EDUARDO GARCÍA, MAESTRO, VA POR USTED
Abro por casualidad el teléfono y aparece la foto de Eduardo García. Me acerco, pensando que el amigo ha recibido un nuevo y merecido premio, cuando, zas, leo que acaba de fallecer. ¿Fallecer? Apenas tenía cincuenta años, una vitalidad serena, una templanza que se irradiaba en todo cuanto tocaba, una bondad inequívoca y sonriente. ¿Fallecido? ¿Cómo? Miré por todas partes, me froté los ojos, busqué... Y sí, la noticia, como un río desatado, corría ya por las redes. Sentí cómo con su desprevenida ausencia se desconchaba parte de mi memoria, cómo esa noticia me iba llenando de agujeros. Ay. El amigo Eduardo se había pasado al otro lado. ¿Cómo?
Conocí a Eduardo a través de Antonio Ginés y Jesús Urceloy. Acaso lo conociera antes de conocerlo. Me envió su primer libro de poemas, No se trata de un juego, que ganó el Premio Leganés y ahí comenzó nuestra amistad. Creo que escribí una reseña sobre aquel libro y, con toda seguridad, sobre el siguiente, Las cartas marcadas, que ganó el Premio Juan Ramón Jiménez y que nos procuró una inolvidable noche de cervezas y risas en los predios de Moguer, ese pueblo con la luz dentro, junto a Rafi. Pero no fue esa la primera vez que nos vimos las caras. Recuerdo que nuestro primer encuentro fue en una taberna cordobesa junto a José Luis Amaro, a quien él tenía por maestro, Paco Gálvez, Pablo García Casado, Antonio Luis Ginés, Juan Carlos Reche, Juan Antonio Bernier... Fue aquella una noche entrañable, donde diez o doce locos por la poesía peroraban sin pudor, por el mero vicio de vivir todo aquello hasta los tuétanos. Ya entonces Eduardo hablaba con esa serenidad tan suya, que lo convertía en el más cordobés de toda la reunión. Serenidad es lo que siempre me ha infundido su poesía y su persona. Porque es la suya una poesía habitable -el término se lo escuché a él-, que le hablaba al lector desde su misma altura, como si se tratara de una confidencia, pero sin abandonar la altura poética y la precisión que caracteriza a cada uno de sus textos. Su libro Escribir un poema, es la mejor guía de iniciación a la poesía que conozco. Lo he utilizado siempre que he sido invitado a impartir algún taller y siempre lo recomiendo a los poetas jóvenes, que se acercan en busca de consejo. Creo que las últimas veces que compartimos charlas y bromas fue en Cosmopoética. Amable siempre, su nombre ya ocupaba un sitIal de preferencfia en la poesía española contemporánea, pero él lo llevaba con esa serenidad suya a la que nada parecía afectarle. Su último libro publicado, Las islas sumergidas, coincide en título con un viejo libro mío. Se lo comenté y echamos unas risas. Lo curioso del caso es que él miró en el ISBN a ver si ese título estaba en el nomenclator y no estaba. Mi editor en Qüasyeditorial, un tal Troncoso, no había registrado el libro, de manera que ese banal subterfugio, acabó por regalarme la bonita coincidencia y el inmenso honor de compartir título con Eduardo. Descansa en paz, amigo, poeta. Nosotros, no lo dudes, seguiremos leyéndote.
Acabo de encontar la reseña que en 1998 hice del libro de Eduardo y que publiqué en Diario Málaga, Correo de Andalucía y Huelva Información. Añado además, para los curiosos un par de sus poemas. Valga todo ello como homenaje al amigo, como honor al gran poeta que nos ha dejado.
Nota: advierto que al artículo original, escrito y publicado en la primavera del 98, añadí con posterioridad el hecho de que el libro ganara el Premio Ojo crítico.
DOS POEMAS DE EDUARDO GARCÍA
DESPERTAR
Ese hombre que camina
con las manos sujetas a la espalda,
nos saluda al pasar, comprueba su reloj,
acude a su quehacer sin preguntarse
si va en su dirección y en su sentido.
No sabe que a su espalda se libra una batalla,
que su mano derecha
aferra sin piedad a la otra mano,
la retiene a su antojo por la fuerza,
prisionera, infeliz, sin voluntad.
Si un buen día la mano sometida
se niega a cooperar y en un descuido
reduce a su adversaria, se hace fuerte,
toma la iniciativa, arrebatando
el rumbo de los pasos, ya se atreve
a estrenar una vida renovada…
¿qué será de ese hombre inofensivo
cuando empiece a arrojarse a la aventura,
a derrochar las suelas y el impulso,
abandonándose al azar
del encuentro feliz, recolectando
a su paso semillas y canciones?
CASA EN EL ÁRBOL
En la copa de un árbol construiré nuestra casa,
con tablones y clavos e ilusión y un martillo
alzaré entre las ramas suelos, techos, paredes,
cuartos en espiral, secretos pasadizos
donde obra el azar el don de los encuentros
y de pronto amanece si me miras al fondo
por donde el viento corre a refugiarse,
madera en la madera, crujen las estaciones,
pasan a visitarnos los amigos,
huele a café, huele al árbol en que nos acogemos,
al rumor de las hojas, a la tierra
donde brota su impulso, su sed de los espacios,
se siente allí el verdor de las promesas,
casa y árbol fundidos, una sola criatura,
se es feliz de algún modo impreciso y vital,
con los años al árbol le van creciendo ramas,
gana cuerpo, se inclina hacia las nubes
y de pronto la casa ha ascendido unos metros
y hasta el aire es más puro, más ancho el horizonte,
las estrellas fugaces proliferan, ahora
vigila la espesura, hay luz en la ventana,
a cubierto de todo, suspendida,
luz de hogar en la noche, resplandor,
y una escala de cuerda entre las ramas,
si subes por la escala no hay retorno,
en la cima del viento hallarás nuestra casa.
Abro por casualidad el teléfono y aparece la foto de Eduardo García. Me acerco, pensando que el amigo ha recibido un nuevo y merecido premio, cuando, zas, leo que acaba de fallecer. ¿Fallecer? Apenas tenía cincuenta años, una vitalidad serena, una templanza que se irradiaba en todo cuanto tocaba, una bondad inequívoca y sonriente. ¿Fallecido? ¿Cómo? Miré por todas partes, me froté los ojos, busqué... Y sí, la noticia, como un río desatado, corría ya por las redes. Sentí cómo con su desprevenida ausencia se desconchaba parte de mi memoria, cómo esa noticia me iba llenando de agujeros. Ay. El amigo Eduardo se había pasado al otro lado. ¿Cómo?
Conocí a Eduardo a través de Antonio Ginés y Jesús Urceloy. Acaso lo conociera antes de conocerlo. Me envió su primer libro de poemas, No se trata de un juego, que ganó el Premio Leganés y ahí comenzó nuestra amistad. Creo que escribí una reseña sobre aquel libro y, con toda seguridad, sobre el siguiente, Las cartas marcadas, que ganó el Premio Juan Ramón Jiménez y que nos procuró una inolvidable noche de cervezas y risas en los predios de Moguer, ese pueblo con la luz dentro, junto a Rafi. Pero no fue esa la primera vez que nos vimos las caras. Recuerdo que nuestro primer encuentro fue en una taberna cordobesa junto a José Luis Amaro, a quien él tenía por maestro, Paco Gálvez, Pablo García Casado, Antonio Luis Ginés, Juan Carlos Reche, Juan Antonio Bernier... Fue aquella una noche entrañable, donde diez o doce locos por la poesía peroraban sin pudor, por el mero vicio de vivir todo aquello hasta los tuétanos. Ya entonces Eduardo hablaba con esa serenidad tan suya, que lo convertía en el más cordobés de toda la reunión. Serenidad es lo que siempre me ha infundido su poesía y su persona. Porque es la suya una poesía habitable -el término se lo escuché a él-, que le hablaba al lector desde su misma altura, como si se tratara de una confidencia, pero sin abandonar la altura poética y la precisión que caracteriza a cada uno de sus textos. Su libro Escribir un poema, es la mejor guía de iniciación a la poesía que conozco. Lo he utilizado siempre que he sido invitado a impartir algún taller y siempre lo recomiendo a los poetas jóvenes, que se acercan en busca de consejo. Creo que las últimas veces que compartimos charlas y bromas fue en Cosmopoética. Amable siempre, su nombre ya ocupaba un sitIal de preferencfia en la poesía española contemporánea, pero él lo llevaba con esa serenidad suya a la que nada parecía afectarle. Su último libro publicado, Las islas sumergidas, coincide en título con un viejo libro mío. Se lo comenté y echamos unas risas. Lo curioso del caso es que él miró en el ISBN a ver si ese título estaba en el nomenclator y no estaba. Mi editor en Qüasyeditorial, un tal Troncoso, no había registrado el libro, de manera que ese banal subterfugio, acabó por regalarme la bonita coincidencia y el inmenso honor de compartir título con Eduardo. Descansa en paz, amigo, poeta. Nosotros, no lo dudes, seguiremos leyéndote.
Acabo de encontar la reseña que en 1998 hice del libro de Eduardo y que publiqué en Diario Málaga, Correo de Andalucía y Huelva Información. Añado además, para los curiosos un par de sus poemas. Valga todo ello como homenaje al amigo, como honor al gran poeta que nos ha dejado.
Nota: advierto que al artículo original, escrito y publicado en la primavera del 98, añadí con posterioridad el hecho de que el libro ganara el Premio Ojo crítico.
NO
SE TRATA DE UN JUEGO
Col. JRJ,
Dip, Huelva
Huelva, 1998
El cuarto
donde escribo mis poemas
contiene una región inconcebible.
Al
sentarme a la mesa, frente a mí,
veo el cuadro, su resplandor en
calma,
los caballos azules, la mujer,
la fiera agazapada, el verde
todo,
la sombra de aquel árbol a lo lejos
llamándome despacio...
En una
reseña que hace cosa de dos años escribí a propósito del libro
inaugural del cordobés nacido en Sao Paulo, Eduardo García (1965),
titulado Las
cartas marcadas
(Ed. Libertarias, 1995), merecedor del Premio Leganés de Poesía, me
permití apostar en firme por este poeta riguroso y paciente que
envuelve a sus libros de una especial atmósfera de cordialidad y
emoción, gracias, sobre todo, a un estricto sentido compositivo y a
la sobriedad de su imaginería. No imaginaba entonces que aquella
primera apuesta pudiera tener una concreción tan cercana tanto en el
espacio cuanto en el tiempo, como se deduce de la obtención en la
más reciente convocatoria del Premio Juan Ramón Jiménez, gracias a
este libro espléndido titulado significativamente No
se trata de un juego,
que sin duda animará en lo sucesivo un certamen que durante años
había merodeado impúdicamente el desierto y sus alrededores. Nos
congratula, pues, que en esta ocasión podamos hablar de un libro con
mayúsculas que retoma el prestigio ganado en lejanas convocatorias
con obras como El
paseo de los tristes,
Bajorrelieve,
Arte
de cetrería o
Bajar
a la memoria.
El libro que
nos ocupa tiene la virtud de revelarnos de forma definitiva a un
poeta joven, pero que se halla en plena madurez y en el ejercicio de
un estilo rico y bien timbrado que se plantea la habitabilidad del
poema como cláusula irrenunciable del mismo, como punto de partida
en la coartada común que ha de establecerse entre poema y lector,
como planteaba el también poeta cordobés JL Amaro. Ya en su primera
entrega E. García nos demostraba que el artificio y la estrategia de
un texto no sólo no tienen por qué ahogar su creatividad sino que,
cuando se aúna la sensibilidad y el oficio, el oído y el sentido,
como es el caso, el texto se hace habitable y articula con precisión
su propio territorio. Será en No
se trata de un juego donde
se hagan aún más palpables estos aspectos que ya estaban
perfectamente explicitados y ensamblados en su primer libro.
Precisión y naturalidad, pues, ese binomio que caracteriza la buena,
la verdadera poesía, son los puntales desde donde Eduardo García
articula un discurso abonado a la claridad expositiva. y a la
comunicación.
Si en su
primer libro, marcado por la cotidianidad, por el peso canalla de los
días, iba disponiendo con sus cartas marcadas un destino, por
implacable, sombrío, ahora, en su flamante segunda entrega, EG
parece retreparse en sí mismo, tratando de poner tierra de por
medio, de hacer menos permeable el peso de ese juego (pero no se
trata de un juego) de cartas marcadas. De ahí esa búsqueda
constante del lector como cómplice y valedor de sus propias
incertidumbres, haciéndolo habitar, completar el poema, como ocurre
con esas dos piezas fundamentales del libro que son, a mi juicio, Un
hombre mira a otro en la ventana
o En
el cuadro
donde el poeta nos deslumbra con un riguroso entramado de simetrías
y reflejos, tan en consonancia con la tradición lírica andaluza
(desde Cetina hasta A. Machado, por marcar sus extremos). Es en este
juego de reflejos y proyecciones de equívocas identidades (pero
entendámonos, no se trata de un juego) donde García trata de
engastar los resortes de una vida que supone abstrusa, falaz y casi
siempre abocada al desconcierto y a la soledad, contemplada desde su
casposa condición urbana. Los poemas de este libro se conciben, por
tanto, como alternativas de vida, en una exploración continua hacia
el otro lado, al modo de Carroll, Wilde, Aragón, Cortázar o Borges
(de quien hallamos algún eco en la adjetivación), lo que permite al
poeta de Córdoba tomar una necesaria distancia de sí mismo para
mejor radiografiar una experiencia, la suya, la nuestra, esclerótica
y minada en el fondo por la más rabiosa incertidumbre.
Un libro,
resumiendo, merecedor del JRJ (y también del Premio Ojo Crítico
1998), y que nos trae a un autor plenamente consciente de su oficio,
convencido de que en arte la intuición es un arma poderosa y acaso
insustituible, pero que ha de filtrarse y decantarse con justeza y
naturalidad, verificando que arte y vida, cuerpo y reflejo, ritmo y
pensamiento, saber estar y emoción no tienen por qué ser ajenos
entre sí.
... Si
lee este poema
ya no estaré yo aquí, me habré perdido
en el
cuadro, seré su prisionero.
En tal caso contemple
al lado de la
firma ese hombrecito
que amable le saluda, mira a lo lejos, siente
el roce de la brisa, ya está andando,
desaparece al fondo entre las
sombras.
DOS POEMAS DE EDUARDO GARCÍA
DESPERTAR
Ese hombre que camina
con las manos sujetas a la espalda,
nos saluda al pasar, comprueba su reloj,
acude a su quehacer sin preguntarse
si va en su dirección y en su sentido.
No sabe que a su espalda se libra una batalla,
que su mano derecha
aferra sin piedad a la otra mano,
la retiene a su antojo por la fuerza,
prisionera, infeliz, sin voluntad.
Si un buen día la mano sometida
se niega a cooperar y en un descuido
reduce a su adversaria, se hace fuerte,
toma la iniciativa, arrebatando
el rumbo de los pasos, ya se atreve
a estrenar una vida renovada…
¿qué será de ese hombre inofensivo
cuando empiece a arrojarse a la aventura,
a derrochar las suelas y el impulso,
abandonándose al azar
del encuentro feliz, recolectando
a su paso semillas y canciones?
CASA EN EL ÁRBOL
En la copa de un árbol construiré nuestra casa,
con tablones y clavos e ilusión y un martillo
alzaré entre las ramas suelos, techos, paredes,
cuartos en espiral, secretos pasadizos
donde obra el azar el don de los encuentros
y de pronto amanece si me miras al fondo
por donde el viento corre a refugiarse,
madera en la madera, crujen las estaciones,
pasan a visitarnos los amigos,
huele a café, huele al árbol en que nos acogemos,
al rumor de las hojas, a la tierra
donde brota su impulso, su sed de los espacios,
se siente allí el verdor de las promesas,
casa y árbol fundidos, una sola criatura,
se es feliz de algún modo impreciso y vital,
con los años al árbol le van creciendo ramas,
gana cuerpo, se inclina hacia las nubes
y de pronto la casa ha ascendido unos metros
y hasta el aire es más puro, más ancho el horizonte,
las estrellas fugaces proliferan, ahora
vigila la espesura, hay luz en la ventana,
a cubierto de todo, suspendida,
luz de hogar en la noche, resplandor,
y una escala de cuerda entre las ramas,
si subes por la escala no hay retorno,
en la cima del viento hallarás nuestra casa.
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