Acaso La sombra del caimán sea el cuento que más veces haya publicado. Mi segundo libro de relatos ya levaba su título por ser el cuento más emblemático. Es un cuento claramente cortazariano, pues en mi juventud fui un fervoroso lector de Cortázar. Tuve la cosa de ocultar aquellos cuentos que más debían al rioplatense y durante unos años me dio por matar a aquel padre que tanto me ha enseñado y a quien tanto debo. Hoy traigo aquí este cuento que acaso camine libremente ya por internet. Habla de los miedos, de los deseos y de los miedos. En fin, espero les guste.
LA
SOMBRA DEL CAIMÁN
Puede
que alguno de ustedes recuerde mi historia. La televisión y los
periódicos la explotaron en su día hasta la saciedad. Debo
asegurarles, sin embargo, que muchas de las informaciones que les han
llegado al respecto, incluyendo las entrevistas que en su día
hicieron a mi mujer, suelen caer en un cierto tono fantasioso y
errático, que muy poco tienen que ver con la realidad. Entiendo que
la vida es endiabladamente dura, que la gente tiene que comer, que
pagar sus hipotecas y cambiar de cuando en cuando de coche o de
nevera, pero me cuesta creer que haya tanta gente que esté deseando
hacerse con unos cuartos con el infortunio de los demás. Si elegí
este centro fue porque en él, se me aseguró, podría contarlo todo
con libertad. Consideren, por último, que ante la maraña de
versiones interesadas que han salido a la luz durante estos meses y
que he tenido que leer incluso por prescripción facultativa, hasta
yo mismo he ido acomodando algunos detalles equívocos a mi propia
versión, sin que ello, eso sí, contamine gravemente la verdad.
Ana
acababa de llegar de uno de esos reportajes fotográficos que le
llevaban de uno a otro lado del mundo, visitando cráteres o ruinas,
fotografiando desastres, levantamientos armados y todo lo que le caía
al paso. En aquella ocasión le había tocado Venezuela, un país por
el que Ana se sentía atraída desde que una vez anduvo haciendo un
reportaje sobre la Guajira. Un mes entero pateando los barrios más
impenetrables del viejo Maracaibo de la mano de un escritor de moda,
había acentuado aún más esa vieja atracción y la verdad es que
venía radiante y cargada de corotos. Entre ellos un frasco grasiento
y vacío donde los indios, aseguraba, habían tenido la ocurrencia de
encerrar la sombra de un caimán.
Han
escuchado bien: la sombra de un caimán.
Pueden
suponer que se trataba de un frasco corriente, lacrado con un
sencillo emplasto de hojas desconocidas. Tras tomarlo entre mis
manos, vi con cierto alivio que en él no había indicio alguno de
sombra ni de nada, y como no era cuestión de disimular mi decepción,
me acerqué a la ventana y contemplé la ciudad, que empezaba a
encender sus farolas. Esto, me dije observando el alfabeto de luces
minúsculas que describían un arco en torno a la bahía, sí que es
la sombra de un caimán. Pilar, en cambio, consideró el frasco con
el mismo interés con que hubiera considerado una crátera romana o
una fíbula ibérica, deseando encontrar fervientemente algún
indicio del reptil en su interior, para así congraciarse con ese
talante esotérico y soñador de su hermana.
Una
mañana -contaba la reportera-, cuando fotografiaba un estrafalario
mercadillo, se le acercó un individuo de aspecto aindiado, envuelto
en una especie de bata raída que apenas le dejaba ver unos tobillos
salpicados de bubas resecas y cicatrices, y cuyo color, si es que
algún día lo tuvo, resultaba bastante difícil de precisar. El
personaje se defendía dificultosamente en un castellano contagiado
de esa curiosa aflicción que parece inocular a los indios apenas se
alejan unas leguas de su huaca. Tras un rato de cháchara, el indio
extrajo algo de entre las ropas y, tras un gesto de calculada
humildad, se lo extendió a la sorprendida reportera. Ana no se
atrevió a examinar aquello que sólo parecía una mísera botella
envuelta en hojas.
Ella,
que en esos momentos ni siquiera se atrevía a mirar cara a cara al
desconocido, recibió el frasco con cautela, aunque por más que lo
evaluaba, no parecía distinguir nada en él. El indio, mientras
tanto, no dejaba de mover mucho las manos dentro de su bata, como si
de un momento a otro fuese a levantar el vuelo. Ana, incapaz de
quitárselo de encima, acabó por pagar los pocos bolívares que le
pedía. El indio, sin embargo, parecía molesto por la rapidez con
que se había cerrado el negocio y lejos de tomar el dinero y
marcharse, como ella hubiera querido, seguía moviendo mucho las
manos, asegurándole por gestos que allí dormía la sombra de un
caimán. La ya innecesaria tozudez del hombre persuadió a la turista
de que en el frasco había algo, y tras examinarlo más
concienzudamente, creyó sorprender algún movimiento en su interior.
Taií,taií
shacaré,
repetía de manera cansina el indio, sin atreverse a levantar los
pies del suelo y echarse a volar sobre un cielo plano como un espejo.
Más sosegados ambos, Ana fue traduciendo sus palabras, y supo que en
la impronunciable región de donde provenía el indio, se guardaban
las sombras de caimán en calabazas hasta que lospessona,
como él los llamaba, vinieron con sus botellas de cristal a meter
las sombras de los árboles y de los arroyos, de los muertos e
incluso de quienes no habían nacido todavía, para venderlas en los
hoteles para extranjeros, donde pedían por ellas cantidades
desorbitadas. Supo también que las sombras permanecen durante muchos
inviernos y veranos quietas, protegiendo el hogar, hasta que les
entra la querencia del río y de la carne y escapan sin que se las
vuelva a ver. Así, concluía el indio, son lassombra.
El
relato se parecía tan extraordinariamente a aquellos cuentos
hispanoamericanos que Ana solía leer, que lo supuse uno de ellos,
desde luego no el más original. Al fin y al cabo, argumentaba con
esa candidez tan suya que era casi una delación, de algún lugar
tienen que sacarse esas historias. La cuestión, le repliqué, es que
el indio ese te ha birlado un par de dólares por el casco de una
gaseosa.
Pero
Ana estaba tan convencida de la veracidad de su historia, que hasta
me quiso persuadir de que durante el viaje, en el que no se atrevió
a separarse de la botella, había llegado a la convicción de que en
su interior había vida. Desde luego, se han visto cosas mucho más
difíciles de creer, exclamé con ironía. Los indios, replicó muy
seria, son animistas, así es que su relación con el entorno nada
tiene que ver con la nuestra. Si ellos dicen que pueden encerrar las
sombras, es porque lo hacen, porque lo han estado haciendo durante
cientos de generaciones. Para dar por terminado el asunto, se sacó
del bolso un papel donde aparecían anotadas las instrucciones que el
indio le chapurreó para la idónea conservación del frasco. La
sombra del caimán, concluyó Ana, protege de otras sombras, pero una
caída, una pérdida, cualquier absurdo contratiempo, podría volver
todo del revés y hacer que la sombra pase a estar en nuestra contra.
Ante
tales perspectivas, Pilar se apresuró a buscarle un lugar tranquilo
y alejado del trasiego doméstico, donde no pudieran llegar las manos
de Helena, nuestra hija de tres años. Ana, maliciaba yo, acabaría
olvidándose del asunto en un par de meses. Entonces nosotros, libres
de sus fantasías, podríamos deshacernos del frasco arrojándolo a
un río (allí el caimán...) o dejarlo en un contenedor de vidrio.
La verdad es que no estaba dispuesto a compartir mi casa con la
sombra advenediza de un caimán.
Como
sucede con todos los cachivaches que un buen día traspasan la puerta
de cualquier hogar, también aquello
acabó por perderse en una polvorienta balda, en el lugar que la
prevención y el olvido acabaron por asignarle. Sólo muy de tarde en
tarde, al pasar el trapo por las estanterías o al buscar la funda de
las gafas o un mechero extraviado, volvía a aparecer el frasco,
vacío e inquietante como una de esas hachas de sílex que mi mujer
dibujaba en casa para la Salvat. Era entonces cuando el relato de Ana
volvía a nuestra memoria con tenebrosa y tozuda transparencia. Nos
inquietaba, eso sí, caer en algún error, en algún descuido. La
incredulidad, como todo, tiene sus límites y tampoco era cosa de
poner en entredicho al destino por una cuestión tan inofensiva como
un sencillo y mugriento frasco de cristal sellado con un tapón de
hierbas. Sólo los frágiles recuerdos de familia o las piezas
fabulosas que Pilar compraba a un vecino algo chiflado y expoliador
de dudosos yacimientos arqueológicos, obtenían de nosotros la misma
precaución que reservábamos para el frasco. Fuera de estos
fortuitos encuentros, seguíamos una vida completamente relajada, sin
otras inquietudes que las periódicas convulsiones de la cuenta
corriente.
Pero
la vida, ya se sabe, acaba siempre por ponernos en lo peor. En verano
mandamos pintar la casa, aprovechando que nos íbamos de vacaciones.
A la vuelta, nos encontramos con un piso radiante. Las habitaciones
parecían más altas, más amplias, mucho más acogedoras... Me
ocupaba de colocar las conservas en el frigorífico, cuando se
escuchó el grito seco e ininteligible de Pilar.
-¡El
frasco, Manuel, ha desaparecido el frasco! -exclamaba, señalando
nerviosamente el lugar donde siempre estuvo-. No está, ha
desaparecido.
-Tranquila,
mujer, tranquila. Acuérdate de Ana. Le habrá llegado la querencia
del río o qué sé yo -dije, tratando de controlar la situación.
-No
digas tonterías. Aquí no hay río, ni selva ni nada.
-Sea
lo que sea -continué-, no hay por qué ponerse así. Al fin y al
cabo era un estorbo. Si ha decidido marcharse...
-Pero,
¿y sí a partir de ahora...?
Fue
como si me hubieran golpeado con un martillo neumático en las
mandíbulas. Sin decir palabra, con el miedo socavándome los huesos,
nos enzarzamos en una búsqueda desesperada: rastreamos encima y
debajo de los armarios, en el horno, en los huecos de las camas, en
cada una de las repisas, en el trastero de la terraza, detrás de la
lavadora, en los cajones del escritorio, entre los juguetes de
Helena, en los rincones más inverosímiles y recónditos de la casa
donde sin saber cómo ni entender por qué, suelen acabar los objetos
perdidos. Sólo después de darle un millón de vueltas, tomando
siempre los caminos y las hipótesis más tortuosas, se nos ocurrió
lo evidente, y lo evidente era que el frasco había desaparecido
durante la limpieza. Era posible que hallándolo vacío y
nauseabundo, los propios pintores se hubieran deshecho de él,
ahorrándonos a nosotros el trago de su desaparición.
Sí,
eso sería.
-El
muchacho es que no se lo explicaba -me confesó uno de los pintores-.
Dale que dale con que en la botella había un bicho. Coño, que
incluso decía que le había hecho un no sé qué en las manos.
Figúrese.
Pero
el muchacho ya no trabajaba con ellos. Pocos días después del
incidente tuvo un percance con la moto y aún andaba de hospitales y
de líos. No me fue difícil localizarlo entre los pacientes de una
clínica cercana, de forma que aquella misma tarde pude tener una
pequeña conversación con el muchacho, al que encontré escayolado y
con un collarín protegiéndole el cuello. Era amable y algo tímido.
Hablaba como contrapesando mucho unas palabras que, no sólo
confirmaban la historia del pintor, sino que añadían algo que lo
inquietaba: el frasco, vacío a todas luces, pareció cobrar súbito
calor y movimiento en cuanto lo alzó de la repisa y lo sostuvo entre
sus manos, de manera que en pocos segundos le estaba quemando las
yemas de los dedos. Dentro, continuó, parecía que hubiese un bicho
o algo aún peor. ¿Una tortuga, un pájaro, una sombra acaso?,
pregunté evitando un énfasis que me hubiera delatado. No lo sé, no
lo sé, contestó, el caso es que se puso tan caliente que tuve que
soltarlo. Se lo juro, es como si allí dentro hubiera algo... y acabó
haciéndose polvo contra el suelo.
Tenía
buenas razones para no inquietar a Pilar con tales detalles. También
le ahorré, como haré con ustedes, lo que el muchacho me confesó
sobre los días que siguieron al suceso, porque eso es parte de otra
historia que sólo cuento cuando vienen autoridades. Nuestra vida,
tras ese imprevisto avatar, transcurrió sin más. Pilar seguía con
sus dibujos zoológicos para la enciclopedia botánica; Helena se las
arreglaba con la ortografía y yo, me las arreglaba con los turnos en
la fábrica de envases. Estaba claro que la ira del caimán, si es
que cabía hablar de ira y de caimán, se cebó con el pobre
muchacho, al que solíamos acompañar mi hija y yo algunas tardes a
dar un paseo por el parque.
Nos
tomamos un largo respiro hasta que el siguiente verano me tuve que
quedar sin vacaciones por las reformas que los nuevos dueños
pensaban afrontar en la empresa. La nueva maquinaria exigía ponerse
al corriente a fin de que en septiembre todo estuviera a punto para
reanudar la producción. Pilar y Helena pasaban el verano en el
pueblo, lejos del aire pegajoso de la ciudad, quizás poniendo tierra
de por medio a una relación que se hacía cada vez más compleja, y
en la que no faltaban agrias y estruendosas discusiones. Ana, por su
parte, andaba en Cuba, acompañando a otro conocido escritor,
enzarzados ambos en un reportaje sobre los alrededores de la base
militar de Guantánamo. Nos contaba en el dorso de una playa de
cartulina, que se pasaba el día tomando el sol en un lugar que tenía
el enrarecido aspecto del Paraíso, mientras su escritor se había
reencarnado en una esponja capaz de acabar con las existencias de ron
y guajiros de todo el Caribe. Yo entretenía las tardes adecentando
la casa, ordenando un caos de papeles, hallazgos arqueológicos y
recuerdos difusos que empezaban a poner en peligro la estabilidad del
edificio.
Aquella
tarde -no se me va de la cabeza aquella tarde- había previsto
limpiar la moqueta del salón, que al cabo de los años acabó por
adquirir un aspecto macilento, inimaginable cuando la elegimos en el
bazar turco, recién instalados. Como pude, fui enrollándola, pero
pesaba como un muerto. Bajo su urdimbre descansaba una ruda costra de
polvo que formaba un cerco rectangular y uniforme que supuse se iría
apenas con una pasada de cepillo. No fue así. Al verla pensé que se
trataba de una forma caprichosa, la mancha de algún producto químico
o, incluso, un extraño efecto de la solería. Al cabo de un rato
descubrí con escalofrío que aquella forma inverosímil correspondía
con exactitud a la sombra de un caimán. Incrédulo, aturdido por el
hallazgo, salí a buscar un poco de aire a la terraza, pero la
maldita imagen del reptil no se me iba de la cabeza.
Cuando
me calmé un poco, volví al lugar y comprobé que no se trataba de
ninguna pasajera alucinación. La sombra continuaba allí,
aparentemente quieta, agazapada, como tensionando el lomo y las patas
en lo que, sin duda, podía ser el inicio de un movimiento; era una
sombra nítida, en la que se reproducían con detalle, los trazos de
su dorso, las escamas de sus patas, los pequeños bultos de su
cabeza, la opacidad de sus ojos... Una sombra, dios, que permanecía
insobornable tras los botes de lejía y aguafuerte que derramé sobre
ella...
El
mundo daba vueltas como un tren sin maquinista. De pronto mi cabeza
era un avispero de preguntas. ¿Cómo es que se había quedado con
nosotros? ¿Por qué no se había refugiado en las cloacas, donde sin
duda viviría en su ambiente? ¿Qué mal le habíamos hecho en
aquella casa? ¿Qué es lo que querría finalmente de nosotros?
Estuve en vilo toda la noche. La idea de convivir con la sombra, de
entregar mi hija a aquel monstruo, lo pueden suponer, me aterraba.
Una absurda maldición había entrado, para quedarse, en nuestra casa
y yo debía encontrar con urgencia una solución. Aguardé con
ansiedad a que amaneciera, a que las luces volvieran a poner las
cosas en su lugar y las gentes, insomnes, se embarcaran en el
trasiego, en el ruido, en todas esas tensiones diarias que las aíslan
del vacío y del terror. En cuanto amaneciera tendría que deshacerme
de la maldita sombra, arrojándola como fuese de nuestras vidas.
Y
todo lo que se me ocurrió fue llamar a una constructora para que
enviasen lo antes posible media docena de albañiles. Al cabo de dos
horas, la casa era un frenético ir y venir de escombros y baldosas.
Por la noche la operación había concluido.
-Pero
hombre de Dios, no se inquiete usted por estas tonterías -me había
confiado el más viejo de los albañiles en un aparte-, son las
tonterías del terrazo. ¿Por qué cree usted que ya nadie lo pone?
Los fabricantes -me guiña- no saben dónde ahorrarse pasta y
utilizan el cemento casi muerto, el que no quiere nadie y luego, ya
ve usted, pasa lo que pasa. Esto suyo no es nada, yo he visto casos
mucho peores.
-Pero
este era
un caimán... -contesté con cierto alivio.
-Figúrese,
cucarachas, arañas, gatos, dinosaurios, cuervos, ya le digo, de
todo. Hasta un cuadro famoso he visto. Con eso le digo bastante. La
cosa está en el cemento, ¿sabe?, que le ponen el más barato y
enseguida empieza a echarse a perder.
Tampoco
esa noche pude dormir a pesar del cansancio y la alteración, del
trasiego de cajas y de escombros. No acababa de tenerlas todas
conmigo. Un verdadero caimán no se daría por vencido así como así,
y, lejos de amilanarse, no tardaría en volver a dar la cara. Los
días posteriores consistieron, pues, en un minucioso rastreo del
piso, en el que puse patas arriba hasta los cientos de libros de
botánica y arqueología que combaban las repisas. Si es cierto que
no encontré la más leve alusión, el más inicuo signo de aquella
sombra, no por ello daba la historia por concluida. La sola idea de
su retorno me impedía conciliar el sueño. De poco servían los
cuatro o cinco somníferos que tomaba cada noche. Durante los
siguientes días pretexté una enfermedad para no acudir a la
fábrica. Igualmente, me resistí a descolgar el teléfono, ante el
temor de que la sombra terminara por introducirse en los hilos e
infectara la casa, la ciudad; cuando sonaba me tapaba los oídos,
agazapado en el suelo, como si se tratase de sirenas antiaéreas. En
la calle, entre el escaso bullicio de los bares, me encontraba algo
mejor, pero cualquier movimiento, cualquier gesto de asombro por
parte de un desconocido, minaba la tranquilidad que tanto me costaba
conseguir, de forma que, poco a poco, también fui restringiendo las
salidas a las estrictas y necesarias.
El
resto lo han contado y exagerado todos los periódicos.
Una
tarde, al volver de la compra, encontré una nota en el buzón. “He
estado llamando a la puerta. Volveré. Ana”. No puedo precisar si
fue el agotamiento nervioso de las últimas semanas en las que casi
no había probado bocado, o la soledad, que empezaba a hacer estragos
en mí, pero la idea de volver a ver a Ana redobló mi ansiedad.
Desde luego no puedo precisar cuánto tiempo permanecí asomado a la
ventana. Sé que se hizo de noche y se encendieron las luces, que
llegó el día y volvieron a apagarse las luces mientras yo seguía
asomado a la ventana mirando una ciudad que se me antojaba ajena y
vacía.
Presencié
toda la ralentizada escena de su bajada del taxi con esa contenida y
secreta angustia del niño ante la tía que viene de lejos, cargada
de regalos. Reconocí sus botines azules al posarse sobre la acera,
el tobillo bronceado y musculoso de alguien que se ha pasado los
últimos veinte días tomando el sol, la sombra que la seguía,
inquieta como un caniche que hubiera estado encerrado durante mucho
mucho tiempo. Asistí con angustia a la breve conversación con el
taxista, que sacaba del maletero una voluminosa bolsa de piel. ¡¡Ana,
Ana!!, grité. Ella entonces miró hacia arriba y, contenta de verme,
agitó su mano.
Me
vino entonces un sobresalto, como un tirón del cuello que entonces
no entendí. Corrí hacia la escalera, bajé varios peldaños, pero
me detuve. Volví a la casa, miré el reloj, me retoqué el pelo, fui
al dormitorio, me cambié de camiseta, quité algunas cosas de encima
de la cama, pasé un paño por la mesa, tomé un trago rápido de
aguardiente para quitarme la sequedad de la boca, metí un tarro de
mermelada en el frigorífico, me volví a atusar el pelo, centré una
figurilla en el mueblebar, cogí un cigarro, lo perdí mientras
buscaba las cerillas, pensé que no tenía un maldito refresco en el
frigorífico para Ana, encendí la luz del pasillo, cerré la puerta
de la terraza, maldije mi facha frente al espejo, encontré el
cigarrillo, volví a buscar un mechero, saqué una factura del
pantalón, la arrugué, la eché en el cenicero, puse el trapo en la
cocina, di un toque de ambientador al salón y al dormitorio de la
niña, encontré el mechero, puse la radio en un programa de música
clásica y esperé hecho un manojo de nervios a que sus pasos se
escucharan en la escalera, encendí el cigarro... y tras un breve
silencio en el que me pareció que la casa se iba a venir abajo, sonó
el timbre. Tragué saliva y giré el pestillo todo tembloroso, con el
corazón haciéndome clap-clap, clap-clap, clap-clap.
-¿Qué
te ocurre, Manuel?, ¿estás enfermo? -fueron sus primeras palabras.
-¿Cómo
enfermo? -refunfuñé, haciendo como que no había entendido muy bien
la pregunta. La cuestión era tranquilizarme, ganar un poco de
tiempo, conducirla hasta el salón.
-No
sé... si tienes algo, si hay algún problema. He llamado a Pilar y
me ha dicho que no sabe nada de ti, que tienes colgado el teléfono,
y que en la fábrica le aseguran que...
-Bueno...,
Pilar..., ya conoces a Pilar... Exagera siempre. En realidad hace
años que no me encontraba tan bien..
Entonces,
con un movimiento estudiado, me agaché y empecé a enrollar
parsimoniosamente, con cautela, la pesada alfombra, mientras
intentaba sopesar la más exigua contracción de sus músculos, el
más leve aleteo de su nariz, el más imperceptible movimiento de sus
pestañas, la más insignificante alteración en los pliegues de su
vestido. Pero ella no parecía entender nada. Su cuerpo continuaba
allí, impávido, como a la espera de algo cuyo sentido último
ignorase todavía.
-Ya
no está, Ana. Se fue. He cambiado el suelo y ya no está.
-¿Quién?
-preguntó desde arriba-, ¿quién se ha ido, quién no está?
-El
caimán -respondí con determinación infantil-, la sombra del
caimán, ¿recuerdas?
Hubo
un momento de silencio, inexplicable, lento, acuoso.
-¡Dios
mío!, ¡dios mío!, ¿pero qué has hecho con la botella?- preguntó
abriendo mucho los ojos.
Aliviado,
pero sin saber a qué se debía el alivio, me abracé a sus piernas,
que se alzaban frente a mí, tersas, soleadas y rotundas. Entonces,
pero al cabo de un tiempo que me pareció interminable, sentí las
yemas de sus dedos quemándome la nuca. Me creía abandonado por las
fuerzas, mareado, perdido en un mar de sensaciones contradictorias,
pero conseguí alzarme sin ayuda. Lloré y me abracé a ella como un
niño que se hubiera perdido en unos grandes almacenes.
Lo
que siguió escapa a mis razones. Sólo sentía que su cuerpo me
quemaba como una barra de metal expuesta durante horas al sol. Que
sus ojos, frondosos, impenetrables, me miraban desde otra parte. De
golpe me supe a su merced, entregado a sus fuerzas, y sin embargo, al
estrecharla de nuevo trató de apartarme con un violento manotazo que
hizo que me tambaleara, pero yo, lo juro, no quería hacerle daño,
sino seguir sintiendo en el calor de su piel y de sus ojos, acaso una
explicación, una cosa.
Ignoro
cuánto tiempo permanecí junto a ese cuerpo que iba perdiendo por
momentos su color y su consistencia. Ya no me tomo la molestia de
contradecir a quienes aseguran que fueron más de siete días. ¿Tiene
eso alguna importancia? Sea como fuere, ustedes han de creerme: no
quise matar a Ana, simplemente la estreché porque quería compartir
con ella esa inmensa y extraña fuerza que sentía en mi cuerpo,
porque había algo en nosotros que no podría ser compartido por
nadie. No crean a quienes aseguran que intenté poseerla, que
hallaron restos... No es verdad o, al menos, no es esa la verdad.
Sólo quise huir con ella, adonde ella, volver al lugar en el que
alguna vez fuimos uno y lo mismo. Pero no quiero insistir en algo que
incluso para mí es confuso y que todavía me produce bochornosas
pesadillas.
A
veces, ya les dejo, cuando me autorizan a reflexionar, advierto las
complicaciones y tramas ocultas que ellos han ido añadiendo a este
relato. Cada día, es cierto, crece mi confusión, pero si hasta hoy
me he podido enfrentar a los impostores, creo que en el futuro,
cuando dejen de presionarme, tomaré medidas contra quienes han
querido verme como un monstruo. Sospecho que ese momento está cada
vez más cerca, de ahí la importancia que tiene para mí seguir
refiriendo la historia, como hago ahora para ustedes, pues, en el
fondo, todos nos sentimos solos e incomprendidos, tratados como
rufianes o arribistas, confinados en un sitio como éste, del que no
creo posible escapar si no es con el alta siquiátrica. Todos, al
fin, tenemos una historia, una sombra, lo que ustedes quieran, que
saldar.
Mientras
llega mi momento -y sé que llegará- procuro aceptarme tal cual soy,
dejando que los días transcurran con su enfática pasividad. Como
contrapartida, en las tardes de tormenta, cuando todos se refugian en
los pabellones y no queda nadie en el jardín, consigo que me dejen
reposar un rato, un ratito solamente, en el estanque.
0 comentarios:
Publicar un comentario