Castellina Marittima. No podría definir el cariño que le tengo a ese pueblo maravilloso que desde sus colinas domina el Tirreno y mira en la distancia la isla de Capraia. De Castellina guardo recuerdos maravillosos, casi todos ellos ligados a mi amigo y hermano Eligio Ciampi, ese gran pintor al que tanto admiro y quiero como persona y como artista. La primera vez que visité Castellina, allá por el 86, conocí a Aurelia, su madre y a Ugo, su padre. Con ellos fui al molino, escuché a Guccini y creo que deambulando por Castellina conocí desde dentro esa Italia que no aparece en las guías turísticas y que es mucho más interesante y viva que la de las guías. Desde mi primera visita, me siento ciudadano de Castellina y sin quererlo he incorporado el mundo etrusco a mi genealogía. Todo eso se lo debo a Eligio, a quien tanto quiero.
Hoy dejo un cuento sobre Castellina, que, de alguna forma, sigue al viejo Carlo Cassola, tan olvidado hoy. El eje principal del relato es pura ficción, pero muchos de los datos (los bombardeos, el asedio, todo eso) son ciertos y me fueron dictados en los almuerzos en casa de Eligio. Hoy es simplemente un homenaje a ellos y a su memoria.
CAÍDO
DEL CIELO
a
Ugo, Eligio, Aurelia
Con
frecuencia me asalta la tentación de contar cómo conocí a Eligio
Ciampi. Sé que daría para una novela, pero, en fin, uno acaba
escribiendo de los demás y casi nunca de uno mismo, aunque no soy
tan obtuso como para pensar que escribir sobre los demás no es
hacerlo con mayor libertad y perspectiva acerca de uno mismo. Pero
les hablaba de Eligio. Por suerte ciertos delitos prescriben a los
diez o quince años y del robo de las bicicletas en San Sebastián
puede hacer ya treinta. Por el momento, dejémoslo así: Igueldo, San
Sebastián, julio de 1987, cuando el irlandés Roche le ganó la
última y trágica contrarreloj del Tour a Perico Delgado. Manolo
López y yo hacíamos autostop en el cruce de Igueldo cuando un Fiat
1 con matrícula italiana se detuvo a unos pasos de nosotros. Aquella
noche fue larga de vinos, quesos y hurras a la fraternidad
italo-española. Fue así que conocí a Eligio, hijo de un molinero
toscano, que iba o venía, eso no lo recuerdo bien, de los
sanfermines.
Un
año más tarde, abandoné mi trabajo de topógrafo en el pantano de
Zufre y me fui a visitar a Eligio a Castellina Marittima. Eligio es
un pintor notable que, tras abandonar un liceo de Lucca, se dedica en
cuerpo y alma a la pintura. Digamos que sus lienzos tienden a
describir un mundo exhausto, apocalíptico y confiemos en no tener
que calificar de premonitorio. Su taller se halla en la segunda
planta del molino del pueblo, que puede datar del siglo XVII, si no
es anterior [preguntar a Eligio]. Desde sus polvorientas ventanas se
ve el mar Tirreno y en días no muy brumosos la isla de Capraia, que
se alza, diminuta y hermosa, sobre el espejeante mar de los etruscos.
No sé cuántas veces me habré quedado con los ojos disueltos en
aquel lugar distante, mientras en el tocadiscos de Eligio sonaba
Guccini, ese goliardo boloñés. Lindero con el molino existía un
pequeño huerto, hoy completamente asfixiado por las zarzas, pero en
aquel entonces, cuando conocí la tierra de Eligio, el huerto estaba
completamente en uso. Se ocupaba de él Ugo, el padre de mi amigo, un
hombre alto y robusto de ojos glaucos que a pesar de la edad -frisaba
los 70 entonces-, se pasaba las mañanas enteras laborando y cantando
viejas canciones contadinas que yo escuchaba embobado. Mientras
permanecí en Castellina acompañé durante muchas horas a Ugo en
aquel huerto que regaban las mismas aguas que antaño movieran las
muelas del molino. Ugo me recuerda ahora a mi padre, fallecido
últimamente, pero entonces yo aún no había reparado en mi padre,
un campesino andaluz de ascendencia céltica y al que también le
gustaba cantiñearse. Ugo era un hombre sencillo y ameno al que nunca
le faltaban anécdotas de molineros, pero acaso lo que más me
llamaba la atención eran las tremendas historias que las dos guerras
mundiales habían deparado aquí y allá, por toda la comarca,
algunas de las cuales él había vivido en primera persona, como la
explosión del dirigible Celestino Usuelli, pilotado por el mítico
aviador Federico Fenu, que explotó como un gran triquitraque en el
aire, justamente sobre su cabeza, mientras descargaba junto a su
padre y al viejo Pelisse un carro de cebada en la misma la puerta del
molino. Aquello, me refería quitándose el sudor con la manga de la
camisa, fue muy sonado. El país entero se vistió de luto y todavía
había quien buscaba por los cerros colindantes trozos de aquel
funesto dirigible.
Sin
embargo, la historia que hoy me propongo recordar ocurrió más
tarde, durante el verano de 1944 y me la contó Ugo sentado sobre la
pared de piedra, mientras el agua corría dócilmente por los
canteros, regando las pepineras. Parece ser que los germanos en
retirada hacia el Norte y los americanos en su persecución desde el
sur se cebaron con el pueblo, situado en una aireada ladera entre el
mar Tirreno y las montañas. Ugo no se explicaba por qué razón unos
y otros habían detenido aquella persecución que los traía desde el
mítico Montecassino. La cuestión es que durante más de veinte días
unos y otros ejércitos lucharon encarnizadamente por la posesión de
la cordillera que, paralela al mar, se alza tras el casco urbano y
que por una parte domina visualmente los valles que miran hacia la
bella Volterra y por otro, como he referido, el mar y el puerto de
Livorno. Tal vez los alemanes, bastante desmoralizados ya, y sabiendo
que sus días en Italia estaban contados, sólo pretendieran ganar
tiempo para atrincherarse más arriba, al norte del Arno, donde
pensaban organizar una muralla defensiva; los americanos en cambio
dominaban ya la zona marítima entre Cecina y Castiglioncello y
aquello acaso se lo tomaran como un pequeño respiro antes de
proseguir hacia el norte, donde tal vez esperasen una resistencia más
contumaz y violenta. Castellina quedó así emparedada entre ambos
ejércitos como quien dice y por si esto no fuera poco, entre medio
deambulaban los partisanos, que se movían por toda la zona con
cierta libertad sorprendiendo a los alemanes y buscando viejos capos
fascistas y patrullas tedescas. La gente del pueblo, mientras, se
pasaba gran parte del día en las colinas y en las eras cercanas,
esperando que cesasen las hostilidades, así como el fuego de cañones
y morteros que con frecuencia estallaban contra el propio casco
urbano. Todos menos la fascista Corrada y su hija, que no se atrevían
a salir de su casa por temor a los partisanos.
La
historia que pretendo contar empezó cuando una de las patrullas
alemanas bajó una noche al pueblo para requisar alimentos. Este
hecho había ocurrido al menos en tres ocasiones en la semana que
duraban ya los combates, pero esta vez, no bien la patrulla penetró
en las primeras calles y antes de alcanzar la plaza, se encontraron
con que una partida de guerrilleros, sabedores de que los saqueos no
tardarían en repetirse, les cortó el paso. Durante casi una hora
las escaramuzas y el tiroteo fueron constantes. Los partisanos
trataban de cortar la retirada a los alemanes, que, mejor preparados
pero desanimados, trataban de replegarse como mejor podían. Tras las
refriegas quedaron por el suelo dos alemanes y tres partisanos
resultaron heridos. La patrulla tudesca, compuesta por no más de
dieciocho o veinte miembros, tuvo que emprender la retirada sin
conseguir su propósito, pero el repliegue se presentó difícil y
menudearon los enfrentamientos por el barrio alto durante otra hora
más, hasta que por fin el traqueteo de los disparos se apagó y los
alemanes lograron abandonar el pueblo y alejarse hacia sus
posiciones, sobre la ladera. Nadie sabe cuántos germanos resultaron
heridos, pero la cuestión es que ya nunca más volvieron a dejarse
ver por las calles de Castellina.
Al
día siguiente, y apenas apareció el sol por el horizonte comenzaron
los hostigamientos, como ocurría todos los días. A la primera
detonación las gentes salieron de sus casas en dirección a los
campos, donde, como he dicho, solían pasar la jornada. De cuando en
cuando se escuchaba una explosión lejos del casco urbano, aunque lo
más frecuente es que el fuego de mortero o de los cañones impactara
contra los propios edificios. Uno de estos impactos alcanzó la casa
del molinero Ugo, precisamente en el cuarto donde yo dormía
[certificar este dato]. El caso es que pasaban las jornadas y los
impasibles americanos seguían posicionados en las cercanías de las
canteras de alabastro, sin la menor intención de tomar la población
y los alemanes, instalados en la zona superior de la ladera, se
limitaban a responder y esperar nadie sabía qué.
Lo
que nadie pudo saber entonces es que durante esa precisa noche de la
que hablamos, uno de los soldados alemanes, tal vez para salvarse de
una encerrona o más bien abandonado a su suerte por sus propios
compañeros, se vio obligado a ascender una tapia y saltar al huerto
próximo, cercado por un alto muro de piedra coronada por alambre de
espino. El caso es que al saltar al huerto se hirió con el espino,
haciéndose un desgarrón de casi veinte centímetros en el muslo. Al
caer, sabedor de que se había quedado atrapado en el huerto, se
rasgó un trozo del pantalón ensangrentado y trató de colocarse un
torniquete en torno al muslo, intentando frenar así la hemorragia.
Los partisanos, que creían haber visto que por esa calleja se había
internado un alemán, lo anduvieron buscando durante más de una
hora. Él escuchaba sus voces y sus consignas y aunque no acababa de
entenderlos, cada vez le parecía más increíble que a ninguno de
ellos se le ocurriese trepar al muro. Durante todo este tiempo el
soldado alemán permaneció inmóvil, encostado sobre la pared, y
sólo cuando creyó que los partisanos se alejaban, se dio ánimos
para arrastrarse hasta el cercano tronco de un manzano que se hallaba
en la oscuridad, cercano a la casa. El esfuerzo que hubo de hacer
para salvar aquellos escasos cuarenta o cincuenta metros fue ímprobo
y en más de una ocasión le faltaron las fuerzas. Como consecuencia
de la sangre que perdió, en cuanto alcanzó el tronco del manzano,
se quedó dormido o tal vez simplemente inconsciente. Al alba seguía
allí.
Imaginen
la impresión cuando a la mañana siguiente se lo encontró Corrada
Lucchesse, la mujer del fascista Aldo Stozzi. Lo primero que le
pareció cuando fue a recoger la ropa que había tendido la tarde
anterior, fue que aquel muchacho vestido con uniforme alemán, estaba
muerto. Un reguero de sangre cuajada lo rodeaba y su cara estaba tan
demacrada, que lo último que pensó es que se hallara con vida. Aun
así, con todo el miedo del mundo, le tocó el hombro, le alzó la
barbilla y cuando ya estaba por correr a la calle y denunciar la
muerte de un alemán en su huerto, aquel cuerpo sin vida emitió una
ligerísima queja. Corrada se detuvo frente a él y le habló, pero
el muchacho, delirante, no le respondía. Tras una larga espera hubo
un segundo gemido y Corrada ya no dudó. Aquel chico estaba vivo.
Confusa, desconcertada, vio que le sudaban las manos y que ahora que
el alemán parecía seguir con vida, la idea de salir a la calle y
denunciar su presencia no se le aparecía con tanta claridad, puesto
que de denunciarlo ante los partisanos, probablemente lo rematarían
allí mismo, en su propio huerto. Además, quién se atrevía a salir
a la calle cuando no era nada improbable que en cualquier momento se
reiniciase el fuego cruzado de morteros. Tenía que esperar a la
tarde, de modo que tomó una silla y temblorosa aún se sentó frente
al soldado. Al despojarle el casco vio que se trataba de un chico de
no más de diecisiete o dieciocho años. Había perdido mucha sangre
y dado que su espalda se apoyaba contra el tronco del manzano, no
sabía si había sido alcanzado por alguna bala. Desde luego había
algo resueltamente infantil en aquel rostro blanquecino, de pelo
rubio y facciones casi femeninas, lo que aún lo volvían más
indefenso. Sin embargo, sus manos, huesudas y blancas, le recordaron
las manos del carnicero Battisti. Sintió lástima por él y
enseguida pensó en la madre de aquel chico. Su hermana Marietta
había perdido al mayor de sus hijos en Abisinia y sabía lo que era
el dolor de una familia. Su propia hija era un continuo dolor y aún
más ahora, que su padre había desaparecido (o lo habían
desaparecido esos desalmados) y tal vez no lo volviera a ver más. Y
así estuvo más de una hora, cuando pensó que a aquella pobre
criatura no le vendría mal un poco de sopa. Y fue a por ella.
Su
hija dormía todavía. En realidad Beatrice no se levantaría hasta
que Corrada no se ocupara de ella. Beatrice había nacido con
dificultades y permanecía en una silla de ruedas desde prácticamente
su nacimiento. Corrada no albergaba ninguna duda: el nacimiento de
Beatrice había agriado el carácter de su marido, que enseguida
volcó hacia afuera de la casa el dolor y la impotencia que sentía
por su hija. Mientras preparaba la sopa, a Corrada le abrumaba tanto
silencio. Pareciera que alguien la vigilase. Pareciera que el mundo
se hubiera confabulado para destruirla y con ella su casa y su mundo.
Había llorado mucho los días previos, pero ahora ni siquiera tenía
fuerzas para llorar. Y todo porque a su marido no se le había
ocurrido otra cosa que meterse en política y convertirse en el capo
del fascio local. Ella conocía de sobra sus tropelías, pero las
justificaba aduciendo que todo aquello lo hacía por desesperación y
que en el fondo siempre lo hizo por el bien de la patria y de la
familia. Al principio, ella, hija de una familia rica de
Castiglioncello, había dudado acerca de la fiebre y oportunidad del
fascismo, sobre todo tras la muerte de su sobrino, pero al final se
había dejado convencer por Aldo, porque él era su marido, un hombre
recto y cumplidor que se había matado a trabajar hasta montar un
pequeño negocio y sólo deseaba el bien de los suyos y de la patria.
Su marido no podía equivocarse y aunque la prueba era difícil desde
la caída de Mussolini, estaba convencida de que tarde o temprano el
fascismo acabaría por triunfar. Corrada no era tan inconsciente que
pudiera pasar por alto que ciertos actos gratuitos protagonizados por
Aldo y los suyos en la propia localidad y los alrededores no dejarían
de tener severas consecuencias futuras, pero los fue dejando pasar,
convencida de que, permaneciendo en el lugar justo, la vida les sería
siempre favorable. Sin embargo hacía meses que todo se vino abajo y
Corrada sabía que los malos tiempos no habían hecho más que
empezar. En realidad todo comenzó por aquella maldita guerra de
Abisinia y por la locura de aquel hombre que, sin que nadie le
hubiera advertido, sin que nadie se atreviera a pararlo, arrastró a
Italia hacia el mismo infierno. De no ser por esa fiebre irreflexiva
que había ido tomando a todo el país, su marido Aldo seguiría
siendo el buen hombre que siempre fue, antes de ser arrastrado hacia
su propio descrédito como una hoja de manzano por el viento de
octubre. Esa era la razón por la que Aldo Stozzi tuvo que tomar la
decisión de huir, al saber que los partisanos andaban por la sierra
buscando a viejos capos fascistas como él.
La
historia de Aldo, un empresario del alabastro, es triste. Nacido en
una familia de herreros y artesanos, Aldo se consideraba a sí mismo
como un triunfador. De joven había sido un chico vivaz y resolutivo
formado en la herrería familiar, que de un día para otro le había
cogido afición a la mecánica. Todavía soltero, logró comprar un
camión y dedicarse a transportar alabastro desde Castellina hasta
las fábricas de Volterra. Trabajando veinte horas al día, pronto se
vio con una pequeña fortuna que invirtió en una nueva cantera de
alabastro que resultó de una calidad extraordinaria. Con veinticinco
años era un joven respetable e ingenuo que había hecho fortuna.
Íntimamente convencido de que fue gracias a la vitalidad y al
esfuerzo cómo había logrado prosperar, se sintió encandilado por
las ideas del fascismo. Muy tempranamente hizo suyo el sueño de la
Gran Italia y del papel que su país debiera representar en el orden
del mundo, de modo que se alistó a los camisas negras, y llegó a
tiempo para participar en la Marcha sobre Roma con su Leyland.
Todavía exaltado por aquella tremenda experiencia, unos meses más
tarde se casó con Corrada Lucchesse, hija única de un próspero
negociante de maderas de Castiglioncello. El gran contratiempo de su
vida fue, como se ha dicho, el nacimiento de Beatrice. Tardó en
asimilar aquel golpe del infortunio y su carácter, hasta entonces
jovial, se tornó brusco y rencoroso. Le resultaba imposible aceptar
que a alguien como él, el prototipo de hombre vigoroso y astuto, la
naturaleza o el destino le reservase una prueba como aquélla. Sin
descuidar su negocio, que siguió prosperando gracias a los nuevos
contactos administrativos, se empleó en cuerpo y alma en la
política. Dado su carácter fanfarrón y resolutivo, no tardó en
convertirse ―la cosa duró casi una década y media― en uno de
los grandes capos del fascio pisano y livornés. La guerra, contra lo
que esperaba, acabó por trambucarlo todo. A un primer momento de
exaltación y de épicas victorias, le sucedió un período oscuro
donde había logrado prosperar un creciente pesimismo. Su mundo, con
tanto esfuerzo construido, se derruía de jornada en jornada. Quienes
antes tanto lo habían adulado, ahora le daban la espalda. En muy
poco tiempo todo su imperio económico y vital se había venido
abajo. El descrédito del fascismo lo había arrastrado a su propio
descrédito. Durante meses resistió como pudo, pero tras la invasión
aliada en Sicilia, el mundo ya no era seguro para él. En dos
ocasiones había visto saboteada la cantera y él sospechaba que los
saboteadores fueron los propios asalariados, descontentos con sus
métodos. Desde entonces, sabía que era mucho lo que debía temer de
los nuevos tiempos. Viéndose sin futuro, planeó una fuga con su
mujer y su hija, a quien adoraba, pero la fuga acabó a apenas cinco
quilómetros de su domicilio, en el puerto de Pomaia. Esto lo
desmoralizó aún más y, tras mucho meditarlo, decidió emprender él
sólo la huida, ante la certidumbre de que lograría burlar las
cuadrillas partisanas de la zona y que a nadie se le ocurriría
molestar a Corrada y a Beatrice, dos mujeres indefensas. Él
marcharía hacia los Alpes, donde Corrada contaba con familiares y
donde a buen seguro les esperaba una vida nueva llena de
oportunidades. Fue así que una noche salió de casa y nunca más
Corrada supo de su paradero.
Ahora,
pasado más de un mes desde su huida, hasta el recuerdo de Aldo se
había borrado de la mente de Corrada, que, invadida por las dudas, y
mientras se acababa de calentar la sopa, se sentó en su butaca de
rejillas, donde unas veces cavilaba que lo mejor sería dar parte a
la autoridad sobre su hallazgo y otras dejar al soldado allí hasta
que la naturaleza hiciera de él lo que tuviera a bien hacer, pues el
legado fascista de la familia le aconsejaba no complicar su
existencia y, menos aún, la de su hija Beatrice. Porque proteger a
aquel soldado era remover aún más la animadversión de los vecinos
que, viéndola sola y a cargo de su hija, la habían respetado. Y así
se mantuvo hasta que la sopa hirvió en el cazo y encorajinada ante
su pasividad con aquel infeliz y desahuciado muchacho, salió al
huerto con una pequeña taza de sopa que muy poco a poco le fue dando
a beber, entre gemido y gemido. Cuando acabó la sopa, Corrada volvió
a casa, confusa, aturdida, como si aquel acto de pura piedad, pudiera
significar a la vez su propia perdición y la de su hija. Durante un
buen rato luchó consigo misma, pero en un acto de pura desesperación
se levantó de la mecedora y se fue a por la palangana de agua
templada, unas vendas y una botella de grappa con las que seguir
socorriendo al soldado que en el fondo de sí misma le recordaba a su
sobrino Rodolfo, desaparecido en Abisinia, casi diez años antes.
Como no se fiaba del muchacho, antes de curarlo tuvo la precaución
de atarle las manos a la espalda y luego, con sus mismas correas, lo
fijó como pudo al tronco del manzano. Mientras lo ataba se escuchó
una explosión por la parte de Papacqua y aunque era lejos,
instintivamente cerró los ojos y se llevó las manos a la cabeza.
Entonces tuvo conciencia de que estaba temblando desde hacía una
hora y, arrodillándose, se echó a llorar. Su llanto, largamente
aplazado, tenía que ver con su soledad y su desgracia.
Sus
padres y hermanos hacía mucho que habían huido a Tánger, desde
donde le habían escrito una carta. Ella pudo huir con ellos pero
prefirió permanecer junto a su marido y su hija, en lo que
consideraba un destino común. Ahora, claro, se arrepentía de su
decisión y de su situación de soledad y abandono en el vecindario.
Porque siendo verdad que nadie, ni siquiera los partisanos, la había
molestado, era cierto también que en torno a ella se había ido
solidificando como un cerco impenetrable de indiferencia y silencio.
Al
pasarle el trapo húmedo por la cara, el soldado reaccionó, abriendo
levemente los ojos y esbozando lo que no sabía muy bien si era un
amago de sonrisa o de sorpresa. El caso es que el soldado abrió
levemente los ojos y la miró. Quiso decir algo pero las palabras
finalmente no le salieron de la boca. Ella se acercó y le dijo que
estuviera tranquilo y pronunció varias veces su nombre: Corrada,
Corrada, Corrada. El soldado relajó el cuello y esta vez alcanzó a
pronunciar una palabra: Corrada. Corrada sonrió, como si aquella
palabra significara mucho más de lo que en verdad significaba.
Simplemente hacía días que no la escuchaba en labios de otras
personas. Introduciendo el trapo en la palangana se inclinó sobre él
y le humedeció la cara y el cuello. Tenía los labios ásperos y
resecos y su frente hervía. Corrada, mucho más segura de sí y de
lo que estaba haciendo, se acuclilló frente a él, abrió la botella
de grappa y con cuidado le alzó la barbilla y aproximó el gollete a
los labios del muchacho hasta que vio salir un poco de líquido y el
soldado, sorprendido, tosió. Después desató lentamente el
torniquete, desprendió con un trapo la sangre reseca que le daba un
aspecto aún más patético y desinfectó con grappa el tajo que se
había hecho con el alambre de espino, pero la herida tenía mala
pinta. Ella, una mujer que nunca había visto la sangre de cerca, que
había vivido de espaldas al sufrimiento, entendió que aquella
herida tenía muy mal aspecto, pero no podía hacer nada más que lo
que estaba haciendo. El soldado, mucho más reconfortado, dijo algo
que ella no entendió, pero que interpretó como “gracias”. Y
aquella palabra la despertó, o al menos la conectó con otra
dimensión desconocida de sí misma y que le era no sólo
reconfortante, sino necesaria después de tanto sufrimiento callado.
Más
tarde le trajo de beber y de comer y con viejas sábanas, toallas y
pinzas de la ropa le construyó una especie de sombrajo entre las
ramas del manzano para preservarlo del sol. Habían pasado más de
tres horas desde que lo descubriera y ya comenzaba a sentir una viva
ternura maternal por aquel desvalido muchacho. Para entonces ya había
desistido completamente de entregarlo. De llegar los partisanos se
encontraría con un problema, pero quizás no mucho mayor que el que
ya tenía por ser la esposa de Aldo Stozzi. En todo caso, pensó,
debía buscar un refugio seguro para el desdichado. Durante horas
elucubró sobre cuál sería la mejor manera de esconderlo. Su casa
era grande pero carecía de un lugar esquinado y secreto donde meter
a un chico como aquel. Al final se decidió por esconderlo en la
habitación de Beatrice, a la que, estaba segura, nadie se atrevería
a profanar con su presencia. Hasta allí arrastró un arcón que
previamente había vaciado y amontonó sobre él unas mantas, que en
caso de peligro ella echaría sobre él, cerrando previamente la
tapa. De momento, y mientras comenzaba o no el mal tiempo, donde
mejor podría estar era en el corral.
Los
días pasaron y el soldado, ya consciente, permaneció junto al
árbol, mientras, de cuando en cuando, en el silencio de la mañana o
de la tarde, se escuchaban las explosiones y el parloteo de las
ametralladoras. Corrada, que ahora ya lo arrostraba con un ánimo
primoroso, lo cuidaba con potes de sopa, pan migado con leche,
polenta y huevos que compraba a precio de oro a un vecino. ¿Aguardaba
a que el muchacho se curase y caminara por sí mismo para que se
pudiera unir a su batallón? Probablemente no. Sabía que si el chico
volvía a su sitio, el peligro se cerniría sobre él y ella se había
conjurado para que aquel pobre muchacho no sufriera más y pudiera
retornar algún día a su casa y ver de nuevo a su madre. Esa, y se
mentía cada día un poco más, era la verdadera razón de su
protección. Muchos chicos del pueblo a los que ella conocía se
incorporaron a filas para fallecer en Libia, en Grecia o batallando
en la misma Italia, sin que nadie hubiera tenido un gesto de ternura
o de piedad para con ellos. La misma tarde que vació el arcón, el
soldado le pidió por señas que lo dejara partir, pero se movía aún
con tanta dificultad que a ella le resultó fácil convencerlo para
posponer tan arriesgada aventura. Mañana, le dijo por señas,
mañana, si todo está tranquilo podrás marcharte, le decía y al
decirlo ya sentía el vacío de su ausencia, como una pelota de trapo
que revolviese su vientre. Pasaron varios días y a pesar de que la
herida se había estabilizado y el herido se movía con bastante más
libertad, ni ella le pidió que se marchara ni el muchacho,
consciente de su situación, insistió en partir.
Como
por ensalmo, una mañana el batallón alemán desapareció. Los
aliados dispararon con morteros varias veces pero, sorprendentemente,
no hubo contestación por parte tudesca. De pronto el silencio se
apoderó de toda la ladera. Después de muchos días se podía
escuchar el quiquiriquí de los gallos y el ladrido de los perros. El
sol restallaba en las calles y Corrada sintió sobre sí el peso de
la angustia. Ahora ya no existía marcha atrás y eso suponía que el
muchacho quedaba definitivamente aislado de los suyos y que ella
tendría que seguir protegiéndolo. Era también posible que si hasta
entonces los partisanos y vecinos no la habían incomodado, ahora que
los alemanes habían desaparecido, la situación cambiara
radicalmente. Al fin y al cabo ella y su familia eran unos apestados
y de alguna forma eran cómplices de toda aquella desgracia. No
resultaba, pues, descabellado que los partisanos entraran en la casa
y lo revolvieran todo, aunque sólo fuera por hacerle ver que eran
ellos los que ahora mandaban. Se presentaba, pues un período de
incertidumbre, pero Corrada, una mujer a quien nunca la vida había
puesto a prueba, tenía ahora un motivo de preocupación. Porque si
encontraban al muchacho, no sólo su suerte estaría echada, sino
también la de su hija Beatrice. Eso la atormentaba.
Era
el 18 de julio de 1944 [cotejar este dato]. En las calles había un
bullicio inusitado. Desde la ventana de su dormitorio pudo observar
cómo muchos vecinos corrían con banderas italianas y bebían vino y
daban vivas y se abrazaban y gritaban, como si hubieran salido de la
oscuridad. Y era eso exactamente lo que pasaba, lo que estaba
pasando, por más que Corrada viera las cosas de forma muy distinta.
A mediodía una avioneta aliada atravesó varias veces el cielo de
Castellina, comprobando que las posiciones alemanas habían sido
abandonadas durante la noche. Otra avioneta pasó al rato, llenando
el cielo de octavillas, algunas de las cuales cayeron mansamente
sobre el huerto de Corrada. La gente, liberada al fin de aquel
sinvivir que había desolado Castellina durante las dos últimas
semanas, se agolpaba en la plaza mientras gritaba y ondeaba las
banderas con mayor frenesí si cabe. Hombres que meses antes se
dieran por perdidos, salían al fin de sus escondrijos y se sumaban a
los festejos, abrazados por todos. Las frascas de vino corrían de
mano en mano y un acordeonista, después de atacar una y otra vez el
himno nacional, se puso a tocar las canciones más picantes de su
repertorio. Parecía un día de fiesta. Una hora más tarde un convoy
aliado tomó pacíficamente la plaza del pueblo, se apostó frente al
ayuntamiento y los soldados que bajaban de sus vehículos repartieron
tabaco y chocolatinas entre los niños, y los partisanos, que durante
una breve jornada, habían dado descanso a los fusiles, no dejaron ni
un instante de tocar las campanas.
Corrada
decidió entonces esconder a Herbert (que así era como se llamaba el
soldado alemán) en el arcón. Tras explicarle que sus compañeros
habían abandonado las posiciones en lo alto del pueblo, Corrada le
hizo saber que ahora el peligro era aún mayor, pues estaba segura de
que los partisanos no tardarían en aparecer por la casa aunque sólo
fuera para hacerle ver que los tiempos habían cambiado, y, cómo no,
para buscar a Aldo Stozzi. Herbert entró por primera vez en la casa
cuando con más fuerza repicaban las campanas. Corrada lo llevó
hasta el penumbroso dormitorio de Beatrice, que aquella mañana de
fiesta estaba mucho más excitada que de costumbre. Corrada le
explicó su plan como pudo hasta que consideró que Herbert quedó
enterado.
Herbert
miraba aterrado a los ojos desnortados de Beatrice, y Beatrice lo
miraba a su vez como si él fuera un regalo. En esos momentos Herbert
hubiera preferido entregarse por las buenas. Conocedor del peligro
que su presencia entrañaba para aquellas dos mujeres indefensas, a
salvo ya de sus heridas, creía que su deber era intentar la fuga o
entregarse, y así se lo hizo ver a Corrada, que ponía todo su
interés en entenderlo. Aquella noche, se dijo, buscaría la manera
de marcharse, pero no sabía hacia dónde porque los caminos estarían
atestados de soldados y de guerrilleros. Quizás en dirección al
mar, pensó. Desde los altos del pueblo, donde se asentaron los
germanos, se veía el mar. Ante la incertidumbre de una guerra que
parecía definitivamente perdida, la visión del mar y, sobre todo,
de la no lejana isla de Capraia, que parecía flotar a la deriva en
el inmenso azul, era una especie de bálsamo, de absoluta libertad. Y
el mar, se dijo, no queda más que a dos o tres horas de camino.
Mejor morir en el mar que hacerlo por esos bosques umbríos, cuajado
de peligros, se dijo. Cualquier cosa antes de hacer recaer el peso de
su presencia y de su cobardía sobre su protectora.
Pero
pasaron las horas y nadie, absolutamente nadie, llamó a la puerta de
Corrada. Por qué, se preguntaba ella. ¿Sabrían que Aldo abandonó
Castellina? ¿Sabrían los partisanos y sus secuaces que ella estaba
sola e indefensa en su propia casa y que nada ganaban con molestarla?
La pregunta la inquietó porque en su cabeza no entraba que Aldo
hubiera sufrido el más mínimo contratiempo en su huida. Aldo era un
hombre resolutivo y audaz que tenía amigos hasta en el infierno,
como solía decir, y ella estaba segura de que esos amigos lograrían
burlar todas las dificultades y hacerlo llegar hasta el Alto Adigio,
donde quedaría bajo la protección de sus familiares, quienes a su
vez podrían pasarlo a Suiza con facilidad. Sus primeras pistas, se
decía, no tardarían en llegar, pero Corrada se sorprendió de que
apenas hubiera pensado en Aldo y, sobre todo, que su suerte no
pareciera importarle demasiado.
Ese
sólo pensamiento la desarmó. Un como vacío de proporciones
desconocidas se introdujo en su cuerpo. Por primera vez en muchos
años sintió sobre sí el íntegro peso muerto de la vida. Hasta
entonces habitó una vida diferida, asentada sobre decisiones ajenas.
Recordaba lejanamente su niñez como un período dulce, vivido frente
al mar de Castiglioncello. Recordaba su juventud complicada y llena
de inseguridades y de miedos. Recordaba su llegada a Castellina tras
su boda con Aldo, el muchacho que la deslumbró con su afabilidad y
sus enormes ganas de abrirse camino ante un mar de tiburones. Su
determinación, sus ansias de vencer todos los obstáculos la habían
dejado sin defensas y luchó por esa boda como si no hubiera más
causa en el mundo. Ya en Castellina, su vida se volvió insípida. El
alegre y vital Aldo desaparecía con frecuencia y ella se quedaba
aislada en aquel caserón, esperando su llegada frente a la radio
Marconi. Quien llegó fue Beatrice y eso les cambió la vida. Si Aldo
se consagró casi por entero a su carrera en el fascio, ella lo hizo
a Beatrice, un regalo envenenado del cielo, que acabó siendo el gran
sustento en su vida. Beatrice le había proporcionado un centro, un
punto de anclaje del que careció hasta entonces y eso hizo que se
consagrara a su cuidado, como si ella formara parte de Beatrice y no
Beatrice de ella. No podía concebir su existencia sin aquella hija
que le había concedido el cielo, pero que a su vez le había
arrebatado todo, incluida su propia identidad. Y ahora, en su inmensa
incertidumbre, se daba cuenta de que su vida había sido algo que los
demás se habían ido intercambiando sin contar con ella, y quería
rebelarse, pero no podía, no sabía hacerlo. Mientras las campanas
sonaban a rebato, el mundo, su mundo, se rompía sin remisión, como
una de esas caracolas donde antes había escuchado el mar de su
infancia.
Sorprendida
por lo poco que le importaba la suerte de Aldo, Corrada se sentó en
la silla y cerró los ojos. Quería llorar pero no podía. Quería
pensar en él pero su pensamiento se rebelaba, corría de un lugar a
otro, evitando a Aldo. Aldo, es cierto, fue un marido más o menos
como ella podría esperar que fuera un marido y desde luego no dejó
de ser un padre primoroso para Beatrice, pero sus ocupaciones
políticas y financieras habían creado en torno a él como un muro
de aislamiento, cuando no de suficiencia. Durante años se creyó una
suerte de intocable dios comarcal. La vida y hacienda de las gentes
dependían de su “protección”, y los vecinos parecían adorarlo,
pero en lo más íntimo de sí misma Corrada sabía que aquella
adoración tenía más que ver con el temor que con el cariño. Desde
que dejó de ser el tipo poderoso y arbitrario ante el cual todos
bajaban la cabeza, Aldo se había convertido en un ser despreciable e
incómodo, al que había que destruir o al menos borrar de sus
memorias. Porque también sus memorias estaban enfermas, porque
también ellos habían consentido que las cosas fueran como fueron.
Por eso odiaban con más encono todavía a Aldo. ¿También ella se
vería forzada a hacerlo?, se preguntaba una Corrada desorientada,
perdida como una niña en una muchedumbre. Porque ahora quien de
verdad le preocupaba era Herbert.
Herbert,
que antes de ser llamado a filas trabajaba en una ciudad de Hesse
tallando ataúdes, se quedó en casa de Corrada Stozzi, ocupándose
del cuidado de Beatrice. Herbert era un chico servicial y tímido que
a lo largo de los meses fue aprendiendo el idioma y que cada vez
parecía más agradecido por la protección de aquella mujer que le
doblaba la edad, pero que era todavía atractiva y no se había
rendido a la desesperación. Él le contó que su padre era ebanista
y que había aprendido el oficio de la madera junto a él, a quien
pensaba muerto. Le contó también que tenía una medio novia en su
pueblo, pero que hacía más de un año que no recibía carta suya y
que tal vez ella, constreñida por la aparatosa guerra, lo había
olvidado o estaba muerta. Le contó que de niño estuvo enfermo y que
sus padres lo trajeron a un balneario italiano y que allí conoció a
una familia de Pisa y que cuando le dijeron que lo destinaban a aquel
batallón que debiera defender la región Toscana, pensó en aquella
familia, y por vez primera sintió el gran sinsentido que era una
guerra y desde entonces todo había sido sufrimiento, de manera que
en varias ocasiones había pensado en abandonar el fusil y echarse a
correr por esos caminos hasta que una bala por la espalda acabara con
él y con todo aquel despropósito, pero le había faltado valor,
como le faltaba ahora, cuando le importaba mucho más su propia
seguridad, que las consecuencias que su hipotética captura tuvieran
para Corrada y Beatrice.
Los
nuevos tiempos resultaron duros para todos, pero más si cabe para
Corrada, cuya prolongada relación con el fascio la convertían en
una mujer aislada y sospechosa a quienes muchos en el pueblo miraban
con desdén o con desprecio. Consciente de ello, procuraba salir lo
menos posible y sólo para adquirir lo más indispensable. Su familia
le instaba a unirse con ellos en Tánger o en Romagnano, cerca de
Trento, donde jamás llegó Aldo, pero ella se negó a abandonar
Castellina, su pequeño e infranqueable mundo donde estaban Beatrice
y Herbert.
Una
vez restablecido, el soldado Herbert se aplicó en la excavación de
un zulo bajo el manzano que él forró de madera y en el que pensaba
esconderse en caso de peligro, pero no llegó a utilizarlo. En
realidad pasaba casi todo el tiempo en compañía de Beatrice y
Corrada, para quien comenzó siendo un hijo caído del cielo.
Un
año y medio después de la liberación de Castellina, cuando aún no
se habían acabado de reparar los edificios afectados por la guerra,
y cuando todavía quedaba la esperanza de que algún joven soldado de
la localidad dado por desaparecido volviera a casa como ocurrió con
un chico de Santa Luce, y del que todos hablaban, un taxi venido de
Castiglioncello se detuvo frente a la casa de Corrada, en una
bocacalle de la plaza. No hubo muchos testigos y los pocos que hubo
no se hicieron preguntas con respecto al inusual trasiego de maletas
y baúles. Hacía mucho que Corrada era considerada como un ser
inexistente, cuya vecindad a todos incomodaba. Que finalmente hubiera
decidido marcharse era algo esperado y casi conveniente para ella y
para todos. Con su ausencia desaparecía una fase de la historia del
pueblo que todos deseaban dar por zanjada. Todos los que la vieron
salir de su casa pensaron que por fin volvía a su viejo palacete
familiar, de donde acaso no debiera haber salido jamás. Vestía un
gabán claro y ajustado, una falda oscura y un sombrero a juego con
la falda, lo que le daba un aspecto levemente coqueto. Casi nadie en
el pueblo ignoraba que Aldo, el cacique Aldo, había desaparecido en
el bosque y de alguna manera el que aquella mujer no guardara luto
por él a todos les parecía un acto de humilde consideración a las
víctimas del fascismo, pero aquello no era suficiente. La muerte de
los demás no se paga con gestos y aunque cada vecino supiera en lo
más íntimo que ella no era responsable de la conducta de su marido,
ni de lo que venía él a representar, sí que lo era su recuerdo, el
recuerdo de un ser despreciable que a todos había convertido en
despreciables y eso, la carga personal que cada uno llevaba sobre sus
hombros era realmente lo incómodo e intolerable. Tras ella
aparecieron Beatrice, la hija impedida y, empujando la silla de
ruedas, un apuesto y joven desconocido con una demasiado impecable
bata blanca que, según refirió Corrada al taxista, era el auxiliar
de un médico austríaco que acababa de abrir un hospital para
enfermos mentales en Orbetello y que se había interesado por
Beatrice. El taxi abandonó Castellina sobre media tarde en dirección
a la Aurelia, pero una vez dejadas atrás las calles de Rosignano en
vez de tomar para el cercano Castiglioncello, se desvió por un paseo
de imponentes pinos piñoneros que conducía hacia la estación de
tren, donde Herbert pudo saborear el extraño olor del mar. Una vez
bajado el equipaje, el taxista regresó a su punto de partida y
durante más de una década nadie supo del paradero de aquella mujer
abandonada a su suerte.
Muchos
años más tarde, un recluta del lindero pueblo de Pomaia, que hacía
el servicio militar en la marina se encontró con Corrada en la
ciudad de Palermo y según contó en el Papacqua, la taberna que
dominaba Castellina, regentaba un humilde puesto de antigüedades en
el mercado de Santa Marina, justo en el puerto. Como quiera que el
abuelo del soldado de Pomaia y Aldo habían sido amigos y compinches
en no sé qué negocios, de niño frecuentó la casa de los Stozzi,
en Castellina, de modo que conocía bien a Corrada, quien a sus
preguntas trató de hacerse de nuevas, pero él no se dio por vencido
ante las evasivas acerca de su identidad. Al final, ante la
insistencia del soldado, la Stozzi no tuvo más remedio que aceptar
que en, efecto, ella era Corrada pero que desde hacía mucho tiempo
había cambiado de vida, se había afiliado junto a su compañero al
partido comunista y que no quería saber nada de su vieja vida en la
Toscana. Ella, le confesó, era una mujer nueva que todos los días
abjuraba cien veces del fascismo. De vuelta al terruño, el muchacho,
que frecuentaba el Papacqua, contó que Corrada lo invitó a su casa,
no lejos de la plaza. Allí conoció a Herbert, su nuevo “marido”,
un alemán rubiote y tranquilo que trabajaba de tramoyista en el
teatro Santa Cecilia y cuidaba amorosamente de Beatrice. Con el
tiempo él y Herbert se hicieron amigos y con frecuencia el alemán
le hacía ganar unas liras ayudándole en trabajos de carpintería.
Fue el propio Herbert quien le narró las circunstancias de cómo
había conocido a Corrada Lucchesse, la mujer del viejo capo
fascista.
La
noticia de tan sorpresivo reencuentro cundió entre los vecinos, pero
algunos dieron en creer que se trataba de las consabidas historias de
soldados, gente alegre y fantasiosa, pues cómo era posible que una
mujer de la cuna y de la vida de Corrada acabase militando nada menos
que en el partido comunista y vendiera cachivaches en una plaza de
Sicilia. Más tarde, muchos años más tarde, un cazador que andaba
por el bosque encontró un sospechoso artilugio en un agujero de la
sierra tapado por la hojarasca. A primera vista parecía una bomba.
Dio parte y enseguida vino un grupo de artificieros desde Livorno
para explorar el agujero a conciencia, como habían hecho otras
veces, pero todo cuanto encontraron fueron unos huesos humanos y un
anillo con las iniciales A S y que los más viejos identificaron como
perteneciente a Aldo Stozzi, pero eso, como diría Ugo, ni está
claro ni lo podemos contar.
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