así, fue una bella e inolvidable noche.
Cuando el cielo
ganaba un tono azul claro ella se despidió de mí: yo debía irme
ya. No nos podían encontrar juntos jamás: era imperioso que así
fuera. La mirada triste se metamorfoseó en una mirada picarona de la
infractora. Se había divertido, sonreía como si hubiera acabado de
practicar una encantadora travesura. Yo iba a coger un taxi, ¿sabía
ella como volver a casa, quería venir conmigo?, invité como un
caballero. Pero ella dijo que no, le sería fácil conseguir un
transporte; la discoteca estaba cerrando, habría amigos de la cena
de vuelta a casa. Aún le quise dejar dinero para el taxi. “No me
hagas sentir puta”, advirtió con una sonrisa de superioridad.
Y en sus últimas
palabras aun me trató con cariño y pronunció un sorprendente
enunciado filosófico: “lo ves querido, ve a disfrutar
de la libertad de tu vida!”.
Me costó encontrar
un taxi y cuando llegué a Vila Real ya había nacido el sol por
completo. Había una gran agitación en el “Retiro del Cazador”.
Vi a Boris, bañado en lágrimas, dando gritos. Supe entonces lo que
ocurría.
Una llamada insistente la noche anterior, mientras bebíamos nuestro
pastís en Montegordo. Y ya de madrugada, cuando el café reabrió,
consiguió llegar la noticia, ya que aquel era el teléfono que
usábamos en nuestra casa. Noticia confusa, pero cierta: las tres
mujeres –Madre. Hermana. Tía. – las tres asesinadas en su casa,
en Srebrenica, así se llamaba el lugar donde vivían. Las
circunstancias nunca fueron esclarecidas por
completo,
pero se sabe que murieron en manos de milicias serbias, de la misma
genética que la de las mujeres, por lo menos de las dos más viejas.
Al parecer, las habían matado por error, las confundieron con
musulmanas. O quizás porque albergaban refugiados musulmanes: siete
personas más, además de esas bosnias, fueron encontradas muertas en
aquella casa.
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La
masacre de Srebrenica, donde cerca de 8000 bosnios tuvieron que
pagar con su vida su origen étnico/ religioso es el episodio más
negro de la guerra de Bosnia y el mayor genocidio verificado en
Europa desde la 2ª Guerra Mundial.
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