Acaba
de fallecer el poeta Juan Drago. Antonio, su querido amigo Antonio
Ramírez Almansa me acaba de llamar para darme tan jodida noticia. La
muerte de Juan era esperable. Su vida se ceñía más y más cada día a los
ámbitos de la nada. Hacía ya casi 10 años que su mundo había ido
nublándose hasta sumarse a la noche casi definitiva. Su mujer, la atenta
y dulce Rosa, lo ha cuidado con mimo durante tan largo peregrinar por
las sombras. Hoy ha dado fin a esa larga y extenuante peregrinación.
Descansa en paz, compañero. Desde el homenaje que su pueblo, Rociana,
le dedicara hace ahora quince meses, nos hemos dedicado a su obra,
tratando de organizarla y darle un sentido. En breve aparecerá en dos
volúmenes, pero uno tiene la sensación de haber llegado tarde por muy
poco, como también sucediera con la de su/mi querido Juan Delgado.
Hoy es un día triste por más que el cielo resplandezca de azul y el frío se cuele por las rendijas de las ventanas. Hoy ha muerto un poeta. Un gran poeta. Un poeta que tal vez no supo sacar su obra del reducido núcleo provincial, pero al que debemos considerar en su justa y grande medida. Lo es, sin duda alguna. Mientras iba organizando su obra, tuve ocasión de comprobarlo. A medida que iban secando la tinta de las imprentas, él me fue mandando sus libros. Durante estos meses han estado y viajado conmigo y al leerlos todos juntos me he dado cuenta de que estaba ante un gran y desconocido poeta.
Durante un breve periodo la vida nos puso en trincheras opuestas en lo literario, pero ni aún así dejó y dejé de mandarle y mandarnos nuestros libros, ni de cultivar una amistad no por entrecortada menos sincera. En una ocasión el mentado Juan Delgado me habló de un almuerzo con su tocayo en el que lo encontró torpe en el decir y en el callar -Juan era más de callar, todo sea dicho- y enajenado en lo demás. Meses antes, en Tavira, el propio Drago me dijo mientras tomábamos café, que estaba a escasos tres meses de jubilarse y que no veía la hora para que ese día de la suprema liberación llegara. Se lo notaba contento, esperanzado, jubiloso. Cuando ese día llegó Juan ya no estaba en condiciones de esperarlo. Algo sucedió en su cabeza. Algo se interpuso entre él y el mundo, del que cada día que pasaba se sentía más lejano y desasido. La última vez que lo vi marchaba por el Conquero del brazo de Rosa, su mujer. Me dedicó una sonrisa limpia, pero no llegó a reconocerme. Mantenía prisionero en su magín al hombre cordial que fue, y por eso sonreía por doquier, pero ya la oscuridad se había adueñado de él. Hoy, tantos años más tarde, nos toca despedirlo. Lástima que las palabras "bueno" y "gran poeta" resulten tan manidas y vacías en la muerte de un hombre, porque Juan Drago era ambas cosas. Triste día este del 20 de diciembre. Nos ha dejado un poeta.
Os dejo con una urgentísima antología. Espero que la lectura de este poeta os concilie con la poesía.
Hoy es un día triste por más que el cielo resplandezca de azul y el frío se cuele por las rendijas de las ventanas. Hoy ha muerto un poeta. Un gran poeta. Un poeta que tal vez no supo sacar su obra del reducido núcleo provincial, pero al que debemos considerar en su justa y grande medida. Lo es, sin duda alguna. Mientras iba organizando su obra, tuve ocasión de comprobarlo. A medida que iban secando la tinta de las imprentas, él me fue mandando sus libros. Durante estos meses han estado y viajado conmigo y al leerlos todos juntos me he dado cuenta de que estaba ante un gran y desconocido poeta.
Durante un breve periodo la vida nos puso en trincheras opuestas en lo literario, pero ni aún así dejó y dejé de mandarle y mandarnos nuestros libros, ni de cultivar una amistad no por entrecortada menos sincera. En una ocasión el mentado Juan Delgado me habló de un almuerzo con su tocayo en el que lo encontró torpe en el decir y en el callar -Juan era más de callar, todo sea dicho- y enajenado en lo demás. Meses antes, en Tavira, el propio Drago me dijo mientras tomábamos café, que estaba a escasos tres meses de jubilarse y que no veía la hora para que ese día de la suprema liberación llegara. Se lo notaba contento, esperanzado, jubiloso. Cuando ese día llegó Juan ya no estaba en condiciones de esperarlo. Algo sucedió en su cabeza. Algo se interpuso entre él y el mundo, del que cada día que pasaba se sentía más lejano y desasido. La última vez que lo vi marchaba por el Conquero del brazo de Rosa, su mujer. Me dedicó una sonrisa limpia, pero no llegó a reconocerme. Mantenía prisionero en su magín al hombre cordial que fue, y por eso sonreía por doquier, pero ya la oscuridad se había adueñado de él. Hoy, tantos años más tarde, nos toca despedirlo. Lástima que las palabras "bueno" y "gran poeta" resulten tan manidas y vacías en la muerte de un hombre, porque Juan Drago era ambas cosas. Triste día este del 20 de diciembre. Nos ha dejado un poeta.
Os dejo con una urgentísima antología. Espero que la lectura de este poeta os concilie con la poesía.
I
Cuando yo era un dios
bajo el arco de tu ojo
apenas me alimentaba de
panecillos de estambres,
aireados vuelos de
chamarices y vibraciones de acacias.
Tu portentoso ojo
custodiaba mis evoluciones límpidas
sobre la gleba. Y lo
que era, era en verdad para mi centro.
Tocar arcilla. Tocar el
alma de una piedra.
Tu ojo -ahora lo sé-
me custodiaba.
Yo era un rey aupado en
tu vigilia.
Tú decidías qué
polen debía subir a mis mejillas,
qué leche podía
franquear mi garganta.
Madre, cuando yo era un
dios bajo el arco de tu ojo todo estaba en su sitio.
Después, me
atravesaron un pupitre,
me hicieron abrir un
libro. Vi una página negra y la saliva del maestro en mi pestaña.
Fui nombrado y mi
nombre tropezó
en una clase fría de
rincones de yeso,
se rizaba en un puñado
de diosecillos caídos.
Mi nombre dejó de ser
un nimbo para ser una llave.
Entonces entendí el
sesgo de tu lágrima,
el alfiler que ardía
hurgando tu retina.
VÉRTICE
1
Entre el follaje de los
tiempos
primero fuiste tú en
túnica de lino.
Cirio verbal, promesa y
vértice.
Después: Jadeo mortal,
metamorfosis,
ánima. Paloma fría
que fecundó
los labios. Brazada
larga.
2
De una gola a otra
gola.
Entre las rotas
azucenas de la orilla
andas multiplicando
luces, acaparando brisas.
3
El
agua que yo le dé se hará
en
él una fuente que salte hasta
la
vida eterna.
(Evang.
de San Juan)
Y la eternidad vendrá
escanciada
por un ángel de nata.
Y se abrirán las
bridas,
y encenderá la arteria
un hálito de afrecho.
Y ganarán los niños
el olor
a madera,
a hierbabuena,
a mosto,
y ceñirán la luz
las almas serenadas.
Y vertirá la voz
sus entrañas abiertas
hasta fundirse toda
en el seno del agua.
4
Caminad
mientras
tenéis
la luz
(Evang.
de San Juan)
Interpretad el tiempo.
Leed en cada ola
cuanto se hurta a la
noche.
Alzad en los abismos
brocales de azucenas,
que un hombre es sólo
un niño
caído en desgracia.
5
Tengo
sed.
(Evang.
de San Juan)
El ojo por amor,
diente por vida:
Tú quieres agua.
Ríos subterráneos
pasan rozando
tus labios abrasados
por el silencio.
EL GAMO DEL
CREPÚSCULO
Así como ese gamo
nacido de las aguas al poniente
de la ardiente laguna,
con la cuerna en llamas,
buscando el dócil lomo
de su hembra berrea,
hiende el espacio como
se saja un sueño.
Como después del rito
se amansa jadeante,
y le tiembla su pecho,
y son arbustos
de cenizas sus astas
cuando caen los pájaros,
cansinamente de un azul
vencido a oscura rama.
Así como las ebrias
víboras descienden de los árboles
y rielando curvas
disfrutan las arenas peinadas de las brisas
o entre la anea el
corazón de un ánade
se pronuncia en la
noche sigilosa, de lince.
Así tirita el siendo
cuanto tú te abandonas
un verano terrible con
soles que extenúan
los renuevos del mundo,
y la sangre se torna,
densa, de un rojo cárdeno,
y ya la vida nota en
sus formas más frágiles
que has cambiado de
orilla,
que tus senos alumbran
otras playas del tiempo.
POR AGOSTO, LOS
LINCES BAJAN
A LAS DUNAS A CAZAR
DE NOCHE
Toda la noche deja
danzar su cuerpo
de sombra en sombra.
Clara luna de agosto,
duna a duna sintiendo,
tras el barrón, un
ser.
Rozan sus uñas
milenios de sílice.
Siente su propia sombra
nacer.
De los nardos astrales
bebe silencio.
Toda la noche por un
lance mortal
anunciado en un soplo
de espuma y de salitre.
Hambre en sigilo de una
prensa informe
-que enturbia el
rompeolas-.
Tañendo conchas oye la
voz del mar,
deja su oscuro son
penetrar su secreto.
Echado es él una
espera encendida.
Y
luego lo conducían a una fuente llamada Lethé, que tenía la virtud
de hacerle olvidar.
Dime, ¿con qué
palabras, aquel ave
que cruzó por mis ojos
al arrayán,
cómo decir su vuelo
entre los gamos?
Venía yo del mundo con
una historia,
enebro de ceniza antes
de un viento,
temblaba más desnudo
que una sospecha
y oí la voz oculta
junto a la nuca:
“Allende las sabinas
no penetres.”
Las garzas rezagadas,
los ya perdidos
ánsares tejían una
corona de silencio.
Los pasos me dolían
por un zarzal umbroso.
Cuanto sembré y yo
dije,
y me amaron, palpé,
todo caía
del fondo de mi espalda
a un valle
oscuro.
Rumor que de una fuente
abrió
el celaje de una luz
que me callo,
que es sólo mía.
Regresar ya no existe.
¿Dime, con qué
palabras, aquel ave
tomara de mi frente
cuanto era mío?
La luz contra la
noche fue prodigio.
Dejé la corza herida
entre las aguas,
que me llamaste todo,
fui una tea
ardiéndome anhelante,
y mi cintura
vibraba una sextina de
aire leve,
que estabas y era
alegre aquella
acera, en la ciudad de
plata
en que me hablaste. Yo
ya no
era y era, y estabas
y no estabas con lo
mío.
Rota la brida de mi
alma,
abierto yo en la tarde
de clavecines, te
sabía.
No un perfume,
o un sonar, eras lo
otro,
sin nombre de tan
cerca.
Y me sentía el cardo
confiado y desnudado de
aquel viento.
VII
DESCENSO AL ANTRO
El
oráculo estaba situado sobre una montaña, detrás de un bosque, en
medio de un recinto de mármol blanco, adornado de obeliscos de
bronce y en el que existía una caverna hecha por la mano del hombre,
que tenía la forma de un horno, a la que no se descendía por
escaleras sino por medio de una cuerda.
y los durmientes giran
por meandros de sueño,
lento moja el rocío
jazmines y malcomia,
el callar de las
garzas, los frutos de la noche.
Llamado voy, mi corazón
se inclina
a un galope que anhela
la claridad del fondo.
Charrancito de playa
herido de milano
van cayendo las olas en
mis iris llovidos.
Crepita la madera, un
viento se pronuncia
maldito y entrañable.
Bosque arriba mi
lámpara, el rumor
de la túnica las
brunas ramas mueve.
Azul de vuelo apenas de
un leve rabilargo.
Espiral de paloma que a
luna llena
imita. No saber. Verlo
todo de un punto
que tremola,
y esta voz que no
alcanza a sajar la penumbra.
Los obeliscos giran.
Oscuro, sólo intuyo
que si hay luz está en
mí, que la senda
me cruza las vaguadas
del cuerpo
y en mi frente hay un
aura, el fulgor
de un secreto
ángel que se demora.
Y en mi espera me
oculto como el lirio
en el lirio.
A
Ricardo Bada
Estar aquí, en medio
del universo
escribiendo esta carta,
mientras danzan los
púlsares
y el helio avanza
errático.
Tener las manos frías
de trazar estos signos,
¿para quién?
Quien la reciba
pensará solitario en
un hombre
lejano que aguardó lo
preciso
antes de abrir su
sombra,
quien asumió el
silencio de las estatuas
y sufrió mientras pudo
oír las aguas todas
hablar al cuerpo
herido,
y el cuerpo irse
venciendo
del llamar de la
tierra.
¿Qué salva quien
escribe?
¿Quien recibe, qué
alas
conquista para nadar en
el fuego
cegador de los
púlsares?
Una arañita descendió
esta mañana
a la umbría de mi
pecho.
Su hilo traía la luz
precisa
a esta carta que
alguien recibirá,
y saldrá de sus manos
como un presentimiento,
pagaza hambrienta de
claridad,
de espacio.
En lo hondo de la
estatua estaba el viento
echado y acezante
delante de la aurora.
El tiempo se movía
entre sus labios y la prealba.
Se oyeron voces durante
todo el milenio.
Las placas se movieron
con sigilo.
Nacieron y murieron
astros.
En las alcobas ardieron
poemas.
Ignoro por cuánto
tiempo callará esta estatua
delante de la aurora,
entre el rumor
de la ciudad, de qué
ladera vencerá
el aliento la sombra
que la habita.
Y
miré, y apareció un caballo blanco;
y
el que lo montaba, llevaba un arco;
y
le fue dada una corona,
y
salió como vencedor y para vencer.
APOCALIPSIS
Con el alba entró al
valle un jinete,
delgado y ágil, con
las manos vivas,
tocando cada cuerpo de
una luz dichosa.
Aún las estatuas del
dolor cedían
penumbras al andar
después de tanto.
Sonaron aves entre el
aire naciente
con una música
desconocida.
Ningún recuerdo
alojado en la sombra
impidió a cada piedra
renacer
de las frentes y las
manos veloces,
de forma que el
esplendor se elevó
a un palmo del abismo
en que yacieron
los cuerpos en lo
oscuro.
Aquel jinete levantó
los troncos
sumidos en la umbría.
Restituyó su aroma a
cada rama,
entregó a las brisas
un cerro de equilibrio.
Había un rumor
ardiente
dentro de cada forma.
La plenitud
hizo sonar su cuerno en
medio
de los muchachos. Las
canciones
levantaron con las
collalbas
hasta el confín de las
colinas.
Un agua lúcida surcó
los cuerpos
que aún ignoraban el
cansancio.
Ningún juicio. Ningún
presentimiento
bajó a los odres donde
se gestaba
el vino. Todo fue
penetrado por
un golpe de audacia.
Nacieron
ciudades donde
veneraban
el silencio sobre todas
las cosas.
Si este poema fuese un dios, este verso sería
su trabajo.
Si este poema fuese el
mar, este verso sería su ola.
Si este poema fuese la
luz, este verso sería su venda.
Si este poema fuese la
oscuridad, este verso guardaría sus tesoros.
Si este poema fuese el
aire mismo, este verso cubriría el espacio.
Si este poema fuese la
lluvia, este verso sería una gota.
Si este poema fuese el
vacío, en este verso todo sería posible.
Si este poema fuese el
tiempo, este verso lo guardaría todo.
Si este poema fuese el
dolor, con este verso os redimo.
Si este poema fuese
nosotros mismos, este verso nunca termina.
APERTURA
Acaba
de nacer aquí.
Todos
los caminos mueren
de
alguna manera en mí.
Todo
renace de mí en cierto modo.
Si
digo pan, el pan me pertenece;
y
si luz, si árbol, si alegría.
Miro
y las cosas tienen parte de mí.
Sueño:
las imágenes son mías.
Voy
rebautizando el mundo a cada instante,
acaparando
gestos, sensaciones...
como
una boca enorme,
como
un radar intenso, un hombre.
Acaba
de nacer aquí
este
deseo de nombrar lo mío,
este
llenar sus cosas por su nombre de pila.
-Avaro
de aguas nuevas nado
porque
aguas viejas se ahogan a mi espalda
avaramente.
Ave
muerta bajo un tilo,
dibujo
quieto en las aguas.
El
Mestro
Sobre
la duna,
viejo
enebro del aire,
laúd
del océano.
Hato
del Difunto
NACIMIENTO
DE LA LUZ
Tiritabas
desnuda como un recién nacido surtiendo del glaciar de la noche.
Temblaba tu lengua en el silencio de tu boca.
Te
recogí con los brazos de una canción, que era mi sueño más
prístino.
Yo
nací como tú, desnudo e inocente, y creí hacerme luz en el vuelo
de mi vida.
Olvidé
que me hicieron en las sombras del amnios, que mi interior está
sembrado de espectros de llamas, que giro en una danza donde hay
nieve, y me abraso.
En
esta casa vive el mar.
Como
invitado ocioso ocupa las habitaciones
reparando
en sus libros y sus flores marchitas,
y
se sienta a la mesa delante de la luz.
El
silencio delata
su
rumor incesante recogerse en las sombras
de
las tardes perdidas al vuelo de las manos,
y
de noche se tiende con los cuerpos vencidos.
En
esta casa vive el mar.
Desde
el principio cantó a sus alarifes,
tocó
cada baldosa y soportó sus vanos.
Con
ambición de madre
cubrió
con sus canciones los pasos de la muerte.
DÉJAME ARDER
EN LAS RAMAS
Déjame arder en
las ramas
de los pacíficos,
cruzar los puentes
de los peciolos
hasta alcanzarme
el aire de esta
calle, mezclarme
en silencio con
las voces
de los muchachos
que caminan
(a la luz de la
especie tras la belleza).
Dejarlos ir por
la tarde (entre
el callar del
náufrago)
atravesando las
corrientes y las ligerezas
del aire, entre
los perfumes
Llevar los
claroscuros de mis incertidumbres
bajo la luz
plateada de las primeras estrellas.
Buscando el calor
de las mejillas, los senos túrgidos,
los valles donde
arden las ilusiones delante de la noche.
Noches blancas de
sueños fugaces,
sombras que
fluyen como un río oscuro de promesas
a punto de
levantar el vuelo.
TAVIRA
A
Pepe y Cruz
Hundimos
nuestros cuerpos en el silencio
de
Tavira, en las brisas marinas que dominan
las
calles por donde pasea el tiempo
con
los pies descalzos entre la humedad
y
los pobres, que piden discretamente
en
los bares de la ribera del río,
sin
levantar la voz. Sus palabras podrían
llevársela
las alas de la brisa y los remos
de
los vencejos, que vuelan por un cielo añil,
que
cubre la ría y los esteros.
Nos
bañamos en el silencio de las calles
de
Tavira, donde se oye la sombra
del
mar mesando nuestra piel,
y
el rumor del tiempo es un río
invisible,
echado sobre las aguas
frescas,
verde oscuras de la corriente.
Vamos
entre los cuerpos de otros tiempos,
en
la fluencia de hombres y sus perros,
sentimos
su olor, su vida, como si ahora
estuvieran
aquí. Tropezamos discretamente
con
ellos por las ruas, dejamos pasar
a
las mujeres que van al mercado
a
comprar higos y manzanas,
a
coger peces que parecen
una
espada de plata.
Hundimos
nuestros cuerpos en el silencio
de
Tavira, entramos en sus casas,
nos
sentamos a comer en sus mesas,
dormimos
una siesta breve en sus camas,
nos
miramos a sus espejos antes de salir
a
sentir la brisa de la tarde en nuestra piel,
atravesamos
con levedad sus puentes,
y
sentados en los bares de la ribera del río
dejamos
pasar el tiempo que nos impulsa
en
silencio hasta la desmemoria.
Huelva,
4. 6. 2006
1 comentarios:
Juan Drago fue un poeta extraordinario, tocado por esa rara luz que asiste a unos pocos.Para mí fue "el llamado", "el elegido", "el señalado"... El poeta de la orilla de Huelva, de las dunas, las garzas y los linces de Doñana. Toda su poesía está fecundada por la luz y el mar de su tierra natal, de los mitos ancestrales y los paisajes que le son señas de identidad en su más profunda entraña. ¡Dios salve a Juan Drago! ¡Qué inmensa pérdida para la poesía andaluza!D.E.P. Mi solidaridd para su familia. De su apenado amigo, José Antonio Sáez.
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