Hace años publiqué, primero en un periódico de Huelva, si bien en tamaño reducido, y luego en Arterial, una sorprendente revista que llevaban los amigos Rocío y Rey, este artículo que habla de mi tierra desde un punto de vista muy distinto a los que se habían hecho hasta entonces. Es la razón de reproducirlo ahora, pasado casi diez años desde su última aparición.
VIAJE
AL CENTRO DE LA SIERRA
La peña de Alájar, donde el Montano se retirara. |
Cuando
el erudito y polígrafo D. Benito Bouzas, dicho el Montano, sintió
sobre su nuca el calor de los férvidos inquisidores, no dudó en
echarse a los montes y cobijarse en una peña perdida y alejada de
todos los caminos, de todos los rigores y de todas las noticias. En
la peña que ahora ostenta su nombre, horadada por cuevas antaño
habitadas por hombres prehistóricos y anónimos anacoretas, cuentan
los hagiógrafos que plantó un huerto, leyó a Horacio, Ovidio,
Propercio, Tito Libio, Avicena y a Ibn Gabirol y, según es fama,
sostuvo animada conversa con chorlos, zurumbelas y nigromantes -que, vive dios que no debió ser muy malo el mosto de estos pagos-, todo ello sin dejar de
cantar en impecables hexámetros al humilde manantial oculto entre
breñas y culantrillos. El divino Aldana, amigo y admirador del gran
juío, compuso muy poco antes de embarcarse con el mítico rey
lusitano Don Sebastián hacia la muerte de Alkazarquivir, una célebre
epístola al políglota en la que, acaso infestado por el estrés
cortesano, harto de vérselas con indeseables validos y puercos
menestrales, ponderaba los beneficios de una vida retirada y anónima.
Don
Benito Bouzas, que tal era el verdadero nombre del que hoy conocemos
por Arias Montano, debió soportar malamente el exilio y la vida
retirada y anónima, si bien puso cátedra de latinidad en la
¿extemplaria? Aracena, a tiro de piedra de la que fuera casa de la
inquisición, que a fe que no pongo en danza cuál hubo de ser
primera, si la cátedra o la santísima. Justo en el otro extremo de
la población, vivió algunos años más tarde la beata Madre de la
Santísima Trinidad, que, de seguir a pies juntillas al fantasioso
padre Lorea, su entregado hagiógrafo, platicaba a todas horas en octavas reales
para tormento de sus hermanas en Cristo, sin menoscabo de pasarse
todo el santo día, como alma que lleva el diablo, recorriendo las
calles de la muy culta, sableando en alabeada prosa a sus sufridos paisanos,
quienes con tal de no escucharla acabaron por soltarle los machacantes
necesarios para la construcción del convento de Santo Domingo, que
era donde ella juró aplicarse en cuerpo y alma al martirio lírico
de sus pupilas -Dios las tenga en su Gloria-, quienes tal vez
hubiesen sufrido con mucho más agrado los cilicios, los hartos
ayunos y los rigores de la clausura.
Gruta de las Maravillas, Aracena, interior (la foto no es mía). |
Bajo
los cimientos conventuales de la Gran Hermana, el Amor con mayúsculas
mantenía secuestrada desde tiempos inmemoriales a la Julianita, una
niña hermosa que un día, no sabemos cómo, no sabemos por qué, se
enamoró de un ser subrepticio y principesco que a diario se le
presentaba en la fuente donde ella iba a llenar su cantarito de agua,
que siempre ha sido éste mester de mozas y viudas, vaya usted a
saber por qué rara afección del alma o de Freud. José Nogales,
primero y Juan Delgado después, dan en afirmar que la Julianita fue
raptada por tan lábil aparición, de tal manera que ahora vive la
mar de feliz bajo las faldas del cerro del castillo, en una gruta que
con tanta razón como encanto decimonónico los naturales llaman de
las Maravillas, pero que a lo que nosotros respecta, es palacio del
Ultramundo, y no se hable más. En una visita que hicimos a la Gruta
el pintor José María Franco, el fotógrafo Tomás Martínez, y
quien les habla, me sorprendió muy mucho la inusitada vida interior
de la Gruta -hasta entonces yo sólo la conocía como simple
turista-, constantemente frecuentada por tipos que caminaban con
rollos de cables eléctricos colgados del hombro, muchachos que
aparecían de entre las sombras con una llave inglesa o una caja de
herramientas, paseantes sin más que gesticulaban como lo hubieran
hecho en la Gran Vía, tipos orondos embutidos en flamantes
chaquetas, legiones de turistas que sufrían con tesón las
descripciones languidescentes de los guías, y mucho me engaño si no
vi a mujeres con carritos, niños traviesos que se hurgaban en las
narices, remolones adolescentes fumando marihuana, vendedores
ambulantes, especuladores, monjas, hortelanos arreando sus jumentos,
monaguillos, ciclistas, jubilados leyendo el periódico, raperos
estragados por el baile de San Vito, testigos de Jehová y mendigos
que roncaban a pierna suelta en los ángulos más oscuros e
inaccesibles... Fue, ya digo una experiencia extraordinaria, que me
hizo vacilar entre la conveniencia o no de salir a la superficie.
Cantera de Fuenteheridos, hoy laguna. En el cerro superior se ubica la cueva de Alcalá. |
.
Hablando de grutas, todavía hoy existe la creencia en mi pueblo,
Fuenteheridos, de que las cuevas serranas están comunicadas por
secretos pasadizos y lagos subterráneos, de tal manera que un
animoso navegante sería capaz de recorrer la Sierra por dentro, de
igual modo que tantos se empeñan en recorrerla por fuera. Ninguno de
los geólogos que he podido consultar, gente tanto o más soñadora
que mis paisanos, se atreve a contradecir la teoría del lago
interior -ellos prefieren entenderse en otra semántica-, pero dudan
sin excepción de sus posibilidades turísticas y viajeras. La cueva
de Alcalá, en Fuenteheridos, aledaña a la cantera donde el Montano
extrajera los mármoles de la biblioteca escurialense, sirvió de
refugio en 1936 a siete republicanos de la vecina aldea de
Navahermosa que juían de la inquisición franquista y allí, en unas
confortables hamacas que hoy aparecen deterioradas por la carcoma, se
pasaron cinco años sin que, se sepa, emprendieran viaje alguno al
interior de la Sierra, extremo del que yo tengo mis dudas, como se
verá; tampoco dejaron constancia alguna de que en cualesquiera de
sus pesquisas se encontraran con la Julianita y su príncipe, lo que
tampoco desanima ni un punto la credulidad popular. El caso es que
tras un lustro de inexistencia civil y de reúmas sin cuento, los
republicanos volvieron a sus campos (previa cárcel, claro) y no
quisieron saber nada de realidades ocultas y otros tópicos del
marxismo y la subversión. Se cuenta que uno de los siete, natural de
La Nava, se les murió en el cubil, y tras arduas discusiones sobre
qué hacer con el cadáver, apelando a la dignidad y desafiando
peligros sin cuento, lo transportaron de noche y con una parigüela
hasta la Nava, en cuya entrada lo depositaron para que le dieran
conveniente sepultura. Esta y otras historias tanto o más movedizas que
la presente las escribió un servidor en Tierra Negra, novela
que algo le debe a este artículo. Pero en fin, aquí es donde viene
mi duda: dado que los civiles guardaban ferozmente los caminos,
¿nadie ha pensado que los fugitivos pudieran llegar a La Nava,
remando, por lagos interiores?
Jardín de Villaonuba, creado por Wilhelm Sundheim en 1905 |
A
poco que uno trepe a los recios olivos que ocultan la vastísima
cueva de Alcalá, se avizoran las pingoyas del jardín de Villaonuba,
ideado por un tal Sunda -Sundheim para los políglotas-, personaje
célebre de la época, que se había puesto rico con la construcción
de los caminos de fierro y otros negociados de la contaminación, y que al llegar a Fuenteheridos, no tuvo
otra ocurrencia que concebir un jardín dentro de un jardín, un
laberinto dentro de un laberinto, con cedros del Líbano y sequoyas,
que dan al recinto el aspecto visionario de un bosque tudesco de los
que retratara Friedrich. A la imaginación nativa no le es difícil
columbrar por estos andurriales frecuentados por la quietud y las
sombras, geniecillos oscuros de los que llaman duendes o trasgos, que junto a
otros más autóctonos como marimantas o simbúscalos, se pasan el
día enredando con las amanitas muscáridas y otras yerbas propicias
a las apariciones y a la ensoñación.
Justamente
en la ensoñación vive la vecina aldehuela ya deshabitada de Las
Cañás, en el camino real entre Galaroza y Valdelarco; su única
calle, hoy jalonada por escombros, vio pasar en su día la jaca
gallarda del gran Antoñiyo de Valdelarco, bandolero ilustre y
juncal, que en afrenta de novias mató a un señorito y se echó a
los montes para vagar por estos parajes, durmiendo entre la apretada
fronda de los cipreses cementeriales y en otros lugarejos
resguardados de la limitada inventiva de los tricornios y de las
flechas delatoras. Precisamente una delación lo mandó al penal de Ceuta y de
allí volvió al cabo aún más montaraz y más escéptico. En su
cuna, Valdelarco, se lo recuerda con orgullo, como recuerdan el día
en que un pelotón gabacho que había salido a tomar la villa, en
plena guerra de la Independencia, se perdió entre la niebla que
ocultaba el caserío, sin que las fuentes aclaren si el pelotón fue
hallado o si, por el contrario, continúa vagando como alma en pena
por los cerros de Puerto Lanchar. Esta niebla tremebunda podría ser
la causa por la que el franquismo enviara a Valdelarco a ciertos
individuos que pudorosamente se salvaron de morir en las cunetas, con
la esperanza de que se les acabase metiendo dentro de los huesos
hasta retorcerlos como liaras. Mi abuela se hacía tratar por uno de
estos galenos marxistoides una tediosa enfermedad que le afectaba a
los huesos, de manera que muy de mañana aparejábamos las mulas y
allí que nos íbamos mi madre, ella y yo, a visitar al defenestrado
galeno, hombre pulcro y eficaz, en quien mi abuela, devotísima de
una Reina de los Ángeles dejada por imposible, mantenía una fe
inquebrantable. Pues bien, era llegar a la curva de las Alberquillas,
y las mulas, cerriles, se negaban a continuar, barruntando algún
peligro (si no lo fuera dar con nuestros huesos en el suelo) hasta
que tras algún cabrestazo de por medio, entraban en razón y en
seguida avistábamos la plaza del Arroyo, que más que plaza parece
teatro por el cómo las solanas se escalonan sobre el remanso del
barranco. El sobresalto de las bestias no era del todo gratuito, pues
esa fuente, como supe mucho después, es lugar de apariciones y
misterios, de amores encontrados y trágicos, estrevejín de
pasiones y vilipendio de facas, aunque no es imposible que los
barruntados fueran los soldados gabachos a quienes la historia quiere
vagando interminablemente por las inmediaciones.
Por
cierto que, hablando de la Virgen de los Ángeles, Ignacio Navarro,
natural de Alájar, me cuenta que en julio del 36, los mineros de la
Cuenca llegaron a la Peña del Montano con la intención de quemar
todo cuanto hallaran a su paso, y así hicieran, de modo que la
Virgen, talla de mérito, muy bella y menuda, desalojada sin
contemplaciones de su hornacina, fue a dar contra el suelo (una
baldosa rota da hoy fe del suceso), de donde algún alajeño
republicano la recogió y escondió en tronco de árbol o cuadra de
bestias. Quiso la paradoja y el afán de los nacionales, que el rojo
impío que guardó la talla acabara en el paredón, de modo que ya
nunca más se supo de la primigenia virgencita, que viene a sumarse
así a los seres del trasmundo, tan a su pesar.
Tras
este desvío involuntario, digamos que existe un caminillo que tras
cruzar la aldehuela de Las Cañás, se dirige como una metáfora
hacia poniente. En el Valle de la Novia, que así llamaron los moros
a Galaroza (y aquí podríamos echar otro reveso), por ser tierra
regalada, verdurosa y amena, nació Jesús Arcensio, que fue, no
necesariamente por este orden, espía, bebedor, galán, dueño de un
cabaret, actor, suicida y notable poeta, pero que al pasar por el
puente del Infierno, pasadas las Chinas, le dio al flamenco esta
letrilla displicente y hermosa: Mira
si soy desprendío / que al pasar por el puente / tiré tu cariño al
río.
Pero Galaroza es tierra brava y burladora, donde, de creer a los
lugareños, hasta ayer mismo aparecíanse en sus fuentes ninfas
turbadoras y truhanas, que se ocultaban entre helechos o se escondían
bajo tierra para asombro y desesperación de los mozos. Imbuidos por
el calor del mosto de la tierra, que aquí es amargo y antiguo, los
propios mozos atribuían a tales doncellas un resplandor ambarino y
transparente cual alas de libélula. En un pueblo optimista y de
aguas embelesadas, donde hasta la fuente tiene forma de lira, y a un
barrio anegado por el Múrtigas le llaman no menos que Venecia, tales
desahogos no embarazan ni causan estupor, antes al contrario. Pero
dejando de lado esa visión vitalista y floral que las más de las
veces nos seduce de Al Jaroza, existe en esta villa un sesgo trágico,
una impronta excesiva y sublime, que lleva a novios sucesivos,
asfixiados por la realidad, agraviados por los prejuicios sociales, a
suicidarse en las albercas -el tema lo estudia Rodolfo Recio.
Vista de Fuenteheridos |
Pero
cómo maravillarse de tamañas apariciones, de tan enérgicas
distorsiones de la realidad, si los poetas actuales se empeñan en
haber oído, de noche, nidiamente, las jacas tristes del contrabando
en lugares tan distantes e insospechosos como Jabugo, Encinasola,
Aroche o Cumbres Mayores, sitios montunos y maravillados, como es
notorio. Pero no sólo los poetas actuales, acogidos al perdón de
las metáforas, escuchan los cascos de las jacas del contrabando. Ya
el arocheno Félix Lunar, hombre aherrojado, tenaz y novelero donde
los haya, hubo de luchar contra los corceles de los caciques de turno
(y qué fue el contrabando, sino la salida natural al caciquismo),
hasta que asqueado del mundo, marchó a la Cuenca Minera donde no
tardó en romperse el alma luchando contra el colonialismo
encorsetado y cabrón de los british, tan ponderado hoy por algún
poetitita vaporoso y cañí.
Tito, de Baile del Sol, en Almonaster, mezquita. |
Juíos
como el Montano o Antoñiyo, debieron ser los maquis de San Telmo,
aldea corteganesa, donde se data la aparición del maquis peninsular,
o los que, un par de siglos antes plantaron en Castaño del Robledo
ese gran edificio que allí llaman el Monumento y donde, me consta,
penan todavía los espíritus de quienes en sus muros fueron
fusilados, como bien sabe el amigo Paco Pérez, que aquí ambientó
una novela y desempolvó algunas tumbas. Yo tuve ocasión de apreciar
esos espíritus bajo su nave recién cubierta, la noche decembrina en
la que la Niña de Huelva, poco antes de morir, cantó por derecho y
del revés nada menos que a Federico García Lorca, creedor de
duendes y sonidos negros, fusilado en un olivar de la lejana Viznar.
Los impactos de las balas que aún guardan las paredes del Monumento
se estremecían ante la voz de aquella mujer menuda, que devolvía
por su garganta el desatado magnetismo de la iglesia. Por allí,
preguntad a Gerardo Illi, andaban desatados los susodichos duendes,
las susodichas ninfas de Galaroza, la susodicha Julianita, las jacas
susodichas del contrabando y hasta el espíritu heterodoxo y
susodicho de Arias Montano, que fue párroco en su otra iglesia, que
no es moco de ángeles y tiene a un Lenin de escultura en el dudoso papel de moro santiaguero. Por la voz de La Niña salían a borbotones
el dolor de los juíos, de todos los juíos pasados, presentes y
futuros, las marimantas de Linares de la Sierra, las trágicas moras
zufreñas, los alarifes insomnes que levantaron la mezquita de
Almonaster, las fíbulas encontradas en el cerro de Castañuelo, la
voz de Aldana y del rey Sebastián, abatidos por los alfanjes
mahometanos, allá en el moro. Yo estuve esa noche allí y una vez
más hube de rendirme ante mis paisanos, pues era verdad, es verdad,
que el suelo de esta tierra está horadado por laberínticas galerías
y lagos interminables y que uno, de proponérselo, puede viajar, como
he tratado de hacer en estas líneas a través de ellos, siguiendo
los quejíos rotos de la Niña de Huelva, que luego se nos murió
como hay que morir, en el tajo, mientras hacía unas seguiriyas de Manuel
Torres.
Vista del Ayuntamiento de Zufre |
VIAJE
AL CENTRO DE LA SIERRA
Manuel
Moya
Cuando
el erudito y polígrafo D. Benito Bouzas, dicho el Montano, sintió
sobre su nuca el calor de los férvidos inquisidores, no dudó en
echarse a los montes y cobijarse en una peña perdida y alejada de
todos los caminos, de todos los rigores y de todas las noticias. En
la peña que ahora ostenta su nombre, horadada por cuevas antaño
habitadas por hombres prehistóricos y anónimos anacoretas, cuentan
los hagiógrafos que plantó un huerto, leyó a Horacio, Ovidio,
Propercio, Tito Libio, Avicena y a Ibn Gabirol y, según es fama,
sostuvo animada conversa con chorlos, zurumbelas y nigromantes -que
no debió ser malo el mosto de estos pagos-, todo ello sin dejar de
cantar en impecables hexámetros al humilde manantial oculto entre
breñas y culantrillos. El divino Aldana, amigo y admirador del gran
juío, compuso muy poco antes de embarcarse con el mítico rey
lusitano Don Sebastián hacia la muerte de Alkazarquivir, una célebre
epístola al políglota en la que, acaso infestado por el estrés
cortesano, harto de vérselas con indeseables validos y puercos
menestrales, ponderaba los beneficios de una vida retirada y anónima.
Don
Benito Bouzas, que tal era el verdadero nombre de que hoy conocemos
por Arias Montano, debió soportar malamente el exilio y la vida
retirada y anónima, si bien puso cátedra de latinidad en la
¿extemplaria? Aracena, a tiro de piedra de la que fuera casa de la
inquisición, que a fe que no pongo en danza cuál hubo de ser
primera, si la cátedra o la santísima. Justo en el otro extremo de
la población, vivió algunos años más tarde la beata Madre de la
Santísima Trinidad, que, de seguir a pies juntillas al fantasioso
padre Lorea, su entregado hagiógrafo, platicaba en octavas reales
para tormento de sus hermanas en Cristo, sin menoscabo de pasarse
todo el santo día, como alma que lleva el diablo, recorriendo las
calles de la muy culta, sableando en prosa a sus sufridos paisanos,
quienes por no escucharla acabaron por soltarle los machacantes
necesarios para la construcción del convento de Santo Domingo, que
era donde ella juró aplicarse en cuerpo y alma al martirio lírico
de sus pupilas -Dios las tenga en su Gloria-, quienes tal vez
hubiesen sufrido con mucho más agrado los cilicios, los hartos
ayunos y los rigores de la clausura.
Bajo
los cimientos conventuales de la Gran Hermana, el Amor con mayúsculas
mantenía secuestrada desde tiempos inmemoriales a la Julianita, una
niña hermosa que un día, no sabemos cómo, no sabemos por qué, se
enamoró de un ser subrepticio y principesco que a diario se le
presentaba en la fuente donde ella iba a llenar su cantarito de agua,
que siempre ha sido éste mester de mozas y viudas, vaya usted a
saber por qué rara afección del alma o de Freud. José Nogales,
primero y Juan Delgado después, dan en afirmar que la Julianita fue
raptada por tan lábil aparición, de tal manera que ahora vive la
mar de feliz bajo las faldas del cerro del castillo, en una gruta que
con tanta razón como encanto decimonónico los naturales llaman de
las Maravillas, pero que a lo que nosotros respecta, es palacio del
Ultramundo, y no se hable más. En una visita que hicimos a la Gruta
el pintor José María Franco, el fotógrafo Tomás Martínez, y
quien les habla, me sorprendió muy mucho la inusitada vida interior
de la Gruta -hasta entonces yo sólo la conocía como simple
turista-, constantemente frecuentada por tipos que caminaban con
rollos de cables eléctricos colgados del hombro, muchachos que
aparecían de entre las sombras con una llave inglesa o una caja de
herramientas, paseantes sin más que gesticulaban como lo hubieran
hecho en la Gran Vía, tipos orondos embutidos en flamantes
chaquetas, legiones de turistas que sufrían con tesón las
descripciones languidescentes de los guías, y mucho me engaño si no
vi a mujeres con carritos, niños traviesos que se hurgaban en las
narices, remolones adolescentes fumando marihuana, vendedores
ambulantes, especuladores, monjas, hortelanos arreando sus jumentos,
monaguillos, ciclistas, jubilados leyendo el periódico, raperos
estragados por el baile de San Vito, testigos de Jehová y mendigos
que roncaban a pierna suelta en los ángulos más oscuros e
inaccesibles... Fue, ya digo una experiencia extraordinaria, que me
hizo vacilar entre la conveniencia o no de salir a la superficie.
Pero
hablando de grutas, todavía hoy existe la creencia en mi pueblo,
Fuenteheridos, de que las cuevas serranas están comunicadas por
secretos pasadizos y lagos subterráneos, de tal manera que un
animoso navegante sería capaz de recorrer la Sierra por dentro, de
igual modo que tantos se empeñan en recorrerla por fuera. Ninguno de
los geólogos que he podido consultar, gente tanto o más soñadora
que mis paisanos, se atreve a contradecir la teoría del lago
interior -ellos prefieren entenderse en otra semántica-, pero dudan
sin excepción de sus posibilidades turísticas y viajeras. La cueva
de Alcalá, en Fuenteheridos, aledaña a la cantera donde el Montano
extrajera los mármoles de la biblioteca escurialense, sirvió de
refugio en 1936 a siete republicanos de la vecina aldea de
Navahermosa que juían de la inquisición franquista y allí, en unas
confortables hamacas que hoy aparecen deterioradas por la carcoma, se
pasaron cinco años sin que, se sepa, emprendieran viaje alguno al
interior de la Sierra, extremo del que yo tengo mis dudas, como se
verá; tampoco dejaron constancia alguna de que en cualesquiera de
sus pesquisas se encontraran con la Julianita y su príncipe, lo que
tampoco desanima ni un punto la credulidad popular. El caso es que
tras un lustro de inexistencia civil y de reúmas sin cuento, los
republicanos volvieron a sus campos (previa cárcel, claro) y no
quisieron saber nada de realidades ocultas y otros tópicos del
marxismo y la subversión. Se cuenta que uno de los siete, natural de
La Nava, se les murió en el cubil, y tras arduas discusiones sobre
qué hacer con el cadáver, apelando a la dignidad y desafiando
peligros sin cuento, lo transportaron de noche y con una parigüela
hasta la Nava, en cuya entrada lo depositaron para que le dieran
honesta sepultura. Esta y otras historias tanto o más movedizas que
la presente las escribió un servidor en Tierra Negra, novela
que algo le debe a este artículo. Pero en fín, aquí es donde viene
mi duda: dado que los civiles guardaban ferozmente los caminos,
¿nadie ha pensado que los fugitivos pudieran llegar a La Nava,
remando, por lagos interiores?
A
poco que uno trepe a los recios olivos que ocultan la vastísima
cueva de Alcalá, se avizoran las pingoyas del jardín de Villaonuba,
ideado por un tal Sunda -Sundheim para los políglotas-, personaje
célebre de la época, que se había puesto rico con la construcción
de los caminos de fierro, y que al llegar a Fuenteheridos, no tuvo
otra ocurrencia que concebir un jardín dentro de un jardín, un
laberinto dentro de un laberinto, con cedros del Líbano y sequoyas,
que dan al recinto el aspecto visionario de un bosque tudesco de los
que retratara Friedrich. A la imaginación nativa no le es difícil
columbrar por estos andurriales frecuentados por la quietud y las
sombras, geniecillos oscuros de los que llaman duendes, que junto a
otros más autóctonos como marimantas o simbúscalos, se pasan el
día enredando con las amanitas muscáridas y otras yerbas propicias
a las apariciones y a la ensoñación.
Justamente
en la ensoñación vive la vecina aldehuela ya deshabitada de Las
Cañás, en el camino real entre Galaroza y Valdelarco; su única
calle, hoy jalonada por escombros, vio pasar en su día la jaca
gallarda del gran Antoñiyo de Valdelarco, bandolero ilustre y
juncal, que en afrenta de novias mató a un señorito y se echó a
los montes para vagar por estos parajes, durmiendo entre la apretada
fronda de los cipreses cementeriales y en otros lugarejos
resguardados de la limitada inventiva de los tricornios y de las
flechas delatoras. Una delación lo mandó al penal de Ceuta y de
allí volvió al cabo aún más montaraz y más escéptico. En su
cuna, Valdelarco, se lo recuerda con orgullo, como recuerdan el día
en que un pelotón gabacho que había salido a tomar la villa, en
plena guerra de la Independencia, se perdió entre la niebla que
ocultaba el caserío, sin que las fuentes aclaren si el pelotón fue
hallado o si, por el contrario, continúa vagando como alma en pena
por los cerros de Puerto Lanchar. Esta niebla tremebunda podría ser
la causa por la que el franquismo enviara a Valdelarco a ciertos
individuos que pudorosamente se salvaron de morir en las cunetas, con
la esperanza de que se les acabase metiendo dentro de los huesos
hasta retorcerlos como liaras. Mi abuela se hacía tratar por uno de
estos médicos marxistoides una tediosa enfermedad que le afectaba a
los huesos, de manera que muy de mañana aparejábamos las mulas y
allí que nos íbamos mi madre, ella y yo, a visitar al defenestrado
galeno, hombre pulcro y eficaz, en quien mi abuela, devotísima de
una Reina de los Ángeles dejada por imposible, mantenía una fe
inquebrantable. Pues bien, era llegar a la curva de las Alberquillas,
y las mulas, cerriles, se negaban a continuar, barruntando algún
peligro (si no lo fuera dar con nuestros huesos en el suelo) hasta
que tras algún cabrestazo de por medio, entraban en razón y en
seguida avistábamos la plaza del Arroyo, que más que plaza parece
teatro por el cómo las solanas se escalonan sobre el remanso del
barranco. El sobresalto de las bestias no era del todo gratuito, pues
esa fuente, como supe mucho después, es lugar de apariciones y
misterios, de amorres encontrados y trágicos, estrevejín de
pasiones y vilipendio de facas, aunque no es imposible que los
barruntados fueran los soldados gabachos a quienes la historia quiere
vagando por las inmediaciones.
Por
cierto que, hablando de la Virgen de los Ángeles, Ignacio Navarro,
natural de Alájar, me cuenta que en julio del 36, los mineros de la
Cuenca llegaron a la Peña del Montano con la intención de quemar
todo cuanto hallaran a su paso, y así hicieran, de modo que la
Virgen, talla de mérito, muy bella y menuda, desalojada sin
contemplaciones de su hornacina, fue a dar contra el suelo (una
baldosa rota da hoy fe del hecho), de donde algún alajeño
republicano la recogió y escondió en tronco de árbol o cuadra de
bestias. Quiso la paradoja y el afán de los nacionales, que el rojo
impío que guardó la talla acabara en el paredón, de modo que ya
nunca más se supo de la primigenia virgencita, que viene a sumarse
así a los seres del trasmundo, tan a su pesar.
Tras
este desvío involuntario, digamos que existe un caminillo que tras
cruzar la aldehuela de Las Cañás, se dirige como una metáfora
hacia poniente. En el Valle de la Novia, que así llamaron los moros
a Galaroza (y aquí podríamos echar otro reveso), por ser tierra
regalada, verdurosa y amena, nació Jesús Arcensio, que fue, no
necesariamente por este orden, espía, bebedor, galán, dueño de un
cabaret, actor, suicida y notable poeta, pero que al pasar por el
puente del Infierno, pasadas las Chinas, le dio al flamenco esta
letrilla displicente y hermosa: Mira
si soy desprendío / que al pasar por el puente / tiré tu cariño al
río.
Pero Galaroza es tierra brava y burladora, donde, de creer a los
lugareños, hasta ayer mismo aparecíanse en sus fuentes ninfas
turbadoras y truhanas, que se ocultaban entre helechos o se escondían
bajo tierra para asombro y desesperación de los mozos. Imbuidos por
el calor del mosto de la tierra, que aquí es amargo y antiguo, los
propios mozos atribuían a tales doncellas un resplandor ambarino y
transparente cual alas de libélula. En un pueblo optimista y de
aguas embelesadas, donde hasta la fuente tiene forma de lira, y a un
barrio anegado por el Múrtigas le llaman no menos que Venecia, tales
desahogos no embarazan ni causan estupor, antes al contrario. Pero
dejando de lado esa visión vitalista y floral que las más de las
veces nos seduce de Al Jaroza, existe en esta villa un sesgo trágico,
una impronta excesiva y sublime, que lleva a novios sucesivos,
asfixiados por la realidad, agraviados por los prejuicios sociales, a
suicidarse en las albercas -el tema lo estudia Rodolfo Recio.
Pero
cómo maravillarse de tamañas apariciones, de tan enérgicas
distorsiones de la realidad, si los poetas actuales se empeñan en
haber oído, de noche, nidiamente, las jacas tristes del contrabando
en lugares tan distantes e insospechosos como Jabugo, Encinasola,
Aroche o Cumbres Mayores, sitios montunos y maravillados, como es
notorio. Pero no sólo los poetas actuales, acogidos al perdón de
las metáforas, escuchan los cascos de las jacas del contrabando. Ya
el arocheno Félix Lunar, hombre aherrojado, tenaz y novelero donde
los haya, hubo de luchar contra los corceles de los caciques de turno
(y qué fue el contrabando, sino la salida natural al caciquismo),
hasta que asqueado del mundo, marchó a la Cuenca Minera donde no
tardó en romperse el alma luchando contra el colonialismo
encorsetado y cabrón de los british, tan ponderado hoy por algún
poetitita vaporoso y cañí.
Juíos
como el Montano o Antoñiyo, debieron ser los maquis de San Telmo,
aldea corteganesa, donde se data la aparición del maquis peninsular,
o los que, un par de siglos antes plantaron en Castaño del Robledo
ese gran edificio que allí llaman el Monumento y donde, me consta,
penan todavía los espíritus de quienes en sus muros fueron
fusilados, como bien sabe el amigo Paco Pérez, que aquí ambientó
una novela y desempolvó algunas tumbas. Yo tuve ocasión de apreciar
esos espíritus bajo su nave recién cubierta, la noche decembrina en
la que la Niña de Huelva, poco antes de morir, cantó por derecho y
del revés nada menos que a Federico García Lorca, creedor de
duendes y sonidos negros, fusilado en un olivar de la lejana Viznar.
Los impactos de las balas que aún guardan las paredes del Monumento
se estremecían ante la voz de aquella mujer menuda, que devolvía
por su garganta el desatado magnetismo de la iglesia. Por allí,
preguntad a Gerardo Illi, andaban desatados los susodichos duendes,
las susodichas ninfas de Galaroza, la susodicha Julianita, las jacas
susodichas del contrabando y hasta el espíritu heterodoxo y
susodicho de Arias Montano, que fue párroco en su otra iglesia, que
no es moco de ángeles. Por la voz de La Niña salían a borbotones
el dolor de los juíos, de todos los juíos pasados, presentes y
futuros, las marimantas de Linares de la Sierra, las trágicas moras
zufreñas, los alarifes insomnes que levantaron la mezquita de
Almonaster, las fíbulas encontradas en el cerro de Castañuelo, la
voz de Aldana y del rey Sebastián, abatidos por los alfanjes
mahometanos, allá en el moro. Yo estuve esa noche allí y una vez
más hube de rendirme ante mis paisanos, pues era verdad, es verdad,
que el suelo de esta tierra está horadado por laberínticas galerías
y lagos interminables y que uno, de proponérselo, puede viajar, como
he tratado de hacer en estas líneas a través de ellos, siguiendo
los quejíos rotos de la Niña de Huelva, que luego se nos murió
como hay que morir, en el tajo, haciendo unas seguiriyas de Manuel
Torres.
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