La oncena entrega te va a sorprender porque me he dejado de nombres previsibles, yéndome por los cerros rumanos y por un autor completamente desconocido en España -y supongo que en el extranjero-. Un tipo, que ejerció la judicatura y fue el padre del dadaísmo, antecesor por tanto de Tzara y todas sus huestes, así como de la literatura del absurdo, influyendo sobre Ionesco. La editorial madrileña Crusoe publicó hace años un libro suyo titulado Páginas extrañas. Su nombre de pila era Demetru Demetrescu Buzâu, pero lo conocemos por Urmuz. En el Bucarest de vanguardia era considerado por los díscolos como un autor de cabecera, y cuando Tzara se presentó en el café Voltaire de Ginebra, llevaba bajo su axila algunos de sus poemas. Luego la historia de la literatura europea se lo tragó, y es por esta razón que estas palabras deben servir de homenaje a los pioneros desconocidos, hermanos de Urmuz, que merodean por el éter, mientras algunos vivillos les comen eternamente el hígado. Y ya que hemos llegado hasta aquí, hagamos una curiosa observación no exenta de capciosidad: tanto Tzara como Ionesco y Ciorán, los más celebrados escritores rumanos del XX, deben su celebridad a escribir en francés, por lo que no es arbitrario colegir que para estudiar literatura rumana del siglo XX el mayor requisito debe ser saber francés. Coherente para una cultura que inventó la literatura del absurdo. Pero volvamos a Urmuz,
el
más puro de los poetas
en las palabras de Voronca, nacido en la
localidad de Curtea en 1883 y muerto trágicamente cuarenta años más
tarde. Considerado unánimemente el precursor de la vanguardia
rumana y europea, fue, en palabras de Ionescu dadaísta
antes de Dadá y surrealista antes del surrealismo.
Ya antes de 1914 sus "Páginas
Extravagantes"
circulaban de forma manuscrita por la capital rumana, sirviendo
de caldo de cultivo a lo que más tarde será conocido como Dadaísmo,
del que, como se sabe, otros dos rumanos, Tristan Tzara y Marcel
Iancu, formaron su primera línea de fuego. No menos
importante es la influencia del magistrado bucarestino en
la obra de Brancusi, Brauner o Ionescu. Para Voronca, su
principal estudioso y valedor, Urmuz es el símbolo y la
víctima de la revuelta literaria y existencial
que se gestaba por esos días en la vieja Europa.El relato-poema escogido es La Fuchsiada, que nos retrotrae el mito de Orfeo, en su rescate a medias de Eurídice, su novia.
La traducción es mía.
(Traducción:
Manuel Moya)
Fuchs no
fue parido por su madre y en el momento de su nacimiento ni
siquiera fue visto, sólo oído, ya que Fuchs para venir al mundo
prefirió brotar de una de las orejas de la abuela, habida
cuenta de que su madre no poseía mucho oído musical.
Fuchs
pasó, como era razón, directamente al Conservatorio... En él
tomó la forma de acorde perfecto y, después de permanecer por
modestia artística tres años escondido bajo un piano de cola,
ignorado de todos, salió del escondite para concluir en pocos
minutos no sólo los estudios de armonía y contrapunto,
sino también los de piano. Acabados los estudios descendió a
tierra pero, contrariamente a lo que hubiera deseado,
constató con pesar que dos de los sonidos que lo componían,
alteradídimos con el transcurso del tiempo, habían
degenerado: uno, en un par de bigotes y gafas sobre las
orejas, y el otro en un sombrero. Estos detalles y la clave de sol
que le había quedado, dieron a Fuchs una forma precisa,
alegórica y definitiva.
Más
tarde, ya en la pubertad, despuntó en Fuchs -es, al menos, lo
que se dice- una especie de órgano genital, que no era otra cosa que
una exuberante y candorosa hoja de parra. Otro exorno, ya fuera hoja
o flor, no le habría consentido su naturaleza, púdica en grado
sumo.
Esta
tierna hoja, según es noticia, llegó a constituir todo su
refrigerio habitual. El artista la chupaba cada noche justo
antes de meterse en la cama; luego se encasquetaba
tranquilamente el sombreo y, tras cerrarse con dos precisas
llaves musicales, se dejaba adormilar suavemente
sobre el pentagrama, acunándose sobre alas de angélica
armonía, quedando así, inmerso en sus sueños
auditivos hasta el siguiente día, saliendo sólo del sombrero
-aunque sin dejar de respetar la pudicia- cuando la nueva
hoja había crecido convenientemente.
II
Sucedió
una vez que, habiendo llevado el sombreo a reparar, vióse obligado a
pasar la noche a la intemperie.
El
misterioso encanto de la noche, con sus armonías, con aquellos
jadeos y susurros que parecen llegar de otro mundo, favoreciendo el
sueño y la melancolía, impresionaron a Fuchs hasta tal punto que
luego de pedalear por espacio de tres horas al piano, excitadísimo
pero sin emitir una sola nota, temeroso de turbar la quietud de la
noche, logró recalar en un barrio oscuro hacia el cual había
sido irremediablemente atraído por misterioso aliento
-observan las malas lenguas que se trataba sólo de aquella
célebre vía que el magnánimo emperador Trajano, aconsejado
del padre, Nerva, había encargado trazar al ingenuo pastor
Bucur antes de fundar la ciudad que lleva su nombre...
Con
celeridad muchas de las doncellas que servían a Venus, humildes
camareras del altar del amor, vestidas de un blanco casi
fluorescente, con los labios y los ojos pintados, le hicieron
corro. Era una resplandeciente noche de primavera. A su
alrededor sucedíanse los cantos y el bullicio, los dulces
susurros... todo en la más completa armonía. Las vestales
del placer acogieron con flores al artista, a lo que añadían
toallas ricamente bordadas, cráteras magníficas y
palanganas de bronce cubiertas de aromáticas aguas, y todas y
cada una de ellas parecían querer gritar por encima de las otras:
--
Amantísimo Fuchs, concédenos tu amor inmaterial. Oh,
Fuchs, tú eres el único capaz de amarnos castamente.
Después,
como guiadas por un único pensamiento, terciaron a coro:
--
Querido Fuchs, deleitanos con una sonata.
Fuchs se
acercó al piano con infinita modestia y una vez sentado sobre
el taburete vanas fueron todas las tentativas de hacerlo
apartar sus manos del tecladosalir. El artista sólo consintió
dar por terminado su recital tras haber embelesado a la
concurrencia con una docena de magistrales
conciertos, fantasías, estudios y sonatas, ofreciéndoles
durante no menos de tres horas seguidas complejas escalas y
ejercicios de legato
y staccato,
sin olvidar, claro, "Schule
der Geläufigkeit"...
La diosa
Venus en persona, la mismitísima Venus nacida de la espuma
blanca del mar, quedó tan fascinada por los ejercicios de legato,
cuyas etéreas sonoridades llegaron con absoluta claridad al
Olimpo que, conturbada en su serenidad divina, ¡ella! que no había
conocido barón desde sus flirteos con Vulcano y Adonis, se
abandonó a los más lujuriosos pensamientos, de tal forma
que, no pudiendo resistir la tentación de escuchar al
admirable Fuchs, decidió apropiárselo por aquella noche.
Envió, pues, a Cupido para que le asaeteara como es debido el
corazón, teniendo buen cuidado de colocar en la punta de la
flecha una pequeña invitación personal al Olimpo.
III
A la hora
convenida las Tres Gracias aparecieron.
Tomando a
Fuchs entre sus dulcísimos brazos, lo condujeron con delicadez y
voluptuosidad hasta lo que no podía ser más que el inicio de
una enorme escalera engalanada con cintas de seda que emulaban
las líneas musicales y sujetas al mismísimo balcón
del Olimpo, donde a la sazón y en toda su etérea magnificencia, se
hallaba Venus.
El caso
obtuvo tal trascendencia que llegó a los mismos oídos de
Vulcano-Efesto, quien en un ataque de celos, y con la perversa
mediación de Júpiter, desencadenó la más enconada
venganza en forma de lluvia torrencial.
Aun
teniendo el sombrero en reparación, Fuchs no se azoró, pues
sabía moverse con destreza y agilidad por el pentagrama,
de forma que, auxiliado por las potentes alas de su inspiración,
se alzó a lo más alto de aquél y, desafiando la furia de los
elementos, se presentó calado hasta los huesos en el
Olimpo. Afrodita lo acogió como a un héroe, abrazándolo y
besándolo con pasión, para enviarlo más tarde a un secadero
de bruños con que se desprendiese más rápidamente de la humedad.
No bien
al anochecer Fuchs fue introducido en la alcoba. A su alrededor
sólo cánticos y flores. Las Gracias y las demás vestales olímpicas
rivalizaban danzando frente a él. Lo cubrieron de flores y lo
rociaron de embriagantes fragancias, mientras, en
lontananza, numerosos e invisibles amorcillos
entonaban deletéreos cánticos de amor, bajo la magistral batuta de
Orfeo.
Poco
después aparecieron las Nueve Musas, representadas por la melodiosa
voz de Euterpe, que pronunció estas palabras:
-- Oh
mortal, seas mil veces bienvenido. Tú, que con las artes divinas
acercas los hombres a los dioses, entrégate a Venus. Conceda
Júpiter que tu arte y tu amor sean dignos de la Diosa -nuestra
señora- y juntos hagáis que una nueva y superior progenie nazca del
amor que os une, una progenie destinada a poblar de aquí a poco, no
sólo la Tierra, que no puede compararse con el Olimpo, sino el
Olimpo mismo, sujeto como está -ay de nosotras- a la más pura
degeneración.
Así
dijeron, y el coro de amorcillos cantaron de nuevo al amor, al
tiempo que los aedas del Olimpo, afinadas las liras, celebraban
en versos el inmortal momento.
Pero no
hubo que esperar demasiado tiempo para que se hiciera el
silencio. Nadie quedaba ya despierto. Una semioscuridad
azulada acogió a la alcoba y Venus, que lo esperaba
completamente desnuda, apareció blanca, con las manos recogidas tras
la hermosa cabeza desde donde le caían larguísimos y dorados
cabellos, en un gesto de delicioso abandono
y suprema voluptuosidad, relajando el candor de su
cuerpo sobre el lecho de mórbidas almohadas y pétalos
exultantes. Era el aire una dulcísima confusión de aromas y
calores excitantes. Fuchs, avergonzado y temeroso, hubiera
querido esconderse tras de cualquier cortina,
pero, teniendo en cuenta que en el Olimpo no usan de estos
subterfugios, no tuvo más remedio que capear el temporal
y echarse a los brazos de la bella.
Hubiera
deseado darse unas cuantas vueltas por la cámara, pero Afrodita, con
su delicada mano, con esos dedos lechales y deliciosamente
perfumados, estaba dispuesta a ahorrarle cualquier
embarazo. Fue así que alzándolo del suelo con dulzura una
lánguida caricia, lo lanzó hasta el techo dos o tres veces y,
después de mirarlo largamente no pudo resistirse a envolverlo
en un beso de desaforada pasión. No contenta con ello, la
diosa lo acarició enteramente, cubriéndolo de besos y, en
un arrebato, cobijó a Fuchs entre sus senos.
Nuestro
héroe temblaba de sincera felicidad pero, lo que son las cosas, en
su aturdimiento, todo su afán consistía en saltar del lecho como si
fuera una pulga. Aquellos senos níveos y rotundos de la diosa
habíanle dejado en tal grado de turbación que bajo la magistral
batuta de Orfeo comenzó a dar vueltas
de aquí para allá como una maravillosa peonza, moviendose en
veloces y nerviosos zig-zag sobre el agitado cuerpo de la
diosa y poniéndose fuera de sí en cuanto rozaba sus
rosados pezones, su sedoso vientre, o se abría paso -ay-
entre sus muslos redondos y solícitos.
Como suele decirse, Fuchs estaba en el quinto cielo. Sus gafas, otrora castas, ofrecían destellos perversos, sus bigotes se convertían en lúbricos y libidinosos adminículos de placer. Pasaron de esta guisa un buen rato, pero el párvulo amante no sabía, en definitiva, qué le quedaba ya por acometer y la diosa, inquieta ya por los erráticos devaneos del artista, no parecía dispuesta a aplazar por más tiempo la guinda de su pasión.
Nuestro
Fuchs había escuchado en cierta ocasión que en el amor, a
diferencia de la música, todo culmina en una obertura y, después de
mucho bregar por el cuerpo de la bella diosa, la esperada obertura no
aparecía por ninguna parte, hasta que -¡eureka!- le
llegó la idea. La Obertura -pensó- no podía referirse sino a
la hendidura de la oreja, la más noble abertura del cuerpo (entre
las conocidas de él, naturalmente), el órgano de la música
divina a través del cual, él había visto por vez primera la
luz del día. Llegado a este punto no quedaba más que catar la
suprema felicidad en el interior de aquel pabellón
nobilísimo.
Fuchs,
reconfortado por su feliz hallazgo, se concentró, tomó aire, y
de la punta del pie de la diosa, con indescriptible
frenesí, se encaminó hacia lo alto en un soberbio sforzando
hasta penetrar, sin oposición alguna, en el agujero que la
diosa poseía en el lóbulo de la oreja derecha y allí
desapareció.
De nuevo
los coros de amorcillos y musas entonaron desde lejos cánticos
de amor, de nuevo los aedas del Olimpo tomaron sus liras
para celebrar en versos inmortales el instante...
Después
de casi una hora de permanecer en el lóbulo, tiempo que Fuchs
aprovechó para poner en orden la hoja de parra e incluso esbozar una
romanza para piano, reapareció del agujero con frac y
corbata blanca, satisfecho y radiante, presto a agradecer e
inclinarse ante la inquieta multitud que lo había estado
esperando impacientemente, como cuando, en su lejano
planeta, finalizaba alguno de sus admirables conciertos. Dio,
pues, un paso adelante y ofreció a la diosa la tan delicada
romanza.
Pudo
constatar el artista con tanta sorpresa como amargura que la
ovación se hacía esperar hasta el desconsuelo. En vez de aplaudir,
los moradores del Olimpo se miraban entre desorientados y
humillados. La Diosa, primeramente extasiada, y luego
contrariada y ofendida en lo más profundo al constatar
que Fuchs daba su participación por concluida -para
supremo desprecio de quien ni siquiera de los dioses
había recibido una afrenta similar-, se alzó con brusquedad
y enrojeciendo como un pavo, despechada, giró la cabeza
con tal violencia que Fuchs acabó con todos sus huesos en
tierra.
Rápidamente,
como si se tratara de una señal invisible, todo el Olimpo se
puso en pie... Una lluvia de gritos y amenazas se escucharon por
doquier. Todos estaban encolerizados ante la ofensa perpetrada
contra el Olimpo por un simple mortal de mala muerte. Una mano
vigorosa, que recibía órdenes de Apolo y de Marte, apartó
con resolución la hoja de parra, poniendo en su lugar unos
miembros como es debido. A raíz de este incidente fue
impartida la orden de que, en adelante, la hoja de parra no
fuese utilizada más que por las estatuas...
Para
entonces, una mano distinguida y despechada, la mano rosada de
la diosa, tomó al artista por la oreja y con gesto noble pero
enérgico lo lanzó sobre el Caos.
IV
Una
lluvia de gritos y amenazas cayó sobre él. Una chaparrón de
disonancias, de acordes imposibles, de evitadas cadencias,
de falsas relaciones, de carraspeos y, sobre todo, de pausas le
caían al artista por todas partes. Una granizada de dieces y bemoles
afilados le martilleaban continuamente sobre la espalda;
una pausa más larga de lo normal hizo añicos sus gafas. Los
más malignos, sin embargo, le golpearon con tibias, arpas
eólicas, liras o címbalos y, para colmo de la venganza, con piezas
tales como el "Acteón"
o el "Poliuto",
y por si no fuera bastante con la "III
Sinfonía”
de Enescu, que descendía expresamente del Olimpo para la
ocasión.
La suerte
de Fuchs estaba echada. En un primer momento habría vagado por el
Caos a una increíble velocidad, con órbitas de cinco minutos sobre
el planeta Venus, pero, en seguida, y teniendo en cuenta la afrenta
con que había pagado a la Diosa, se vio arrojado sobre un
planeta deshabitado, con la única misión de dejar, sin otros medios
que los que él solo pudiera disponer, una
descendencia, es decir, una estirpe superior de artistas
cuya misión consistiría en elevarse sobre el Olimpo como
prueba de los amores de Fuchs y Venus.
Apenas
habían empezado a correr los días de la condena, cuando Palas
Atenea, compasiva, quiso intervenir (inesperadamente) en su
favor.
Gracias a
la diosa le fue permitido volver a La Tierra, con tal de que
cumpliese una condición: había en el planeta una tan numerosa
como inútil progenie artística y no parecía necesario ni
sensato crear ninguna otra del género, así que su labor consistiría
en erradicar cualquier síntoma de "snobismo" o vileza
filosófica del mundo de las artes.
Puesto,
de esta manera, en un terrible dilema, y después de una larga y
madura reflexión, dio el artista en pensar que esta última
condición le resultaría aún más difícil de realizar que la
de dejar descendencia en Venus.
Entonces
nuestro héroe, peregrinando a través del caos, hubo de asumir
una firme determinación. Aceptó el favor de Atenea con la condición
impuesta; pero una vez que se supo cerca de La Tierra,
inclinóse un poco hacia su derecha, dejándose caer
sospechosamente sobre el mismo barrio de donde había
partido hacia el monte olímpico y que lo atraía de modo
particular. Sabiéndose ahora bien aleccionado en los complejos
vericuetos y ardides del amor, hubiera codiciado poner en práctica
aquello que entonces no supo culminar con la diosa, pudiendo exigir
luego, una vez iniciada la empresa, una audiencia a Venus
para intentar corregir en lo posible, los detalles de
aquel episodio donde había dejado tan bajo el
pabellón armónico. De este modo, se decía, aún podría ser
posible la gestación de una nueva estirpe de superhombres,
lo que, además, le dispensaría de la imposición
terrible que caía sobre La Tierra.
Pero las
vestales del placer, que lo acogieron con sorna, sabedoras de sus
nuevas intenciones, impidiéronle el paso; minutos más
tarde, contrariadas profundamente y agitando sus brazos
con violencia en señal inequívoca de protesta, lo
volvieron a depositar en el lugar de donde había venido, cantando a
coro:
-- Ay de
ti, Fuchs. En qué has acabado, que ya ni siquiera podemos
recocerte. Tú, el solo mortal que podía amar platónica y
castamente, dinos, con qué perversa intención te diriges hoy a
nosotras, quienes en adelante nos veremos privadas de tus
bellísimas sonatas. Pobre de ti, privado de la inspiración de
nuestro elevado amor. Vergüenza para aquélla, que siendo
nuestra señora del Olimpo y dueña del mundo, no ha sabido
comprenderte y, rechazando tu amor y tu arte, te ha hecho
descender de las Alturas. Márchate, Fuchs, porque ya eres
indigno de nosotras. Márchate, Fuchs, sucio sátiro, pues has
perdido definitivamente nuestro favor. Ni siquiera fuiste capaz de
respetar la oreja, el órgano más noble. Márchate de una vez, pues
con tu presencia nos estás comprometiendo. Márchate, Fuchs, y que
los dioses te perdonen.
Incomunicado
y bajo la amenaza de una eventual descarga de su líquida rabia,
Fuchs se sentó al piano y pedaleando enérgicamente y sin la
menor interrupción, logró caer de nuevo sobre su chimenea, con
la moral por los suelos, desconcertado, abandonado de los
hombres y de los dioses, del amor y de las musas... Acordándose de
que tenía que recoger su sombrero, salió a la calle cargando
con el piano de cola, desapareciendo más tarde en la
naturaleza grandiosa e infinita...
Es así
que a su paso la música se expande en todas direcciones,
dando así cumplimiento a las palabras del Destino, que le
concedió el privilegio de inundarlo todo con sus escalas
y sus conciertos, con sus estudios de staccato
y sus bemoles, haciendo aparecer sobre este planeta, con el
auxilio de la educación, una raza superior de hombres, no
sólo para gloria suya, sino también para mayor gloria del
piano y de la Eternidad...
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