Hoy, en el día de la poesía, os dejo con un poema que escribí con ocasión del fallecimiento de Rafael Suárez, a quien está dedicado. Muchos de los elementos del poema tienen que ver con Rafa. La mujer que lee bajo el manzano, por ejemplo y con quien tuve ocasión de cambiar en estas mismas páginas algunas precisiones sobre la vida de Rafa, el mazo de folios, el hospital... Pertenece al libro El corazón de la serpiente, que en breve publicará Pre-textos.
SIN
HIELO, POR FAVOR
He sentido el viento de las
alas de la locura pasar por encima de mí.
Charles BAUDELAIRE
Todo
se acaba apagando como se apaga una caja de cartón en el agua
o
ese cuadrilátero cuando alguien, casi inadvertidamente,
pone
el dedo en el interruptor, dando su día por cerrado.
No
el lugar de los peces, no la ciudad donde dulces muchachas bailan
tras el alba,
humedecidos
los labios con sangre de estramonio.
Cuando
vinieron a cubrirle la cara, aún volaba un mirlo azul entre sus
párpados,
aún
esa mujer brillaba lejana, extraviada en los puertos del pasado,
como
dicen que brillan las estrellas.
Nadie
recogió el mazo de folios que guardaba en el cajón de la mesilla,
un
limpiador se puso guantes para echarlo a la papelera,
nadie
se acercó a la ventana y miró hacia el manzano
donde
acaso esa mujer se alejaba de sí misma y del mundo para siempre.
Al
fin todo son sombras: unas nos llegan desde el fondo del mundo
y otras dan en salir en busca del huidizo horizonte,
unas rodando, como las piedras que arrastran lecho abajo las grandes crecidas
y otras dan en salir en busca del huidizo horizonte,
unas rodando, como las piedras que arrastran lecho abajo las grandes crecidas
y
otras quietas, viendo cómo en ellas tropieza la noche.
No
hay grandes diferencias. Un hombre es siempre un hombre,
ya
corra de aquí para allá, furioso, chocando contra todo y contra
nada,
una y otra vez, como si el último escollo fuera el primero
una y otra vez, como si el último escollo fuera el primero
y
sólo quedase el mar entre la noche y la aurora,
o ya
permanezca sentado en su respaldo,
haciéndose
creer que la lluvia o el sol lo curarán todo.
No
le ponga hielo, por favor, le pido. No soporto el hielo.
Entre
la vida y yo prefiero que nada se interponga. Las cosas que están
entre
las cosas y uno mismo no me gustan.
Prefiero
caminar cuando hay que caminar y sentarme cuando me siento cansado.
El
mundo a todos nos arrastra. Sin hielo, por favor. ¿Podría indicarme
dónde
puedo encontrar un sitio para pasar la noche
que
no sea muy caro?, acabo de llegar del Sur. Hágase la cuenta.
Alguna
vez anduve por aquí, pero de paso. Había muerto mi padre
e
hice aquí transbordo. Recuerdo muy poco de aquel día.
Alguien
tirado en la calle, quizás un accidente. Mucho lío de sirenas y
luego nada.
Yo
no estaba para eso, créame. Sólo tenía en la cabeza
la
muerte de mi padre y la caja de cartón que me abrasaba las manos
porque
no sabía qué hacer con ella, pero de repente apareció aquel hombre
con
la cabeza abierta y temblando no sé si de puro frío o de qué.
¿Sabe?,
mi padre era un hombre honesto. Se pasó toda la vida cambiando de
trabajo,
una
vez montó un tallercito de máquinas de coser y otras vendió
tijeras de podar,
pero
entre una cosa y otra se ganó los cuartos de cantero. Sí, de
cantero.
De
ésos que a base de martillos dan formas a las piedras. Trabajo duro,
sí señor.
No
le gustaba romper piedras. Odiaba las piedras tanto como yo odio el
hielo.
Pero
sabía de piedras, eso puedo asegurárselo.
Le
chiflaba inventar cosas y llegó a inventar una lavadora a pedales.
Durante
años, la paseó por todas partes pero nadie le compró el invento
y
tuvo que seguir y seguir picando piedras hasta que la sangre le
brotaba de las manos.
Quién
iba a querer lavar la ropa dando a los pedales,
cuando
ya hay máquinas a las que sólo tienes que enchufar a la corriente
y lo
hacen todo. Completamente todo.
Un
día tomó un tren hacia el Norte y ya no volvimos a verle el pelo.
Quizás,
se me ocurre ahora, también buscase a esa mujer bajo el manzano.
Quizás
le contaran que en alguna parte del Norte las piedras eran más
blandas
o
que allá arriba a la gente no le importa pedalear mientras hace la
colada.
¿Quién
en el Sur entiende el Norte?
No
es que no quisiera volver, sino que se quedó como varado en mitad de
la nieve,
chapoteando
en la nieve, no sé si me sigue, él, que siempre anduvo huyendo de
sí mismo
y de
las cosas que la vida interponía entre él y sus sueños.
El
caso es que no pudo o no supo salir de allí, ¿comprende?
Yo
al menos nada puedo reprocharle:
unos
se quedan en el fondo del mundo y otros se lanzan en pos del huidizo
horizonte,
como
dijo el poeta y en eso, ya ve, uno no manda.
Mire,
déjeme que le diga algo importante:
no
hay dos piedras iguales. Para romper una piedra hay que saber de la
piedra.
Cada
piedra tiene su punto donde parte. Sólo hay que encontrarlo
y el
oficio de cantero
consiste
en saber el punto exacto donde la piedra parte.
Mi
padre, que entendía de piedras, no le tenía miedo a nada,
pero
quizás le faltara una verdadera pasión,
tal
vez encontrar el sitio justo donde la vida parte.
¿Sabe
lo que quiero decir? Yo me he pasado la vida buscando esa pasión por
todos lados.
Sí,
gracias, llénelo pero, por favor, no le ponga hielo.
Sin
hielo todo iría mucho mejor. No sé por qué todos se empeñan
en
poner hielo donde no hace falta hielo. El hielo sólo hace que cada
cosa
sea
mucho menos de lo que es. No sé a quién le interesa el hielo,
cuando
lo cierto es que todo lo fastidia.
Quiero
echar unos días donde sea. Me han dicho en el tren que por aquí no
falta trabajo.
Pintar
pisos y esas cosas. No le temo a nada, créame,
quien
ha partido piedras ya no le teme a nada.
Mire,
le contaré por qué estoy aquí: no hace mucho que murió un amigo
y
antes de morir me mostró un
puñado de hojas que él mismo había estado escribiendo.
En
esas hojas figuraba una ciudad donde se bailaba tras el alba
y
una mujer a la que él había querido hasta la ensoñación.
No
recuerdo el nombre de la chica, pero sí el de la ciudad
donde
alguna vez aquel amigo tuvo a mano ser feliz.
Acaso
nunca me atreviera a preguntarle el nombre de la chica.
Acaso
nunca él se atreviera a revelármelo.
Pero
aquel mazo de hojas eran la sombra y eran la revelación.
Parecía
echarla de menos. La echaba de menos. Se le notaba a leguas el vacío.
Había
como una grieta en él y yo sé que era esa chica,
ese
espejismo que se le había traspapelado en algún cruce de caminos,
la
invisible brecha donde la piedra quiere dejar de ser piedra.
La
ciudad de las mujeres que bailan tras el alba, figúrese.
Él
se pasó toda su vida buscando esa ciudad que es también y ante todo
una soñera.
El
amigo murió y yo estoy aquí,
porque
me he propuesto encontrar a esa muchacha
para
tal vez decirle que ella, acaso sin saberlo,
fue
el centro mismo del mundo, el lugar donde el mundo se quebraba,
por
eso le repito que si usted supiera de algún lugar barato donde
dormir,
o
de alguna ocupación, le estaría muy agradecido. Será cosa de unos
días,
porque
esa mujer me espera y esa ciudad me espera y no quiero demorarme,
porque
no es bueno que esa mujer vuelva a huir y deje sobre la hierba
el
rastro de su paso y de su huida.
(Viene
acercándose en los pasos confusos,
viene
acercándose en los ruidos dispersos,
viene en los ruidos mudos, en los confusos
viene acercándose, viene acercándose, viene acercándose)
viene en los ruidos mudos, en los confusos
viene acercándose, viene acercándose, viene acercándose)
…
y, bueno, por acabar la conversación: al llegar a donde mi padre me
esperaba,
sólo
encontré una caja de cartón con sus cenizas.
Viajé
con ellas hasta el Sur. Muy cerca ya de casa
había
un río que corría, plácido, entre los álamos.
Me
descalcé y me arremangué el pantalón hasta casi las rodillas.
Deposité
la caja sobre las aguas y vi cómo se alejaba lentamente río abajo,
hasta
que diez o quince metros más allá encontró una raíz
y
allí quedó, cada vez más empapada y hundida. Y así mi padre se
unió a la corriente.
Yo
esperé al siguiente tren, porque siempre hay un tren que te aleja de
todo
como
hay un cubo de hielo que canta en el vaso
la
canción de la mentira y de la ausencia,
un
punto donde hasta la piedra más dura parte sin esfuerzo.
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