JULIO MOYA EN EL 1900








PRIMERAS HOSTIAS


Conozco el 1900 desde hace justo 23 años. Recuerdo perfectamente la fecha porque me hallaba en Huelva con ocasión del nacimiento de Julio, nuestro segundo hijo, que vino al mundo la segunda semana de abril de 1993 en el viejo hospital de Manuel Lois o el Agromán, como le llamábamos en el pueblo. Aquella tardenoche del jueves salí del portal de María Auxiliadora, 12, rodeé el colegio de monjas, pasé ante la guitarra carcomida de la Peña Flamenca, tomé la entonces ya depauperada calle San Sebastián abajo, justo por la callejuela donde antes estuvo el cementerio, pasé ante la Jangarilla y al llegar a la Palmera me desvié por la calle Palos para ver si veía a mi buen amigo Matías, que no estaba en su tasca, de modo que atravesé la Gran Vía tomada por la primavera, dejé atrás la calle Concepción a la altura del viejo Zeppelin, y tímida, recatadamente me deslicé por la calle que conducía a la estación, donde me habían dicho que andaba ese misterioso pub llamado 1900. Y efectivamente allí estaba, como lo delataban dos o tres chicos que andaban enfrascados en papeles de fumar y risas conspirativas. ¿Poetas?, me pregunté. Sí, por qué no, tal vez fueran poetas. Sin pensarlo dos veces, dirigí mis pasos hacia el interior de aquel garito donde era fama se reunían moteros, poetas y bohemios de toda laya. Extraña conjunción, me dije, pasando ante el cuadro de Toro Sentado y la calavera de la vaca, verdaderas advocaciones del lugar.
Me acerqué a la barra con precaución, o tal vez con el recelo de encontrarme en un ambiente donde la solemnidad o la pose lírica acabaran por desanimar definitivamente a un vate secreto, como yo lo era hasta ese mismo instante, y con todo el tacto del que era capaz pedí un coñac. Ya entonces la cosa estaba concurrida y una chica guapa y voluntariosa repartía libros con el título Primeras hostias, un título que le venía como anillo al dedo a un tipo que por primera vez en su vida se enfrentaba a un ambiente lírico, donde, como he comprobado más tarde, casi nunca faltan las hostias verdaderas y las otras, que acaban por ser aún más verdaderas y dolorosas. Pero no nos pongamos solemnes y caedizos. Digamos que no hice más que acercarme a la barra, cuando la chica, extendiéndome un ejemplar, añadió prosaicamente, “son 100 pelas”. Yo le solté los veinte pelotes, alguien mandó callar y por el momento todo quedó en eso. El lugar era oscuro, atestado de gente pinturera y de humo -siempre los poetas se han entendido bien con el humo y la pinturería-. Tintineaban los hielos en los vasos, Antonio, un tipo con pinta de senador latino, alzaba la botella y la luz de la barra en combinación con el humo ceremonial iluminaba dócil, tenebrosamente el chorro de coñac que caía, tan nervioso como yo mismo, sobre la alborozada copa. A mi lado cuchicheaban los poetas entre sí, tal vez ensayando endecasílabos o royendo el duro hueso de los celos literarios, pero a la voz de silencio, todos, acólitos e iniciados, poetas y compaña, diletantes y letraheridos se aprestaron a dar comienzo a la liturgia prevista. Durante cerca de una hora, uno tras otro, los poetas se fueron acercando al estrado que, como hoy, se halla al fondo del local, y cada cual a su modo leyó su pequeño relato, su poema inscrito ya en aquel fanzine titulado, y no importa repetirlo, Primeras hostias. Para mí, pueden entenderlo, aquello era como una misa de iniciación y todos los que fluctuaban por aquel ambiente parecían adquirir un halo sagrado, conventual y, por qué no, inhóspito. ¿Entonces eran éstos los poetas de Huelva? A decir verdad, ninguno de aquellos chicos sonaba de nada a quien, como yo, frecuentaba las librerías onubenses desde al menos seis o siete años antes. ¿Se trataría, pues, de chicos que salían sólo al atardecer, cuando las luces de la ciudad esculpían sus sombras licantrópicas en el asfalto ya frío y las musas andaban taconeando desde los portales elegíacos del Matadero o Las Tres Ventanas hasta aquel tren varado en la eternidad de la plaza Niña? La verdad es que entre tantas preguntas y tantas visitas a la copa de coñac, apenas si podía calibrar la sutileza de unos poetas que andaban a hostias con sus primeras hostias, valga la reluctancia. A medida que los intervinientes subían y bajaban del estrado, la atmósfera se iba calentando y cundía el aplauso o la carcajada, porque aquel librito/ misal parecía concebido como una especie de pugilato contra la memoria infantil y contra los tiempos bárbaros que todos habíamos tenido que mamar. El ambiente que allí se respiraba, más bien recordaba al de aquellos baretos nocturnos que tanto se veían en las películas alusivas a la segunda guerra mundial y uno esperaba en secreto la inesperada y equívoca sonrisa de Lilí Marlene empujándome hacia los lavabos o hacia los mismísimos infiernos. Al acabar el último de los vates, el aire se relajó. La chica que me había vendido el librito, volvió a mí y me devolvió las cien pesetas que yo le había soltado una hora antes. Debí dibujar una interrogante en mis labios, porque ella, que se presentó entonces como María Gómez, me confesó que sólo yo había pagado por el librito y que no era plan. Así lo dijo, que no era plan y recogí los veinte pavos, pedí otro coñac y, mucho más relajado, me fijé bien en el careto de los poetas por si alguna vez se cruzaban conmigo por la calle, en el Hipercor o vaya usted a saber. Entre ellos sólo había un nombre vagamente conocido: Uberto Stabile. ¿Quién sería ese tal Uberto Stabile?, me preguntaba. Por el porte di en creer que se trataba de un tipo bovino, cabezón, afantochado y atorrante que a falta de mejor pose había adquirido ese andar con el que andan todos los villanos de todas las películas de serie B. Pero no, no era aquel tipo Uberto Stabile, como supe después. Uberto, un tipo afable, delicado y voluntarioso, se me presentó antes de irme. No recuerdo si le dije que yo pertenecía, aunque de manera anónima, a la cofradía lírica. Tal vez se lo dijera, sí. A esas alturas, qué podía perder.

Al poco, al cabo del año me presenté en el 1900 junto a la demás batería metafórica serrana del momento, a saber, Hipólito G. Navarro, Manolo López, Lorenzo, Juan Luis, bajo el título de pata Negra y creo que sorprendimos a la concurrencia muy gratamente, pues nadie esperaba que de los alcornocales y castañares de la Sierra salieran poetas dispuestos a batirse el cobre en la más pura modernidad. Aquella segunda noche hubo hostias, o al menos discusiones que merecerían acabar en hostias, pero, he de decirlo, no fueron ni lo serán nunca, las primeras hostias que yo viera en el 1900. Muchas veces he regresado a este lugar y, créanme, jamás lo he hecho con indiferencia. Ahí, donde hoy debuta mi hijo Julio, ahí donde él ha de recibir a solas las aguas bautismales de la aprobación o la desaprobación, recibí yo mi bautismo como poeta y ahí, en este altar lírico, ya párroco o sochantre con alguna parroquia sobre mis espaldas, me ha tocado presidir alguna que otra celebración. El bueno de Antonio, los Zeppelin y alguna que otra botella de coñac me han acompañado. Y hasta esta noche, cuando es Julio, el que naciera unos días antes de mi primera aventura en los campos de la lírica, el que debuta. Le deseo lo mejor en esta, su primera lectura individual. Nunca pensé que aquella aventura pudiera presentar este inesperado giro. Y en esto seguimos, pues al fin y al cabo uno continúa siendo fiel a aquellas primeras, inolvidables hostias. Sólo espero que Julio, prometedor y brillante, sepa encajarlas y, cómo no, devolverlas.

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