Nerval retratado por Nodar |
Nos acercamos hoy a un autor mayor:
Gerard de Nerval (Gérard Labrunie), autor de Las quimeras,
una serie de sonetos preciosamente oscuros y llenos de misterio, así
como de una serie de pequeñas novelas y cuentos recogidos en Las
hijas del fuego, sin olvidarnos de sus traducciones y de sus
memorias viajeras, es acaso uno de los más significativos escritores
franceses del siglo XX. Nerval fue un gran viajero y acaso uno de los
primeros viajeros mentales. Aunque nació en París en el aciago
1808, pronto perdió a su madre que regresaba junto a su padre de la
gran derrota napoleónica en Rusia. Se educó en el campo, al norte
de París y de esas tierras tomó su pseudónimo. De joven se
consagró como traductor del Fausto goethiano, lo que le
granjeó cierto renombre en su país y, de alguna forma, importa el
romanticismo alemán a Francia. Trabajó junto a Alejandro Dumas en
varias obras dramáticas y conoció a Gautier con quien fundó en el
Hotel Pimodán, en el muelle del Betùne de la Isla de Saint Louis,
un club de fumadores de hachís, al que posteriormente se sumaría en
gran Baudelaire. Fue por entonces que Nerval comienza a experimentar
con lo otro, con las sensaciones de la sinrazón, con el delirio, con
las drogas y con los mundos síquicos y esotéricos que van a
constituir no sólo el centro de su escritura, sino la puerta de su
autodestrucción. Si la razón había guiado con mano firme el carro
de los racionalistas prerrománticos, Nerval, acaso el más genuino y
el más audaz en la nueva estética, va a buscar en las
manifestaciones de la locura, la enajenación y los mitos órficos su
propio mundo. En 1938 conoció a la actriz Jenny Colon, por la que
perdió literalmente la cabeza. Fue el suyo un amor difícil, lleno
de locura y contradicción, un amor casi wertheriano que lo empujó
aún más al mundo de la locura y del que tal vez quiso curarse
gracias a su viaje a oriente. Viajó a Italia, Turquía, Grecia,
Egipto, Alemania, Oriente Próximo y se interesó por sus culturas y
sus peculiaridades en otro rasgo típicamente romántico. Aurelia,
por ejemplo, está llena de rasgos exóticos, extraídos de sus
viajes. De los apuntes de este viaje nació Viaje a Oriente,
un relato fantástico donde se suceden apuntes exóticos, preciosas
descripciones y cuentos oídos en el viaje, todo lo cual le granjeó
la curiosidad de sus encopetados contemporáneos que apenas si se
atrevían a alejarse unas cuantas leguas de París. El precio que
hubo de pagar por este extraordinario viaje fue una precaria salud
mental que lo iría destruyendo muy lentamente, hasta su desesperado
suicidio en la Vieille lanterne (en la actualidad el Teatro
Chatelet), muy cerca de los muelles del Sena. Ramón Gómez de la
Serna escribió una magnífica biografía sobre el desdichado Nerval
y sus páginas finales sobre la muerte de Nerval sólo es equiparable
al Baudelaire de Ruano.
La muerte de Nerval, por Doré |
Durante días, un Nerval completamente
desesperado deambuló por París, buscando aparentemente dinero, pero
en realidad huyendo de sí mismo y de una vida que huía de él. Su
amigo Gautier le dio unas monedas, quizás una pelliza para que
esquivara el tremendo frío parisino. Visitó al Doctor Blanche, que
tenía su clínica en Passy, cerca del río y de la guarida de
Balzac. Regresó al centro, pidió limosna, se derrumbó, volvió a
levantarse, a caer, hasta que en la oscuridad, cuando las cercanas de
Notredame daban las doce en el reloj, se internó por una calleja
estrecha, camino despacio al encuentro de la modesta luz de la farola
que daba nombre a la callejuela, junto a unas escaleras que daban a
la entonces plaza del Chatêlet, se colgó. Atrás dejó una obra no
muy numerosa, pero sí que muy significativa, la obra de un
precursor. Nerval fue el primer escritor que hace de la locura un
filón artístico, el primero que ve en los sueños un continente
inexplorado de conocimiento y de creación. Sus obras son ciertamente
inquietantes, llenas de confusión y de misterio. Nerval, uno de los
primeros bohemios, bajó hasta las cloacas del ser humano, se
arrastró por territorios donde nadie se había atrevido hasta
entonces y todo eso lo pagó con la locura y la muerte. Lautreamont y
Rimbaud bebieron de sus intuiciones, los surrealistas lo reclaman
como su gran percusor y la escritura de Dostoyevski resultaría
imposible sin su impulso. Aurelia es acaso su relato o
nouvelle más conodida y más significativa de su obra. En este
relato realmente notable, Nerval se abandona a todo eso que podríamos
definir como la otredad síquica. El relato se convierte en un a
veces caótico torrente de luces y de sombras, proyectadas en alguna
cárcava de la mente humana. Si es demasiado largo para el lector,
búsquse eltambaién fantaśtico Silvie, o La Pandora, o cualquiera
de los retratos-cuentos femeninos que figuran en Las hijas del
fuego. Todo ello sin olvidar Las quimeras, esos
brilantísimos y misteriosísimos sonetos donde también acecha esa
arquitectura temblorosa del genio y de la locura.
AURELIA
O EL SUEÑO Y LA VIDA
Gerard de Nerval
PRIMERA PARTE
I
El
sueño es una segunda vida. Nunca pude cruzar sin estremecerme esas
puertas –de marfil o de cuerno– que nos separan del mundo
invisible. Los primeros instantes del sueño son como una imagen de
la muerte. Una especie de velado letargo acaba por apoderarse de
nuestro pensamiento, y no podemos determinar el instante preciso en
que el yo, bajo otra forma, prosigue la obra de la existencia. Se
trata de un amorfo subterráneo que se ilumina poco a poco, y donde
se desprenden de la sombra y la noche las pálidas figuras hieráticas
e inmóviles que pueblan el territorio del limbo. Después el cuadro
adquiere forma, y una claridad nueva ilumina cinéticamente esas
apariciones extrañas: el mundo de los espíritus se abre entonces
para nosotros.
Swedenborg
llamaba a esas visiones Memorabilia, y frecuentemente tenían su
origen en el delirio más que en el sueño. El Asno de Oro, de
Apuleyo, y La Divina Comedia de Dante, son los modelos poéticos de
esos estudios del alma humana. Voy a intentar aquí, siguiendo su
ejemplo, transcribir las impresiones de una larga enfermedad que se
desarrolló en los arcanos de mi espíritu; y no sé por qué utilizo
el término enfermedad, pues nunca, en lo que a mí se refiere,
llegué a gozar de mejor salud. A veces, creía que mi fuerza y
actividad eran redobladas; me parecí saberlo todo ,o comprenderlo
todo; la imaginación me procuraba delicias infinitas... Al recobrar
eso que los hombres llaman la razón, ¿tendré que lamentar haberlas
perdido? Esa vita nuova consistió para mí en dos fases. He aquí
las notas que se refieren a la primera.
Una
mujer a la que llamaré Aurèlie –y a la que amé durante mucho
tiempo– podía considerarla ya como perdida para mí. Poco importan
las circunstancias de ese acontecimiento que habría de tener tanta
influencia en mi vida. Cada cual puede buscar en sus recuerdos la
emoción más dolorosa, el golpe más terrible con que el estino haya
castigado su alma; entonces hay que resolver entre morir o vivir:
diré más adelante por qué no escogí la muerte. Condenado por
aquella a la que amaba, culpable de una falta de la que no esperaba
ya perdón, no me quedaba otra cosa que entregarme a los excesos más
vulgares: así, fingí alegría e indolencia, y corrí el mundo,
locamente seducido por la variedad y el capricho; me gustaban sobre
todo las indumentarias y las extrañas costumbres de lejanos países;
me parecía que desplazaba así las condiciones del bien y del mal;
los términos, por decirlo así, de lo que es sentimiento para
nosotros los franceses. “Qué locura –me decía– amar así con
un amor platónico a una mujer que ya no nos ama. Es culpa de mis
lecturas; he tomado en serio las invenciones de los poetas, y he
construido una Laura o una Beatriz de una persona cualquiera de
nuestro siglo... Pasemos a otras intrigas, y ésta quedará pronto
olvidada.
El
vértigo de un alegre carnaval en una ciudad de Italia desterró
todas mis ideas melancólicas. Me sentía tan dichoso por el alivio
que experimentaba, que acabé por hacer partícipes de mi alegría a
todos mis amigos, y, en mis cartas, les presentaba como una constante
del estado de mi espíritu lo que no era sino excitación febril. Un
día, llegó a la ciudad una mujer de gran renombre, que se hizo
amiga mía y que, acostumbrada a gustar y a deslumbrar, me arrastró
sin dificultad al círculo de sus admiradores. Después de una velada
en la que había estado a la vez natural y llena de un encanto del
que todos padecimos las consecuencias, me sentí enamorado de ella
hasta el punto de que no quise demorar ni un instante la ocasión de
escribirle. ¡Era tan feliz de sentir a mi corazón capaz de un amor
nuevo...! Convine en utilizar, en ese entusiasmo falaz, las fórmulas
mismas que, tan poco tiempo antes, me habían servido para pintar un
amor verdadero y largamente puesto a prueba. Una vez que partió la
carta, hubiese querido retenerla, y me fui a soñar en soledad con lo
que me parecía una profanación de mis recuerdos.
La
noche devolvió a mi nuevo amor todo el encanto de la víspera. La
dama se mostró sensible a lo que yo le había escrito, a la vez que
mostraba cierto asombro por mi súbito fervor. Yo había franqueado,
en un día, varios estratos de los sentimientos que pueden concebirse
por una mujer con apariencia de sinceridad. Me confesó que le
causaba turbación a la vez que la hacía sentirse orgullosa. Traté
de convencerla; pero por mucho que quisiera decirle, no pude volver a
encontrar después el diapasón de mi estilo, de manera que me vi
obligado a confesarle, con lágrimas, que me había engañado a mí
mismo al pretender seducirla... Al parecer, mis sentidas confidencias
tuvieron sin embargo algún encanto, y la dulcedumbre de una amistad
más fuerte sucedió a unas vanas protestas de ternura.
II
Más
tarde, la encontré en otra ciudad, donde se encontraba la mujer a la
que yo seguía amando sin esperanza. Un azar hizo que se conocieran
entre ellas, y la primera tuvo oportunidad, sin duda, de enternecer
con respecto a mí a la que me había desterrado de su corazón. De
modo que un día, encontrándome en una reunión de la que formaba
parte ella, la vi venir a mí y tenderme la mano. ¿Cómo interpretar
ese gesto y la mirada profunda y triste con que acompañó su saludo?
Creí ver en esto el perdón del pasado; el acento divino de la
piedad daba a las sencillas palabras que me dirigió un valor
inexplicable, como si un componente religioso se mezclara a las
dulzuras de un amor hasta entonces profano, y le imprimiese el
carácter de la eternidad.
Una
urgente obligación me empujaba a regresar a París, pero sobre la
marcha tomé la decisión de no permanecer más que unos pocos días
y volver al lado de mis dos amigas. La alegría y la impaciencia me
produjeron entonces una especie de aturdimiento que se complicaba con
el cuidado de los asuntos que tenía que llevar a cabo. Una noche,
hacia las doce, atravesaba el arrabal donde se encontraba mi
alojamiento, cuando, al levantar casualmente los ojos, me fijé en el
número de una casa iluminado por un farol. Esa cifra se correspondía
con mi edad. Enseguida, al bajar la mirada, vi ante mí a una mujer
de tez macilenta y ojos hundidos, que parecía tener los mismos
rasgos de Aurèlie. Me dije: “Es su muerte o la mía lo que me es
anunciado”.
Pero
no sé por qué me atuve a la última suposición, y me impresioné
con la idea de que habría de ser al día siguiente a la misma hora.
Aquella noche tuve un sueño que vino a confirmar mis temores. Erraba
por un vasto edificio compuesto de distintas salas, de las cuales
unas estaban dedicadas al estudio, otras a la conversación o a las
discusiones filosóficas. Me detuve con interés en una de las
primeras, donde creí reconocer a mis antiguos maestros y
condiscípulos. Las lecciones sobre los autores griegos y latinos aún
seguían desarrollándose, con ese monótono zumbido que parece una
plegaria a la diosa Mnemosine... Después pasé a otra sala, donde
tenían lugar conferencias filosóficas. Participé en ellas durante
algún tiempo, luego salí para buscarme una habitación en una
especie de hostería de escaleras inmensas, que bullía de viajeros
atareados.
Me
perdí más de una vez en aquellos largos corredores y, al atravesar
una de las galerías centrales, me llamó la atención un extraño
espectáculo. Un ser de tamaño desmesurado –hombre o mujer, no lo
sé–, revoloteaba penosamente en la alturas y parecía debatirse
entre nubes espesas. Falto de aliento y de fuerza, acabó por caer,
finalmente, en mitad del oscuro patio, enganchando y desgarrando sus
alas a lo largo de los tejados y las balaustradas. Pude contemplarlo
un instante. Estaba teñido con tintes bermellones, y sus alas
brillaban con mil reflejos tornasolados. Vestido con un largo traje
de pliegues antiguos, se parecía al ángel de la Melancolía, de
Albrecht Dürer... No pude reprimir un grito de terror, que me
despertó sobresaltado.
Al
día siguiente, me apresuré a ir a ver a todos mis amigos.
Mentalmente me despedí de todos y cada uno, y, sin decirles ni una
palabra de lo que ocupaba mi espíritu, diserté apasionadamente
sobre temas místicos; incluso llegué a asombrarlos con una
elocuencia fuera de lo común; me parecía que lo sabía todo, y que
los misterios del mundo se me revelaban en esas horas supremas. Al
anochecer, cuando la hora fatal parecía acercarse, disertaba con dos
amigos, sentados a la mesa de un casino, sobre la pintura y la
música, definiendo desde mi punto de vista la generación de los
colores y el sentido de los números. Uno de ellos, llamado Paul***,
quiso acompañarme a mi
casa,
pero le dije que todavía no me retiraba.
– ¿A
dónde vas? –me preguntó.
–
Hacia el Oriente.
Y
mientras me acompañaba, me puse a buscar en el cielo una estrella,
que creía conocer, y a la que atribuía alguna influencia sobre mi
destino. Después de encontrarla, proseguí mi deambular siguiendo
las calles en cuya dirección era visible, yendo por decirlo así al
encuentro de mi destino, y queriendo percibir la estrella hasta el
momento en que la muerte hubiera de alcanzarme. Al llegar sin embargo
a la confluencia de tres callejuelas, no quise ir más lejos. Me
parecía que mi amigo desplegaba una fuerza sobrehumana para hacerme
cambiar de lugar, crecía a mis ojos y tomaba la apariencia de un
apóstol. Tuve la sensación de que el lugar donde estábamos
comenzaba a levitar, y que perdía las formas que le daba su
configuración urbana... –Sobre una colina, rodeada de vastas
soledades, esa escena se convertía en el combate de dos Espíritus y
como una tentación bíblica.
“¡No!
–decía yo–, no pertenezco a tu cielo. En esa estrella están los
que me esperan. Son anteriores a la revelación que has anunciado.
Déjame reunirme con ellos, pues aquella a la que amo les pertenece,
y es allí donde debemos reunirnos”.
III
Aquí
empezó para mí lo que llamaré el desbordamiento del sueño en la
vida real. A partir de aquel momento, todo tomaba a veces un aspecto
doble, y eso, sin que el razonamiento careciese nunca de lógica, sin
que la memoria perdiese los más leves detalles de lo que me sucedía.
Sólo que mis acciones –insensatas en apariencia–, estaban como
sometidas a lo que llaman ilusión, según la razón humana...
En
muchas ocasiones me ha asaltado la idea de que, en determinados
momentos graves de la vida, algún Espíritu del mundo exterior se
encarnaba de pronto en la forma de una persona ordinaria, y actuaba o
intentaba actuar sobre nosotros, sin que esa persona lo supiese o
guardase un recuerdo de ello. Mi amigo me había abandonado, viendo
que sus esfuerzos eran inútiles, y creyéndome sin duda presa de
alguna idea fija que nuestra deambulación acabaría aplacando. Al
encontrarme solo, no sin esfuerzo reanudé mi camino en dirección de
la estrella sobre la que fijaba sin interrupción mis ojos. Al hilo
de mi errancia, cantaba un himno misterioso del que creía recordar
que lo había escuchado en alguna otra existencia, y que me colmaba
de una inefable alegría. Al mismo tiempo, abandonaba mi ropaje
terrestre y lo dispersaba a mi alrededor. El camino parecía elevarse
constantemente y la estrella aumentar de tamaño. Después, me quedé
con los brazos extendidos, esperando el momento en que el alma iba a
separarse del cuerpo, atraída magnéticamente por el rayo de la
estrella. Entonces sentí un escalofrío; la añoranza de la tierra y
de aquellos a los que en ella amaba sobrecogió mi corazón, y
supliqué tan ardientemente en mí mismo al Espíritu que me atraía
hacia él, que me pareció que volvía a descender entre los hombres.
En torno a mí, unos gendarmes que hacían su ronda nocturna ; –tenía
entonces la sensación de que me había vuelto muy grande,– y de
que, enteramente imbuido de fuerzas eléctricas, iba a derribar todo
lo que se me acercaba. Sin duda, algo de cómico debió haber en el
cuidado que puse en respetar las fuerzas y la vida de los gendarmes
que me habían recogido. Si no creyese que la misión de un escritor
es analizar sinceramente lo que experimenta en las graves
circunstancias de la vida, y si no me propusiera un objetivo que
considero útil, me detendría aquí, y no intentaría describir lo
que experimenté después en una serie de visiones insensatas tal
vez, o quizá vulgarmente enfermizas... Tumbado sobre un camastro,
creí ver al cielo retirar sus velos y abrirse en mil aspectos de
inaudita magnificencia. El destino del Alma liberada parecía
revelarse a mí como para apesadumbrarme por haber hecho pie con
todas mis fuerzas en la tierra que iba a abandonar... Inmensos
círculos se dibujaban en el infinito, como las ondas que se forman
en el agua disturbiada por la caída de un cuerpo; cada región,
poblada de figuras radiantes, cobraba movimiento, se coloreaba, y se
fundía alternativamente, y una divinidad, siempre la misma, se
desprendía sonriente de las furtivas máscaras de sus diversas
encarnaciones, y se refugiaba al fin, inasible, en los místicos
esplendores del cielo de Asia.
Por
uno de esos fenómenos que todo el mundo ha podido experimentar en el
curso de determinados sueños, esa visión celeste no me dejaba
insensible a lo que sucedía a mi alrededor. Tumbado en un catre, oía
cómo los agentes charlaban de un desconocido arrestado como yo, y
cuya voz resonaba en la misma sala. Por un singular efecto de
vibración, me parecía que esa voz retumbaba en mi pecho y que mi
alma se desdoblaba, por decirlo así, –distintamente repartida
entre la visión y la realidad. Por un instante, tuve la idea de
volverme hacia aquel del que hablaban, pero al momento me estremecí
al recordar una tradición muy conocida en Alemania, según la cual
cada hombre tiene un doble, y que cuando le ve, es señal de que la
muerte está próxima. Cerré los ojos y caí en un confuso estado de
ánimo en el que las figuras fantásticas o reales que me rodeaban se
quebraban en mil apariencias fugitivas. En determinado momento, vi
cerca de mí a dos de mis amigos que me reclamaban, los agentes me
señalaron, después la puerta se abrió y alguien de mi estatura, a
quien no pude ver la cara, salió con mis amigos, cuya atención
quise atraer en vano.
–
¡Se trata de un error!
–exclamé–: ¡vinieron a buscarme a mí y es otro el que sale!
Armé
tal algazara que acabaron por meterme en el calabozo. Permanecí allí
varias horas sumido en una especie de torpor; finalmente, los dos
amigos que había creído ver antes vinieron a buscarme con un coche.
Les conté todo lo acontecido, pero negaron haber venido durante la
noche. Almorcé con ellos dando muestras de bastante tranquilidad,
pero a medida que se acercaba la noche, me pareció que debía temer
la hora misma que la víspera había estado a punto de resultarme
fatal. Pedí a uno de ellos una sortija oriental que llevaba en el
dedo y que yo consideraba como un antiguo talismán, y, cogiendo un
pañuelo de seda, la anudé alrededor de mi cuello, procurando que el
engaste, compuesto de una turquesa, quedase fijo sobre un punto de la
nuca, donde sentía un vivo dolor. En mi opinión, ese punto era por
donde el alma amenazaba con salir en el momento en que cierto rayo,
surgido de la estrella que había visto la víspera, coincidiera
relativamente conmigo desde su cenit. Y ya fuese por azar, o por
efecto de mi intensa preocupación, el caso es que caí como
fulminado a la misma hora que la víspera.
Me
instalaron en un lecho, y durante mucho tiempo perdí el sentido y el
nexo de las imágenes que se ofrecieron a mi vista. Ese estado duró
varios días. Fui trasladado a una casa de salud. Muchos parientes y
amigos me visitaron sin que yo llegase a tener conocimiento de ello.
La única diferencia para mí entre la vigilia y el sueño era que,
en la primera, todo se transfiguraba antes mis ojos; cada persona que
se me acercaba parecía cambiada, los objetos materiales tenían como
una penumbra que modificaba su forma, y los juegos de luz, las
combinaciones de los colores, se descomponían, de manera que me
mantenían absorto en una constante serie de impresiones que se
ligaban entre sí, y cuya probabilidad era continuada por el sueño,
más desligado de los elementos exteriores.
IV
Una
noche tuve la certidumbre de haber sido trasladado al Rhin. Delante
de mí se hallaban siniestras rocas que se solapaban entre sombras.
Entré en una casa muy hermosa, la cual era suavemente atravesada por
los rayos del ocaso a través de las verdes contraventanas que
festoneaban la viña. Se me hacía familiar esa morada, la cual me
pareció haberla conocido hace mucho tiempo atrás, y en efecto, era
la casa de un tío materno, un pintor flamenco que había muerto
hacía más de un siglo. Los cuadros pintados estaban colgados aquí
y allá; uno de ellos representaba a una graciosa hada del riachuelo,
mientras observaba; una criada que yo llamaba Margarita y que conocía
desde la infancia, me dijo: ¿No va Ud. a acostarse? Pues, viene de
muy lejos y su tío regresará tarde, le levantaré para cenar. Me
acosté sobre una cama con columnas en sus extremidades, estaba
cubierta con unas floreadas sábanas persas estampadas con grandes
flores rojas, había delante de mí un tosco reloj colgado sobre la
pared y sobre él un pájaro que parloteaba como una persona. Tuve la
idea de que el alma de mi abuelo estaba encerrada en él, pero, no
estaba más sorprendido por su parloteo y su extraña forma que por
el hecho de haber sido transportado a un siglo anterior al mío.
El
pájaro me hablaba de familiares que aún estaban vivos o que habían
muerto en diversas épocas, pero con la extraña particularidad de
hablarme de ellos como si existieran en un mismo momento. Me dijo:
Verás que tu tío ya ha tratado de hacerle su retrato...ahora, ella
está con nosotros.
Detuve
mi mirada en un cuadro que representaba a una mujer con un antiguo
vestido alemán, estaba inclinada al borde de un río y observaba una
planta de miosotis, entre tanto, la noche iba espesando poco a poco y
las figuras, sonidos, y la noción del tiempo y espacio se
confundían en mi espíritu soñoliento, creí caer en un abismo que
atravesaba la tierra; me sentía transportado por una corriente de
metal fundido y por afluencias similares, aunque no sentía ningún
tipo de dolor, su color indicaba los diferentes compuestos químicos
que la conformaban, era como los vasos sanguíneos y venas que
fluctúan en los lóbulos del cerebro. Todas fluían, circulaban y
borboteaban en un solo sentido, tenía la sensación de que esas
corrientes estaban compuestas por almas vivientes y que el estado
molecular y la rapidez de su circulación me impedía distinguir.
Una
esplendorosa luz comenzó a infiltrarse poco a poco por esos canales,
por último, los vi ensancharse al igual a una cúpula y se abrió un
nuevo horizonte donde se discurrieron islas azotadas por ondas
lumínicas.
Yo
estaba en una costa en donde campeaba un día gris, entonces, avisté
a un anciano que estaba cultivando la tierra, le reconocí, era el
mismo que hablaba a través del pájaro; ya sea que el me lo haya
dicho o que yo lo haya intuido, comprendí que los ancestros tomaban
la forma de ciertos animales con el objeto de ir a visitarnos en la
tierra y de esta forma estaban al tanto, como mudos espectadores, de
los diferentes facetas de nuestra vida.
El
anciano dejó su trabajo y me acompañó a una casa que se encontraba
cerca de allí, el campo que nos rodeaba me hacía recordar paisajes
de Flandes adonde habían vivido mis padres y donde se hallaban sus
sepulcros: El campo conformado por alamedas en los linderos del
bosque, el lago muy cerca del río con la artesa del pueblo, sus
calles ascendientes, las colinas de gres oscura y sus retamas y
brezales; eran todas imágenes de los lugares que más había amado;
solamente, la casa donde entramos me era desconocida, sin embargo,
sabía que había estado allí desde no sé cuanto tiempo y que en
ese mundo, que entonces visitaba, el fantasma de las cosas acompañaba
al fantasma del cuerpo. Entré a una sala amplia se encontraban allí
muchas personas reunidas, por todas partes encontraba cosas que se me
hacían familiares, los rasgos característicos de parientes ya
muertos estaban fusionados con otros que vestían de manera más
antigua, me pareció que estaban reunidos para una cena familiar. Uno
de ellos se acercó y me abrazó tiernamente; llevaba puesto un traje
de colores pálidos, tenía un semblante algo risueño y empolvado
los cabellos, se parecía un poco a mí, me pareció que tenía un
aire más vivo que los otros y, por decirlo de alguna forma,
voluntariamente se asemejaba mucho a mi espíritu. Era mi tío, me
puso al frente suyo y comenzamos una especie de comunicación
telepática, pues no podría decir que escuchaba su voz, sino que a
medida que detenía el pensamiento en cierto punto, la idea se me
hacía clara rápidamente y las imágenes se hacían nítidas ante
mis ojos como pinturas vivientes.
—
¡Así que es cierto!, dije
entusiasmado, somos inmortales y aún aquí conservamos las imágenes
del mundo donde hemos vivido, ¡Qué fortuna! Pensar que todo lo que
hemos amado ¡Exista todavía entre nosotros!... ¡Estaba bastante
cansado de la vida!.
— No
te impacientes, contestó, por reunirte con nosotros, pues, tú aún
perteneces al otro mundo y has soportado duros años de prueba, esta
morada que te encanta tiene sus propias penas, sus conflictos y
peligros. La tierra donde hemos vivido siempre será el teatro donde
se anuda y desata nuestro destino, somos los fulgores esenciales que
le dan vida y ya se ha debilitado...
—
¡Qué! – exclamé –, la
tierra podría morir y nos invadirá la nada?
— La
nada, – replicó –, no existe de la manera como se piensa, pero
la tierra en sí es un cuerpo material en el cual la conjunción de
los espíritus conforman el alma; pero puede modificarse para bien o
para mal; nuestro pasado y nuestro porvenir se correlacionan, vivimos
en nuestras raíces y nuestras raíces viven en nosotros. De
inmediato, esa idea me puso sensible y comencé a ver como si las
paredes del salón donde estábamos se hubiesen abierto sobre
perspectivas infinitas, asimismo, creí ver una interrumpida cadena
de hombres y mujeres que se compenetraban conmigo; entonces, las
vestimentas de todos los pueblos, las imágenes de todos los países
aparecieron claramente, a la vez sentí como si mis facultades de
percepción se multiplicaran, sin confundirse, a través de un
fenómeno espacial análogo al tiempo que agrupaba el transcurso de
un siglo en un minuto de sueño. Mi asombro aumentó cuando supe que
esa gran cadena la conformaba la gente del susodicho salón, cuyas
imágenes había visto dividirse y combinarse en mil furtivas formas.
—
Somos siete, le dije a mi tío.
— En
efecto, me contestó, el número más común que conforma a una
familia y por extensión somos siete veces siete y aún más. No
puedo pretender que comprendas esto si para mí aún es algo oscuro.
La metafísica no me proveía de un caudal suficiente como para que
comprendiera completamente la percepción que entonces tenía de la
relación existente entre esa muchedumbre y la armonía global.
Bien
se concibe la analogía en el padre y la madre de las fuerzas
eléctricas de la naturaleza; ¿pero cómo establecer los centros
individuales emanados por ellos? El cual fluye como una sombra
viviente y colectiva a su vez, en la cual, ¿la combinación sería a
la vez múltiple y limitada?. Por lo tanto, valdría preguntarle a la
flor por el número de sus pétalos o por las divisiones de su
corola... al suelo por las figuras que traza, al sol por los colores
que reproduce.
V
Todo
cambiaba de forma a mi alrededor, el espíritu con el que charlaba ya
no tenía el mismo aspecto; se había transformado en un joven,
incapaz de transmitir algún pensamiento, así que era yo quien
entonces tomaba la iniciativa de establecer la comunicación, mas él
no me respondía... ¿Acaso me encontraba tan distante de aquellas
alturas vertiginosas? Entonces comprendí que esas cosas también les
eran extrañas o peligrosas... quizá una fuerza superior me prohibía
escudriñarlo.
Me
veía desorientado en medio de una populosa y desconocida ciudad,
noté que estaba inmersa en una cuenca rodeada de colinas, resaltaba
un monte completamente cubierto de caseríos.
En
medio de la gente del pueblo distinguía a algunos que me parecían
forasteros, provenientes de alguna otra típica comarca, su cariz
lleno de vida, enérgico, y el pronunciado acento de sus rasgos me
recordaron las aisladas etnias guerreras que habitaban en países
montañosos y en algunas islas poco frecuentadas por los viajeros. De
todas formas, esa gran ciudad de heterogénea población les era
propicia para perseverar su huraño ascetismo. ¿Quiénes eran
entonces esos hombres? Mi guía me condujo por esas agrestes y
ruidosas calles en donde resonaba el incesante bullicio de las
industrias, luego, subimos por varias escaleras que llegaban más
allá de donde es posible ver. Empero, a un lado y otro veía
terrazas protegidas por rejas, jardines que se explayaban sobre
vastas estepas, techos, pabellones en construcción, anteriores de
los Eloim!...
...La
imaginación, como un rayo, me representó los diversos dioses de la
India así como las imágenes de la genealogía, por decirlo de
alguna forma, primitivamente concebida, me aterró ir mas lejos, pues
en la trinidad aún reside un temible misterio...Hemos nacido bajo la
ley bíblica... pinturas y esculturas realizadas meticulosamente,
planos que se comunicaban por largas lianas que seducían la vista y
cautivaban al espíritu. En fin, todo conformaba, o bien parecía un
delicioso oasis, el cual mostraba una soledad y un silencio
inusitado, en contraposición con el tumultuoso bullicio de abajo,
allí tan sólo se escuchaba un musitado silbido. A menudo hemos
escuchado hablar de proscritas regiones alojadas en sombrías
necrópolis y catacumbas, sin embargo, allí, podría decirse, sin
duda, que era todo lo contrario; se trataba pues, de un pueblo
dichoso que se crió en medio del silencioso refugio de los pájaros,
de las flores, del aire puro y de la luz.
—
Estos son, – dijo mi guía –
los habitantes de estas montañas amos de la región de donde
acabamos de venir; durante mucho tiempo ellos han vivido aquí con
humildes costumbres, bondadosos y honestos, conservando las virtudes
que la naturaleza rendía en los albores del mundo. El pueblo vecino
los honraban y seguían sus ejemplos. Desde el punto donde me hallaba
en aquel entonces, descendí siguiendo a mi guía, hasta llegar a una
de esas moradas, las cuales al estar unidas por los techos, ofrecían
un extraño aspecto. Me pareció que se me hundían los pies en las
múltiples capas que había recibido el terreno, sepultando antiguos
edificios, esas remotas construcciones asomábanse cada vez más a
medida que íbamos avanzando; distinguiéndose el respectivo gusto
arquitectónico de cada siglo, todo eso hacia recordar a las
excavaciones que se han realizado de antiguas ciudades; o tal vez,
aquello que era más que era más que un terreno descubierto, lleno
de vida, atravesado por mil juegos de luz. En fin, me encontraba en
una habitación inmensa, donde vi a un anciano trabajando sobre una
mesa, no sé que febril labor, en el momento en que atravesé la
puerta un hombre vestido de blanco, el cual no pude distinguir muy
bien, me amenazó con un arma que llevaba en la mano; pero el que me
acompañaba le hizo un ademán señalando que se alejara, parecía
haberle querido impedir que penetrara en los misterios de esas
retiradas moradas. Sin preguntar nada a mi guía, comprendí
intuitivamente que esas elevadas y abismales regiones eran el retiro
de los primitivos pobladores de las montañas.
Siempre
estaban alertas ante el hacinamiento de las hordas invasoras de las
nuevas etnias, pues, ellos vivían allí, como se había dicho antes,
una vida simple; eran bondadosos, rectos, diestros e ingeniosos y
habían vencido de modo pacífico a las ciegas huestes que habían
querido arrebatarle, durante mucho tiempo, su herencia. ¡Parecía
imposible! No estaban ni corrompidos, ni carcomidos, ni esclavizados,
se mantenían puros, aunque habían sobrepasado la ignorancia y
aceptado, sin recelo, las virtudes de la pobreza. Un niño se
entretenía en el suelo con unos cristales, unas conchas marinas y
unas piedras grabadas, haciendo objeto de juego algo que,
seguramente, estudiaba. Una mujer de avanzada edad, pero que aún
reservaba ciertos vestigios de belleza, ocupábase de mantener limpio
el lugar. En ese momento muchas personas jóvenes entraron
ruidosamente, al parecer regresaban de sus labores; me impactó
verlos vestidos completamente de blanco, pero pensé que sólo se
trataba de una ilusión que asaltaba a mi vista; para volverla
perceptible. Mi guía comenzó a pintar su atuendo, lo pintaba con
vivos colores, haciéndome comprender que ellos realmente estaban
vestidos así. De manera que, la luz que impresionaba provenía,
quizá, de un brillo peculiar proveniente de algún juego de luces
donde se confundían los comunes matices del prisma.
Salí
de ese recinto inmediatamente, y me vi en una terraza fijada en el
arriate, allí paseaban y jugaban jovencitas y niños, sus vestidos
me parecían tan blancos como los otros, pero estos estaban
ornamentados con encajes rosados; esas personitas eran tan hermosas:
de graciosos rasgos y el resplandor de sus almas se transparentaban
tan vivamente a través de sus delicadas figuras que inspiraban toda
clase de cándidos afectos, de manera que hacían desvanecer a los
superfluos furores de la juventud.
No
podría describir los sentimientos que me infundía el espíritu en
medio de esos encantadores seres que amaba como si les conociera,
eran como una antigua y celeste familia que con sus miradas risueñas
buscaban la mía con dulce compasión, así que, me puse a llorar
amargamente el incierto recuerdo de un paraíso perdido. En ese
instante, comprendí duramente que yo sólo estaba de paso en ese
mundo, que me era dulce y extraño a un mismo tiempo, temblé sólo
de pensar que debía retornar a la realidad en vano mujeres y niños
me rodeaban para retenerme, pues, ya sus encantadoras figuras
comenzaban a difuminarse en confusos vapores, sus hermosos visajes
palidecían, sus pronunciados rasgos y sus brillantes ojos se perdían
en una sombra donde aún se reflejaban los últimos destellos de sus
sonrisas...
Esa
fue la visión que tuve, o por lo menos esos fueron los detalles más
sobresalientes que recuerdo. El estado cataléptico en que me
encontraba, durante tanto días, se explicó basándolo en la lógica
y en hechos científicos. Los comentarios de los que habían sido
testigos de mi estado, me molestaban, puesto que, atribuían todo lo
que me había sucedido a una perturbación mental, argumentando que
todos los ademanes que hacía y palabras que profería eran el
reflejo de una cadena de sucesos de la vida real. Estaba más a gusto
con aquellos amigos que pacientemente, o quizá por tener ideas
análogas a las mías, me dejaban contar de manera disoluta todo lo
que había visto espiritualmente. Uno de ellos me dijo llorando: «¿No
es cierto que existe un Dios?» ¡Sí! – le contesté entusiasmado;
y nos abrazamos como dos hermanos de esa patria mística que yo había
vislumbrado.
¡Cuánta
felicidad encontraba en esa convicción! Así que, esa duda eterna
acerca de la inmortalidad del alma que repercute a miles de
espíritus, se había resuelto para mí. Sin embargo, me parecía
sentir más la muerte, la tristeza y la inquietud, puesto que
aquellos que amaba me habían mostrado verdaderas señales de su
eterna existencia, y no me separaba de ellos mas que las mismas horas
que separan al día y la noche la cual esperaba inmerso en una dulce
melancolía.
VI
Un
sueño que aún preservo en la memoria me confirmó aquel
pensamiento: Me encontré de pronto en una sala de la casa de mi
abuelo, me pareció que comenzaba a agrandarse, los muebles que eran
antiguos relucían con un brillo extraordinario, los tapices y las
cortinas estaban como nuevas, el día parecía más radiante que
cualquier otro y atravesaba con sus luminosos rayos la mampara y la
puerta, el aire tenía una frescura y un perfume parecido a las
primeras brisas de primavera. Tres mujeres trabajaban en la sala, yo
pensaba que se trataba de parientes y amigas conocidas en mi
juventud, mas no lo eran, no obstante, sus rasgos eran muy similares;
los contornos de sus figuras se agitaban como la llama de una lámpara
y cada instante se observaba las características y rasgos de una en
la otra y así sucesivamente, las sonrisas, las voces, el color de
sus ojos, los cabellos, sus estaturas, los ademanes similares, todo
se alternaba como si poseyeran el mismo espíritu, compartieran el
mismo cuerpo, la misma vida, es decir, cada una de ellas estaba
conformada por todas a la vez, al igual que esas mujeres que los
pintores representan en sus cuadros, valiéndose de diferentes
modelos para así lograr la belleza perfecta.
La
de mayor edad me hablaba con una voz vibrante y melódica, que
inmediatamente reconocí, ya que, la había escuchados en mis años
de infancia, realmente no sé qué decía esa mujer, pero cualquier
cosa que haya sido, me hacía estremecer debido al profundo sentido
de justicia que me inspiraba, aquellas palabras me hicieron
reflexionar; de pronto, me vi vestido con un antiguo hábito de color
oscuro, tejido completamente a mano con un hilo muy fino, similar al
de las arañas, era muy hermoso y con cierta donosura, estaba
impregnado de una suave fragancia, verdaderamente me sentía
rejuvenecido y muy elegante llevando es traje que parecía haber sido
confeccionado por las hadas, a quienes agradecía ruborizado como un
niño en medio de hermosas doncellas. Entonces, una de ellas se
levantó y se dirigió hacia el jardín. Todos sabemos que en los
sueños jamás se puede ver el sol aunque frecuentemente se pueda
percibir refulgencias aún más intensas y los objetos y los cuerpos
poseen su propia luz.
Me
encontré en un pequeño parque donde se expandían emparrados con
forma de glorietas cargadas con espesos racimos de uvas blancas y
negras; la dama que me guiaba a través de las glorietas avanzaba por
medio de las sombras yuxtapuestas de los parrales, aún me parecía
que cambiaba de forma y vestimenta.
Saliendo
de allí, por fin nos encontramos en un espacio descubierto, allí
apenas se podía percibir los visos de los antepasados que ya habían
partido y que en otro tiempo habían sido mártires.
Los
cultivos habían sido abandonados desde hacía ya mucho tiempo, las
plantas de clemátide, lúpulo, madreselva, jazmín, hiedra,
aristoloquia estaban extendidas entre los árboles, sus largas lianas
desperdigadas crecían vigorosamente, sus ramas se plegaban hasta la
tierra cargada de frutos en medio del follaje de hierbas parásitas
brotaban, en estado silvestre, algunas flores de jardín.
En
la lejanía se atisbaba enraizados, frondosos álamos, acacias y
pinos, en el seno de su follaje se entreveían unas estatuas
ennegrecidas por el tiempo; me percaté que delante de mí había una
pila de rocas cubiertas de hiedras por donde brotaba una fuente de
agua viva, cuyo chapoteo armonioso resonaba en el embalse lleno de
agua durmiente entre velada por largas hojas de nenúfar.
La
dama que iba siguiendo, desenvolvía su esbelta figura con
movimientos que producían variables reflejos en los pliegues de su
vestido, sutilmente rodeó su lozano brazo con una larga liana de
rosas malvas, luego se colocó debajo de un espléndido rayo de luz y
comenzó a crecer de tal forma que poco a poco cubrió todos los
espacios del jardín y los arriates y árboles pasaron a ser los
rosetones y festones de su vestido, mientras que su figura y sus
brazos hacían los contornos de las nubes purpúreas que avistaban en
el cielo, así pues, a medida que se transfiguraba la perdía de
vista, ya que, parecía desvanecerse en la inmensidad. ¡Oh no
desaparezcas –gritaba– porque la naturaleza se desaparece
contigo!... ...Diciendo estas palabras, comencé difícilmente a
salir del lugar a través de los zarzales, tratando de retener la
sombra gigante que se me escapaba, pero, tropecé con la punta de una
pared deteriorada, en cuyo cimiento yacía un busto de mujer;
levantándolo tuve la corazonada que se trataba del suyo...
Reconocí
su amada efigie y por lo tanto sentía su mirada cerca de mí, me
percaté que el jardín había tomado el aspecto de un cementerio y
escuchaba voces que decían: «El universo está inmerso en la
noche.»
VII
Desde
el comienzo de ese sueño tan delicioso me quedé con un gran
desconcierto ¿Qué significaba? No lo supe sino pasado un tiempo:
Aurelia había muerto. Y yo tan sólo estaba enterado de que estaba
enferma. A causa del estado de mi espíritu, no podía manifestar más
que una vaga tristeza mezclada de esperanza, pensaba que a mí mismo
no me restaba mucho tiempo por vivir, sin embargo, desde ese momento
estaba seguro que existían un mundo donde los corazones que se aman
se vuelven a encontrar. Por otra parte, ella me pertenecía aún más
en el trance de su muerte que en el de su vida... — pensamiento
egoísta que más tarde debí pagar con lágrimas amargas. No
quisiera abusar de los presentimientos, el azar se encarga de hacer
cosas extrañas, pero, me preocupaba el recuerdo (que me saltaba a la
memoria) de aquellos días de nuestra corta unión; le había dado
una sortija antigua, cuyo engaste lo conformaba un ópalo tallado en
forma de corazón; como le quedaba grande al dedo, tuve la fatal idea
de mandarla a cortar para reducir de esta manera su argolla. No
advertí mi error hasta que no escuché el ruido de la sierra, me
parecía ver gotear la sangre...
Los
cuidados que recibía me habían devuelto la salud, aunque, aún no
había recobrado en mi espíritu el curso normal de la humana razón.
La casa donde me encontraba, situada en las alturas, tenía un
extenso jardín cultivado con hermosos árboles, el aire puro de la
colina, los primeros suspiros de la primavera, la hospitalidad de una
sociedad totalmente caritativa, me trajeron largos días de calma y
reposo.
Los
primeros brotes de las hojas de los arces me regocijaban por la
vivacidad de sus colores similares a los caireles de los faraones, la
vista que se extendía por encima de la planicie presentaba, de día
y de noche, encantadores horizontes, cuyos tintes degradados
estimulaban mi imaginación, pues, poblaba a los taludes y nubes de
figuras divinas las cuales creía ver detalladamente.
Quise
fijar mis imágenes favoritas, con la ayuda de carbones y pedazos de
ladrillos que recogía del suelo, comencé rápidamente a esbozar en
las paredes una sucesión de dibujos que representaban mis
impresiones.
Una
figura resaltaba entre las otras, era la figura de Aurelia, a la cual
le atribuí rasgos de diosa tal como se me aparecía en sueños;
dibuje a varias personas rodeándola tendidas a sus pies y a dioses
que la cortejaban, luego, comencé a colorear improvisadamente ese
conjunto exprimiendo el extracto de algunas plantas y flores . Si se
considera la correlación que Nerval frecuentemente hacía de su vida
y su obra, cabe destacar que la muerte de Jenny Colon acaeció el 5
de junio de 1842, muerte que le marcaría profundamente y para
siempre.
¡Cuántas
veces soñé delante de ese venerado ídolo! Y fui aún más allá,
pues. Traté de moldear con lodo el cuerpo de aquella amada, no
obstante todas las mañanas debía reconstruirlo, pues, los locos
celosos de mi dicha, disputaban entre ellos y destruían la
estatuilla.
Me
dieron algunos papeles, entonces, me esforzaba durante largas horas
en representar con mil figuras acompañadas con narraciones, versos e
inscripciones, en todos los idiomas conocidos, una especie de
historia del mundo argumentada por los conocimientos que aún
preservaba y por algunos fragmentos de sueños que mi ansiedad hacía
más palpables o prolongaba, no me guiaba únicamente por la
tradición de la moderna creatividad, pues, mis ideas iban mucho más
allá: lograba a entrever, como en un sueño, la primera alianza de
los genios, la cual fue llevada a cabo por medio de talismanes, por
ello, trataba de reunir las piedras de la tabla sagrada y dar a
conocer a los primeros siete Eloim que se habían distribuido en el
mundo. Narraba la historia a modelo de las tradiciones orientales, la
cual comenzaba por el feliz acuerdo de los poderes de la naturaleza
que formularon y organizaron el universo.
-Durante
la noche que precedió a mi trabajo, me creí transportado a un
obscuro planeta donde se debatían los primeros gérmenes de la
creación. Del seno de la arcilla aún blanda erigíeronse
gigantescas palmeras, euforbios venenosos y retorcidos acantos al
derredor de los cactus; – las áridas figuras de las rocas se
elevaban como soportes de ese bosquejo de la creación y horrendos
reptiles serpenteaban, se extendían o atiborraban en medio de la
inextricable red de la salvaje vegetación; la pálida luz de los
astros sólo iluminaba las oblicuas perspectivas de ese extraño
horizonte, sin embargo, a medida que la creación iba conformándose
una estrella más luminosa derramó los primeros fulgores del alba.
VIII
Luego
los monstruos comenzaron a cambiar de forma, se despojaron de sus
pieles y comenzaron a marchar, aún con más vigor, sobre patas
gigantescas; la enorme masa de sus cuerpos arrasaba con las ramas de
los árboles y destruía los pastizales, entonces, en medio del caos,
empezaron a combatir; yo también tomaba parte de esos combates,
pues, de igual forma me había transformado en un monstruo tan raro
como ellos. De pronto, una extraña música resonó en aquellas
soledades, parecía que los gritos, rugidos y los extraños silbidos
de todos los seres primitivos se entonaban, a partir de ese entonces,
con aires divinos. Comenzaron a surgir muchísimos cambios, el mundo
iba iluminándose poco a poco, se trazaron figuras divinas en el
follaje y en el fondo de los matorrales y a partir de ese momento
comenzaron a amansarse las bestias transformándose luego en hombres
y mujeres, otros en animales salvajes y pájaros.
¿Quién
había sido el autor de tal milagro?
Una
diosa radiante guiaba, en esos nuevos avatares, la rápida evolución
de los seres humanos, entonces, se comenzaron a clasificar las
especies, partiendo desde las aves y pasando por los animales
salvajes, peces y reptiles, también dicha clasificación comprendía
a los Devas, Peris y Ondinas y además a las Salamandras; cada vez
que uno de esos seres moría renacía rápidamente con una figura más
hermosa cantando para la gloria de los dioses.
Sin
embargo, uno de los Eloim tuvo la idea de crear una quinta raza,
conformada por los elementos de la tierra y a quienes llamó los
afritas, sólo eso bastó para que se armara una revolución total
entre los espíritus que no querían reconocer a los nuevos
poseedores del mundo. No sé cuantos millares de años duraron los
combates que ensangrentaron el globo, sin embargo, tres de los Eloim
conjuntamente con espíritus de su raza, al fin, fueron relegados al
centro de la tierra, donde luego fundaron grandes imperios, pues
tenían en su poder los secretos de la cábala divina que hacía
unificar a los mundos, y se proporcionaban fuerza a través de la
adoración de ciertos astros los cuales siempre se la trasmitían. En
fin, esos nigrománticos que habían sido desterrados a los confines
de la tierra; tenían un medio para conferirse el poderío; se
trataba de lo siguiente: Rodeados de mujeres y esclavos, cada uno de
ellos se aseguraba su indeterminada existencia, pues, podían
reencarnar en sus crías. Poderosos cabalistas los encerraban cuando
estaban a punto de morir en sepulcros herméticos los cuales
acicalaban con sustancias y elixires preservativos, de modo que,
durante un largo periodo aún parecían estar vivos, y luego así
como la crisálida hila su capullo, ellos se adormecían durante
cuarenta días para así resucitar en el recién nacido que
posteriormente se encargaría del reino.
Sin
embargo, las fuerzas vivificantes de la tierra se agotaban nutriendo
a esa prole, cuya sangre, siempre la misma, inundaba a los nuevos
vástagos. En enormes subterráneos cimentados bajo hipogeos y
pirámides, habían acumulado todos los tesoros de sus ancestros y
algunos talismanes que los protegían de la cólera de los dioses.
Era
en el centro de África, más allá de las montañas de la luna y de
la antigua Etiopía, donde acaecían esos extraños y misteriosos
sucesos. Estuve en cautiverio durante un buen tiempo, agonizante como
gran parte de la raza humana. Los verdes matorrales que había visto
ya no eran más que pálidas flores y mortecina hojarasca, un sol
implacable devoraba tales parajes, y los niños débiles de estas
eternas dinastías perecían agobiados por el fardo de la vida.
El
imponente fasto regido por la solemnidad y los rituales hieráticos
comenzó a ser monótono, disgustaba a todos, pero nadie se atrevía
a menospreciarlo. Los ancianos languidecían bajo el peso de sus
coronas y de sus imperiales ornamentos rodeados de galenos y
sacerdotes cuyo saber les garantizaba la inmortalidad. En cuanto al
pueblo, por siempre circunscrito en las distinciones genealógicas,
no podía contar ni con la libertad y ni siquiera con la vida, pues,
se les veía a los pies de los árboles heridos mortalmente y
afectados por la esterilidad, los manantiales estaban secos y se veía
sobre la hierba quemada a niños desfallecidos y jóvenes mujeres
endebles y pálidas. El esplendor de las cámaras reales, la
majestuosidad de los pórticos, la pompa de los atuendos y de los
ornamentos no representaban más que un débil consuelo para el tedio
eterno de esas soledades.
Muy
pronto, los pueblos se vieron diezmados por las enfermedades, los
animales y las plantas murieron, y hasta los mismísimos inmortales
desfallecían bajo sus pomposos ropajes. Un azote más intenso que
los anteriores vino de improviso a rejuvenecer y salvar el mundo. La
constelación de Orión liberó del cielo torrenciales cataratas de
agua, la tierra sobrecargada por los glaciares del polo opuesto, dio
un medio giro sobre sí misma, y los mares rebosando sus riberas,
refluyeron sobre las planicies de África y Asia, inundando los
desiertos, las tumbas y pirámides y durante cuarenta días un arca
misteriosa se paseó por los mares llevando la esperanza de una nueva
creación.
Tres
de los Eloim se habían refugiado en la cima más allá de las
montañas del África y un combate se dio lugar entre ellos, mas en
este punto me falla la memoria, por lo tanto ignoro cual fue el
resultado de esa lucha suprema. Solamente aún puedo percibir sobre
un pico anegado por las aguas a una mujer que fue abandonada por
ellos y que gemía con los cabellos desaliñados, debatiéndose con
la muerte. Sus lastimeros ayes resonaban más fuerte que el ruido de
las corrientes...
¿Finalmente
se había salvado? También lo ignoro, los dioses, sus hermanos, la
habían condenado, pero, en el cielo brillaba la estrella nocturna
que vertía sobre su frente fulgurantes rayos. El himno perenne de la
tierra y de los cielos resonaba armoniosamente para consagrar la
aquiescencia de las nuevas razas. Y mientras que los hijos de Noé
trabajaban a duras penas expuestos a la luz de un nuevo sol, los
nigrománticos, todavía agazapados en sus refugios subterráneos,
seguían resguardando en ellos sus tesoros y se recreaban en silencio
y durante la noche.
Algunas
veces salían tímidamente de sus escondrijos para amedrentar a los
vivos, o para propagar entre los aviesos las nefastas enseñanzas de
sus conocimientos. Tales eran los recuerdos que yo rememoraba gracias
a una especie de vaga intuición del pasado. Me estremecía al
reproducir los rasgos horrendos de esas razas malditas. Por doquier,
lloraba moría o languidecía la imagen agonizante de la Madre
Eterna.
IX
Tales
fueron las imágenes que sucesivamente se mostraron ante mis ojos.
Poco a poco se fue sosegando mi espíritu y por fin pude abandonar el
sanatorio que era, sin embargo, todo un paraíso para mí. Un tiempo
después, fatales circunstancias propiciaron una recaída que reanudó
la sucesión de aquellas extrañas ensoñaciones. Cierto día me
paseaba por el campo cavilando acerca de un trabajo referente a ideas
religiosas. Al pasar delante de una casa, escuche a un pájaro que
profería algunas palabras, que quizá había aprendido en algún
lugar, sin embargo, su confuso parloteo me pareció provisto de
cierto significado, es más, me hizo recordar la alucinación que
narré en páginas anteriores, inmediatamente sentí un escalofrío
de mal augurio. Avanzando algunos pasos, me encontré con un amigo el
cual no veía desde hacía mucho tiempo y que residía en una casa
cercana, se empeñó en que le acompañara para mostrármela. Una vez
allí, subimos a una terraza bastante alta, desde la cual se podía
divisar un vasto horizonte. A la puesta del sol bajamos apoyándonos
en los peldaños de una rústica escalera, di un paso en falso y mi
pecho fue a dar contra el cantero de un mueble, hice un gran esfuerzo
para levantarme, pero, volví a caer en medio del jardín, entonces,
pensando que estaba fatalmente herido levanté los ojos para dar un
último vistazo al ocaso antes de morir.
Me
sentí acosado por la aflicción que invade el alma en ese momento
crucial, sin embargo, me parecía hermoso morir así, en esa hora y
rodeado de árboles y de flores otoñales. No obstante, no fue más
que un simple desmayo, luego del cual logré reunir las fuerzas
suficientes para regresar a mi casa y tenderme en la cama. La fiebre
se apoderó de mí, y recordando el sitio donde me había caído me
di cuenta que ese hermoso panorama que estuve admirando daba con un
camposanto, el mismo donde se hallaba Aurelia.
Hasta
ese entonces, no había pensado que la impresión que me pudo haber
dejado tal escenario podía haber sido la causa de mi caída, esa
misma idea me produjo otra aún más funesta e incesante, ahora
lamentaba amargamente que la muerte no me hubiera llevado consigo,
pero luego reflexioné y me dije a mi mismo que no era digno de
reanudar esos lazos tan dichosos. Recordaba acremente la vida que
había venido llevando después de su muerte, entonces me reprochaba,
no por haberla olvidado, pues eso no había ocurrido, sino por
deshonrar su memoria dejándome llevar por fortuitos amoríos.
Entonces, se me ocurrió consultarlo con el sueño, sin embargo, su
dulce efigie que tantas veces se me revelaba, ahora ni siquiera se
asomaba al umbral de mis ensoñaciones, en cambio, soñaba con
sangrientas y confusas imágenes.
Parecía
que esa raza abominable se dispersaba en medio de aquel mundo ideal
que había visto en distintas ocasiones y en donde ella reinaba. El
mismo espíritu que me había amenazado, cuando me disponía a entrar
en la morada de aquellas inmaculadas congregaciones que habitaban en
la más supremas alturas de la Ciudad Misteriosa, volvió a pasar
delante de mí, yo no llevaba puesto el traje blanco de aquel
entonces, al igual que los de su raza, sino que estaba ataviado con
un atuendo de príncipe oriental. Apenas le vi, me abalancé sobre él
en forma amenazante, pero sólo se limitó a darme tranquilamente la
espalda. ¡Ora terror! ¡Ora cólera! Tal era mi semblante, tal era
mi aspecto, volátil y a la vez enaltecido...
Entonces
me acordé de aquel que había sido encarcelado la misma noche que
yo, y que a mi parecer, cuando mis dos amigos fueron a buscarme, se
valió de la ocasión y usando mi nombre se burló de los centinelas,
quienes le dejaron libre. Llevaba un arma en la mano el cual no podía
distinguir muy bien, y uno de los que le acompañaba, dijo:
—
Con eso fue con que le golpeó –
No
sé de que manera explicar que, en mi mente, los acontecimientos
terrenales podían coincidir con los del mundo sobrenatural, eso es
mucho más sencillo sentirlo que expresarlo claramente, ¿Pero quién
era, pues, ese espíritu que se manifestaba dentro y fuera de mí?
¿Acaso era el doble, del que hablan las leyendas, o ese hermano
místico que los orientales llaman Ferouër? ¿Realmente no estaba
influido por la historia de aquel caballero que luchó durante toda
la noche con un amigo desconocido y que resultó ser él mismo? Sea
lo que sea, creo que la imaginación no ha inventado nada que no sea
real en este mundo o en otros y además no podía dudar de lo que
había visto tan detalladamente. De pronto, se me ocurrió una idea
terrible:
El
hombre posee doble personalidad – reflexionaba – «siento a dos
personas en mi interior» escribió un padre de la iglesia. La
concurrencia de dos almas ha depositado ese germen mixto dentro un
solo cuerpo, el cual, muestra a la vista dos porciones similares
reproducidas en todos los órganos de su estructura. De hecho, en
todo hombre hay un espectador y un actor, el que habla y el que
replica. Los orientales han visto en ello a dos enemigos: El buen y
el mal genio. – ¿Seré el bueno? ¿Seré el malo? – me
preguntaba – de todas formas el otro me sería hostil... ¿Quién
sabe si en alguna circunstancia o en cualquier momento los dos
espíritus se separan? Y aunque unidas en un mismo cuerpo por una
maternal afinidad, ¿Quizá a uno le esté prometida la gloria y la
felicidad y al otro el aniquilamiento o tal vez sea condenado al
sufrimiento eterno?...
Un
ominoso relámpago atravesó de repente esa oscuridad... ¡Aurelia ya
no me pertenecía!...
Me
pareció haber escuchado acerca de una ceremonia que se llevaba a
cabo en otro lugar y de los preparativos de un matrimonio místico
que no era sino el mío, y en el que el otro iba a aprovecharse del
error de mis amigos y hasta de la misma Aurelia.
Las
personas que más estimaba y que venían a verme y a consolarme
parecían presas de incertidumbres, es decir, que las dos partes de
sus almas se separaban conjuntamente con la mía, la una compasiva y
confiada y la otra terriblemente herida al igual que mi alma. En todo
lo que esas personas me decían siempre había implícito un doble
sentido. Aunque bien, ellos mismos no se percataban, ya que no
estaban presentes en espíritu como yo. Sin embargo, en el mismo
instante tal idea me pareció cómica, pensando en Anfitrión y en
Sosías. Pero, ¿y si en las fábulas de la antigüedad se ocultaba
la verdad bajo una máscara de locura? – muy bien – , me dije,
luchemos en contra del mismísimo Dios con las armas de la tradición
y de la ciencia. Que por más que intente hacer entre las sombras y
en la noche, yo existo, y para vencerlo tengo todo el tiempo que me
resta de vida.
X
¿Cómo
pudiera esbozar siquiera la extraña desesperación que me producían
esas ideas y que me fueron reduciendo poco a poco? U n genio perverso
había tomado mi lugar en el mundo de las almas; sin embargo, Aurelia
lo consideraba como si fuera yo mismo, pero, el espíritu atribulado
y afligido que daba vida a mi cuerpo, débil, aborrecible y que era
desconocido para ella se vería destinado para siempre al sufrimiento
o a desvanecerse en la nada. Empleé todas las fuerzas de mi voluntad
para penetrar aún más en el misterio, del cual sólo había logrado
levantar algunos velos. Algunas veces el sueño se burlaba de mis
esfuerzos, mostrándome solamente imágenes gesticulares y furtivas.
En este punto no podría más que describir una idea demasiado
extravagante de lo que resultó esa contención espiritual. Sentía
que me deslizaba por un hilo tenso cuya longitud era infinita, la
tierra atravesada por vetas multicolor de metales fundiéndose, como
ya lo había visto antes, se iluminaba paulatinamente por el brote
del fuego de sus entrañas, cuyo albor se fundía con los matices
rojizos que teñían los flancos del orbe interno.
Algunas
veces me asombraba cuando veía inmensos charcos de agua suspendidos
en el aire, como si de nubes se tratase, y por lo general poseían
una densidad tal que se podían desprender copos de ellos, pero era
obvio que se trataba de un líquido diferente al agua, y sin duda,
era su evaporación lo que representaba a los mares y ríos para
aquel mundo de las almas.
Por
fin llegué a ver el litoral inmenso que estaba cubierto totalmente
por una especie de cañaveral verdusco, sus extremos sin embargo se
veían amarillos como si los rayos del sol les hubieran secado
parcialmente, empero, desde las pasadas ocasiones no había
apercibido más ese astro...
Un
castillo dominaba la costa por el cual comencé a trepar. En la
vertiente opuesta, advertí la grandiosidad de una ciudad inmensa, ya
se aproximaba la noche cuando atravesaba la montaña y pude percibir
las luces de los caseríos y de las calles, al descender, pronto me
hallé en un mercado donde se vendía frutas y hortalizas similares a
las que se dan en las regiones meridionales.
Bajé
por unas escaleras oscuras y me encontré, por fin, con las calles,
se anunciaba la apertura de un casino, y los detalles de su
distribución se indicaban a través de prospectos, el encuadramiento
tipográfico estaba hecho con guirnaldas de flores bastante coloridas
y representativas, tanto que parecían naturales.
Una
parte del edificio estaba aún en construcción; entré en un taller
donde vi a unos obreros que modelaban con arcilla a un animal enorme
que iba presentando el aspecto de una llama, pero que al parecer
debía proveérsele de grandes alas. Dicho monstruo parecía estar
atravesado por un surtidor de fuego que lo iba animando poco a poco,
de manera que, traspasado por mil ramificaciones purpúreas que
constituía algo así como sus venas y arterias, se retorcía a
medida que, por decirlo de alguna manera, la inerte materia se iba
fecundando, revistiéndose con una broza de fibrosos apéndices, de
membranas y mechones lanudos. Me detuve a observar la obra maestra en
la cual parecía haberse descubierto los secretos de la creación
divina. «Esto que tenemos aquí – me dijeron – es el fuego
primitivo que animó a los primeros seres...en otro tiempo, este
fuego subía hasta la superficie de la tierra, pero ahora todas las
fuentes están extintas.» También pude admirar trabajos de
orfebrería en los que empleaban dos tipos de materiales que son
desconocidos sobre la tierra: uno era rojo que podría corresponder
al cinabrio y el otro era de un color parecido al lapislázuli. Los
ornamentos no eran ni martillados ni cincelados, sino que se
formaban, se matizaban y eclosionaban como si se tratara de una
especie de plantas metálicas que logran reproducir a partir de
ciertas mezclas químicas. «¿No crearon también a los hombres?» –
le pregunté a uno de los trabajadores – pero él me replicó: «Los
hombres provenimos de lo alto y no de abajo, ¿Acaso podríamos
crearnos a nosotros mismos?. Aquí no hacemos más que formular, para
el progreso sucesivo de nuestras empresas una materia más sutil que
aquella que compone a la corteza terrestre.»
«Esas
flores que parecían naturales, ese animal que parecía estar vivo no
son más que productos del arte más elevado y del nivel más alto de
nuestro conocimiento. Y de tal forma cada quien deberá juzgarlo.»
Tales
fueron, más o menos, las palabras que me dirigieron, de las cuales
creí haber discernido lo que querían decir. Me puse a recorrer el
salón del casino donde me tope con una gran multitud de la cual pude
distinguir a varias personas que me eran conocidas, algunas aún
vivían, pero, otras ya habían fallecido en diversas épocas, las
primeras parecían ignorarme o simplemente no me veían, mientras que
las otras, al contrario, me saludaban aunque no me conocieran. Llegué
al salón más grande, que estaba cubierto completamente por
alfombras rojas, orladas con tramados ribetes de oro, los cuales,
formaban hermosos diseños, en el centro se hallaba un sofá similar
a un trono; algunos contertulios se sentaban en él para apreciar su
confort. Pero no estando culminados todos los preparativos, se
marchaban hacia otros salones. Conversaban a respecto de una boda y
del novio que, según se murmuraba, debería llegar en cualquier
momento, para anunciar el comienzo de la ceremonia. De pronto, se
apoderó de mí un incomprensible arrebato. Imaginé que a quien se
esperaba era mi doble que se disponía a esposarse con Aurelia y armé
un escándalo tan grande que pareció consternar a todos los
presentes. Comencé a hablar vehementemente explicando mis motivos de
queja y reclamando la ayuda de todos los que me conocían; un anciano
me dijo entonces:
— No
está bien comportarse de esa forma, Ud. está alarmando a todo el
mundo.
Entonces
exclamé:
— Sé
muy bien que él ya en alguna ocasión me golpeó con su arma, sin
embargo, le espero sin ningún temor, ya que conozco cuál es su
punto débil.
En
ese momento uno de los obreros del taller que había visitado al
entrar, apareció, llevaba consigo una larga varilla puesta al rojo
vivo en uno de sus extremos, quise arrojarme sobre él, pero la punta
rojiza del candente metal, el cual mantenía siempre en ristre,
amenazábame... Entonces, retrocedí hasta donde se encontraba el
trono y con el alma pletórica de un orgullo inaudito, levanté el
brazo haciendo una señal la cual a mí me parecía contener un
mágico secreto. El ensordecedor y agudo grito de una mujer,
impregnado de un dolor desgarrante, me levantó precipitadamente. Las
sílabas de una palabra desconocida que estaba apunto de pronunciar,
expiraron sobre mis labios antes de ver la luz... inmediatamente, me
arrojé al piso y me puse a rezar fervorosamente llorando con
lágrimas amargas.
Pero
¿de dónde provenía ese grito que resonaba tan angustiadamente en
medio de la noche?
Ese
grito no provenía de los sueños, era el grito de una persona de
este mundo, y a mí me pareció reconocer en él el dulce acento de
la voz de Aurelia...
Abrí
la ventana, estaba todo tranquilo y no volví a escuchar aquel
pavoroso grito, así que salí para saber si alguien lo había
escuchado, pero nadie había oído nada, sin embargo, estoy seguro
que ese grito era verdadero y que había resonado en el mundo de los
vivos... sin duda, podría decírseme que la casualidad ha podido
hacer que en ese preciso instante una mujer afligida gritara por los
alrededores del recinto. Mas, según mis ideas, los acontecimientos
terrenales están estrechamente ligados a los del mundo invisible. Se
trata de esas extrañas conexiones que ni siquiera yo puedo
comprender y que es más sencillo señalar que tratar de definir...
¿Qué
había hecho? Había perturbado acaso la armonía del mágico
universo donde mi alma podía tener la certeza de poseer una
existencia imperecedera. Quizás estaba maldito por haber querido
ahondar en un misterio tan terrible, desafiando la ley divina, ¡Tan
sólo debía esperar la cólera y el desprecio! Las sombras
exasperadas huyeron emitiendo gritos y trazando en el aire forzosos
círculos, así como los pájaros cuando se aproxima una tormenta.
SEGUNDA
PARTE
I
¡Eurídice!
¡Eurídice!
¡Perdida
una vez más!
¡Todo
ha terminado, todo ha pasado! ¡Ahora soy yo quien debe morir y morir
sin ninguna esperanza! Pero, ¿Qué es la muerte? Si tan sólo fuera
la nada... ¡Plugo a Dios! Pero ni el mismo Dios puede lograr que la
muerte sea la nada... ¿Pero por qué era ahora la primera vez,
después de tanto tiempo, que se me ocurría pensar en él?
Esta
fatídica filosofía que había fundado en mi espíritu no podía
admitir a esa privilegiada magnificencia... o debería decir que se
absorbía en la fusión de los seres: Se trataba del dios Lucrecio,
impotente y perdido en su inmensidad. Sin embargo, ella creía en
Dios y un día hasta pude escuchar como brotaba tan dulcemente de sus
labios el nombre de Jesús, cosa que me conmovió tanto que me indujo
a llorar.
¡Oh
Dios mío! Esas lágrimas, esas lágrimas... ¿Hace cuanto tiempo se
secaron? ¡Oh Dios mío, devuélveme esas lágrimas!.
Cuando
el alma divaga confusa entre la vida y el sueño, entre el desorden
del espíritu y el retorno de la fría razón, es el pensamiento
religioso donde uno debe refugiarse, empero, en esa filosofía yo
nunca he podido encontrar otra cosa que no sea máximas egoístas, o
a lo sumo, vanas experiencias llenas de dudas amargas. De hecho, sólo
se limita a luchar en contra de las penurias morales, aniquilando
completamente la sensibilidad. Así pues, funciona al igual que la
cirugía que sólo se encarga de cercenar el órgano causante del
dolor. Y para nosotros que hemos nacido en tiempos de tormentas y
revoluciones, donde todas las creencias han sido execradas, y siendo
la gran mayoría educados bajo esa pálida fe que se conforma con
realizar superfluas practicas religiosas, las cuales, al ser asumidas
con indiferencia resultan, quizá, más culpables que la impiedad y
la herejía, es, pues, mucho más difícil aún que sintamos esa
necesidad imperiosa de reconstruir ese templo místico que solamente
los inocentes y humildes resuelven llevar a cabo en sus corazones.
¡El
árbol de la ciencia, no es el árbol de la vida! Sin embargo,
¿Podríamos arrojar de nuestra alma lo que tantas generaciones de
seres inteligentes han vertido en ella, tanto de benévolo como de
funesto?
—
No, la ignorancia no se aprende.
Ahora
tengo más confianza en Dios:
Quizá
ha llegado el momento de vivir el periodo ya anunciado, donde la
ciencia, habiendo llegado completamente al cenit de sus síntesis,
análisis e hipótesis establecidas y refutadas, pueda depurarse a sí
misma y haga surgir del Caos y de las ruinas la ciudad maravillosa
del porvenir... Tampoco se trata de menospreciar a la humana razón
como para considerar que algo pueda ganarse aborreciéndola
completamente, pues ello sería tanto como despreciar su celestial
origen... Dios apreciará, sin duda alguna, las buenas intenciones,
además ¿Qué padre se complacería en ver a sus hijos abdicando,
delante de él, de todo razonamiento y todo orgullo? ¡Al apóstol
que quería tocar para ver no lo maldijeron por eso!
¿Pero
qué es lo que acabo de escribir?... ¡Blasfemias! La humildad
cristiana no puede hablar de esa forma, tales pensamientos están muy
lejos de un alma noble y sobre la frente que los promueve brilla el
fulgor del orgullo y la corona de Satán... ¿Un pacto con el
mismísimo Dios?... ¡Oh ciencia! ¡Oh vanidad! Había logrado reunir
algunos libros cabalísticos, sumergiéndome en su estudio llegué a
la convicción de que todo era cierto, todo cuanto había acumulado
el espíritu humano durante el paso de los siglos. El convencimiento
que tuve de la existencia del mundo inmaterial coincidía bastante
con mis lecturas, así pues, no podía poner en duda, en lo sucesivo,
las revelaciones del pasado. Los dogmas y los ritos de las diversas
regiones, me parecían relacionados de tal forma que era como si cada
una dispusiera de una determinada porción de esos arcanos que
constituyen sus medios de expansión y de defensa dichas fuerzas
podrían debilitarse, disminuirse y desaparecer por completo, lo que
traería como consecuencia la absorción de algunas razas por otras,
pero ninguna podría resultar victoriosa o vencida sino por el
espíritu.
«De
todas formas – me decía – seguramente las ciencias han sido
alteradas debido a los errores humanos.
El
alfabeto mágico y los jeroglíficos misteriosos han llegado hasta
nosotros, pero incompletos o roídos, ya sea por el tiempo o por
aquellos que tienen algún tipo de interés en nuestra perpetua
ignorancia; encontremos, pues, esa letra perdida, ese signo borrado,
recompongamos la ―escala disonante‖ y de esa forma lograremos
obtener fuerza ante el mundo de los espíritus.»
Era
de esta forma como creía percibir los vínculos entre el mundo real
y aquél otro. La tierra, sus habitantes y su historia no eran otra
cosa sino el teatro donde venían a cumplirse las acciones físicas
que elevan la existencia y la situación de los seres inmortales
atados a su destino.
Sin
remover siquiera el impenetrable misterio de la eternidad de los
mundos, mis pensamientos se remontaron a la época en que el Sol, de
manera semejante a la planta que lo representa y que cabizbaja sigue
la evolución de su marcha celeste, sembraba en la tierra los
gérmenes fecundos de las plantas y de los animales. No se trataba de
otra cosa que del mismo fuego que, al estar compuesto de almas,
conformaba instintivamente la estructura de la morada común. El
espíritu del Ser-Dios, reproducido, y por decirlo de alguna manera,
reflejado en la tierra, transformábase en la especie ordinaria de
las almas humanas, en la cual, cada una, por consiguiente, era a la
vez hombre y Dios. Tales eran los Eloim.
Cuando
uno se siente abatido por el infortunio, se piensa también en la
desdicha de los demás.
Había
olvidado negligentemente una visita que debía hacer a uno de mis
mejores amigos, del cual había llegado hasta mis oídos la noticia
de que estaba enfermo, así que, me puse en marcha y me dirigí hacia
el hospicio donde le impartían un tratamiento, entonces reproché
acremente mi negligencia, y lo hice aún con mayor aflicción cuando
mi amigo me contó que había pasado una de sus peores vísperas; la
habitación donde estaba internado, tenía las paredes cubiertas con
cal, la luz del sol recortaba radiantemente los ángulos de las
paredes y un haz luminoso titilaba a través de un vaso lleno de
flores que una monja había colocado sobre la mesita del enfermo. El
cuartucho era tan humilde que parecía más bien la celdilla de un
anacoreta italiano.
Su
magra figura, su tez pálida, parecida al marfil amarillento,
contrastaba con el negro espesor de su barba y de sus cabellos, sus
ojos aún atizados por la secuela de la fiebre y quizá también por
el cobertor, el cual estaba provisto de una capucha que llevaba
puesta en los hombros le hacía un sujeto un poco distinto del que yo
había conocido, pues ese no era aquel alegre compañero que
compartía a mi lado los alegres y difíciles momentos de mi vida.
Veíalo ahora con un cierto aire de apóstol. Me contó cómo se
había visto, en el momento más crucial de su enfermedad, como
arrebatado por un último impulso que pareció ser el momento
supremo. Sin embargo, de pronto, pareció que ya no sufría y que el
dolor había cesado como por obra de un milagro.
Lo
que a continuación siguió diciéndome resulta casi imposible de
transcribir... se trataba de un sueño, un sueño sublime en los
espacios más vacíos del infinito, de una conversación con un ser
diferente pero que a su vez era partícipe de sí mismo, a quien,
creyéndole muerto, le preguntó adónde estaba Dios. «Pero Dios
está en todas partes, le respondía, al que llamaremos su espíritu,
el está dentro de ti y en todos los demás él te juzga, te escucha,
te aconseja, es tú y yo a la vez, que pensamos y soñamos juntos, y
que nunca nos hemos abandonado el uno del otro, y que además ¡Somos
eternos!.» No puedo citar otra cosa de esta conversación la cual,
quizá, haya escuchado o comprendido mal, solo sé que la impresión
que dejó sobre mí fue muy viva. No me atrevo a atribuir a mi amigo
las conclusiones que saqué, que tal vez sean completamente erróneas,
de sus palabras. Ignoro de igual forma, si el sentimiento que de
ellas deriva es o no conforme a las ideas cristianas.
¡Dios
está con él – gritaba – pero se ha ido de mi lado! ¡Oh
infortunio!, ¡Lo desterré de mi corazón, lo he amenazado y lo
maldije!
Sin
duda se trataba de aquél, de ese hermano místico que se alejaba
cada vez más de mi alma y me advertía en vano.
¡Aquél
consorte predilecto, aquél glorioso rey, el mismo que me juzga y me
condena, y quien lleva en su cielo sempiternamente aquélla que él
mismo me había otorgado y de la cual ahora soy indigno!
II
No
pude contener el abatimiento en que me sumergieron esas ideas.
«Comprendo – decíame – que he preferido a la criatura en vez
del creador; he deificado mi amor y adoré, según ritos paganos, a
aquélla cuyo estertor ha sido consagrado a Cristo. Pero si esta
religión muestra la verdad, entonces Dios puede perdonarme aún,
incluso, podría regresármela si me humillo ante él; ¡Quizá su
espíritu retorne dentro del mío! »
Tomé
una calle al azar y comencé a divagar absorto en esta idea, de
pronto, un cortejo fúnebre atravesó la calle, se dirigía al
cementerio donde mi amada había sido sepultada, así que se me
ocurrió llegarme hasta allá incorporándome al cortejo.
«Ignoro
– decíame – cual es el difunto que conducen a la fosa, pero
ahora tengo la certeza de que los muertos pueden vernos y
escucharnos, quizá, ese esté contento de verse cortejado por un
hermano de penurias, que se halla aún más triste que cualquiera de
esos que le acompañan.» Tal idea me hizo derramar fervientes
lágrimas y sin duda ¡se pensó que yo era un gran amigo del
difunto! ¡Oh lágrimas benditas! ¡Desde hace tiempo que vuestra
benignidad me había sido negada!... mi mente se despejaba, y un rayo
de esperanza me guiaba todavía. Sentía muchas ganas de rezar, así
que lo hice con devoción. Nunca supe cual era el nombre del difunto
que seguí hasta el sepulcro. El cementerio donde había entrado, sin
embargo, resguardaba muchos epitafios que me eran sagrados, tres
parientes por parte de mi familia materna habían sido enterrados
allí, pero no podía ir a llorar sobre sus tumbas, pues, habían
sido trasladados desde hacía muchos años a tierras muy lejanas, es
decir, a sus países de origen.
Me
dediqué a buscar durante un buen tiempo la tumba de Aurelia, sin
tener ningún éxito, las disposiciones del cementerio habían
cambiado y quizá también mi memoria se encontraba un tanto
aturdida... me pareció que tal casualidad, tal olvido, debía
obedecer aún a mi condena, no me atreví decirle a los guardias el
nombre de una finada de la cual no tenía, religiosamente hablando,
ningún derecho... pero, de pronto, me acordé que guardaba en mi
casa un plano de la ubicación exacta del sepulcro, así que, corrí
hasta allá con el corazón impetuosamente exaltado, había perdido
la cabeza, pues como he dicho antes, había engalanado mi amor con
bizarras supersticiones.
– En
un cofrecillo que le había pertenecido, conservaba su última carta,
me atreveré a confesar que había hecho de ese cofre una especie de
relicario que me hacía recordar largos viajes que había realizado y
en los cuales su recuerdo había sido siempre mi fiel compañero,
además de aquella carta, resguardaba una rosa cogida en el jardín
de Schourbrah, un pedazo de cinta traída de Egipto, hojas de laurel
cogidas en la rivera de Beyrouth, dos pequeños cristales dorados de
los mosaicos de Santa Sofía, un grano de un rosario, ¿y qué sé yo
que otra cosa?...
En
fin, también se hallaba el papel que se me había entregado el día
en que se había horadado el sepulcro, de manera que, pudiera
encontrarlo luego... me enrojecí, me estremecí dispersando esas
mescolanzas de cosas desordenadas, tomé los dos papeles, pero, al
momento que quise dirigirme al camposanto cambié de opinión. No, me
dije, no soy digno de arrodillarme en la tumba de una cristiana, ¡no
puedo sumar una profanación más a tantas otras!... y para
apaciguar, la tormenta que se enardecía en mi cabeza, regresé a
algunos lugares de París, me quedé en una pequeña villa donde
había pasado algunos días dichosos en mi juventud; en casa de unos
viejos parientes que luego murieron. Me gustaba ir allá
fundamentalmente para ver el poniente cerca de su casa. Allí había
una terraza que estaba cubierta por unas plantas de tilo que me
hacían recordar a unas joven citas muy allegadas entre las cuales
crecí. Una de ellas...
¿Pero
cómo podría comparar ese vago amorío de la infancia con éste que
ha devorado mi juventud?
¡Aquel
sólo era un sueño! Vi el sol declinar, sumergiéndose en el valle
entre brumas y sombras, desapareció bañado con un deslumbrante
rubor entre la cima de los bosques que bordeaban las elevadas
colinas.
Poco
a poco, la más profunda tristeza invadió mi corazón... Fui a
acostarme en un albergue donde me conocían; el hostelero me habló
de un antiguo amigo, que moraba por los alrededores de la ciudad, me
contó que debido a una serie de perversas especulaciones en su
contra, tomó la decisión de quitarse la vida de un pistoletazo...
El
sueño me produjo terribles visiones, sin embargo, no me restan sino
vagos recuerdos.
— Me
encontraba en medio de una desconocida sala y conversaba con alguien
acerca del mundo inmaterial, quizá se trataba del amigo al que me
referí anteriormente, un espejo muy alto se encontraba detrás de
nosotros, por casualidad le di un vistazo y me pareció reconocer a
A.** .
Ella
parecía estar triste y pensativa, de pronto, sea que ella haya
salido del espejo, o sea que al pasar por la sala se haya reflejado
anteriormente, por unos instantes, su divina y amada figura se
encontró junto a mí , me tendió la mano, dirigió una mustia
mirada y me dijo:
Nos
volveremos a ver pronto...en la casa de tu amigo. En tan sólo un
instante, recordé su matrimonio, la maldición que nos esperaba...
entonces me pregunté: ¿es posible? ¿regresará a mí?¿me habrá
perdonado? Me hacía estas interrogantes con lágrimas en los ojos.
Pero todo se había desvanecido... De pronto, me encontré en un
lugar desértico, había una subida muy agreste atiborrada de rocas,
estaba en medio del bosque. Tan sólo había una casa que me parecía
conocida en esa desolada comarca, sin cesar, me veía recorriendo en
un ir y venir por los recovecos más inextricables. Cansado de
caminar entre piedras y zarzales buscaba algunas veces un camino más
suave por la senda de los bosques. ¡Me esperará allá!, pensaba, de
repente una campanada sonó...
¡Es
demasiado tarde! – dije – e inmediatamente me respondieron unas
voces:
¡Ya
la has perdido! Una noche profunda se extendió sobre mí, la casa
brillaba en la lejanía, estaba iluminada como si estuviera
celebrándose en ella una fiesta, repleta de huéspedes que sí
habían llegado a tiempo. ¡ya la he perdido! – gritaba – ¿y por
qué?... Entiendo, ella ha hecho un último esfuerzo para salvarme y
he faltado ha ese momento supremo donde aún era posible el perdón.
Desde
lo alto del cielo ella podía rezar por mí, el esposo divino... ¿De
todas formas qué importa ahora mi salvación? ¡El abismo ha
recibido a su víctima!... ¡Ella se ha perdido para mí y para
todos!...
Me
parecía verla como a través del resplandor de un trueno, pálida y
moribunda, arrastrada por sombríos caballeros... El grito de dolor y
rabia que lancé en ese instante me despertó perturbado.
–
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Por
ella y sólo por ella! ¡Dios mío perdonad! – Lloraba mientras me
colocaba de rodillas.
Era
de día, por un impulso que me es difícil describir, determiné, de
pronto, destruir los dos papeles que había sacado la noche anterior
del cofre: La carta, ¡Ay!, la carta que releía empapándola de
lágrimas y el fúnebre papel que indicaba el sitio donde se hallaba
la tumba en el cementerio. ¿Debo buscar su tumba ahora? Me
preguntaba, pero debí hacerlo ayer, así que la fatalidad de mi
sueño no es más que el reflejo de mi desdichada jornada.
III
El
fuego devoró esas reliquias de amor y muerte, que se reanudaban en
las fibras más dolorosas de mi corazón. Fui a pasear, absorto en
mis penas y remordimientos tardíos, al campo buscando en la caminata
y la fatiga el estupor del pensamiento, la certeza, quizá, de un
sueño menos nefasto para la noche siguiente. Con esta idea que me
había fraguado respecto al sueño, veíalo como un canal que le
permite al hombre la posibilidad de comunicarse con el mundo de los
espíritus, esperaba... esperaba... ¡esperaba todavía! Quizás Dios
se contente con este sacrificio... – En este punto me detuve –
Había demasiado orgullo en tratar de pretender que el estado de
ánimo en que me hallaba se debía solamente a un recuerdo amoroso.
Digamos más bien, que tal vez involuntariamente evitaba los
remordimientos más graves de una vida insensatamente disipada, donde
el mal había triunfado con bastante frecuencia, y donde yo no
reconocía mis errores sino cuando sentía encima la desgracia. De
igual forma, ya no me parecía digno pensar en aquella, la cual osaba
perturbar en la muerte; no obstante de haberla afligido también
durante su vida, pidiéndole una última mirada de clemencia a su
dulce y santa piedad.
En
la noche siguiente, no pude conciliar el sueño sino por breves
instantes. Una mujer que me había atendido en la juventud, me
apareció en sueño y me reprochaba una falta que había cometido en
otro tiempo, la reconocí, aunque me parecía más vieja que desde
las últimas ocasiones en que la había visto. Eso me dio pie para
pensar que me había portado negligentemente con ella, por no haberla
visitado en sus últimos momentos. Me parecía que decía: Tú no has
llorado a tus parientes, así tan profundamente como lo has hecho con
esa mujer. ¿Cómo esperas recibir el perdón? El sueño se volvió
confuso; los rasgos de las personas que había conocido en distintas
ocasiones, pasaron rápidamente ante mis ojos, desfilaban,
resplandecían, palideciendo y reflejándose como los granos de un
rosario cuyo cordón se hubiese roto.
Vi
inmediatamente imágenes difusas de la antigüedad que iban
formándose hasta que se completaban pareciendo representar símbolos
de los cuales yo no podía interpretar totalmente, solamente tenía
una vaga idea de su significado, en resumen, eso parecía indicarme
lo siguiente: « Todo esto se ha representado para enseñarte el
secreto de la vida y tú no lo has comprendido.
Las
religiones y las fábulas, los santos y los poetas se han puesto de
acuerdo para explicar el enigma fatal, y tú lo has interpretado
mal...ahora, ¡Es demasiado tarde!
Me
levanté diciéndome: ¡Es mi último día!
Con
diez años de intervalo, las primeras ideas que pergeñé en este
relato, volvían a mí más vivas aún y más amenazantes. Dios me
había otorgado ese tiempo para que me arrepintiera y yo no lo había
aprovechado en lo más mínimo.
-Luego
de haber comparecido ante el ―Convidado de Piedra‖ ¡Fui capaz de
volver al festín!
IV
La
impresión que me dejaron aquellas visiones y esas reflexiones que me
conmovían en mis horas de soledad me pusieron en un estado de ánimo
tan deprimido que me sentía perdido, todos los hechos de mi vida se
me revelaban desde el punto más desfavorable y abismado en una
especie de examen de conciencia, la memoria me representaba los
hechos más remotos con absoluta claridad. No sé que falso pudor me
impidió presentarme ante el confesionario, el temor, quizá, de
involucrarme con los dogmas y prácticas de una religión temible,
contra determinados principios de los cuales conservaba ciertos
prejuicios filosóficos. Mi juventud estuvo impregnada de las ideas
resultantes de la revolución, mi educación había sido demasiado
libre, mi vida demasiado errante, como para que yo aceptase tan
fácilmente un yugo, que en muchos aspectos, ofendería a mi razón.
Me estremecí al pensar la clase de cristiano que sería si he tomado
tales principios, inculcados por las ideas del libre pensamiento de
los dos últimos siglos, y además el estudio que he realizado de las
diversas religiones no me dejarían caer en ese abismo.
Nunca
conocí a mi madre, que se empeñó a seguir a mi padre al ejército,
así como lo hacían las mujeres de los antiguos germanos, ella murió
por causa de la fatiga y la fiebre en una fría comarca de Alemania y
mi padre, ni siquiera él, pudo dirigir mis incipientes ideas.
El
país en el cual me formé estaba lleno de leyendas extrañas y de
grotescas supersticiones. Uno de mis tíos influyó mucho sobre mí
fomentando mi educación, coleccionaba, para distraerse, antigüedades
romanas y celtas, las cuales encontraba algunas veces en su propiedad
o en los alrededores, eran imágenes de dioses y emperadores que su
admiración de erudito me hacía venerar y aprendía de sus libros
las respectivas historias. Cierto Marte de bronce dorado, una Palas o
Venus con arnés un Neptuno y un Anfitrite esculpidos sobre la fuente
del caserío, y sobretodo, la opulenta y voluminosa figura barbuda de
un dios Pan sonriente en la entrada de una gruta, entre los festones
de aristoloquia y de hiedra se encontraban los dioses domésticos y
protectores de ese apartado pueblo.
Debo
reconocer que me inspiraban más respeto y veneración que las
imágenes cristianas de la iglesia y que esos santos deformes de su
fachada, que ciertos sabios pretendían relacionar con el Esus y
Cernunus de los galos. Confuso entre tantos símbolos diversos, un
día le pregunté a mi tío que quien era Dios.
«Dios
es el Sol»,- me contestó - esa era la convicción más íntima de
un hombre honrado que había vivido inmerso en el cristianismo toda
su vida, pero que había atravesado por los acontecimientos de la
Revolución, y además pertenecía a un pueblo donde todos tenían
misma idea de la divinidad, sin embargo, eso no impedía que las
mujeres y los niños fuesen a la iglesia, de modo que, le pedí a una
de mis tías que me instruyera al respecto para así comprender las
bellezas y las grandezas del cristianismo. Después de 1815 un inglés
que se encontraba en nuestro país me hizo aprender el sermón de la
montaña y me obsequió un Nuevo Testamento... Hago mención de todas
estas anécdotas solamente para señalar la causa de cierta
irresolución que será posible detectar en mí unida al más
pronunciado espíritu religioso. A continuación quiero explicar
cómo, desviado durante largo tiempo del camino verdadero, retorne a
él guiado por el amado recuerdo de una persona muerta, y cómo la
necesidad de creer que ella aún existía hizo que regresase a mi
espíritu precisamente aquellos sentimientos y sensaciones que me
procuraban las muchas verdades que yo no había acogido aún
firmemente en el espíritu.
El
desespero y el suicidio son el resultado de ciertas situaciones
fatales, para quien no tiene fe en la inmortalidad, en sus penas y
alegrías:
—
Creí haber hecho algo bueno y
provechoso enunciando ingenuamente la sucesión de las ideas por las
cuales volví a encontrar reposo y renovadas fuerzas, en contraste,
con las futuras desgracias de la vida.
Las
visiones que se produjeron durante mi sueño me habían sumido en un
desespero tal que apenas y podía hablar; el círculo de mis amigos
no me animaba, pues, sólo aportaban una vaga distracción, ya que mi
espíritu entregado a esas ilusiones, se oponía a la menor
concepción que lo contradijera; ni siquiera podía leer y comprender
diez líneas de seguido.
Me
decía cosas para tranquilizarme: ¡Qué importa eso ya no existe
para mí!. Sin embargo, uno de mis amigos, llamado Georges; trataba
de vencer mi desaliento, me llevaba a diversas comarcas de los
alrededores de París, consentía quedarse hablando solo, mientras
que yo, no le respondía sino algunas frases incoherentes.
Su
expresivo rostro y su figura casi de cenobita, dieron un día un gran
sentido a los elocuentísimos argumentos que se le ocurrieron en
contra de los años de escepticismo y abatimiento político y social
que sobrevenían a la Revolución de Julio. Yo fui uno de los jóvenes
de esa época y había sufrido sus ardores y amarguras. Sentí un
estremecimiento en el alma, pues, me decía, que tales lecciones no
podían haber sido fortuitas, es decir, no, sin que la Providencia
pusiera de manifiesto alguna intención en ese hecho, y sin duda
alguna, algún espíritu se pronunciará por medio de su divina
intervención...
Un
día cenábamos bajo un emparrado, en una pequeña ciudad en los
alrededores de París; una mujer se aproximó a cantar en la mesa, y
no sé qué, en su voz ajada pero armoniosa, me recordó a la voz de
Aurelia. La observé: Sus rasgos tampoco dejaban de tener algún
parecido con aquéllos que tanto amé; ella se fue, y yo no osé
detenerla, sin embargo me decía: «¡Quién sabe si su espíritu no
se halla en esta mujer!» y ese pensamiento me hizo sentir feliz por
la limosna que le había dado. Me dije: «He abusado mucho de la
vida, pero si los muertos pueden perdonar, es sin duda con la
condición de que uno se abstenga de todo mal, y que se enmienden
todos los errores y prejuicios que se hayan ocasionado. ¿Eso podría
ser posible?... desde este momento de reincidir en el mal
resarciremos lo equivalente de todo aquello que pudiéramos deber.»
Había
cometido una falta en contra de una persona, no era más que una
simple negligencia, sin embargo, me decidí comenzar por allí y fui
a pedir disculpas. La alegría que recibí de dicha enmienda, me
proporcionó un gran bienestar; tenía, desde ese entonces, un motivo
para vivir y para actuar, volví, pues, a tomar interés por el
mundo. No obstante, surgieron las dificultades: Inexplicables
acontecimientos parecían encontrarse en detrimento de la buena
resolución que había tomado. La situación en la que se hallaba mi
espíritu me hacía imposible llevar a cabo una serie de trabajos que
había convenido.
Desde
ese entonces, creyéndome circunspecto, me volví más exigente y
como había renunciado a la mentira y al engaño, algunas veces fui
sorprendido por personas que no reparaban en hacer uso de tales
vicios. La cantidad de enmiendas que debía hacer me abrumaban a
razón de mi impotencia. Los acontecimientos políticos actuaban
indirectamente, tanto como para afligirme como para impedir la
vialidad de poner orden a mis asuntos.
La
muerte de uno de mis amigos terminó por completar mi desaliento;
recordé con amargo dolor su casa, los cuadros que me había mostrado
un mes antes; pasé por su ataúd en el instante en que se sellaba.
Como él era contemporáneo conmigo y teníamos la misma edad, se me
ocurrió: «¿Qué pasaría si muriera así de repente?».
El
domingo siguiente, me levanté presa de un pesar lleno de melancolía,
de modo que decidí ir a visitar a mi padre; su criada estaba
enferma, parecía tener escrofulosis, por tanto, quiso ir él solo a
buscar leña a su granero, y yo no pude ayudarlo más que colocando
la leña donde era necesario. Salí consternado.
Encontré
por la calle a un amigo, que quería convidarme a cenar en su casa
para que así me distrajera un poco. Sin embargo, no acepté y con el
estomago vacío me dirigí a Montmartre. El cementerio estaba
cerrado, cosa que me pareció un mal presagio. Un poeta alemán me
había dado algunas páginas para traducirlas y me dio, de antemano,
una parte de la suma que pagaría por el trabajo, así que, tomé el
camino hacia su casa para regresarle el dinero.
Al
pasar por la palizada de Clichy, fui testigo de una disputa, traté
de separar a los combatientes, pero no lo logré. En ese momento, un
obrero muy alto pasó por la plaza, allí donde había tenido lugar
la riña, llevaba sobre el hombro izquierdo a un niño que vestía de
color jacinto. Imaginé que se trataba de San Cristóforo acarreando
el Cristo, y que sería castigado por haber fallado irremisiblemente
en la escena hace poco suscitada. A partir de entonces, vagué, presa
de la desesperación, por los terrenos baldíos que separaban al
suburbio de la palizada; se había hecho muy tarde para realizar la
visita que había planeado, de modo que regresé atravesando diversas
calles hasta llegar al centro de París.
Cerca
de la Rue de la Victoire, me encontré con un sacerdote, y hallándome
en tal desequilibrio, quise confesarme con él. Me dijo que no
pertenecía a esa parroquia y que debía ir por la noche a casa de
una persona; que, de todos modos, si quería podía consultarlo el
día siguiente en Nôtre-Dame, que solamente debía preguntar por el
padre Dubois.
Llorando,
desesperado, me dirigía hacia Nôtre-Dame de Lorrete, donde iría a
arrojarme al pie del altar de la Virgen, pidiendo perdón por mis
faltas. Algo en mí respondía: «La virgen está muerta y tus
plegarias son inútiles». Fui a ponerme de rodillas en los últimos
puestos del coro, e hice deslizar de mi dedo una sortija de plata,
cuyo engaste tenía grabado estas tres palabras árabes: ¡Allah,
Mohamed, Ali! De pronto, muchas bujías se encendieron en el coro y
se da comienzo a un Ángelus, al cual trataba de unirme
espiritualmente. Cuando se oraba el Ave María, el padre la
interrumpía a la mitad y volvía a comenzar, esto sucedió
sucesivamente durante siete oportunidades, sin que yo pudiese
buscaren la memoria las palabras que seguían; se terminó de
inmediato la plegaria, y el padre dio un sermón que parecía
aludirme totalmente; cuando todo culminó, me levanté y salí
dirigiéndome hacia Les Champs Élysées.
Llegué
a la Place de la Concorde, mi pensamiento era aniquilarme, luego de
pensarlo mucho, me dirigí al Sena, pero algo me impidió llevar a
cabo mi idea. Las estrellas brillaban en el firmamento; de repente,
me pareció que se apagaban todas a la vez, así como las bujías que
había visto en la iglesia, creí que el tiempo había llegado a su
límite, y que nos llegaría el fin del mundo anunciado en el
Apocalipsis de San Juan, creí ver un sol negro en el cielo desértico
y un globo rojo lleno de sangre justo por encima de los tejados. Me
dije: «La noche eterna comienza, y va a ser espeluznante ¿Qué
sucederá cuando los hombres se percaten que ya no está el Sol?»
Regresé por la Rue Saint Honoré y me condolía de los simples
campesinos que veía. Llegué al Louvre, caminé hasta la plaza, y
allá, un extraño espectáculo aguardaba por mí.
A
través de nubarrones, barridos rápidamente por el viento, vi muchas
lunas que pasaban a gran velocidad, pensé que la tierra se había
salido de su orbita y que erraba en el firmamento como un navío
desarbolado, acercándose o alejándose de las estrellas que se
agrandaban o disminuían poco a poco.
Durante
dos o tres horas contemplé ese Caos y terminé dirigiéndome hacia
los lados del mercado, los campesinos llevaban sus mercancías, y yo
me preguntaba: «¿Cuál será su sorpresa cuando vean que la noche
se prolonga?». Entretanto, los perros ladraban aquí y allá y los
gallos cantaban.
Muerto
de fatiga, regresé a mi casa, y me arrojé en mi cama; cuando
desperté, me sorprendí de volver a ver la luz. Una especie de coro
misterioso llegó hasta mis oídos; voces infantiles repetían al
unísono: ¡Cristo!,¡Cristo!, ¡Cristo!... pensé que se habían
reunido en la iglesia vecina (Nôtre-Dame des Victoires) un gran
número de niños para invocar a Cristo. «pero el Cristo ya no
existe – me dije – ¡ellos aún no lo saben!».
La
invocación duró cerca de una hora, por fin, me levanté y fui
debajo de las galerías del Palais Royal, y me dije que probablemente
el sol aún había conservado suficiente luz para iluminar la tierra
durante tres días, pero que la irradiaba de su propia sustancia, y
en efecto, lo vi frío y palidecerte. Apacigüé el hambre con un
poco de pastel, para así ganar fuerzas e ir hasta la casa del poeta
alemán, le dije que todo terminaría y que era necesario prepararnos
para morir. Él llamó a su mujer, que me dijo: «¿Qué tiene Ud.?,
– no lo sé – le dije, estoy perdido» Ella envió por un coche
de punto, y una joven me condujo a la casa Dubois.
V
Una
vez allá mi mal tomó otros nuevos matices; al cabo de un mes ya me
había restablecido; así que, durante los dos meses siguientes
retomé mi peregrinación por los alrededores de París.
El
viaje más largo que haya realizado ha sido para visitar la catedral
de Reims. Me puse a escribir y poco a poco tuvo a lugar la
composición de de mis mejores novelas. Sin embargo, escribía a
duras penas, casi siempre con lápiz, sobre hojas sueltas, siguiendo
el hado de la imaginación y del ensueño o determinadas
circunstancias del viaje. Las correcciones me mantenían ocupado.
Poco días después de haberlo publicado, me sentí presa de un
insomnio persistente, entonces iba a pasearme por las colinas de Mont
Martre durante toda la noche y allí permanecía para ver despuntar
el sol, luego; conversaba dilatadamente con los campesinos y obreros.
Después decidí dirigirme hacia el mercado donde tuve una acalorada
discusión con un desconocido, al cual, le propiné un fuerte
bofetón; no sé cómo ese hecho no trajo consigo ninguna secuela. A
una hora determinada escuché el sonar del reloj de Saint Eustache, y
esto hizo volar mi imaginación y me puse a pensar en las luchas
entre los Borgoñeses y los Armañacs, entonces creí ver a mi
alrededor fantasmas de los guerreros de esa época. También armé
una querella con un cartero que llevaba sobre el pecho una placa de
plata y del cual me figuraba que se trataba del Duque Jean Bourgne,
quería pues impedirle entrar a un cabaret; debido a una
extravagancia de mi parte que ni siquiera podría explicar, viendo
que le amenazaba de muerte, su rostro se cubrió de lágrimas,
entonces, me sentí conmovido y le dejé pasar.
Luego
me dirigí hacia las Tuileries, las cuales estaban cerradas; entonces
seguí el borde del muelle e inmediatamente llegué a Luxemburgo, sin
embargo, me regresé para desayunar con un amigo, a continuación fui
hacia Saint Eustache, donde me arrodillé piadosamente en el altar de
la Virgen pensando en mi madre, las lágrimas que derramaba sosegaban
mi alma, y saliendo de la iglesia compré un anillo de plata, de allí
fui a visitar a mi padre pero estaba ausente, así que, le dejé un
ramo de margaritas. Entonces decidí ir al Jardin des Plantes, había
mucha gente, sin embargo, permanecí allí observando los hipopótamos
que se bañaban en un estanque. Luego fui a visitar las galerías de
osteología; al observar aquellos monstruos que resguardaban, pensé
en el diluvio y cuando salí un pavoroso aguacero caía en el jardín.
Me dije: «¡Qué desgracia! Todas esas mujeres, todos esos niños,
¡van a empaparse!...» pero al rato me dije.«¡Pero es más
todavía! ¡porque ahora comienza el verdadero diluvio!» El agua
bajaba por las calles anexas, así que me fui corriendo por la calle
Saint Victor y aún inmerso en la idea de detener lo que me figuraba
era el diluvio universal, lancé la sortija que había comprado en
Saint Eustache al charco más profundo que hallé, no obstante, casi
en ese mismo instante la tormenta cesó y un rayo de sol comenzó a
brillar.
La
esperanza regresó a mi alma; tendría una cita con mi amigo Georges
dentro de cuatro horas, así que me dirigí a su casa, de pasada me
detuve en la casa de un marchante de curiosidades, le compré dos
cortinas de terciopelo estampadas con figuras jeroglíficas, éstas
me parecieron la consagración de la absolución de los cielos;
llegué a la casa de Georges a la hora convenida y le confié mi
esperanza; estaba empapado y cansado, me cambié de ropa y me acosté
en su cama. Durante mi sueño, tuve una visión maravillosa, me
pareció ver a una diosa presentarse que me decía: «Soy María, tu
propia madre, y también soy esa misma, que bajo diversas formas, han
amado y a cada una de tus penas la he despojado de las máscaras en
las cuales encubro mi rostro, sin embargo, pronto me verás tal cual
soy.»
Un
hermoso vergel se dejaba entrever tras las nubes situadas a su
espalda, una luz suave y penetrante iluminaba ese paraíso, empero,
escuchaba solamente su voz, sin embargo me sentía sumergido en un
embelesante hechizo. Poco después me desperté y le dije a Georges:
«salgamos»; mientras atravesamos el Pont des Arts, le expliqué
acerca de las migraciones de las almas, le dije: «Me parece que esta
noche, poseeré el alma de Napoleón quien me inspirará y me
asignará grandes proezas». En la Rue du Coq, compré un sombrero y
mientras Georges esperaba el cambio de la moneda de oro que había
puesto sobre el mostrador, yo seguí mi camino y llegué a las
galerías del Palais Royal. Allí me pareció que todo el mundo me
observaba, entonces, una idea persistente se alojó en mi espíritu,
y era que ya no habían más difuntos, así que recorrí la galería
de foi, diciendo: «He cometido un error» sin embargo, no sabía que
un error hablaba, por más consultara la memoria, que a la sazón yo
asumía como la de Napoleón... «¡Sí, algo hay que aún no he
pagado en algún lugar!» – decía – entré luego al café de Foi
con esta idea aún latente y me figuré ver en uno de los clientes al
padre Bertin, el del Journal des Debates; luego atravesé el jardín
y me llamó la atención una ronda de jovencitas, las cuales me quedé
admirando. De allí; salí de las galerías y me dirigí a la Rue
Saint Honoré; entré en una tienda para comprar un cigarro, y cuando
salí, la muchedumbre estaba tan agolpada que por poco me asfixio,
tres de mis amigos me sacaron de allí respondiendo a su fidelidad y
me hicieron entrar a un café mientras que uno de ellos fue a buscar
un coche de punto. Me llevaban al hospicio de la Caridad.
Durante
aquella noche, mi delirio iba en aumento y se acrecentó aún más
cuando me percaté que estaba atado. No obstante, logré liberarme de
la camisa de fuerza y ya a primeras horas de la mañana me paseaba
por las salas. La idea de que me había convertido en algo similar a
un dios y que poseía el poder para curar me llevó a colocar las
manos sobre algunos enfermos y llegándome hasta una estatua de la
Virgen; le arrebaté la corona de flores artificiales que llevaba
puesta, pues, de esta manera creía ver aumentado el poder de
curación que me había atribuido. Entonces, caminaba dando grandes
pasos, criticando eufóricamente la ignorancia de los hombres que
creían que sólo podían curarse las enfermedades con el poder de la
ciencia; y viendo sobre la mesa un frasco de éter, lo bebí de un
solo trago; un asistente del hospicio, el cual le atribuía los
rasgos de un ángel, quiso detenerme, pero la fuerza de la
sobreexcitación nerviosa me respaldaba y solo me detuve cuando
estaba a punto de vaciar todo el contenido del frasco, explicándole
que él no comprendía que esa era mi misión, entonces vinieron unos
médicos y continué con el discurso sobre la impotencia de su arte,
luego bajé descalzo por unas escaleras.
Llegué
ante un arriate, entré y recogí algunas flores a medida que paseaba
por el césped.
Uno
de mis amigos había regresado para buscarme; entonces salí del
arriate y mientras conversaba con él me iban colocando una camisa de
fuerza, después me hicieron subir a un simón y me condujeron a un
sanatorio a las afueras de París. Comprendí, viéndome en medio de
alienados, que, hasta ese entonces, todo no había sido para mí más
que pura ilusión. No obstante, las promesas que atribuí a la diosa
Isis parecían haberse concretado, sobretodo, debido a una serie de
pruebas que el destino me había colocado para que las asumiera. Así
que las acepté resignadamente. En el sitio de la casa donde me
encontraba se podía apreciar un gran pasillo sombreado por un nogal;
en otro ángulo se veía una pequeña cabaña donde todos los días
uno de los reclusos se paseaba de un lado al otro, otros se
limitaban, al igual que yo, a recorrer el terraplén o la terraza
orlada por un talud de césped y en una pared situada al oeste,
estaba representado algunas figuras una de ellas representaba a la
luna, era un dibujo geométrico que tenía ojos y boca, y sobre esa
misma figura había esbozado una especie de máscara; la pared de la
izquierda presentaba otros dibujos de los cuales uno parecía una
especie de idolillo japonés, algo más lejos aparecía la cabeza de
un muerto hondonada en la escayola; en la parte opuesta había dos
piedras de gran tamaño, habían sido esculpidas por alguno de los
huéspedes del jardín y representaba a unas mascarillas muy bien
logradas. Dos puertas daban hacia el sótano y yo me imaginaba que de
allí surgían voces subterráneas parecidas a las que había
escuchado en la entrada de las pirámides.
VI
Desde
el primer momento pensé que las personas reunidas en es jardín,
tenían todos alguna influencia sobre los astros y en especial sobre
aquel que gira sin cesar sobre su propio eje, donde se rige la marcha
del sol.
Un
anciano; el cual cambiaban de posición a determinadas horas del día,
hacia nudos consultando su reloj, me parecía, pues, que estaba
encargado de vigilar el paso del tiempo. A mí mismo atribuía un
poder que influía sobre la marcha de la luna y creía que este astro
había sido tocado por un rayo divino trazando sobre su faz la huella
de la máscara que había observado anteriormente. A las platicas que
sostenía con los guardias y mis compañeros les daba un sentido
místico; creía que ellos eran los representantes de todas las razas
de la tierra y que todos teníamos un objetivo en común: se trataba
de cambiar, entre nosotros, el curso de los astros y así dar mayor
agilidad al sistema. Se nos había escapado un detalle, a mi parecer,
un error en la combinación general de los números, y me figuraba
que de ahí provenían todos los males de la humanidad.
Aún
pensaba que los espíritus celestes habían tomado formas humanas y
que asistían a esta asamblea general, sin embargo, no dejaban de
desempeñar sus tareas comunes. El objetivo que debía llevar a cabo,
según mi parecer, era restablecer la armonía universal por medio
del arte cabalístico y determinar una solución evocando las fuerzas
ocultas de las diversas religiones.
En
otro corredor, también disponíamos de unas salas cuyas vidrieras
trazadas perpendicularmente daban hacia un horizonte verdoso. Detrás
de estos ventanales contemplaba la línea de las edificaciones que
estaban al exterior, veía como si se multiplicaran sus fachadas y
ventanas en mil pabellones ornamentados con arabescos sobrepujados
con festones y agujas, me hacían recordar los templetes imperiales
que rodean el Bósforo.
Eso
naturalmente, condujo mi pensamiento a posarse sobre cavilaciones
acerca de temas orientales. Estuve bañándome más o menos cerca de
dos horas y me figuraba que estaba siendo atendido por las Valkirias,
hijas de Odín que querían otorgarme la inmortalidad, despojándome,
poco a poco, de las impurezas del cuerpo.
Entrada
la noche, me paseaba serenamente bajo los rayos de la luna y de
pronto al levantar los ojos hacia los árboles me pareció ver que
las hojas se doblaban formando caprichosamente imágenes de damas y
caballeros llevados por caballos en armaduras; éstas representaban
para mí: las triunfantes efigies de los ancestros. Este pensamiento
me conllevó a otro, el cual era de que existía un gran acuerdo por
parte de todos los seres vivos para restablecer el mundo a su
prístina armonía y que las comunicaciones entre sí se daban
gracias al magnetismo de los astros y que una cadena ininterrumpida
agrupaba al derredor de la tierra a las inteligencias consagradas a
dicha comunicación universal, y que los cantos, las danzas, las
miradas imantadas que se acercaban cada vez más formaban parte y
conllevaban al mismo objetivo. La luna era para mí el refugio de las
almas fraternas que habían logrado deshacerse de sus cuerpos
físicos, trabajando, de este modo, con mayor denuedo en la
regeneración del universo. Para ese entonces, a mí me parecía que
el tiempo aumentaba dos horas cada jornada; de manera que cuando me
levantaba de acuerdo a la hora establecida por los relojes del
sanatorio, no hacía otra cosa que pasearme por el imperio de las
sombras: mis compañeros aún dormitaban, por tanto, me parecían
espectros del Tártaro que despertaban a la hora que, según mi
parecer, salía el Sol; entonces, saludaba ese astro con una plegaria
y daba comienzo a mi vida real.
Desde
el momento en que me convencí del tema en que estaba sumido: las
pruebas de la sagrada iniciación, una fuerza invisible penetró mi
espíritu, me juzgaba como si fuese un héroe aún vivo protegido
bajo la mirada de Dios; toda la naturaleza tomaba nuevos aspectos y
voces ocultas provenían de las plantas, de los árboles, de los
animales y hasta del más insignificante insecto para advertirme y
darme valor. Al lenguaje de mis compañeros le hallaba un giro
extraño pero que podía captar muy bien su sentido los objetos,
desfigurados, y los inanimados se obedecían a sí mismos y al
dictamen de mi espíritu; y de las combinaciones de los guijarros, de
las figuras angulosas, de las grietas y aberturas, de los festones,
de las hojas, de los colores, de los olores y sonidos, sentía surgir
melodiosas armonías hasta entonces desconocidas. «¿Cómo – me
decía – he podido existir durante tanto tiempo desconectado de la
naturaleza y sin haberme identificado con ella? Todo vive, todo
actúa, todo se corresponde. Los rayos magnéticos emanados de mí
mismo o de los demás atraviesan sin obstáculo la cadena infinita de
las cosas creadas. Se trata de una red transparente que cubre el
mundo, y cuyos desligados hilos se comunican progresivamente hasta
los planetas y las estrellas. ¡Aunque en este momento me halle
anclado a la tierra converso con el coro de los astros, los cuales
toman parte de mis alegrías y penurias!...
De
inmediato me puse a temblar conjeturando que ese misterio podía
tener visos sorpresivos. «Si la electricidad – cavilaba – que es
magnetismo de los cuerpos físicos, puede asumir una dirección por
determinadas leyes impositivas, entonces, con mayor razón los
espíritus imperativos y hostiles pueden avasallar las inteligencias
y servirse de sus fuerzas divididas para un objetivo tiránico.
Seguramente, fue de esta manera como los antiguos dioses han sido
derrotados y esclavizados por otros nuevos; es así – continué
razonando, sirviéndome de mis conocimientos del mundo arcaico –
como los nigrománticos dominaron pueblos enteros, cuyas generaciones
permanecieron cautivas bajo el dominio de un cetro eterno.» ¡Oh
infortunio! ¡Ni siquiera la mismísima Muerte puede arrostrarlos!
Pues resucitamos en nuestros hijos asimismo como hemos vivido en
nuestros padres, - y la ciencia despiadada, como nuestros enemigos,
sabrá reconocernos en cualquier lado. La hora de nuestro nacimiento,
el lugar, las primeras gesticulaciones, el nombre, la residencia, y
todas esas consagraciones y ritos que se nos impone, todo eso
establece una cadena auguriosa o fatal del cual depende completamente
nuestro porvenir; pero si eso ya de por sé es terrible más aún
será el hecho que, tan sólo a través de los cálculos humanos,
comprenderán lo que forzosamente debe ir vinculado a las fórmulas
misteriosas que establecen el orden de los mundos.
Se
ha proclamado con justa razón: Nadie es indiferente, nada es
impotente en el universo; un átomo puede disolverlo todo, ¡Un átomo
puede salvarlo todo! ¡Oh terror! He aquí la eterna distinción
entre el bien y el mal «¿Mi alma es una molécula indestructible,
un glóbulo lleno de un poco de aire, empero reencuentra su lugar en
la naturaleza, o es el vacío mismo una imagen de la nada que se
desvanece en la inmensidad? ¿O será quizás, por el contrario, la
partícula fatal destinada a sufrir, bajo todas sus transformaciones
la venganza de los seres poderosos?»
De
esta forma me vi obligado a reflexionar en cuanto a mi vida, así
como también de mis vidas pasadas. Si probaba que era bondadoso,
seguramente es porque siempre he debido serlo «Y si he sido malvado,
- me decía - ¿será, quizá, la vida que llevo hasta este momento
suficiente expiación?» Este pensamiento me tranquilizó, sin
embargo no me quitó el temor de estar por siempre inscrito entre los
desgraciados.
Me
sentía como inmerso en un baño de agua fría, y agua más fría
todavía chorreaba sobre mi frente.
Entonces
dirigí mi pensamiento a la eterna Isis, la madre y esposa sagrada;
todas mis aspiraciones, todas mis plegarias se confundían en ese
nombre mágico, me sentí como si resucitara en ella, e incluso
algunas veces ella se me aparecía tomando la forma de la antigua
Venus y en ocasiones también con los rasgos de la Virgen de los
cristianos. La noche hizo más visible esta preciada aparición, lo
cual me llevó a pensar: «¿Podrá ella sentirse derrotada, afligida
quizá, a causa de sus hijos?» Pálido y languidiciente disminuía
el creciente de la luna noche tras noche, parecía más bien
desaparecer; ¡Quizá ya no volveremos a verlo más en el cielo! Sin
embargo, me parecía que este astro era el refugio de todas mis almas
fraternas y la observaba poblada de lastimeras sombras que eran
destinadas a resucitar algún día sobre la faz de la tierra...
Mi
habitación se hallaba al extremo de un corredor, asediado en un lado
por los enfermos mentales y en el otro por las domésticas del
sanatorio, sólo mi habitación tenía el privilegio de tener una
ventana que diera al patio, el cual estaba cubierto de árboles que
servían de parque durante el día.
Mis
miradas se posaban plácidamente sobre un frondoso nogal y sobre dos
moreras chinas; abajo se podía ver, aunque vagamente, una calle
bastante frecuentada, por el oeste, podía entrever, a través de
unas rejas verdes, como se extendía el horizonte; había una especie
de cubil con verdes ventanas o barrotes cubiertos de hiedras,
arambeles secándose y de allí de vez en cuando se veía surgir
algún perfil de una joven o a veces el de una vieja criada y otras
tantas la rubicunda cabeza de un niño. Vociferaban, cantaban, reían
a carcajadas, eso era maravilloso o triste escucharlo según fueran
las impresiones que me causaban.
En
aquella habitación me volví a encontrar con las ruinas de mis
diversas fortunas, con los confusos restos de los varios mobiliarios
dispersados o revendidos a lo largo de veinte años. Se trataba de un
cajón de sastre como el del doctor Fausto, una antigua mesa trípode
adornada con cabezas de águilas, una consola que estaba sostenida
por una esfinge alada, una cómoda del siglo XVII, una biblioteca del
XVIII, una cama de la misma época, cuyo baldaquín poseía un cielo
ovalado, estaba revestido por una seda roja (aunque no se pudo armar
este último), una rústica, y ciertamente bastante deteriorada,
repisa que sostenía, en su mayoría, lozas y porcelanas del Sèvres
; una pipa turca traída de Constantinopla, una gran copa de
alabastro, un jarrón de cristal, paneles artesonados provenientes de
la demolición de una vieja casa en la cual yo había residido y que
estaba ubicada en el emplazamiento del Louvre, cubierta de pinturas
mitológicas ejecutadas por amigos pintores que hoy día son célebres
y además por dos lienzos gigantes al estilo de Prudh’on que
representaban a la musa de la historia y de la comedia.
Durante
algún tiempo me estuve ordenando todo aquello, creando en la
buhardilla una extraña mezcla entre cabaña y palacio, el cual
resumía bastante bien mi errante existencia. Coloqué en lo alto de
la cama mis vestimentas árabes, mis dos cachemires zurcidas a
máquina, una cantimplora viajera, una zurradera de cazador. Sobre la
biblioteca desplegué un gran plano del Cairo. En una consola de
bambú alineada con la cabecera de mi cama sostenía una bandeja
barnizada proveniente de India, en ella colocaba mis utensilios de
tocador.
Me
reencontré con alegría con aquellos humildes restos de mis años
transcurridos alternativamente entre riquezas y miserias, allí pude
recoger todos los recuerdos de mi vida. Solamente había colocado
aparte un cuadro elaborado sobre cuero; al estilo de Correggio que
representaba a Venus y el Amor, unos entrepaños de cazadoras y
sátiros y una flecha que había conservado como recuerdo de las
compañías de arqueros de Valois, de las que había formado parte
durante mi juventud. Las armas se vendieron una vez promulgadas las
nuevas leyes.
En
resumen, me hallaba allí más cercano de todo aquello que había
poseído, por último: mis libros, una ruma de ellos, los cuales
contenían diversos temas; acerca de las ciencias de todas las
épocas, historias, viajes, religiones, cábala y astrología. Retomé
las lecturas de Pico della Mirandola, del sabio Meursius y de Nicolás
de Cusa. La torre de Babel en doscientos volúmenes... ¡Todo eso
estaba a mi disposición! Había, pues, material suficiente como para
volver loco a un sabio; sería cuestión de tratar que también lo
hubiera para volver sabio a un loco.
¡Con
cuanta satisfacción pude dedicarme a clasificar en mis gavetas el
cúmulo de mis notas y de mis correspondencias tanto intimas como
privadas, ilustradas o sencillas, según las fueron recopilando la
casualidad de mis encuentros o según la sucesión de los lejanos
países que recorrí!
En
rollos más protegidos que los demás encontré mis cartas en árabe,
reliquias provenientes del Cairo y Estambul.
¡Oh
dicha! ¡Oh mortal tristeza! Esas hojas amarillentas, esos borradores
ilegibles, esas cartas medio arrugadas era el tesoro de mi único
amor... Releámoslas...bien hacían falta algunas cartas, o bien
otras estaban rotas o tachadas; sin embargo eso fue todo lo que
encontré.
Una
noche hablaba y cantaba sin parar, como si estuviese sumido en una
especie de éxtasis, uno de los empleados del sanatorio fue a
buscarme a mi celda y me hizo descender a una habitación de la
planta baja, en donde me encerró. Yo continué con mi sueño, y
aunque al principio me creía encerrado en una especie de templete
oriental, examiné todas las esquinas y me percaté que tenía forma
octogonal. Un diván se distinguía en torno a las paredes, y me
parecía que estas últimas estaban conformadas por un grueso vidrio,
al otro lado, desde cual veía el refulgir de brillantes tesoros,
chales y tapices. Un paisaje iluminado por la luna se presentó ante
mí a través de los barrotes de la puerta, y me pareció reconocer
la figura de troncos, árboles y roquedales; pues me parecía haber
vivido allí durante alguna otra existencia e incluso llegué a
reconocer las profundas cavernas de Ellorah. Una luz azulada penetró
paulatinamente al templete e hizo aparecer extrañas imágenes. Creí
entonces que me encontraba en medio de una inmensa montaña de
cadáveres o que la historia universal había sido escrita con letras
de sangre. El cuerpo de una mujer gigantesca aparecía representado
ante mí, sus diversas partes se veían zanjadas como por un sable;
otras mujeres de distintas etnias y cuyos cuerpos se imponían cada
vez más, conformaban sobre las demás paredes un cruento fárrago de
miembros y cabezas contándose entre ellas a emperatrices y reinas
hasta la más humilde de las campesinas. Era, pues, la historia de
todos los crímenes acontecidos y sólo bastaba con fijar la mirada
sobre tal o cual punto para ver allí esbozado un trágico cuadro.
«He aquí – me decía – el producto del poderío otorgado a los
hombres, ellos han destruido paulatinamente y destrozado en mil
pedazos el arquetipo eterno de la belleza, sé bien que las razas van
perdiendo cada vez más, fuerza y perfección...» y, en efecto, veía
sobre un haz de sombra, que se filtraba por una hendija de la puerta,
la generación descendiente de las razas del porvenir.
En
fin, me desgarró esta sombría contemplación. La noble y compasiva
figura de mi eximio doctor me hizo regresar al mundo de los vivos; él
me convidó para que estuviera presente en un suceso que me interesó
vivamente. Entre los enfermos se encontraba un joven, antiguo soldado
del África, que, luego de seis semanas continuas, se negaba
rotundamente a ingerir alimentos, así que, por medio de un largo
tubo de caucho se le suministraba sustancias líquidas y nutrientes,
además, no podía ver ni hablar. Tal fue el espectáculo que me
impresionó de tal manera que, abandonado en el monótono círculo de
mis sensaciones y mis penas morales, encontré a un ser indefinible,
taciturno y paciente sentado como una esfinge en las sublimes puertas
de la existencia. Comencé a quererlo a causa de su desgracia y de su
abandono; me fortificó esta piedad y simpatía que sentía, me
pareció que transitaba entre la vida y la muerte como un sublime
interprete, como un confesor, predestinado a comprender esos secretos
del alma que la palabra no podría transmitir o no lograría
representar.
Era
pues, el oído de Dios sin intervención alguna de un pensamiento
ajeno. Pasé horas enteras examinándome mentalmente, la cabeza
apoyada sobre la suya y sosteniéndole las manos, me parecía que un
cierto magnetismo liaba a nuestros dos espíritus; me sentí
impresionado cuando una palabra salió de su boca; ¡No se podía
creer!, entonces atribuí a mi fervorosa voluntad el comienzo de su
curación. Esa noche tuve un dulce sueño, el primero desde hacía un
buen tiempo: —Estaba en una torre, profundamente soterrada y tan
alta que llegaba hasta el cielo, tanto, que toda mi existencia
parecía haberse consumido subiendo y descendiendo por ella, ya mis
fuerzas se agotaban e iba a desistir, cuando, de pronto, una puerta
lateral se abrió y un espíritu se presentó diciéndome: «¡ven
hermano!»
No
sé el porqué me vino la idea de que se llamaba Saturnino; tenía
los rasgos del pobre enfermo, pero como transfigurados y más
perspicaces. Estábamos en un campo iluminado por el esplendor de las
estrellas, nos detuvimos a contemplar ese espectáculo y el espíritu
extendía su mano sobre mi frente, asimismo como lo había hecho yo
con mi compañero, cuando estaba despierto, tratando de magnetizarlo;
de inmediato una de las estrellas que veía en el cielo comenzó a
engrandecerse, y se apareció sonriente, la deidad de mis sueños,
con un atuendo, que podría decirse era casi al estilo hindú, tal
como lo había visto en otro tiempo. Ella caminó en medio de
nosotros, y los prados comenzaban a enverdecer, las flores y las
hojas se levantaban de la tierra siguiendo el rastro de sus pasos...
Entonces
ella me dijo lo siguiente: «La prueba ala que estabas sometido ha
llegado a su fin; aquellos innumerables peldaños en los cuales te
agotaste bajándolos o subiéndolos eran a su vez los nexos de las
antiguas ilusiones que obstruían tu mente y ahora acuérdate de
aquel día que imploraste a la Santa Virgen, ese mismo día, el
delirio se posesionó de tu espíritu. Solamente faltaba que tus
ruegos fueran llevados por un alma sencilla y desprendida de los
lazos de la tierra. Esa alma está ahora cerca de ti, y es por ello
que se me ha permitido venir a mí misma para infundirte valor» La
alegría que le proporcionó ese sueño a mi espíritu conllevó a
que me levantara con un ánimo magnífico.
Comenzaba
a despuntar el Sol y yo quería tener una señal palpable de aquella
aparición que me había consolado, entonces escribí en la pared
estas palabras:
—
«Tú me has visitado esta
noche» —
—
Escribo aquí, bajo el título
de Memorables, las impresiones de muchos otros sueños que siguieron
a este que acabo de relatar. Memorables. Sobre un soberbio pico de
Auvernia resonaba la canción de los pastores ¡Pobre María, reina
de los cielos! A ti era a quien piadosamente se dirigían. Aquella
rústica melodía llegó hasta los oídos de los coribantes; quienes
salieron cantando, uno tras otro, de las grutas secretas donde el
amor los cobijaba - ¡Hosanna! ¡Paz en la tierra y gloria en los
cielos!
En
las montañas del Himalaya una florecilla nació ¡No me olvides! La
luminosa mirada de una estrella se posó por un instante sobre ella,
y una respuesta se escuchó en un dulce y extraño lenguaje. -
¡Myosotis! Una perla plateada brillaba en la arena; una perla de oro
resplandecía en el cielo... el mundo había sido creado. ¡Castos
amores, divinos suspiros! ¡Inflamad la Santa Montaña... tenéis.
pues, hermanos en los valles y tímidas hermanas ocultas en el seno
de los bosques!
¡Oh
embalsamados bosquecillos de Pafos! ¡No sois como esos retiros donde
se respira a todo pulmón el aire vivificante de la patria - «¡Allá
en lo alto, sobre las montañas/ el mundo vive ufano; /El silvestre
ruiseñor/conforma toda mi alegría!» ¡Oh, qué hermosa es mi gran
amiga! Es tan noble que perdonaría al mundo entero y tan bondadosa
que me ha concedido el perdón...
La
otra noche ella permanecía recostada, no sé en que palacio, y yo no
podía ubicarla. Mi caballo, Alezan-Brûlé, flaqueaba agotado bajo
mi peso; las riendas rotas volaban sobre su grupa sudada y me costó
gran esfuerzo impedirle que se precipitara a tierra.
Esa
noche el buen Saturnino vino a ayudarme, y mi noble amiga se colocó
a mi lado montada sobre su yegua blanca ceñida en armadura de plata,
entonces me dijo: «¡Valor hermano!, pues, esta es la última etapa»
y sus grandes ojos devoraban el espacio mientras soltaba al aire su
luenga cabellera impregnada con perfumes del Yemen. Reconocí,
inmediatamente, en ella los divinos rasgos de *** . Queríamos el
triunfo, y nuestros enemigos estaban a nuestros pies; la abubilla
mensajera nos guiaba al más alto de los cielos y el arco luminoso
resplandeció en las divinas manos de Apolión y el encantado cuerno
de Adonis resonaba a través de los bosques.
«¡Oh
Muerte! ¿Dónde se halla tu victoria, pues el Mesías victorioso
cabalgaba entre nosotros?...» Su traje era de un color jacinto
azufrado y los puños así como también las clavijas de los
tobillos, refulgían cargados de diamantes y rubíes. Cuando con su
ligera varilla tocó la nacarada puerta de Jerusalén, los tres nos
vimos de repente inundados de luz, fue entonces cuando bajé entre
los hombres para anunciarles la maravillosa noticia. He despertado de
un dulcísimo sueño: He visto aquélla que amé radiante y renovada.
El cielo se ha abierto en todo su esplendor y allí he leído la
palabra «perdón» firmada con la sangre de Jesucristo.
Una
estrella ha brillado y me ha revelado el secreto del mundo mortal.
¡Hosanna! ¡Paz en la tierra y Gloria en los cielos!
Desde
lo más profundo de las mudas tinieblas han resonado dos notas, una
grave y otra aguda – y el orbe eterno se ha puesto a girar
súbitamente. ¡Oh bendita seas, oh primera octava que comienzas el
himno divino!, de domingo a domingo cubres con tu mágica red todos
los días. Los montes te cantan en los valles, las fuentes en las
riveras, las riveras en los ríos y los ríos en el océano; el aire
resopla, y la luz baña armoniosamente las flores nacientes.
Un
suspiro, un temblor amoroso surge del henchido pecho de la tierra y
el coro de los astros se expande al infinito; se aleja y vuelve sobre
sí mismo, se contrae y se dilata, y en la lontananza siembra los
gérmenes de las nuevas creaciones. Sobre la cima de un monte azulado
una florecilla nació – No me olvides – la luminosa mirada de una
estrella se posó un instante sobre ella, y una respuesta se escuchó
en un dulce y extraño lenguaje. – ¡Myosotis! –
¡Maldito
seas, Dios del Norte, - que destrozaste de un martillazo la mesa
santa que estaba hecha con los siete metales más preciosos!, sin
embargo, no has podido romper la Perla Rosada que reposaba en su
centro, pues ella ha surgido del fuego, - y por ello estamos bajo su
protección... ¡Hosanna! El macrocosmo, o gran mundo, ha sido creado
por arte cabalístico; asimismo, el microcosmo, o pequeño mundo es
su imagen reflejada en todos los corazones. La Perla Rosada ha sido
manchada con la sangre real de las Valkirias. ¡Maldito seas, dios
herrero, que has querido destruir todo un mundo! ¡ Sin embargo, el
perdón de Cristo también se ha pronunciado para ti! Seas, pues,
bendito incluso tú — Oh Thor, el gigante; el más poderoso de los
hijos de Odín! ¡Seas bendito en Hela, tu madre, pues frecuentemente
la muerte resulta dulce, y también en tu hermano Loki, y en tu perro
Garmur! ¡Que la serpiente que oprime al mundo sea bendita también,
pues afloja la presión de sus anillos y con sus fauces abiertas
aspira la fragancia de la flor de anxoka, la flor azufrada, la
esplendorosa flor del Sol.!
¡
Que Dios preserve al divino Balder, el hijo de Odín y de la hermana
Friga!
Transportado espiritualmente, me
hallé de nuevo en Saardam, lugar que había visitado el año pasado.
La nieve cubría la tierra. Una pequeña niña caminaba deslizándose
sobre la tierra endurecida y se dirigía, según creo, hacia la casa
de Pedro el Grande. Su majestuoso perfil tenía algo de borbónico.
Su cuello, era de una esplendorosa blancura, sobresalía apenas de
una palatina de plumas de cisne, con su pequeña y rosada mano cubría
del viento un candil encendido y se disponía a tocar en la verde
puerta de la casa, cuando, de pronto, una gata lánguida que salía
de adentro se le coló entre las piernas y la hizo caer. «¡Vaya,
pero si sólo se trata de un gato!» dijo la pequeña levantándose.
«¡Un
gato no carece de importancia!» le replicó una dulce voz. Yo
presencié dicha escena, y en mi brazo llevaba un gatito gris que se
puso a maullar. - «¡Es hijo de esa anciana hada!» - dijo la
pequeña y luego entró a la casa. Esa noche, mi sueño tuvo lugar
sobre todo en Viena, se sabe que en esa ciudad se han erigido en cada
una de las plazas, grandes columnas que son llamadas «expiaciones».
Nubes
marmóreas se acumulaban figurando el orden salomónico, soportando
las esferas de donde, sentados, presiden las divinidades. De
inmediato, ¡Oh maravilla! Me puse a soñar con aquella augusta
hermana del emperador de Rusia, cuyo palacio imperial tuve ocasión
de ver en Weimar. — Una mansedúmbrica melancolía dio pie para que
me fijara en las coloridas brumas de un paisaje noruego iluminadas
por un día grisáceo y agradable. Las nubes se volvieron de
improviso transparentes y vi abrirse ante mí un abismo profundo
donde se precipitaban tumultuosamente las flotas de la Báltica
glacial. Parecía como si todas las azuladas aguas del río Neva
debía engullirse por aquella fisura del globo.
Los
navíos de Cronstadt y de San Petersburgo removían sus áncoras ya
casi a punto de destrabarse y desaparecer en el remolino, pero de
pronto, una luz divina iluminó esta escena de desolación.
Bajo
el vivo rayo que atravesaba la bruma, vi aparecer de inmediato el
peñasco que sostenía la estatua de Pedro el Grande ; sobre aquel
sólido pedestal se agruparon nubes que se elevaban hasta el cenit;
estaban repletas de radiantes deidades y celebridades, entre las
cuales se distinguían las dos Caterinas y la emperatriz santa
Helena, acompañadas por las más bellas princesas de Moscovia y
Polonia, sus dulces miradas dirigidas hacia Francia, acortaban la
distancia por medio de un largo telescopio de cristal.
De
ello deduje que nuestra patria se convertiría en el arbitro de la
querella oriental y que aguardan por una resolución.
Mi
sueño concluyó con la dulce esperanza de que la paz por fin nos
sería dada. Fue de esta manera como me entusiasmé a comenzar una
audaz tentativa. Determiné fijar el sueño en la memoria y tratar de
conocer el secreto que guardaba - ¿Por qué, pensé, no puedo
permitirme, después de todo, forzar esas puertas místicas armado
con toda mi voluntad y tratar de dominar mis sensaciones en lugar de
palidecer por ellas? ¿No es posible acaso dominar esta atrayente y
reductible quimera, de imponer una regla a esos espíritus nocturnos
que se burlan de nuestra razón?. El sueño ocupa un tercio de
nuestra vida, es la consolación de nuestras diarias penurias, o el
castigo de sus placeres, pero jamás lo he experimentado como un
reposo. Luego de dormir, aunque sea por unos instantes, se da
comienzo a una nueva vida liberada de las condiciones del tiempo y
del espacio, pareciéndose, sin duda alguna, a aquello que nos espera
después de la muerte. ¿Quién sabe si no existe un nexo entre ambas
existencias o si sea posible que el alma pueda anudarlas en el mismo
presente?
Desde
entonces, me sentí abatido buscando el significado de mis sueños y
esta inquietud influyó en las reflexiones que hacía durante mi
vigilia, pues, creí comprender que existía un nexo entre el mundo
externo y el mundo interno. Y también de que la desatención o el
desorden espiritual quebrantaban únicamente las interrelaciones
aparentes... De tal modo se explicaba también lo extraño de ciertos
cuadros semejantes a esos reflejos deslumbrantes de objetos reales
que se agitan sobre el agua perturbada. Tales eran las ideas que se
me ocurrían durante las noches, mientras que los días transcurrían
parsimoniosamente en compañía de los quejumbrosos enfermos, entre
los cuales, forjé lazos de amistad. El convencimiento que desde
entonces había sido purificado de las faltas cometidas durante mi
vida pasada, me proporcionaba satisfacciones infinitas de índole
moral; por otro lado, la certeza de la inmortalidad y de la
coexistencia de todas las personas que había amado, por decirlo de
alguna forma, me habían sido dada de modo material; y bendecía el
alma fraterna que desde el profundo seno de la desesperación me
había encaminado hacia los senderos luminosos de la fe.
El
pobre muchacho, el cual todo vestigio de vida se había apartado de
él de manera tan singular, se le suministraron tratamientos que
paulatinamente vencían su debilidad. Cuando me enteré de que él
había nacido en el campo, pasaba horas enteras cantándole canciones
campestres a las cuales procuraba darles un tono más recurrente. Me
alegró ver que las escuchaba e incluso repetía algunas partes de
dichas canciones. Un día por fin abrió los ojos al menos por un
instante y me percaté que eran azules como los del espíritu que me
había aparecido en sueños. Otra mañana, poco días después, los
mantuvo bien abiertos, sin intentar volver a cerrarlos y al cabo de
un rato comenzó a hablar, aunque únicamente a intervalos, y, cuando
me reconoció me tuteaba llamándome hermano. Sin embargo, aún se
negaba a comer. Otro día, regresando del jardín, me dijo: «tengo
sed» fui a buscarle algo que beber; no obstante solo tocó con los
labios el vaso sin que bebiera una sola gota, entonces le pregunté:
—
¿Por qué te niegas a ingerir
alimento y bebida así como lo hace el resto?
—
Porque estoy muerto – me
respondió – estoy enterrado en tal cementerio, en tal sepulcro...
— Y
ahora, ¿Dónde crees que te encuentras?
— En
el purgatorio, ya he cumplido mi expiación.
Tales
son las extravagantes ideas que inspiran esa clase de enfermedades.
Por mi parte tengo que reconocer que no había estado tan distante de
tal persuasión. Los cuidados que venía recibiendo me hacían
extrañar a mi familia y a mis amigos, y hasta podía juzgar con
mayor lucidez el mundo de ilusiones en el que había vivido durante
un tiempo. No obstante, he de decir que me siento orgulloso de las
convicciones que adquirí durante esa época. Y me atrevo a comparar
aquella serie de pruebas que tuve que pasar a lo que, para los
antiguos, representaba la idea del descenso a los infiernos.
1 comentarios:
Estos genios/locos nos hacen disfrutar con sus obras y también, y a veces hasta más, con sus biografías. Pero la verdad es que generalmente sufrieron mucho en la vida. Un alto precio a pagar. En ese sentido, no los envidio para nada
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