La cuentista argentina Samantha Schweblin (Buenos Aires, 1978) saca estos días libro. Siete casas vacías (Ed. Páginas de espuma). Con él ganó la última convocatoria del premio de relatos Rivera del Duero, acaso el mejor pagado de la lengua. Su narrativa se acerca mucho al mundo de Cheever, pero el suyo es un realismo inquietante, que busca los ángulos muertos de la existencia. En ellos lo preponderante es la atmósfera: la sensación de peligro que emana de lo cotidiano. Vivimos en una especie de equilibro entre muchas cosas. Lo que pasa es que nos acostumbramos a vivir en esa tierra de nadie y ya todo nos parece de lo más normal. Creo que la literatura de Samantha subraya esos ángulos muertos, lo que en cierto sentido la acerca al maestro Poe, siguiendo escrupulosamente las rodadas de Chejov. Una autora a seguir.
PERDIENDO VELOCIDAD
Samanta Schweblin
Tego se hizo unos huevos revueltos, pero
cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era
incapaz de comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de
una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó
mirándome, como esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el
teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme
los dientes… Es un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a
cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el
cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero
escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego
aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los
aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la
pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los
tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo
único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna
tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una
caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante
que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba
un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese
momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía
el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia
todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a
entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se
consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía
disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se
levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo.
Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé
qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y
la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para
descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio
hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban fríos.
Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos
torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.
Una periodista de un diario local viene a
entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota,
en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje
rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda
encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial
que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir
hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo
de tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar
dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi
caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.
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