EL MUNDO DE TRUMAN

 EL MUNDO DE TRUMAN

Retratos - Capote, Truman - 978-84-339-6670-4 - Editorial Anagrama 

 

Con ocasión de la serie Feud, donde se da cuenta de los últimos años vividos por Truman Capote, tras dar a la luz varios capis de Plegarias atendidas, gracias a los cuales se vio privado del favor de sus cisnes, mujeres de la gran sociedad neoyorkina de los setenta, esposas de potentados y políticos de relumbrón, riquísimas, sutiles y glamurosísimas, decía que con ocasión de la serie, me he puesto con la biografía trumanesca escrita por Gerard Clarke y he alucinado en colores. Con Capote, infierno, paraíso, paraíso e infierno, sordidez y glamour, buen gusto y hedor, se entrelazan de una manera absoluta. Con veinte años, tras una infancia sureña, desdichada y feliz al mismo tiempo, cuidado por sus tías, medio abandonado por sus padres, y sus modales de chico desinhibido y aparatosamente homosexual, ya se había ganado el prestigio de las revistas y los ambientes literatos de NY donde lo consideraban carne fresca. No había publicado aún un solo libro y ya era considerado la perla blanca de la nueva literatura, un nuevo Scott Fitzgerald. Se gastaba la pasta que le ofrecían en los mejores restaurantes y tiendas de la ciudad, donde era reconocido como una especie de duendecillo locuaz y manirroto. Su madre, una mujer profundamente desequilibrada y arribista, que tras un matrimonio destartalado con su padre, un tal Arch, había conocido a un empresario llamado Joe Capote, tenía entre ceja y ceja triunfar en los ambientes chics de la ciudad del Hudson, pero no lo había logrado. Su ascendencia sureña no era del gusto de los yanquis. Eso marcó profundamente la mentalidad del joven escritor que de pronto tenía a su alcance un mundo rutilante donde él se movía como pez en el agua. Llegó su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, un libro sorprendente, pero tampoco nada del otro mundo, que vino a sellar, sin embargo, su explosión. El chicuelo petulante y afeminado había llegado ya a su sitio, que no era otra cosa que la sombra de la divinidad neoyorkina. Capote, un tipo tan inteligente como chispeante se las ingeniaba para estar en boca de todos, para ser la salsa de todos los guisos y la guindilla de todos los platos, el conocedor de los secretos de tocador mejor guardados de la ciudad. Escritor de moda, concibió carísimos guiones para Brodway y para películas y conoció a las principales personalidades del cine de la época, desde Bogard hasta John Huston, pasando por Marilyn, Montgomery Clift, Ava Gardner, Sinatra y toda la estelar patulea de la época. Durante años vivió a cuerpo de rey por Europa y América relacionándose con las personalidades más incontrovertidas de la época, bebiendo como un cosaco y tomando fármacos sin cuento. Chocó con Norman Mailer y sobre todo con Tennesee Williams y Gore Vidal por unos quítame esas pajas. Se creía intocable, mientras seguía flotando en esa burbuja dorada, adulado por una jet que temía sus pildorazos. Por medio dos novelas, Arpa de hierba, un libro irregular y, sobre todo, Desayuno con diamantes, que fue llevada con rotundo éxito al cine y que a mí me parece un librito descomunal. El personaje de Holy siempre me pareció uno de más fascinantes que yo haya leído. En 1959 cayó en sus manos un suelto del periódico. Una familia de granjeros había sido asesinada en Holcombt, Kansas, el profundo Sur de los Estados Unidos. Capote decidió acudir a Kansas con su amiga de infancia Harper Lee (la autora de Un pequeño ruiseñor). Allí trabó amistad con medio condado y también con los autores del horrendo crimen, con quien mantuvo una amistad bastante controvertida (hay peli al respecto). Parece ser que Capote, que estaba a punto de concluir su célebre A sangre fría a falta de un final, estaba ansioso porque colgaran a sus amigos y acabara la historia de una puñetera vez. Por fin presenció la ejecución, acabó el libro y algo se le quebró dentro. El éxito de la novela, que inauguraba la novela de no ficción -sobre eso también hay mucha tela que cortar- lo convirtió en un personaje aún más célebre y rico, que se lo rifaban en televisión por su lengua desinhibida y su causticidad única. Para celebrar el éxito de su A sangre fría celebró en NY una célebre fiesta a la que acudió lo más granado de la jet a ambos lados del Atlántico. Aquello resultó un despiporre, y aquel sureño bajito de voz aflautada, fue coronado como el rey de Nueva York, que es como decir del mundo conocido. Ese fue su momento de máximo esplendor. Era como ver el mundo desde lo alto del Empire State, con una copa de Don Perignon del 59 en la mano. A partir de entonces sólo le quedaba atemperar su caída. Su vida de excesos, sus indescriptibles chaperillos con los que aparecía aquí y allá, su petulancia y su arrogancia iban a minar poco a poco su figura. Sólo el alcohol y los tranquilizantes lo mantenían en pie, pero no acababa de hincarle el diente a ninguna obra nueva, salvo esporádicos guiones alimenticios. Pronto se presentaron las clínicas de desintoxicación, las recaídas, las humillaciones, la desbandada de sus principales valedores, tras la publicación de varios capítulos de su Plegarias atendidas, libro proustiano donde los haya, donde parecía vengarse de esa sociedad glamurosa que tiempo atrás le había abierto las manos, quizás creyéndolo un perrito de lanas o un bufón que amenizaba con su brutal inteligencia y causticidad sin cuento, las meriendas y las cenas. Ya casi al final de su vida, sacando fuerzas de donde no las había, firmó Música para camaleones, una miscelánea deliciosa que contiene algunas de las mejores páginas escritas por él. Sus últimos cuatro años sobran en su biografía, pues fueron un sin parar de asuntos y escenas turbias, de clínicas, de disparates, de pésimas decisiones y de ninguneo. El chico joven y deslenguado que había sido acogido por la élite neoyorkina acababa como una piltrafa, olvidado por muchos y odiado por casi todos. La suya, por todo esto que cuento, fue una vida sin duda alguna fascinante, como fascinante es su escritura. Flaubert y Proust fueron sus maestros. Flaubert en su estilo límpido y en el manejo del fraseo, Proust fue su referencia vital, su inspiración, su modelo. Libros como Desayuno con diamantes, A sangre fría o Música para camaleones bastarían para encumbrarlo como uno de los mejores estilistas del siglo y quedarán como el legado de un escritor finísimo e inteligente, tocado por los dioses. Lo demás, su vida, hace décadas que se extinguió.


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