Acabo de llegar de Hueva y alrededores. Es de noche. Estoy rendido. Hace tres días que no dejo una nota en este blog. Se van acumulando las cosas, la vida. Hoy me apetece hablaros de El Conquero, el cabezo que domina Huelva y sus esteros. Desde allí arriba, al atardecer, se tiene una de las más hermosas vistas que puedan soñarse. Abajo, tendidas sobre el lecho de fango, quedan las marismas apenas recortadas por el conglomerado de la ciudad que aporta sus luces amarillas y tibias. Mientras la ciudad duerme abajo, puedes tumbarte a ver pasar la tarde. Será inolvidable, no lo dudes. Toma por uno de esos caminos torpemente cementados. Tiéndete a respirar el aire marino, a contemplar los tajos plateados de las marimas; entrevé entre las chumberas la luna tibia de octubre. Hermoso te parecerá el mundo. Lejos quedará el pasado, tan lejos lo porvenir... Disfruta. Yo también te hubiera dado el mundo como en el poema de Cernuda que hoy traigo a esta página. En él, el gran poeta describe el climax de este cerro que tal vez en su día conociera los secretos de Tartesos.
UN MUCHACHO ANDALUZ
de Luis Cernuda
Te hubiera dado el mundo,
muchacho que surgiste
al caer de la luz por tu Conquero,
tras la colina ocre,
entre pinos antiguos de perenne alegría.
Eras emanación del mar cercano?
Eras el mar aún más
que las aguas henchidas con su aliento,
encauzadas en río sobre tu tierra abierta,
bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban de
rotos resplandores.
Eras el mar aún más
tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
eras forma primera,
eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.
Y tus labios, de bisel tan terso,
eran la vida misma,
como una ardiente flor
nutrida con la savia
de aquella piel oscura
que infiltraba nocturno escalofrío.
Si el amor fuera un ala.
La incierta hora con nubes desgarradas,
el río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
la rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
te enviaban a mí, a mi afán ya caído,
como verdad tangible.
Expresión amorosa de aquel mismo paraje,
entre los ateridos fantasmas que habitaban nuestro
mundo,
eras tú una verdad,
sola verdad que busco,
mas que verdad de amor, verdad de vida;
y olvidando que sombra y pena acechan de continuo
esa cúspide virgen de la luz y la dicha,
quise por un momento fijar tu curso ineluctable.
Creí en ti, muchachillo.
Cuando el amor evidente,
con el irrefutable sol del mediodía,
suspendía mi cuerpo
en esa abdicación del hombre ante su dios,
un resto de memoria
levantaba tu imagen como recuerdo único.
Y entonces,
con sus luces el violento Atlántico,
tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,
estaban en mí mismo dichos en tu figura,
divina ya para mi afán con ellos,
porque nunca he querido dioses crucificados,
tristes dioses que insultan
esa tierra ardorosa que te hizo y te hace.
UN MUCHACHO ANDALUZ
de Luis Cernuda
Te hubiera dado el mundo,
muchacho que surgiste
al caer de la luz por tu Conquero,
tras la colina ocre,
entre pinos antiguos de perenne alegría.
Eras emanación del mar cercano?
Eras el mar aún más
que las aguas henchidas con su aliento,
encauzadas en río sobre tu tierra abierta,
bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban de
rotos resplandores.
Eras el mar aún más
tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
eras forma primera,
eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.
Y tus labios, de bisel tan terso,
eran la vida misma,
como una ardiente flor
nutrida con la savia
de aquella piel oscura
que infiltraba nocturno escalofrío.
Si el amor fuera un ala.
La incierta hora con nubes desgarradas,
el río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
la rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
te enviaban a mí, a mi afán ya caído,
como verdad tangible.
Expresión amorosa de aquel mismo paraje,
entre los ateridos fantasmas que habitaban nuestro
mundo,
eras tú una verdad,
sola verdad que busco,
mas que verdad de amor, verdad de vida;
y olvidando que sombra y pena acechan de continuo
esa cúspide virgen de la luz y la dicha,
quise por un momento fijar tu curso ineluctable.
Creí en ti, muchachillo.
Cuando el amor evidente,
con el irrefutable sol del mediodía,
suspendía mi cuerpo
en esa abdicación del hombre ante su dios,
un resto de memoria
levantaba tu imagen como recuerdo único.
Y entonces,
con sus luces el violento Atlántico,
tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,
estaban en mí mismo dichos en tu figura,
divina ya para mi afán con ellos,
porque nunca he querido dioses crucificados,
tristes dioses que insultan
esa tierra ardorosa que te hizo y te hace.
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