En economía ya está dicho casi todo. Hay cientos de modelos económicos,
cientos de soluciones, cientos de fracasos. Nada o casi nada hay de
nuevo bajo el sol económico. Por ejemplo, tenemos el modelo escandinavo,
con sus impuestos, sus derechos laborales, su realidad social, su
realidad democrática etc... y existe el modelo que llamaremos (para
entendernos) magrebí, con sus impuestos, sus derechos laborales, sus
realidades sociales y democráticas... Cuando ya teníamos a la vista
el primer modelo, nuestros preclaros economistas nos hacen girar en
redondo y nos conducen al paso de la oca al segundo, que consiste en
rebaja de impuestos, rebaja de derechos laborales y salariales,
dificultades sociales y rebaja de calidad democrática. Y en ese viaje
estamos y en ese viaje se nos habla de no sé qué del futuro de las
jubilaciones, y en ese viaje hemos metido a nuestros hijos. Y en fin, me
temo que, como todo, esto tiene nombres y apellidos. A mí se me ocurren
dos: PSOE y PP, que son los que han tejido nuestro espectro legislativo
y social.. En fin, como decía mi padre, que Alá ( o Cristo, tanto
monta) nos guarde.
*
Y en eso, atravesando la puerta de cristales ahumados ante la que mi vida brujuleaba, apareció Blanche que, bien mirado, era un nombre inconcebible para una mulata de melena al viento y ojos azabaches, nacida en una islita del Caribe. La suya fue una aparición prodigiosa en un momento en el que todo mi mundo flotaba sobre un mar en putrefacción.
*
Y en eso, atravesando la puerta de cristales ahumados ante la que mi vida brujuleaba, apareció Blanche que, bien mirado, era un nombre inconcebible para una mulata de melena al viento y ojos azabaches, nacida en una islita del Caribe. La suya fue una aparición prodigiosa en un momento en el que todo mi mundo flotaba sobre un mar en putrefacción.
Es
cierto. Cuando di con ella, llevaba varios meses dando tumbos por una
ciudad convertida en un agujero negro del existencialismo. Sí, eso
significó para mí la fuga de Carlota. Carlota me había dejado
meses antes por un vivales español especializado en desplumar a
niñatas pijas y a condesas polacas. Carlota cayó en su red del
mismo modo que una mosca cae en la tela de una viuda negra. Lo peor
era que Carlota, que había conseguido agenciarse una columna semanal
en el Vogue
y se había colgado el marchamo de diosa tremendista del apocalipsis,
decidió acabar con todo y najarse con el vivales a Menorca. Una
deserción. Una catástrofe. Un volverme tarumba, vaya.
Con su
talento habría llegado muy arriba, pero, de todas las opciones,
había ido a elegir la peor: fugarse con un tipo repelente que la
acabaría dejando tirada en un chiringuito mahonés tras perderse con
cualquier capulla con un fajo de euros en el liguero.
Pero
cada cual parece ser dueño de su destino, y justo ahí está la
putada. La película de cualquier vida está llena de tomas,
encuadres y luces equivocadas. Es una pena que uno no pueda
encerrarse durante quince días en un estudio y cortar aquí y allá
hasta conseguir algo que podamos ver sin sentir náusea de nosotros
mismos. Pero la vida no tiene cortes ni tomas nuevas ni cosa que se
le parezca. Carlota estaba a punto de tocar el cielo, tenía todas
las papeletas para encandilar París, pero decidió largarse y le
importó un rábano que se hundiera el mundo y yo con él.
Pero me
niego a seguir hablando de Carlota. Yo, que me quedé sin papel a
mitad de la película, tuve que aceptar un nuevo papelito sin frase,
el de un burro existencialista que da vueltas y más vueltas por el
callejero parisino, sin otra salida que tirarse al Sena. En verdad,
nada podía reprocharle, puesto que no era la primera vez que me
dejaba. Diez años antes ya me había abandonado por un tipo
repugnante. Ambos acabaron en una secta de Canadá, engorando el
huevo del éxtasis permanente. Carlota se pasaba los días cavando de
sol a sol los cimientos de una granja de la que tuvo que huir antes
de que le convirtieran el cerebro en un cubito de caldo de gallina.
Dos años así dan para escribir cien libros. Durante los siguientes
seis, se buscó la vida por medio mundo, hasta que se le ocurrió
regresar a nuestra amada Londres y allí, eureka, volvió a acordarse
del viejo amante que escribía los relatos más calamitosos del
mundo. El caso es que un mal día se presentó en mi buhardilla como
si viniera envuelta en papel de celofán. ¿He mencionado la palabra
remordimiento?
Fui un
completo estúpido por no haberme sabido defender de ella. La volví
a amar otra vez desde la más pura inopia, pero a medida que sentía
amenazada nuestra relación, acabé por dejar en sus manos el peso de
mi esperanza, que también era el de mi desesperación. Pero Carlota
no estaba dispuesta a sobrellevar el suplemento de mis angustias. Y
me desplomé. Ni siquiera la certidumbre de que las cosas acabarían
así me ahorró un gramo de dolor. Durante meses me alimenté de mi
propia bilis. La ciudad me dolía como un absceso. Me pesaba la dicha
ajena como una humillación. Procuraba alejarme de los parajes donde
el turismo deja un olor a candidez de saldo. Rehuía la vida social y
hasta el vecino parque de Monceau, con sus palomas gordas y sus
viudos tristes, dejó de interesarme. Aun así, era preferible
caminar sin rumbo que quedarme en casa, donde me ponía a morir.
Durante
meses, traté de aferrarme a algo antes de caer en el delirio, como
ya ocurriera a mi llegada a París, cuando, tras la primera fuga de
Carlota, me encontré con una borrachera de dos meses, hasta que
alguien me rompió la crisma por tres partes y casi palmo. Un final
así era lo que entonces volví a buscar por aquellas callejuelas,
incapaz de lanzarme de una maldita vez al Sena. Ya en casa, después
de enfrentarme a la sopa de paquete y ver un poco de televisión, me
echaba sobre los hombros el viejo batín de Carlota, liaba cuatro o
cinco canutos y me pasaba la noche garabateando sórdidas historias
que tiraba en una caja en previsión de mejores días. Al alba, me
arrastraba hacia la cama y dormía como quien acaba de recibir un
tiro en la sien.
Aquella
noche, la oscuridad me había acompañado desde la mismísima casa de
M***, un escritor gagá para quien escribía su última novela a
cambio de un puñado de francos. Porque la ciudad, no contenta con
tratarme a puntapiés, me redujo a la hedionda condición de negro.
Necesitaba templar el ánimo antes de volver a un ático que tenía
el aspecto de una sala de autopsias. Pero algo en mí quería
rebelarse. Decidí meterme en un restaurante barato, donde engañar
mi estómago con algo distinto a las sopas de sobre. Llevaba media
hora inclinado sobre el plato observando a escondidas a una mujer
acompañada por una niña y un chelo que comían a mi lado, cuando un
cincuentón de aspecto hindú se plantó frente a mí con una bandeja
y me pidió asiento. Me encogí de hombros y le indiqué la silla
libre. El tipo se sentó, sacó un pañuelo y se limpió el sudor que
le perlaba una frente color berenjena. Yo lo observaba con el interés
que reservaría para un faquir que acabara de tragarse una bayoneta.
Pero él no se tragaba nada, sino que extendió los cubiertos, agitó
el especiero, miró en redondo y dijo sin solemnidad que se llamaba
Carlos.
Carlos,
repetí, sin interés. Periodista y entendedor de arte, añadió,
sacando de la chaqueta un tarjetón que no leí, pero que me obligaba
a identificarme: Gerard Osborn, negro, rumié con sequedad. El hombre
me observó con desconcierto. «¿Black?», preguntó. «No»,
aclaré, «ghost
writer,
negro,
el que escribe para otro». «¡Ah!», exclamó, y dándose una
palmada en la frente declaró: «Oh, bien, perdóneme, ¡negro!
Todos somos un poco negros»,
remató, sin dejar de sonreír.
—No
hay mucha gente que se vaya presentando como negro.
—Será
que no hay demasiados.
—Yo
escribo para un periódico —explicó— y también podría decirse
que soy un negro.
—Bueno,
bien mirado, pudiera ser, claro... —balbuceé esperando encontrar
algo sólido que añadir.
—Bueno,
el periodismo es la actividad, digamos, legal. Periodismo de
catástrofes. Una especialidad en alza. También me dedico a las
antigüedades, de manera que, si alguna vez quiere regalar algo de
categoría, no tiene más que llamarme —dijo, extendiéndome otra
tarjeta en la que se leía un misterioso: «ANTIGÜEDADES Y TODO LO
QUE TE ATREVAS A IMAGINAR».
—¿Qué
quiere decir con eso de «todo lo que te atrevas a imaginar»?
—pregunté.
—Ah,
mio caro amico, ma chi lo sa —dijo
abriendo los brazos y sonriendo como un napolitano—. Todo y nada.
Si quiere hacer un regalo muy, pero que muy especial, si busca algo
que ni siquiera sabe que existe, si quiere llegar al corazón...
—¿Y
eso de «periodismo de catástrofes»? —me aventuré a preguntar,
cambiando de tercio, ante la posibilidad de hallarme frente a un
charlatán que no tardaría en ofrecerme el Louvre por cincuenta
euros.
—Viajo
donde me mandan —contestó—. Me meto en todos los fregados,
chapoteo en todas las heces.
—Entonces
habrá visto lo suyo.
—No
me puedo quejar.
—Conocerá
todos los infiernos.
—Puede
estar seguro.
Carlos
resultó ser un tipo que se expresaba sin dificultad en quince
idiomas. A mí me resultaba fascinante alguien que daba cuenta de su
arroz con soja, mientras intercalaba el francés con el inglés para
ponerme al corriente de sus andanzas por el mundo, siguiendo
volcanes, riadas o tifones.
Acabada
la cena, mientras Kim, la risueña coreana, retiraba los platos, me
invitó a una copa en un local donde uno podía alegrarse la vida con
una tremenda
santiaguera por menos de diez euros. Él, me confesó en un guiño,
estaba casado, tenía dos hijas adolescentes, pero la vida exigía
ciertos sacrificios y Cuba era una de sus debilidades.
—¿Entonces
qué, se anima?
La
invitación era tentadora, pero ni mi corazón ni mi cartera estaban
para dispendios. Carlos insistió hasta que no tuve otro remedio que
dejarme arrastrar por las barreduelas. Al revolver una esquina, nos
vimos frente a una luz de neón que puso fin a nuestras navegaciones.
—Bienvenido
a Cyterea —gritó Carlos, cediéndome el paso—. ¡Que Dios
reparta suerte!
El
local, denominado L'île des toucans, era como uno de esos garitos
que había frecuentado en mis primeros escarceos por la ciudad. Un
par de risueñas parejitas lo abandonaban en ese momento. Flanqueaba
la puerta un mulato tocado con unas gafas oscuras. Temí que no nos
dejara entrar, pero en cuanto reconoció a mi socio, su rostro esbozó
una tremebunda sonrisa de piano.
—Helmano
Cahlo, tremenda solpresa.
Caminamos
por un ancho pasillo, donde no hacíamos sino tropezar con parejas
dispuestas a practicar el canibalismo. Al cabo concluimos en una sala
atestada donde sonaba una música dulzona que te ponía en movimiento
como si te aplicaran descargas eléctricas en el esfínter.
¡Oh,
Babylonia!
Una vez
allí, decidí sumarme a la balumba. La noche se presentaba
impredecible y rumbosa: sirenazas de colas briosas y cabellos como
látigos; amazonas capaces de arrancarte el alma de un simple
movimiento de pelvis; sátiros de pezuñas afiladas y falos erectos
dispuestos a ensartar lo que fuera; musas pintarrajeadas que se
agarraban a los vasos de ginebra como si fuesen sus últimas amarras;
lobos de mar en busca de puertos francos; arpías, bonzos, derviches,
hombres-lobos, sanguijuelas, coraceros, astronautas, nigromantes,
locas de atar, pimpinelas, trujimanes, marimantas, traficantes de
sal, artistas... Al fondo, en medio de la humareda, todo estaba
preparado para echar la caña, aprender los infinitos nombres de la
luna o sodomizar a una zarina dominicana... Ya habría tiempo para
escupir sangre al día siguiente.
Y en
esto, oh Babylonia,
apareció Blanche.
2 Pero
no me pregunten cómo ni por dónde apareció Blanche. De pronto
estuvo a mi lado, meciéndose como un palmeral. Enseguida supe que
sus padres provenían de Jamaica, donde habían regentado distintos
negocios que los empujaron invariablemente a la ruina, a la cárcel y
por último al dulce exilio de Curaçao. Blanche hablaba un inglés
excéntrico, intercalado de giros tropicales. Había arribado a París
para estudiar teatro. Se matriculó en una academia y trabajó
durante dos años en lo que caía: cajera de supermercado, vendedora
de grifos, cuidadora de enfermos, figuranta en series y videoclips,
concursante concursera televisiva, lectora para un ciego, echadora de
cartas y hasta peinadora de caniches... Resumiendo, que estaba como
loca por volver a su isla.
Lo
cierto es que Blanche me recordó a Carlota y eso me alarmó. Date el
piro, me dije, que esta historia ya la conoces. Estaba hasta las
narices de artistillas que vivían la excentricidad como un arma
arrojadiza, de manera que cuando Blanche me soltó que iba para
actriz, viví un momento de pánico. Me hallaba en un garito rodeado
de diez mil chicas dispuestas a pasar la noche con un rinoceronte, y
justo me tenía que topar con una artista venida de una isla divina,
dispuesta a zamparse el mundo.
—Mira,
bonita —estuve por soltarle—, creo que tengo que ir al baño.
Pero me
contuve. Su belleza me contuvo. Durante un par de minutos me convencí
de que debía comportarme como una hiena ante aquella chica que me
mostraba gratis las cicatrices de su corazón. Sus labios esponjosos,
sus párpados aleteantes, el óvalo modiglianesco de su cara, la
sutileza de sus hombros, el volumen de sus pechos y la intuición de
unos muslos vehementes me vencieron. Que hablara lo que se le
antojara, pues mientras hubiera una oportunidad de resoplar sobre ese
cuerpo corsario, estaría dispuesto a convertirme en el muro de las
lamentaciones. Sí, me dejaría arrastrar por aquellas canciones que
tal vez hablaran de amores contrariados y de oscuras cárceles del
alma. Cómo no.
Una
hora después de conocerla, sabía más de ella que de mi madre. Su
vida había estado jalonada por los naufragios legales y económicos
de un padre aficionado a sacar la pata fuera del tiesto. Ella nació
en una isla cercana a Jamaica, donde el padre regentaba un cabaret
nocturno, pero una venta de terrenos inexistentes los dejó en la
miseria y hubieron de fondear en otros embarcaderos donde no les fue
mucho mejor, hasta que arribaron a una isla árida, donde se hablaba
una lengua diabólica y todo olía a miel recién hervida. La que se
prometía como una penosa estación de penitencia acabó
convirtiéndose en su patria: Curaçao. En Curaçao les vendieron un
astillero desguazado que, tras mil malabarismos, acabó siendo un
negocio próspero. Asentados en la isla, compraron una casita en
Otrobanda y se diluyeron en la pequeña burguesía local, que los
acogió mejor de lo que podían esperar.
El
mérito de tal acogida debemos atribuírselo a la madre, una mujer
culta, elegante y bella que en su juventud había vivido en Europa,
trabajando como modelo para pintores. Los infortunios, lejos de
echarla a perder, le proporcionaron un refinado escepticismo, de tal
manera que los isleños la acogieron como una rara flor extranjera
plantada en el corazón de las Antillas Holandesas.
El
Caribe es tierra de huracanes, bucaneros y galeones hundidos. Nada se
tiene allá. Todo allí es provisorio. Las plantaciones, descuajadas
por los temporales, renacen aún con más vigor; los hombres se
tambalean como barcos para luego plantarse como estacas en la arena;
las mujeres florecen una y otra vez con el brujulear de sus caderas
sabrosas. Todo allí se mueve al compás de la música y la música
es el compás de un oscuro mundo que no se cansa de cambiar para
permanecer idéntico. Así las cosas, embarcar hacia Europa en busca
de sueños no dejaba de ser un insensato desafío y, cuando la
conocí, Blanche sufría la insoportable comezón de la nostalgia. El
hecho de que yo procediera de una isla y de que me dedicara al arte
hizo que ella me aceptara esa copa (pero qué copa, Dios mío, yo no
le había ofrecido ninguna copa).
En ese
momento no sabía si Blanche estaba allí para pagarse la academia o
para darle un capón a la melancolía. Sea como fuere, me resultaba
difícil entender que perdiera su tiempo conmigo, dejando escapar
treinta euros con tipos cien veces más audaces o rumbosos. No había
más que echar una ojeada para ver qué es lo que se masticaba en el
ambiente: una chica, que momentos antes le comía la boca a un
rubiales, ahora se dejaba sobar por un calvo que debía ser muy pero
que muy gracioso; a escasos dos metros de mí, el doble de Pavarotti
se desternillaba mientras una mano le aflojaba el medallón de oro.
Me torturaba pensar que yo fuera para Blanche una simple presa de la
que podía sacar petróleo. Como su expresión apacible me hacía
dudar, resolví dejarme conducir por el dictado de las mareas.
Porque
hay noches en que uno se ata los zapatos y se engomina el pelo para
acabar agarrado a alguien que podría ser tu abuela. Había pasado
más de hora y media y seguía sin entender qué esperaba aquella
mujer de mí. La cuestión empezaba a clarificarse: o me largaba de
una vez o izaba la bandera pirata y abordaba el barco antillano.
Mientras, seguía con cierta perplejidad la deriva de otros buques
que se alejaban del puerto con sus tripulaciones asomadas a la borda,
soplando matasuegras y agitando pañuelos. Es lo que ocurría con
Carlos, al que vi rasgar la oscuridad agarrado a una muchacha
risueña. Mortificado, levanté la copa y me decidí por Blanche, que
seguía la música con una sinuosa oscilación de hombros, como si
también ella estuviese atrapada en un galeón que fuese adentrándose
en un mar de dudas de tres metros de alto.
Al
cabo, uno no es más que un gorila envuelto en pan de oro. Por eso,
en cuanto rasgas un poco la superficie, aparece el simio con sus
pelos hirsutos, sus morros recauchutados y su falo enhiesto como un
trinquete. Pues bien, aquella mujer estaba a punto de merendarse al
gorila que llevaba dentro y yo, lejos de morirme de angustia, sentía
un miedo físico a que inventase algún ardid y se esfumara para
siempre. Ya todo lo demás me importaba un bledo.
—¿Por
qué no nos largamos de este sitio? —propuse, jugándomela.
—¿Y
dónde te parece que podríamos ir a estas horas? —contestó.
—Donde
tú quieras...
—Guau,
¿dónde es donde yo quiera?
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