Carlos Muñiz
Romero, narraluz de pro y acaso uno de nuestros mejores cuentistas
acaba de fallecer. Ochenta y ocho años de vellón diseminados por
Rosal de la Fra., donde nació, Galaroza, de donde era originario, Jabugo, donde había echado
la infancia, Fuenteheridos donde jugó al fútbol, Sevilla donde
tantísimas cosas vivió, Málaga, que lo acogió en la muerte,
Granada, Almería, Las Palmas, Perú... El primer libro libro que compré
en mi vida fue El llanto de los buitres, una novela excepcional que
encontré de saldo en el Corte-Inglés del Duque, ustedes ya me
entienden. La compré por la sencilla razón de que su autor era,
según decía la capa, de Jabugo, y yo, que en esos días de 1975,
experimentaba por primera vez el exilio, me agarré a aquella extraña
novela como el náufrago a un trozo de madera. Por supuesto que no
entendí nada y pasaba por sus páginas como un Tuareg por la Quinta
Avenida. Tal combinación de escrituras, tal profusión de voces y de
tempos amenazaba con volverme majara. Lo dejé tras uno de aquellos
monólogos imposibles. Un poco más tarde, acometido ya de la
enfermedad de Rayuela, que en mí produjo un duro acné
literario, regresé al Llanto y descubrí en él un libro
fascinante, caleidoscópico, de una lectura ágil e intensa. Por
Ángel, el cura de mi pueblo, supe que Carlos Muñiz era un tipo
real, que andaba por los jesuitas de Sevilla y que había sido medio
capitán general de los Narraluces (él puso nombre al movimiento),
aquel experimento literario de mediados de los setenta que duró unos
cuatro o cinco años pero que dio luz a autores tan dispersos y lustrosos
como José María Requena, Alfonso Grosso, Aquilino Duque, Vaz de
Soto, Pérez Estrada, Manuel Ferrand, José Luis de Lanzagorta,
Asenjo Sedano, Quiñones,
Caballero Bonald... y a otros autores aún más meritorios y desconocidos que por
extrañas circunstancias quedaron preteridos en el canon de la novela
española del siglo XX, aún cuando entre sus títulos se encuentran
obras como El cuajarón, La zanja, Los cónsules del
más allá, La canción del Pirata, Ágata, ojo de
gato, Con la noche a cuestas o Relatos vandaluces,
por no ser exhaustivo. Carlos, a quien conocí en la Maestranza de
Sevilla en los primeros ochenta, con Ángel y su hermana María José (cuya tesis doctoral
versa precisamente sobre la literatura de Muñiz) en una
representación de Carmen de Bizet, era un
tipo cordial al que le gustaba contar anécdotas y charadas de curas
y deanes, pero nada había en él que delatase su adscripción a la cosa
jesuítica. Siempre pensé que con Carlos Muñiz de jesuita, el sagrado oficio
de la barbería había perdido al mejor de sus acólitos. Cuánto lustre no hubiera dado un Carlos Muñiz Romero dado a un oficio que pierde alma y colorido un día tras otro. Leí
entonces sus Relatos vandaluces con absoluta delectación y me
gustó tanto el relato de La blanca doble, que el
propio Carlos me tenía que recordar que tenía otros relatos
comparables o superiores a ése, aunque sigo pensando que es uno de
los mejores que he leído jamás, junto a El girasol
rebelde, de la misma y
hoy inencontrable colección de relatos. Luego publicó otros
libros, como El sacamuelas en el dolmen, Abderramán aupado a
un dromedario, o El contrabandista de Jabugo, que tuve el
honor de publicar, todos adscritos a ese cierto realismo mágico
andaluz que está tan a flor de piel y que él había escuchado según
referencia propia, de su abuela, un poco parienta de José Nogales,
que de casta le viene al galgo. Pocos autores he leído con el oído
y la penetración psicológica en el imaginario andaluz de Carlos que a falta de mejor definición, definiremos como el Cunquiero onubense, porque entre puta y puta, san pedro es calvo, como diría Muñiz.
Aparte de sus cuentos, es autor de dos novelas, Los
caballeros del hacha, premio Ángel Ganivet, ambientada en
Perú, y El llanto de los
buitres, ambientada en Las Palmas, dos obras redondas,
imbricadas -sobre todo la última -en las corrientes narrativas de
los 70. Había una mítica tercera novela, El
Gurumelo, comenzada también por los años 70, pero, muerto su
artífice, quedará para esos laboriosos anales de novelas inacabadas que
jamás vieron ni verán la luz. Su obra se completa con media docena
de libros de relatos, género en el que debe ser considerado como uno
de los grandes. De él escribí cierta vez: “Conocedor
exhaustivo de Andalucía, ha conseguido transmitir en sus cuentos y
en sus novelas el pálpito, la atmósfera vital de esta tierra.
Cultivador de un estilo rico y de muy singular viveza, minucioso y
siempre lleno de tensión narrativa, que combina con rara habilidad el
humor con la tragedia, la obra de este singularísimo escritor de
cuño y retranca cervantina, entronca, como le he escuchado alguna
vez a él mismo, con el ingente caudal de la literatura oral, un caudal que él
conoce y cultiva como nadie”. Se trata, pues, de un escritor pegado a la
tierra, con un sentido del humor muy sutil que entronca, junto a
cierto sentido de la dignidad, con los mundos cervantinos y
chejovianos, por donde tan bien transita el alma humana. En fin, uno
de mis maestros, uno de esos autores a los que siempre he leído con
interés y al que regreso con frecuencia. Carlos entregó ayer la
cuchara en Málaga, donde había pasado los últimos años. Allí
descansará junto a sus gratos Rafael Pérez Estrada, Alfonso Canales y Ángel
Caffarena. Que descanse en paz.
IN MEMORIAM CARLOS MUÑIZ ROMERO
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