Hoy, día de navidad, toca un cuento navideño. Con su mala uva y su cosa.
REGALO
DE REYES
Digan
lo que digan mis tías, mi padre nos zurraba fuerte, como loco, hasta
casi matarnos a los dos. Apenas abría la puerta de la casa, me metía
debajo de las mantas, o debajo de la cama, cuando ya no sabía qué
hacer con tanto miedo y sentía que se me escapaba el pipí, dónde
está ese mariconazo, a ver dónde se ha escondido ese maricón de
mierda. Héctor, por favor, al niño no, el niño no tiene culpa de
nada, decía, lloraba mamá. Y yo, desde la cama, escuchaba sus pasos
y sus golpes, y procuraba no respirar, aguantarme la respiración
como si estuviera muerto, sí, como si al no respirar, dejara de
existir, como si la muerte o no sé qué me volviera invisible, pero
no, él me encontraba, me encontraba siempre, me arrastraba por los
pies y me soltaba diez, quince sopapos mientras mamá, con la cara
reventada, llorando y pidiéndole que me dejara, se le ponía
delante, lo vas a matar, Héctor, por favor, déjalo, lo vas a matar,
y entonces él se la quitaba de encima de un manotazo y ella caía
sobre mí, sobre el rincón, sobre la mesilla y él resoplaba,
gritaba que le habíamos jodido la vida, que éramos unos esto y lo
otro, porque yo no lo entendía, se trababa, gritaba, se llevaba la
manos a la cabeza y yo no lo entendía, se me nublaba todo y no lo
entendía, así que cuando escucho a mis tías decir que tu papá fue
bueno, porque tu papá, no tengas dudas, se hubiera dejado matar por
ti... se equivocó con tu madre, eso es todo, a mí me entran las
ganas de saltar por la ventana o de hacerme el loco.
Y
entonces vinieron las navidades. Hacía ya un rato largo que habíamos
dejado de cenar. Mamá se miraba nerviosa las uñas y luego miraba
hacia mí, o hacia el plato, y luego a las uñas de nuevo, como si
los nervios se la estuvieran comiendo por dentro o le dolieran los
ojos, y se restregaba las manos, y se alisaba la falda o el pelo o me
sonreía con esa sonrisa que yo conozco tan bien y recogía los
platos o miraba al de mi padre, como un animal helado sobre la mesa,
y me preguntaba si me apetecía ir a ver las luces o los portales,
porque ya los portales debían estar puestos. Claro que sí, le dije,
había visto el de la joyería Luque cuando volvía del colegio. Era
un portal precioso, precioso de verdad, todo de plata, con los
turbantes de los Reyes pintados de verde brillante, y mamá sonreía,
me alisaba el pelo y me decía que en cuanto llegara tu padre,
iríamos a verlo y me gustaba que mamá estuviera alegre, nerviosa
pero alegre, pero mi padre se retrasaba y entonces ella se volvió a
sentar, encerrada en sus pensamientos y yo la miraba, la miraba y era
guapa, muy muy guapa, pero tenía que haber sido más guapa todavía,
como la seño de tercero, con el pelo cayéndole sobre los hombros y
esas rebecas azules y esa manera de decir Héctor, hijo, o de cantar
muy muy bajito, cuando me iba quedando dormido, y sentía el calor de
su voz metiéndose como humo en los huesos y me dejaba atontado y
calentito, hasta que ya no podía más y ella suspiraba y a mí me
venía un escalofrío en el sueño, pero sentía el calor tibio de su
boca cantándome muy bajito, y yo quería agarrarme a su cuello, pero
los brazos no podían levantarse, sino que se hundían en una leche
blanda, en la que flotaba como una pelota y me iba alejando, alejando
hasta que no se veía la tierra y seguía flotando, calentito,
flotando, flotando y nunca nunca se hacía de noche.
Tu
padre, dijo en voz baja, rompiendo el silencio, mirando el reloj de
pulsera, porque el de pared hacía meses que desapareció, dejando su
forma en el tabique. Y al cabo de mucho, sentimos a mi padre,
borracho como casi siempre, pegando voces por el descampado, que si
no sé quiénes eran unos cabrones y que de él no se reía ni
Cristo, mientras mamá, temblando y nerviosa, me decía que me
metiera rápido rápido para el cuarto. Allí estuve, escondido
debajo de la cama, mientras duró todo. No sé cuánto pasó. Era lo
de siempre. Lo mismo de siempre. Mi padre se lo había jugado todo en
lo de Mishubishi, todo lo del mes, todo y mi madre lloraba y le
decía...
Pasó
mucho, poco tiempo, no lo sé. Hasta que mi madre, cuando ya todo
había vuelto a la calma, entró en el cuarto, con las gafas de sol
y, abrochándose el abrigo, me dijo que me vistiera, que nos íbamos
a ver las luces. Cuando llegué al comedor, él ya estaba roncando en
el sofá tal y como le cogió, vestido. Chisss, susurró mi madre,
llevándose el dedo a los labios. No despiertes a tu padre. Y me puso
la trenka que me dieron en cáritas, y se volvió a llevar los dedos
a los labios (y los tenía como hinchados, azules, no sé) y me dijo,
anda, tonto, vamos a ver las luces de la Navidad, chiiiisssssss, y
abrió con mucho mucho cuidado la puerta.
Al
salir, el aire frío me sopló en la cara y me gustó. La casa de
Avelino, el buhonero, estaba en silencio, allá arriba, donde se
acaba la ciudad, metida ya en el campo. Un perro ladraba muy muy
lejos. Sin hablar fuimos bajando hasta el Ayuntamiento, que todos los
años ponen un portal grande, con burros de tamaño natural y una
noria más grande que una casa. Y en el Ayuntamiento hacía frío y
mi madre me dijo que me apretara bien la bufanda y cuando se agachó
a ponerme la bufanda, le miré a los ojos y los tenía rojos y fríos
y ni siquiera cuando me sonrieron parecían sonreír y yo, claro, me
dejé poner la bufanda, porque ahora, al verla, tenía mucho más
frío y no pensaba ya en la noria ni en los reyes ni en nada. No sé
cómo explicarlo: en los ojos de mamá había notado el frío como si
fuera una raíz que en ese momento le saliera por dentro de los ojos,
como a los árboles o a las murallas, y entonces, sin poderlo evitar,
le pregunté si tenía frío y ella me dijo que sí, mientras se le
escapaba una lágrima redonda como una bolita de cristal, pero que no
importaba, que íbamos a seguir paseando y a que las luces eran
bonitas, cariño, que eran las luces más bonitas que había visto
nunca, pero hacía mucho mucho frío aquella noche, tanto que la
respiración se iba congelando en el aire y caía como si fuesen
muchos cristalitos rotos sobre la trenka y la acera, y a través de
mis guantes yo sentía la frialdad de su mano, pero no decía nada,
caminábamos en silencio atontados por las luces, sin echar cuenta a
la gente que se cruzaba con nosotros.
—Son
bonitas, ¿verdad?
Cuando
estábamos ya cerca de casa, nos paramos a ver otro portalito que
tenía luces y una pequeña catarata de agua, un pozo, un río con
luces dentro y otro burro que daba vueltas y vueltas a una noria
chiquita, al ladito mismo de un camino de piedra por donde andaban
los tres Reyes Magos con sus cofres llenos de oro, incienso y mirra.
Parece nuestro barrio, dije, acordándome de la casa de Avelino el
buhonero, el chalecito de Rosa, la de los piensos, y de todo lo
demás. Mirábamos todo eso cuando, de repente, mamá se echó a
llorar y a sonarse con el pañuelo, y yo le pregunté que qué
pasaba, si no le había gustado el portal o si era por el burro, que
estaba pasando tanto, tanto frío. Pero ella no podía responderme.
Como si se arrancara el aire del pecho, quitándose las lágrimas que
se le habían quedado como pegadas a la cara, tragándose las
palabras, me dijo que estaba decidido, que este año los Reyes me
pondrían los mejores regalos que ningún niño había recibido
jamás. Yo no entendí nada. Un momento antes mi madre estaba como
metida en un pozo, silenciosa y fría, y ahora, como si alguien
hubiera echado una piedra allí, en el fondo del pozo y, zas, se
hubiera roto la capa de hielo, me decía que los Reyes me iban a
traer el regalo más grande de mi vida, los mismos Reyes que subían
ahora la cuestecita empinada, muy cerca de la noria, pero más
grandes, otros Reyes, ya, unos Reyes de carne y hueso, con sus capas
rojas y sus botas de pelitos blancos, sus barbas y todo.
Ya
mientras caminábamos a casa con todo el frío de diciembre en la
cara, soñé con un madelman que echara fuego por la boca, con un
tren eléctrico con puentes, túneles y árboles nevados que corriera
delante de un castillo con cientos y cientos de piezas ocupando todo
el cuarto mientras yo llegaba con el tren hasta la puerta del
castillo y allí me escondía, ya a salvo, viendo como el tren giraba
una y otra vez y pitaba en las estaciones y se volvía a meter en el
túnel, sin pilas, porque funcionaba sin pilas, sólo con el
pensamiento, según uno quisiera que se parase o no en la estación.
En todo eso soñaba por la cuesta, camino de casa, y me sentía
calentito por dentro de la trenka como si alguien hubiera encendido
allí una candelita o una luz de ésas que te calientan entero, así
que cuando mamá buscaba la llave dentro del bolso, me preguntó que
en qué pensaba.
—En
los Reyes —dije.
Ella
sonrió sin ganas y a mí me pareció que era el cansancio, el frío,
la presencia de papá al otro lado de la puerta, no sé...
—Yo,
lo que quiero es un tren eléctrico y un castillo de esos grandes,
grandes.
—¿Cómo
de grande, cariño? ¿Así? —dijo abriendo los brazos todo lo que
podía dentro del viejo abrigo, mientras yo creía que se me iban a
salir los ojos siguiendo el vuelo de sus manos.
—...
—Va
a ser más, mucho más grande, te lo juro. Lo que te van a traer es
mucho más grande —dijo guardándose la llave en el bolsillo.
A
mí, la cabeza se me llenaba con un tren inimaginable con rueditas de
colores y piecitas que se movían y puertas secretas que, sin saber
cómo, daban a las mazmorras y a los pasadizos, mientras el tren
traspasaba las montañas y se volvía invisible con sólo chascar los
dedos, y yo iba en ese tren, dios mío, iba en ese tren, camino de
montañas nevadas, de estaciones con flores, de lagos con casitas de
tejados puntiagudos, pero se abrió la puerta y una vaharada de aire
podrido nos pegó en la cara, y allí estaba, allí estaba papá
roncando en el sofá y recordé sus últimas palabras.
—Shiiiiiii
—Un
día, fijo, le meto fuego a la casa con ustedes dos dentro.
Pero
la noche de Reyes casi no dormí, tratando de imaginar mi regalo
envuelto en el papel de colorines que había visto en la cómoda de
mamá días antes. Escuché las dos, las tres, en las campanas de la
iglesia, justo cuando llegó mi padre y yo, como hacía siempre,
cerré los ojos y me quedé paralizado, dormido de terror y le pedía
a Dios que se durmiera pronto, antes de que vinieran los Reyes,
porque si en ese momento llegaban los Reyes, dios mío, no lo quería
pensar, pero lo pensaba, no se me quitaba de la cabeza, y le pedía
al cielo que no, que no ocurriera nada, hasta que todo se quedó en
silencio y metí la cabeza en la almohada, aterrorizado, con el alma
en vilo, cansado como una piedra. Y me quedé dormido.
Pero
yo no comprendía nada. Nada de nada. Sólo podía comprender que
cuando ya empezaba a clarear, mamá entró en el cuarto y vino a
besarme. Me desperté entonces y vi a mamá que lloraba, que estaba
llorando, que tenía el pelo revuelto y estaba llorando con un llanto
distinto, no sé, distinto. Entonces me temí lo peor: que tampoco
aquella vez le hubiera llegado el dinero para comprarme el regalo y
traté de cerrar los ojos, de apretar hacia adentro las lágrimas
para que esta vez no se me escaparan, porque en el fondo de mí mismo
sabía... Pero mamá, besándome en la frente, dijo:
—Ea,
Héctor, ya puedes acercarte a la chimenea y coger tu regalo.
Descalzo
y todo corrí a la chimenea. Había un olor extraño en la casa, pero
yo sólo tenía ojos para la chimenea. Lo que allí encontré fue un
bulto con el tamaño de un balón de reglamento envuelto con el papel
de colorines. Desde luego, no era el tren eléctrico ni el maldelman,
y, mucho menos, el castillo, eso se veía a la legua. Parecía una
pelota, pero al tratar de levantarla vi que pesaba demasiado para ser
una pelota, así que durante un instante pedí con todas las fuerzas
que fuera un mecano de esos que están hechos con tornillos y hierro,
o la nave esa de las galaxias. Pero no era. No era. No era.
Pero,
sí, lo estoy viendo como si ocurriera ahora ahora, sí, la cabeza de
mi padre, sangrando todavía. La cabeza de papá envuelta en el papel
de colorines. La cabeza de mi padre oliendo todavía a vino. La
cabeza de mi padre blanca como una pelota de plástico. Los ojos
abiertos y quietos de mi padre. La nariz, la boca, los ojos parados.
Entonces miré a mamá y me abracé a ella, como si de golpe me
hubieran sacado un escorpión o una raíz de dentro del estómago,
feliz hasta dolerme todos los huesos, roto como si me hubieran dado
la última paliza... Y allí nos quedamos los dos, mirando aquella
cara blancuzca, que parecía que la hubieran embadurnado con harina.
Un estremecimiento de flojedad me recorrió el espinazo desde el
cuello hasta las rodillas y me tumbé en el sillón de cuadros rojos
junto a mamá, que tarareaba una canción muy muy bajito con los ojos
medio cerrados, como si le estuviese costando despertar, como si se
hubiera quedado desnuda o congelada por dentro y ahora le diese
vergüenza mirar sus manos y sus piernas y sólo al tararear aquella
canción, pudiera espantar el hielo.
Me
agarré a su mano cuando ya se veía luz detrás de la ventana.
Pronto, todos los niños despertarían. Todos los trenes estarían
saliendo ahora para cualquier parte, pero nosotros estábamos quietos
en el sofá, mirando una cabeza que nos miraba como si de pronto no
recordara dónde estaba, ni qué estaba haciendo allí. Y cerré los
ojos y me prometí no abrirlos nunca, nunca más.
¿Y
qué iba, dios mío, qué iba a pasar ahora?
En
Cielo municipal, Oria (CM)
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