Desconocía de la existencia de Antonio Ortuño (México, 1979) hasta que el año pasado (2016) se alzó con el premio Ribera del Duero de relato por su libro La vaga ambición, que publica Páginas de espuma. No suele fallar este premio y si no pregunten por Siete casas vacías de la argentina Samanta Schweblin, libro inquietante y redondo. Desde entonces he leído algunos de los relatos de Ortuño en los que destaca su inteligente sentido del humor que no rehuye la excentricidad, su limpieza de ejecución y su enorme swim narrativo. Es autor de algunos libros de relieve como El jardín japonés, La Señora rojo, Agua corriente y el citado La vaga ambición, eso por remitirnos a sus colecciones de cuentos. El relato que hoy reproducimos es acaso el que más veces haya visto la luz de toda su producción. En él, creo, se reúne gran parte del universo narrativo y el talento indudable de este joven cuentista mexicano.
LA
SEÑORA ROJO
Antonio
Ortuño
En
mi jardín hay una tortuga del tamaño de una mesa. Agoniza, hace
días, bajo el ventanal. Nunca me han entusiasmado los animales, pero
las tortugas tenían ante mí el prestigio de la mudez. Pues no:
hacen ruido. Esta, al menos, emite unos gemidos que complican el
sueño y arruinan el desayuno.
Mi
mujer y las niñas la riegan por las noches y le ofrecen comida. La
bestia, lánguida, masca la lechuga pero al poco rato la vomita,
convertida en una pasta sangrienta que hay que disolver a
manguerazos. Las niñas parecen considerar gracioso el proceso y han
comenzado a entregarle apios o coles a nuestras espaldas, con el
resultado de que su cuerpo está rodeado, ahora, por un círculo de
hierba calcinada por las náuseas. Además de afearnos la vista, la
alimaña nos destruye el zacate.
Cientos
de tortugas llegaron a la ciudad en los meses pasados. Casi todas
fueron inmediatamente atropelladas, o lanzadas al vacío desde los
puentes peatonales (y, consecuentemente, atropelladas), o utilizadas
como tambores por los muchachos del tianguis cultural (decoradas,
claro, con telas de colores, como bailarinas de salsa) y después
convertidas en sopa en los barrios periféricos y en más de un
fraccionamiento amurallado.
Comprendo y aplaudo a todo
verdugo de tortugas: si no fuera un sujeto esencialmente holgazán,
como soy, saldría ahora mismo al jardín y arrastraría al monstruo
a la calle para que lo atropellaran. Pero como no tengo la menor
intención de llenarme los pantalones de sangre y vómito, me limito
a mirar cómo la riegan, aprovechando las dos horas de agua que nos
corresponden por las noches. Si viviera, mi padre diría: Trabajas
todo el día para que tu agua la aproveche una tortuga desahuciada.
Eres un pobre imbécil.
Trato
de leer el diario, pero estoy harto de las noticias sobre animales de
van a morir en sitios en donde ni siquiera se suponía que vivieran.
De cualquier modo, la tos de la bestia tampoco permitiría avanzar
demasiado en el libro que abandoné desde su llegada. Nadie sabe
porqué están en la ciudad. Algunos sospechan del clima. El
delirante calor es bueno para las tortugas delirantes.
Una
mañana, descubro que las niñas hablan con gran familiaridad de una
Señora Rojo e intercambian risitas. Alarmada, mi mujer me confiesa
que bautizaron así al animal, aunque su sexo sea una conjetura. El
Rojo es por la sangre, claro, que ahora sale de su boca a borbotones
hasta cuando no se le da lechuga.
Eso
significará que el fin se acerca, quizá, pero mientras la muerte
vacila, mi jardín y la zona de la casa que se asoma al ventanal han
comenzado a apestar. Temo que los camiones asignados por el gobierno
para recoger los cadáveres me multen por mantener con vida a este
filete en putrefacción.
Mis
miedos se consuman. Una noche, al llegar del trabajo, me encuentro
con que un agente ha adherido una multa al caparazón de la Señora
Rojo. ¡Setecientos pesos! Por ese precio habría podido rentar un
carro alegórico que le diera dos vueltas a la ciudad. En venganza,
le ofrezco dos lechugas como cena y subo el volumen del televisor
cuando le comienzan las arcadas. Ojalá le duelan.
-Déle
a beber un poco de cloro -me sugiere el vecino, a quien consulto
cuando lo veo sacar un cadáver en una gran bolsa negra. -Con un
vasito que le haga pasar, se deshace del bicho.
Pero
la Señora Rojo es tan lista que no bebe el cloro, sino que lo escupe
cuidadosamente en mis zapatos.
El
interés de las niñas decae, lo mismo que la compasión de mi mujer.
Ahora, unas y otra se quejan del olor y me hacen responsable del
bienestar de la cosa. Me empujan a llamar a un veterinario o,
insinuantemente, a lanzarla por encima del muro, hacia el jardín del
vecino. La segunda idea no parece mala, pero para levantar semejante
montaña de aletas y carey se necesitan unas fuerzas hercúleas que
no poseo. Fracaso al cargarla: la bestia vacía su estómago
presionado sobre las perneras de mi pantalón.
Los
días se vuelven oscuros. Pierdo de tal modo el hilo de las noticias
-cómo leer diarios, cómo mirar el televisor a unos metros de donde
la Señora Rojo tose- que me toma por sorpresa la llegada del grupo
de biólogos de la Universidad.
Bendigo
mentalmente a mi vecino. Las niñas imploran que no la entreguemos,
pero yo recompenso a los biólogos con quinientos pesos y un vaso de
agua para cada uno.
Nuestra
primera noche de paz es estupenda. Regamos la zona de hierba quemada
y removemos la tierra. Acostamos temprano a las niñas y mi mujer se
pone el camisón transparente. Dormimos a la perfección.
Mi
mujer cubre su desnudez con una precaria sábana. Yo me envuelvo en
otra, como un cónsul romano, y a toda prisa acompaño a las niñas,
que me jalan las manos, ávidas de guiarme.
No
es, desde luego, nuestra vieja Señora Rojo. Es un ejemplar mayor,
pesado y enfermo, llegado quién sabe cómo a mi hierba. Huele como
un batallón de Señoras Rojo en agonía.
Carajo.
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