TODAS LAS MUJERES
QUE ME HABITAN
Soy el segundo de
los hijos de una casa de labradores. Al nacer, mis abuelos paternos
ya tenían su cupo de nietos con mi hermano Sergio, de modo que me
quedé un poco huérfano de abuelos. Recuerdo que cuando mi hermano
se ponía enfermo mis abuelos paternos llegaban a casa con cajas de
galletas y con cuentos. Deseaba ponerme enfermo para que también a
mí… pero nada. Nada de nada. Me convertí sin saberlo en una
especie de proscrito en aquel reino de oscuridad. Cuando iba a casa
de mis abuelos me sentía vigilado, extraño, como quien va de visita
a casa de un familiar lejano y quisquilloso. Ante esta situación mi
abuela materna María, que tenía una tiendilla justo frente a la
casa donde ahora vivo, me acogió en su regazo y su regazo resultó
no ser sólo su regazo, sino el regazo de una nutrida camarilla de
mujeres divertidas y enérgicas que me llevaban y me tenían como
panderillo de brujo (la expresión es de mi madre). Mi abuela había
enviudado hacía unos años, pero con ella vivía aún la menor de
sus hijas, mi tía Luisa, que por aquellos entonces permanecía
soltera. Junto a ella, todas las chicas de su edad se daban cita en
la inmensa casa de mi abuela, formando un verdadero coro de ninfas
bulliciosas y rozagantes. A ellas se sumaban mis primas, que de
cuando en cuando llegaban al caserón y lo revivían con sus risas y
con su presencia inquietante y poblada de olores, secretos y
misteriosísimos misterios. A todas ellas habría que añadir la
tiendecita de mi abuela, ya en las últimas, donde iban a comprar
todas las mujeres del barrio… y si me lo permiten, las gallinas del
corral, con las que solía mantener tan frecuentes como acaloradas
conversas. La casa de mi abuela era grande como la eternidad, con
doblados poblados por ruecas, angarillas y libracos de santos,
cuadras umbrías, como un seno materno, pozo, azulejos de Santiago
matamoros, así como una fresca azotea con aspidistras que era el
gozo de las mujeres de aquella casa bendecida por la alegría, pues
allí se pasaban las tardes bordando sus ajuares y entregándose a
sus incomprensibles y chispeantes secretos. ¡Qué hermosas eran
aquellas mujeres que siempre tenían la risa en la boca! Algo de eso
debían entender las golondrinas y los vencejos que sobrevolaban
constantemente la azotea para luego penetrar en la casa de enfrente,
en la que ahora vivo. Era, siempre ha sido, aquella casa, la casa de
la dicha. Hoy, pues así lo ha querido el destino, vivo frente a
aquella casa que casi puedo tocar al salir al balcón.
No quería dejar de
recordarla en un día como hoy. No quería dejar de agradecer a todas
esas mujeres que en aquellos años primeros me dieron su protección
y su sombra, que en mí, conmigo, ensayaban su maternidad. Sé, lo he
sabido siempre, que ellas me hicieron como soy, que ellas alentaron
el espíritu femenino que me envuelve y del que ni quiero ni puedo
desprenderme. A ellas, hoy, mi cariño y mi gratitud. Todo lo que
tengo es vuestro. Todas las mujeres que me habitan fueron vosotras
alguna vez. Gracias.
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