DOCTOR PASAVENTO DE ENRIQUE VILA-MATAS.
Algún
amigo me dirá con mucha razón que soy un pesado y un cansativo y no
tengo más remedio que darle la razón. Soy un pesado y un jartible, vaya
por delante. Después de leer Bartleby y compañía, y comenzar Dietario
estoy leyendo ahora Doctor Pasavento, una vez que le he cogido
carrerilla al para mí siempre escurridizo Enrique Vila-Matas y antes de
que me acabe atragantando. Pero no, se me atraganta. De verdad que por
más que miro y por más que lo intento no veo nada en su escritura. Lo
juro y lo siento como un absoluto fracaso personal. Todo mi ser quisiera
entenderlo, pero no, por más que lo intento no acabo de entender la
lógica artistica o metafísica o como queramos calificarla, de esta
escritura. Todo en la textura literaria de este intento me parece inane,
como una torre Eiffel hecha con palillos, como una inmensa gamba hecha
con chocolate. Tan inane como la horrible gamba de Lichtenstein en el
paseo marítimo de Barcelona o el plátano fijado a la pared con cinta
americana. Este libro es como hacer cien mil fotocopias de tu propio
culo, o de tu nariz para no ponernos sicalípticos. ¿Hay en eso arte? Yo,
que nada doy por hecho, me lo sigo preguntando. ¿Qué es Doctor
Pasavento? No hay en ese intento la menor profundidad dramática, no
vemos sufrimiento alguno, es como si persiguiéramos a alguien en la
calle que camina despacio, ques compra el periódico, que recorre los 150
metros hasta el parque, que busca un banc, que abre el periódico y va
recorriendo una a una sus hojas, qu luego hecha unos granos de maíz a
las palomas y luego, después d ehaber dejado el periódico en una
papelera vuelve a casa, donde se hace una ensalada y unas pastas, friega
los cacharros, se echa la siesta mientras se escucha la tele, se
levanta, tma un café cn una torta, intenta leer un rto Dctor Pasavento,
pone una serie, mira el reloj, se decide a hacer la cena, una cosa
ligera, cena con picos y una cerveza, se restriega los ojos, se pone el
pijama, se quita las gafas, que deja en la mesilla, se acuesta, se echa
las sábanas en lo alto, se retoca el pelo y apaga la luz. No parece que
las aventuras de ese individuo, como las del propio Pasavento
transformen al personaje, ni siquiera sus percepciones evolucionan, pero
es que ni siquiera es empático. Pasavento no traduce las inquietudes de
nadie. Es insólito por eso, por eso solo, porque es tan distinto y
distante a nosotros que nos produce curiosidad, acaso extrañeza, pero no
empatía y n nos muestra nada. ¿Qué representa Pasavento? ¿Qué metáfora
esconde? No soporta una mínima comparación con Bartleby, ni con Samsa,
ni siquiera con Soares, Remedios la Bella, Andrea (de Nada), Juanita
Narboni, Azarías, Juan Lobón, La Maga o Berte Trepax, pongo por caso y
ha tenido 300 páginas para ello. No nos plantea un espacio mental como
Echner, Chirico o Tanguy, no nos describe un personaje como Hopper o
Bacon, y cuando doy estos nombres rimbombanes es sólo para entendernos,
por no mencionar a estrictos contemporáneos. Yo a una nocvela le pido
que proponga un viaje, una transformación. Si no hay viaje, si el
personaje n se mueve de su casilla, si ni siquiera la experiencia por la
que pasa es realmente epifánica para el personaje, porqué había de
serlo para mí. Porque si el personaje no se transforma, ¿por qué yo,
como lector, como alguien que no vive directamente esa experiencia debo
experimentar algo? ¿Qué debo incorporar a mi experiencia humana o
incluso a mi experiencia como lector cuando leo a Vila-Matas?, me
pregunto. No encuentro sustancia en su escritura. He acabado cn muchas
fatiguias Doctor Pasavento, una de sus más celebradas obras, y, lo
siento, no he encontrado nada en ella. Una especie de semisueño en la
azarosa calle Vaneau, de París, un viaje insustancial y truncado a
Sevilla, un hotel y varios reencuentros en Nápoles, un tipo que pretende
desaparecer, pero que no acaba de desaparecer (tema que, por cierto es
el magma de Bartleby y compañía y aquí repite, recurriendo además a
personajes como Gracq, Walser, Salinger, Craven, Atxaga y toda esa larga
lista de incunables suyos, que ya estaban incluidos en Bartleby, un
libro mucho más interesante que este). Se pasa las páginas y las páginas
sin romper un solo plato, sin revelarnos nada, deambulando en el vacío,
como el personaje de hamsiano de Hambre, pero con mucha menor tralla
psicológica, porque Pasavento es tan vacuo como lo es una bella libélula
que volase por encima de la alberca en una tarde plomiza de verano. Sí,
Pasavento es un haiku de trescientas páginas y para eso uno elige a
Basho. Si el libro nos hablara de la inanidad de la vida contemporánea,
bueno, uno podría estar tentado de seguirlo, pero no, habla de la mera
desaparición social y literaria d eun individuo concreto, no de la
muerte, no de la erosión de la vida, no de la sensación de estar de más,
no de la sensación de fracaso, ni siquiera del azar, pues su visión del
azar es blanda, futil, inconsecuente. Lo de Siria es simplemente
infantil, dan ganas de llamar al autor y decirle, tío, con lo de Siria
te has pasado ds pueblo. Uno lee un libro suyo y se queda con la misma
sensación de quien se ha atiborrado de gominolas o quien ha visto pasar a
toda velocidad el pelotón ciclista por una carretera recta de Albacete.
Nada por el camino ha conmovido tu adentro, nada te ha movido, nada te
ha puesto en riesgo, nada ha caido, nada se ha plantado, nada ha
germinado. Unos ciclistas que pasan, zas, el fugaz vuelo de una
libélula. Es cómodo Vila-Matas, no te pone en dificultades, no te hace
tambalear, no te exige tomar partido, no te hace reflexionar, no te ha
llevado a ninguna encrucijada, no te ha mostrado ninguna víscera, ningún
cáncer oculto, simplemente te habla de autores de los que has oído
hablar o que conoces y eso, bueno, te prueba, e habilita en un círculo,
enuna élite, vale, y claro, eso te hace sentir bien en el mundo, en tu
mundo, pero nada más. Lo siento: nada más. Azúcar glassé, libelandia. La
experiencia humana que relata la novela no tiene mayor consistencia que
la historia que te contaría un desconocido en un autobús cuando no
tienes otro remedio que escucharlo (estás enjaulado ahí dentro) y que
olvidas en cuanto te bajas, porque, claro, decides bajarte antes de que
te pongan la cabeza como un bombo y esperar al siguiente bus. Todo,
perdónenme, es una mera paja mental que está muy bien como cosa personal
pero que a mí, que estoy loco porque me transmita algo, que en cada
página pido, ruego incluso, que me haga descarrilar, no logra
transmitirme más qe un bisbiseo. Entiendo que a alguien le parezca -sólo
parezca- seductor su acerbo literario, que a alguien apabulle con su
granero de lecturas, con sus citas, como ocurre con Borges, pero las
suyas son casi siempre cogidas con alfileres. Entiendo, claro, puedo
entender y aprobar que su literatura sea excéntrica, quiero decir, que
tenga un fuerte carácter personal y se salga de lo manido, cosa que
podría aplaudir, pero, con franqueza, más allá de esa nimiedad, qué nos
aporta como hombres, qué nos aporta como lectores, como seres sociales,
como individuos. Creo que muy poco, la verdad. Si uno compara al Doctor
Pasavento con Soares, que también quería desaparecer, no encuentra
parangón alguno. Pero hablemos ahora de su estilo, de su fraseo. Tampoco
su estilo, seamos justos, es la hostia: no es un Landero o un primer
Mendoza en el fraseo o en la felicidad del hallazgo lingüístico, no se
trata de un Martínez de Pisón o de un Llosa en la primorosa estructura
de la novela, que en Vila-Matas parece aleatoria, laxa, voluble, sin un
por qué, seamos sinceros. No se trata de comparar, no, pero su escritura
carece de la gracia casi surrealista de un Benítez Reyes, de la fuerza
evocativa de un Llamazares o la fuerza expresiva de un David Torres o de
un Tocornal: no, sinceramente, no me parece que haya detrás de
Vila-Matas un gran estilo, ni un estilistar maravilloso, irrepetible.
No. No hay vuelo en su escritura. Carece de emoción, de duende. Una
página suya nunca será una página de un Hidalgo Bayal o de un Lencero.
Todo en él es, me temo, la suma de un gran equívoco y de un tiempo
confuso, epidérmico, insustancial que ha perdido el norte, que acepta su
propia inanidad como grandeza, que proyecta su irrelevancia en un arte
cómodo, portátil, irrelevante y que parece arrastrado por un caballo que
ha perdido las trazas de un caballo. Por más que lo leo y quiero sacar
algo positivo -porque quiero, necesito hacerlo, joder-, no consigo
llegar a otra conclusión. Me da la tristísima impresión de que es un
escritor para gente que le pide muy poco a la escritura, un raro que
alimenta ciertas necesidades superfluas de rareza y de autoengaño, pero
la rareza o la anomalía en sí mismas no son nada, son un mero aperitivo,
y el autoengaño es una droga fácil, un somnífero. Lo peor de todo es
que acabé la novela y lo hice como quien pasea por una ciudad aburrida y
sin interés, pero por la misma razón que cuando uno ha pagado cinco
noches de hotel, bueno, se abandona la idea de que la estancia y el
gasto de dinero y tiempo acabarán valiendo la pena.
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