La décima entrega tiene que ver con Borges, Jorge Luis, y con un cuento gaucho: El Sur. Tal vez no sea su mejor cuento ni el más representativo de su arte, donde acaso sí debieran figurar El Aleph, La biblioteca de Babel, Tlön, Uqbar, Orbis tertius, Las ruinas circulares o El jardín de los senderos que se bifurcan. Borges, a mi modesto modo de entender, es un escritor algo sobrevalorado. Sus relatos, sus ensayos y sus poemas, con ser fantásticos -en el sentido lato de la expresión- no aportan demasiado al conflicto humano, aunque paradójicamente parezcan escritos con el buril de lo imborrable. Borges es, para entendernos, un escritor de escritores, o, dicho con una ironía típicamente suya, un escritor inglés injertado en la lengua de Nebrija, asiduo de las sagas irlandesas de las Mil y una noches y de Virgilio. Aun así, leerlo (sobre todo en los cuentos mencionados) es toda una experiencia que nos retrotrae a figuras como De Quiriko, Chagall, Tanguy, Magritte, Max Erns, Escher y todos esos pintores metafísico-surrealistas, para desembocar en Klee o Pollocks. Borges, como las Malvinas, es un archipiélago inglés en el corazón argentino y eso tanto para lo bueno como para lo malo, como he referido. Su ironía, su memoria, sus lecturas y su concepción precisa y ajustada del lenguaje, convierten la lectura de sus obras en toda una experiencia. Borges, como Kafka o Pessoa ofició de extranjero y como este último cultivó la misoginia y cierto elitismo platónico. Cultivó con igual fortuna el humor, el desplante, las conferencias magistrales o la boutade literaria (alguien que de los machados prefiere a Manuel, ay, podría estar juzgándose a sí mismo como crítico). Dice mucho de su carácter y de su escritura su excelente relación con las dictaduras y su gusto por la palabra “inconcebible”. Es completamente injusto que no le dieran el Nobel, si no exactamente por su obra literaria -con mucho mejor que la de la mayoría de los premiados-, porque acaso haya sido el mejor y más apasionado lector de todo el siglo XX, aunque no logró leer bien la historia más allá de Herodoto o de Suetonio, a quienes suele citar. El Sur, nos retrotrae al Martín Fierro, de Hernández, y a toda esa literatura gauchesca (el western argentino), que junto al tango tanto proliferó en el país austral a principios del XX. El sur es un relato prodigioso, al menos en su final, en el sentido de fátum.
El sur
Jorge Luis Borges
El hombre que desembarcó
en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de
la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann,
era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se
sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel
Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la
frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la
discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la
sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de
muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre
inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de
ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los
años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo
voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones,
Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur,
que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la
imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que
alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían
en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta
de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo,
en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero
de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el
destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann
había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y
Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la
oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la
cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la
mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de
un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le
habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada
estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue
atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una
Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo
visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy
bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le
maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días
pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó
con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle
Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann,
en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación
que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y
conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza,
lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la
ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le
clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en
una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que
siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado,
hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su
boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann
minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades
corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió
con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el
cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las
miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le
habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día,
el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto,
podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día
prometido llegó.
A la realidad le gustan
las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al
sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la
opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino
rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la
mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la
noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios.
Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo;
unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las
esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires.
En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur
empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello
no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un
mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la
nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la
puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la
estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la
casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por
la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato,
dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó
(ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras
alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el
tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la
eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo
andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno
casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer
tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a
la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha
había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas
fuerzas del mal.
A los lados del tren, la
ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de
jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es
que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que
ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos,
pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad
lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann
cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo
servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos
de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré
en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos
hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de
la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a
metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar,
esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio
jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio
largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas
eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer
árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo
conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento
nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en
sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable
de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y
no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el
que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas
lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del
vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra
elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto,
pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el
campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad
era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba
al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo
el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo
dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y
apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación
que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se
detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba
la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo.
Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera
conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce,
cuadras.
Dahlmann aceptó la
caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol,
pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes
de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer
durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave
felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez,
había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese
color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado
en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia.
Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó
reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su
parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el
caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a
aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el
almacén.
En una mesa comían y
bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al
principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se
acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos
años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las
generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y
reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann
registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo
chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles
discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos,
que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto
a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor
y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El
patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó
con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y
dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La
lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos
de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de
rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann,
de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario
de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una
bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa
parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar
la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez
los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero
que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara
arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya
estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz
alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó
de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras
conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie;
ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos.
Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les
preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara
achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo
injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre
malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo
siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El
patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En
ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo
gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur
que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies.
Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La
primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La
segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo,
sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un
puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una
noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para
adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas
cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann
no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el
umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y
una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la
aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar
su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con
firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la
llanura.
0 comentarios:
Publicar un comentario