José Viera, Al otro lado de la laguna Estigia. |
En las últimas entregas del blog he citado aquí a dos cuentistas bastante ocultos, el ilicitano Jesús Zomeño y sus sorprendentes cuentos de guerra (lean Piedras negras) y al pacense Carlos Lencero, que editó pequeños e inencontrables libritos de relatos en la Editora Regional Extremeña, en la Centena, dirigida por Antonio Gómez y en la Luna, dirigida por Marino González, un entusiasta de Carlos. Puesto tan alto el listón, quiero presentaros hoy a un cuentista mayúsculo, un tipo capaz de conseguir las mejores y más audaces atmósferas, un maestro de la elipsis, ofreciéndonos historias envolventes, donde realidad y ficción dialogan. Hablo de Carlos Castán (Barcelona, 1960), profesor de filosofía por tierras aragonesas, autor reconocido de cuentos. Entre sus libros de relatos destacamos, Frío de vivir, Museo de la soledad, Solo de lo perdido o La mala luz. Su obra, muy reconocida y antologada, se ha traducido a distintos idiomas.
Un día resbaladizo, uno de sus mejores cuentos, resume muy bien su poética. Pertenece al libro Frío de vivir (Siruela, 2004).
UN DÍA RESBALADIZO
Carlos Castán
Yo sabía que aquella faldita de cuadros con los leotardos debajo iba a alterar a María porque a mí mismo, a distancia, ya me había dado un vuelco el corazón. Pude, aun con todo, reaccionar a tiempo y disimuladamente le hice cambiar de acera con un pretexto vago pero urgente que ahora no recuerdo.
No quería que viera a aquella niña que,
entre las piernas de una pareja de adultos, se afanaba de puntillas por
alcanzar a ver un escaparate iluminado vestida con una ropa tan parecida
a la de nuestra hija. No quería que la viera porque esa silueta en el
contraluz de la vidriera tenía además su tamaño y sus coletas. Sabía que
no podría soportarlo porque yo no podía soportarlo, aunque de hecho no
hacía otra cosa más que eso, soportarlo, de la misma manera que quedé
cristalizado y sin embargo andaba y gesticulaba, que juraría haber
llorado y mis ojos permanecieron secos, que quedé sin habla y no paraba
de hablar intentando llamar la atención de mi mujer en dirección
opuesta, señalándole sombras de la noche, objetos lejanos, cómo entre la
llovizna de octubre las farolas dejaban caer sobre las cosas un débil
vapor amarillento. A veces, simplemente no mirar se hace más duro que un
penoso esfuerzo físico, no mirar a aquella niña que apoyaba sus manitas
en el cristal, volver la vista, renunciar a toda esa dolida ternura y
fingir interés por cosas que en realidad resbalan, colocadas en medio de
la tarde para resbalar en la mirada. La tarde húmeda de otoño repleta
de objetos resbalosos, hecha de calles mojadas resbaladizas y gotas de
agua en torno a la luz y en los escaparates deslizándose.
De repente el estrépito y los gritos de
los transeúntes nos hicieron volver sobre nuestros pasos. La niña, al
tiempo que gritaba “mamá”, había pretendido cruzar la calle en diagonal
hacia donde estábamos, se había escurrido en el asfalto y al camión de
las gaseosas no le dio tiempo a detenerse. Frenó pero patinó, dijeron.
En seguida la gente se arremolinó en la calzada, dejaban sobre los
charcos las bolsas con sus compras, se deshacían despreocupadamente de
sus paraguas, no tiene importancia, el caso es ayudar, enterarse bien de
todo, señalar al culpable, correr al teléfono, ofrecer una tila, no
pudo usted hacer nada, ya lo vimos, se le echó encima, a mí casi me
ocurre la semana pasada. Al cielo preguntaban a berridos “¿de dónde ha
salido esta niña?, ¿de quién es la niña?”. Los presuntos padres de la
cría, los que estaban con ella junto al escaparate, pertenecían ahora al
grupo de los interrogadores. Caí en la cuenta de esto apenas un
instante antes de oír la voz de mi mujer imponerse claramente en el
agitado desorden: “¡Es mi hija! ¡Retírense, es mi hija!”.
Es ésta la estación de los patinazos.
Resbalan personas y cosas sobre la tierra, acaso también sucesos o días
enteros que caen en silencio como esas estrellas viejas que se desploman
en mitad de la noche o las hojas de los árboles que se desprenden
dejando por todas partes dorados montones de tristeza.
No pudo hacerse nada por ella. Como casi
siempre ocurre, también esta vez fue tarde. Compadecidos de nuestro
estado nos han facilitado el papeleo, las pastillas y todo lo demás, nos
hemos sentido arropados a pesar de no tener familia en este país tan
lejano del nuestro. La maestra de la pequeña nos ha dicho que la última
semana la niña anduvo lejana y despistada, le extrañó todos los días el
mismo vestido gris, y tan tristona, despeinada, dijo, quizá cansada. Nos
han llevado en volandas nuevamente al cementerio donde hemos creído
morir otra vez mientras nos despedíamos de la niña. Aunque mi mujer y yo
juraríamos haberla enterrado dos jueves atrás, haber pasado ya por ese
trago, haberlo soportado todo abrazados bajo el mismo paraguas, las
náuseas, el temblor de piernas, todo, todo igual que esta tarde.
Hace dos jueves. Todo igual. Hubiéramos
asegurado entonces que no era posible sufrir más. Que no era posible
volver a sentir alegría pero tampoco un dolor tan punzante como el de
ese momento. Ese otro jueves perdido en la lluvia de este mismo otoño
resbaladizo la dejamos en este mismo recinto, muy cerca de aquí, en una
tumbita pequeña que esta tarde, con tantos nervios y tanta agua y tan
poca fuerza en las piernas, no hemos sabido hallar.
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