PADRE

Cae la tarde. Con el cambio horario -esta ficción consentida- la tarde parece marcharse antes. Bueno, los termómetros se han puesto rígidos, y ahí sólo se escucha el griterío de los niños. Todavía quedan niños en las calles. Todavía sus gritos limpios iluminan las calles. Hoy veo atardecer -qué distinto el atardecer desde el Conquero- desde este lugar tranquilo, donde todo parece extraordinariamente quieto. Sigue el otoño caliente en España, un país actualmente a la deriva. Sólo ha hecho falta una gripe para que el cuerpo estalle en mil pedazos. Bueno. Es lo que hay. Hoy me siento disperso, como si todo resbalase a mi alrededor y no fuera capaz de agarrarme a nada. Tal vez en esto influya el estado de mi padre, que se ha venido abajo en unos días. La vida de un auténtico trabajador del campo, que araba sus tierras y que cavaba interminablemente con su azada, escarranchado sobre la tierra,  cantando o bromeando sobre cualquier cosa, mientras yo detrás, trataba inútil trabajosamente de seguir su ritmo. Aquel castillo, aquella fortaleza, aquel coro de pájaros, hoy declina. Así es el mundo. Nadie ha amado tanto el campo como él lo ha amado. Ha sido un hombre feliz porque ha hecho lo que más le ha gustado. Esa fue su gran lección. Caminar junto a él era asistir a una clase magistral. Lo observaba todo, todo le afectaba. ¿Viste aquella rama, sí, esa del castaño comisario, junto a la cerca?, pues bien, te habrás fijado que tiene las hojas más chicas y amarillean en la punta y eso no me gusta. Miraba la tierra como si leyera en un libro. Las ramas eran hexámetros que él recordaba con una precisión borgiana. Conocía cada uno de sus árboles, como un profesor conce a sus alumnos. Era capaz de describirte cada una de sus ramas una vez en casa. En 1960 compró un campo de inmensos castaños aquejados de la enfermedad de la tinta y durante años los fue arrancando. Para ello hubo de hacer hoyas del tamaño de una casa. Doscientas, trescientas hoyas. Después, una vez derribados los castaños, racheaba su madera y la convertía en leña. Baste decir que las rachas de esos castaños han calentado nuestra casa y las de mis abuelos durante casi cuarenta años. Y siempre vivió en los bordes de la miseria y jamás se quejó y estaba alegre siempre y ante todo anteponía su dignidad y su palabra. Jamás firmó un contrato y siempre cumplió, pesase a quien pesase. Apenas salía el sol, allá que marchaba de grado y sin pereza a sus campos. A veces, en las temporadas de sol, llegaba a dormir en el campo, sobre el aparejo de las mulas, para que el sol le pillara ya allí. Sabía segar, trillar, limpiar el grano, plantar y sachar las sementeras, injertar, hacer cercas, podar, talar, regar en todas sus diferentes formas, hacer canteros, lomos, surcos, arar, desbrozar (rozar)... y se pasaba todo el año en una continua estacionalidad. En enero cogía las aceitunas, en febrero, cuando el rigor del invierno cedía un poco, araba y sembraba el grano, mataba los guarros, luego estercolaba los castaños y quemaba las taramas, después injertaba, araba los castaños y las huertas, reparaba las cercas; en primavera plantaba las papas, limpiaba las lievas, y preparaba la tierra para las siembras de verano, en junio segaba el heno de sus mulas, sembraba las hortalizas, comenzaba a regar, sachaba las papas, el verano era el imperio de la siega, la trilla, el cuidado de las hortalizas y los riegos, se sacaban las papas, se cogían habichuelas, tomates, pimientos, pepinos, calabazas... En septiembre se recogían las hortalizas y enseguida comenzaba con los peros. Luego podaba los pereros y esperaba a las castañas que lo mantenían ocupado hasta diciembre (en eso, como en las papas, los peros y las aceitunas lo ayudaba siempre mi madre), cuando talaba los castaños y se ocupaba de la leña. Si le quedaba algún día libre lo echaba en trabajos no estacionales. Todos los años era lo mismo. La vida se renovaba en cada acción y él vivía inmerso en ese mundo circular impuesto por la naturaleza. Volvía al atardecer, silbando y riendo, acompañado por sus mulas y sus cabras, como si acabara de tocarle la lotería. Era un rey. No reconozco más rey que a mi padre. Amaba a sus animales como si fueran campañeros de trabajo. Nunca les pegaba y jamás consintió que en su presencia le pegasen a ningún animal. Así era él. Así es él. Le gustaba leer a Confucio, pero leyó de todo, desde Dostoyevski hasta Cortázar o García Márquez, únicas influencias de mi hermana Ana y mías. Pero ese no era su mundo (Confucio, sí). Idolatraba a Castro porque "hacía" por los agricultores y él no sentía más hermandad que la de los hombres del campo, ya fueran españoles, cubanos o tailandeses. El río de la vida se lo lleva. Se irá como las hojas de sus campos. Como se fueron las estaciones. Se marchará para pertenecer por siempre a esa tierra por la que tanto luchó, a la que tanto alumbró con su sudor, y a la que tanto dignificó con su trabajo y con su risa. Y no, no soy español ni andaluz ni ruso blanco, sino que sólo soy hijo de una vieja estirpe de campesinos: sólo soy de la tierra, y que los otros les pongan nombres y aduanas, es cosa suya. Mis padres sólo me dieron el amor a la tierra, a toda la tierra que sea capaz de pisar. Que honre a la tierra que pise, como han hecho ellos. Las banderitas, claro, son un fútil adorno, pura entelequia para seres aburridos de aquí y de acuyá.






0 comentarios: