Y TAMBIÉN LA NUESTRA
Julio Moya
Aún creo que lo
soñé, y aunque no sé si lo soñé, lo viví o lo quise vivir,
puedo decir que en sueño era mejor de lo que sería como vida.
También a ratos me digo a mí mismo que se me emperifolló en los
recuerdos, como una de esas películas españolas o argentinas sobre
las dictaduras, los desaparecidos y los muertos, una de esas con
fotografía azul y planos lejanos, y que por más que insisto, no me
engaño del todo, y no me dejo olvidar que no era así, que fue más
vivo, y sin filtros ni planos, porque ni con filtros ni planos se
vive o se sueña.
Lo contaré como me
acuerdo y no como fue, y lo primero que recuerdo es un crucifijo en
una pared, una mesa con un centro de ganchillo y una fotografía de
boda donde se retrataba la misma mujer que con casi veinte años más
lloraba delante mía. La pobre lloraba por la radio y por el golpe, y
no me quería ni hablar, y pese a que en los sueños las escaleras ni
se suben ni se bajan, la radio me las hizo bajar corriendo, y ya en
la calle corrí a una plaza y soñé un gentío, y entre el gentío
un muerto, y el muerto era mío, porque lo miré a la cara y le
reconocí los ojos.
La gente miraba por
las ventanas y yo no me atrevía a tocar al muerto, y fue entonces
cuando se empezó a cuchichear a voces bajas y lo dejamos allí en
medio con el miedo. Vinieron otros para llevárselo y mancharse con
su sangre, que apenas se veía en medio de sus vestidos de azul
oscuro. Se lo llevaron arrastrando hacia lo lejos mientras se hacían
más pequeños, y ya luego se hicieron nada. Yo miré hasta que me
llamaron, y me llamaron como a los perros, a los que azuzan
chasqueando los dedos. Me acerqué, y pese a que no se puede, soñé
que me reflejaba en la ventana larga del bar, y me vi pequeño frente
a los otros hombres. Me hablaba uno de los de azul desde la puerta, y
mientras fumaba y sin cara, me amenazó que me cuidase, porque para
otra vez, pudiera terminar siendo yo.
Corrí por otro
camino del que traje, porque así son los sueños de atareados. Corrí
y subí las escaleras a saltos, y arranque la radio de la corriente,
y ni así dejaba de llorar la desgraciada su dolor por el golpe. Fue
entonces cuando me tiré con ella y le acaricié el pelo y gemimos
juntos, y entre gemidos por fin le dije, “Perdóneme, madre”.
La noche se hizo
fuera y dentro, y con la radio puesta, soñé en dos minutos que se
nos pasaba la noche entera descubriendo desilusionados a los que
seguían aún vivos. Sonó la misa, en la radio y en la calle, y de
alguna de las dos, me llegó la voz de capilla de algún sacerdote
importante que celebraba los acontecimientos, rezaba por los héroes
y testimoniaba por la rectitud moral de cada uno de los siervos de la
Iglesia, ahora y siempre, de los muertos y los venideros, de aquella
prima de mi bisabuela que se hizo monja y de aquel muchacho, que en
los ojos de la madre que yo soñaba, se iba cubriendo de trapos de
seminarista.
Igual que no soñé
cómo llegué a tener madre, o porqué era ya joven ante el
crucifijo, tampoco soñé como llegué a ser cura, o porqué era
adulto ahora sobre el púlpito.
Allí subido dije
palabras de las que no sé nada, y se las dije a gente de las que aún
sé menos, porque los veía borrosos en sus reclinatorios. El sueño
se eternizó de golpe y me hizo leer mil veces la misma epístola, y
como en sueños no se puede leer, me dediqué las mil veces a mirar a
la misma chica rubia. La chica me veía mirarla y yo me escondía en
la sacristía, a donde ella vino a buscarme y me invitó a pasear mil
veces por la torre y la laguna. Entonces yo soñé que me gustaba su
comida, y mientras comía con ella, ella soñaba con el más allá de
la frontera, una frontera que yo soñaba que estaba cerca y que ella
conocía como algo tan solo físico.
Luego solo soñé
unos kilómetros más allá de la frontera, porque aunque en los
sueños se cruzan los muros, la frontera no pude pasarla. Soñé a
otros hombres de azul oscuro, y casi sueño que aquello ya era la
“otra vez” que me advirtieron. Recordé la plaza y el gentío, el
crucifijo, a la madre, aquella radio, mi sacristía, la torre y la
laguna. No me dio tiempo a soñar todo lo que recordaba y ya soñaba
un dolor que no me despertaba del sueño.
El
dolor me llevó a soñar un patio con muros gruesos que tampoco
llegué a cruzar, y yo ya sabía que me despertaba, y aunque he oído
que no se puede, soñé que escribía mi sueño. Escribiéndolo lo
soñé todo de nuevo, y supe que no sabía de la chica rubia, ni de
mi madre ni de mi propia sangre pegada a los uniformes de azul
oscuro. Escribiéndolo
supe que aunque lo que creía escribir se despertase conmigo y nunca
fuese a leerse, yo había soñado el sueño, yo había soñado el
golpe, y que antes de despertar, soñaba que podría recordarse el
sueño.
Ahora supongo que
fue solo un sueño, porque como he dicho, no sería una buena vida
una vida que no atraviesa un patio lleno de muros, una vida donde el
golpe también es mío porque no cruzo una frontera o una vida donde
el papel no llega a despertarse si acaso cuenta de verdad una vida.
Ahora supongo que cuento un sueño porque un sueño sí que se
cuenta, y de lo otro, de lo otro no estoy seguro.
2 comentarios:
La lectura del relato de Julio me deja con no poca angustia. Enhorabuena al padre, al hijo y al espíritu santo.
homem
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