En
este deambular por el mundo del relato, llegamos a la última
estación, aunque no es imposible que en otro momento tejamos otra
serie en la que podríamos incluir a gente como Ítalo Calvino,
Bulgakov, Delibes, Pessoa, Maupassant, José Nogales, Roberto Artl,
Horacio Quiroga, Faulkner, Babel, Dahl, Bolaño, Onetti, Ribeyro,
García Márquez, Arreola, Kipling, Medardo Fraile, Baudelaire,
Chesterton, Monterroso, Cardoso Pires, Mrabet, Carson Mcullers o
Bierce.
El
escritor cubano Calvert Casey nació en la ciudad norteamericana de
Baltimore en 1924 y falleció en la pasoliniana Roma de 1969. Su
padre despareció pronto y todo lo aprendió de su madre. Huérfano,
homosexual y tartamudo en el Barrio Viejo de la Habana, Calvert
pronto supo que este mundo no era su mundo. Arrinconado y tímido fue
creando su propio corralito donde quiso ser pianista, escritor y
hombre de mundo. Consiguió las tres cosas, pero no la serenidad
interior. En la Roma pasoliniana se encontró con la muerte y no supo
o no quiso decirle que no. Fue un personaje ciertamente singular y el
tiempo lo ha convertido en un autor de culto, a pesar de la suma
brevedad de su obra, que se limita a un libro menor titulado Memorias
de una isla
y dos recopilaciones de cuentos: El
regreso (ed.
Seix Barral, 1967) y Notas
de un simulador
(ed. Seix Barral, 1969), antologados bajo el título Notas
de un simulador
(ed. Montesinos, Barcelona, 1997) por Mario Merlino. A ellos habría
que añadir la presente Piazza
Margana,
que es, en realidad, el último capítulo de su desaparecida novela
Gianni y
que según Rafael Gumucio viene a ser como el cogollo de su obra.
En un artículo escrito por Gumucio (“Morir en Roma”), se
refieren unas palabras de Cabrera Infante que son al mismo tiempo
terribles y conmovedoras: “Después
de su muerte hablé con mucha gente que invariablemente decía ser la
última en ver a Calvert Casey vivo y llegué a la conclusión de que
Calvert había visto en su últimas horas más gente que en toda su
vida”. Calvert
Casey, traductor de la FAO, fue amigo de Virgilio Piñera, la
Zambrano, Cortázar, Cabrera Infante o los Panero (Felicidad Blanch
lo nombra en la conocida película El
desencanto).
La
linterna mágica,
novela de Aquilino Duque, recientemente reeditada por Renacimiento lo
toma como personaje principal. Según parece no es sólo Duque,
compañero de traducciones, quien lo convierte en personaje de una de
sus novelas. Curioso personaje éste que inspiró más a los demás
que a sí propio (yo mismo en Las
cenizas de abril,
le hice un pequeño cameo junto a Cortázar). Narra Roberto Fandiño
en su artículo Pasión
y muerte de Calvert Casey,
que durante los años de 1967 y 1968 el autor cubano vivió una
tormentosa relación con el joven estudiante Gianni Lisani. Un año
más tarde se suicidaría, tomándose un bote de barbitúricos que lo
estaba esperando desde hacía años. La genial
Piazza Margana,
dados su unidad y su sentido unívoco, puede leerse como un texto
perfectamente singular e independiente. La traducción que
presentamos es la que Vicente Molina Foix realizó para la revista
Quimera
en 1982. En 2014 incluímos este relatazo en nuestra colección
Tabula Rosa. Pero lean, lean el artículo de Gumicio y se enterarán
de muchas más cosas.
Piazza
Margana
Ya he
entrado en tu corriente sanguínea. He rebasado 1a orina, el
excremento, con su sabor dulce y acre, y al fin me he perdido en los
cálidos huecos de tu cuerpo. He venido a quedarme. Nunca me
marcharé. Desde este puesto de observación, donde finalmente he
logrado la dicha suprema, veo el mundo a través de tus ojos, oigo
por tus oídos los sonido más aterradores y los más deliciosos,
saboreo todos los sabores con tu lengua, tanteo todas las formas con
tus manos. ¿Qué otra cosa podría desear un hombre? De una vez para
siempre "emparadizado
en ti". "Envejecemos juntos, dijiste",
y así sucederá.
Mi
suerte será envidiada por generaciones de amantes de todo el tiempo
venidero, hasta el final de los Tiempos. Se me ocurrió mientras te
estabas afeitando un día, en una tregua de nuestros momentos de odio
mutuo. La hoja te hizo un pequeño pero profundo corte en la
barbilla. Mientras presionaba la herida para limpiarla, y tu sangre
manaba de las venas cortadas, sentí un tremendo impulso de probarla.
A
partir de ese instante, mi mente se deslizó por una pendiente
irresistible, fuera ya de control. Esa noche y muchas noches más,
mientras tú respirabas plácidamente en tu sueño, a mi lado, pensé
en los rojizos y descarnados tejidos del estómago, cruzados y
entrecruzados por venas, segregando si cesar sus jugos a la menor
provocación. Me vi a mí mismo tocando con temor los duros y rojizos
tendones, el blanco interior de la espina dorsal, tu cerebro, tierno
y palpitante, los musculados y carnosos tejidos de tu corazón, el
revestimiento externo de tus huesos, tan rosado y sedoso, donde los
vasos sanguíneos se entrelazan, haciendo surgir incesantemente
nuevas células que reemplazan a las ya muertas. Vi los accesos de tu
boca, la oscura incrustación de la lengua, y más allá, los
frágiles cartílagos y cuerdas vocales de donde tu voz brota. Me
preguntaba cómo sabría y olería todo ello, qué se sentiría al
morder los tendones: lamer los huesos, mascar la tierna y delicada
carne, desollar el escroto, vaciar la vejiga, hacer una incisión en
el pene; tras haber desalojado previamente los pulmones, dejar que mi
mejilla repose eternamente junto al tejido sanguinolento y descarnado
de la caja torácica; desplegar los largos y macizos músculos de las
nalgas y muslos, alimentarme de ellos, llegar a probar todas tus
glándulas, estar durante semanas a dieta del fluido genital; cada
vez más ansioso, más anhelante, alimentarme, alimentarme,
alimentarme lentamente de los tímpanos, los ojos, la lengua, roer la
abertura rectal, utilizar tu pelo y todo el vello de tu cuerpo como
seda dental, morder hasta el fondo de tus axilas, recobrar en los
ganglios las energías perdidas, empezar a comer lentamente desde la
punta de los dedos hacia arriba, hasta que los brazos desaparezcan,
destapar la rótula y beber con paciencia y cuidado (no sea que se
pierda una gota) los ricos lubricantes contenidos en sus junturas,
desencajar el muslo, rajar el hueso y alimentarme de su médula toda
una temporada deliciosa, engullir los ojos como se engulle un huevo,
mirar las cuencas vacías noches y más noches, desquiciar los
tobillos, alimentarme de los pies semanas y semanas, sacar fuerza de
los ligamentos, lamer los tendones hasta que pierdan su color,
arrancar las uñas de los pies y de las manos, mordisquearlas y
sacarles el calcio una vez agotadas las reservas de los dientes.
Pero, sobre todo, comer lentamente, deliberadamente y en un rapto
fervoroso, desde el interior, allí donde el corazón late impasible,
el sabroso tejido, rojo vivo, bajo los pezones ya hace tiempo
digeridos.
Pero
entonces cambié de opinión. Como ya dije antes, generaciones de
amantes de todos los siglos venideros se morirán de envidia. Nos
pudriremos juntos. Mientras
escribo, viajando a placer, con indescriptible regocijo, por tu
corriente sanguínea, después de un prolongado verano en los
mastoides, siempre dispuesto a renunciar a los vasos linfáticos por
las parótidas, sé que voy a estar contigo, viajar contigo, dormir
contigo, soñar contigo, orinar y defecar contigo, pensar, llorar,
alcanzar la senilidad, calentarme, enfriarme y calentarme otra vez,
sentir, mirar, hacerme una paja, besar, matar, mimar, tirarme pedos,
perder el color, sonrojarme, convertirme en cenizas, mentir, humillar
a otros y a mí mismo, quedar desnudo, acuchillar, agostar, aguardar,
aquejar, reír, robar, palpitar, trepidar, eyacular, entretenerme,
escabullirme, rogar, caer, engañarte con otro, engañarte con dos,
comerte con los ojos, comisquear, atizarte, chupar, alardear,
sangrar, soplar contigo y a través de ti.
Mi
proeza es tan completamente nueva y sin paralelos que aún no ha sido
igualada. No tiene precedentes en la historia y quedará en los
anales de la humanidad, para que no se olvide, hasta que toda huella
de la existencia humana haya sido borrada de la tierra. Mi libertad
de elección y residencia no tiene límites. He conseguido lo que
todo sistema político o social siempre ha soñado, en vano,
conseguir: soy libre, completamente libre dentro de ti, por siempre
libre de todas las cargas y temores. ¡Ningún permiso de salida,
ningún permiso de entrada, ningún pasaporte, ninguna frontera,
visado carta d'identità, nada de nada! Puedo establecerme a gusto
mío en el pezón derecho, donde el remate de las venas y los nervios
florece en una punta rosada, tierna y delicada. Allí puedo esperar
indefinidamente. No tengo ninguna prisa especial. E1 tiempo ha sido
obliterado. Tú eres el
Tiempo. Fue sólo el tan sólo
el siglo pasado cuando me agarré como un loco a las viscosas paredes
de tu vejiga para evitar el ser arrastrado fuera. Así que puedo
esperar, con máquina de escribir y todo, arrullarme hasta conciliar
el sueño, bajo ese velloso y maravillosamente suave montículo de tu
pecho, y esperar a que algún idiota me despierte y me haga
cosquillas. Puedo escalar tu lengua y lamer y apretujarme en otra
boca, alcanzando todas delicias que el cielo reserva. Y es entonces
cuando me lanzo de cabeza por la espina dorsal, despidiendo un
escalofrío tras otro de placer divino, hasta que tus pulsaciones
laten de forma tan salvaje que me dejo arrastrar por el torrente y
viajo a la velocidad de la luz dentro del espeso y vivificante fluido
de tu sangre.
Pero
sin prisa, sin prisa. A lo largo de días, semanas, meses, puedo
alojarme en tu retina, emprender viajes de placer por la pupila con
objeto de echar una ojeada al mundo exterior, mientras organizo
metódicamente la más compleja e infinitamente más exigente
excursión a tu cerebro. Qué placeres entonces, y qué gozo a medida
que penetro en el laberinto gris, en el palpitante dédalo,
aprovechando la ocasión para lamer los blancos tabiques membranosos,
cuyo sabor difícilmente puede igualarse. La mayor Bolsa del mundo en
el día del Crack, la estación ferroviaria más grande del mundo
jamás podrían aproximarse a lo que está pasando dentro de tu
cabeza.
¡Los
deleites de la medulla oblongata! ¡Las ramificaciones infinitas de
los arborum vitae! ¡Las ásperas caricias de la duramadre!
¿Cómo
voy a empezar? ¡Cómo voy a empezar! ¿Cómo puedo entrar en ese
aparente caos, en esa anarquía soberanamente ordenada, sin ser
mortalmente aplastado (todo a su tiempo) por los millones de
destructivos temblores, más veloces que el rayo y mucho más
mortíferos? ¡Cómo voy a empezar! ¡Con amor! ¿Cómo, si no? ¡Con
amor! Que el amor guíe mi exploración, mi viaje fabuloso, el viaje
que ningún hombre ha emprendido hasta ahora; que él sea el hachón
y la brújula que me ayuden a orientarme a través del espantoso
laberinto rebosante de vibraciones, brincando y rebotando sin parar a
una frecuencia fantástica.
Con
muda reverencia inicio un viaje que a veces me va a llevar muy cerca
de la superficie, a veces al corazón de una inmensidad perfectamente
organizada. Consumiendo días, semanas, meses incluso, me meto en las
profundidades; el periostio, la tabla externa, el diploe, la tabla
interna, las suturas, la calvaria (próxima a la duramadre, en busca
de calor y compasión). Pero una vez más: sin prisa, sin prisa. A su
debido tiempo (¿qué importa el tiempo?) llegaré a la hoz del
cerebro, a la encantadora blandura de la meninge, me doblaré por el
nervio óptico, me estrujaré en el infundíbulo (¡el infundíbulo,
oh Paradiso!), iré tanteando como un ciego la substancia negra,
utilizando los dos brazos como antenas, como un murciélago, cruzaré
a galope el puente de Verolio, como un niño feliz y juguetón, y,
después de una larga zambullida en el acueducto de Silvio, iré a
caer exhausto en la silla turca, faltándome ya el aire. Dormir,
dormir es lo único que quiero después de esta primera etapa
fatigosa de mi viaje. ¡E1 tálamo, el tálamo! ¿Dónde está el
tálamo después de los horrores del claustro, y la luz lunar del
globus pallidus? Tremendas reverberaciones me suben por todo el
cuerpo, cargadas de electricidad. Dormir, dormir... ¿Quién es capaz
de dormir cuando el patético está tan cercano, y he de tomar un
largo desvío tal de no eliminar para siempre tus fuentes de
compasión?
Si la
emoción me vence, siempre puedo encontrar refugio en el silencio de
la substancia gris. Pero no por mucho tiempo, no por mucho tiempo.
¿Quién desea silencio ahora que he llegado a lo más hondo de tu
cerebro? Que las rugientes ondas que vienen de los tímpanos me
ensordezcan para toda la vida. ¡Qué más da! ¿Acaso no he dicho
que he venido a quedarme? Siempre estará el nervio olfatorio para
guarecerse cuando falle todo lo demás. ¡Qué riqueza de olores para
triscar eternamente! Y siempre están los senos para una completa
protección. Alguien está martilleando en la porción petrosa. Que
martillee. Hay sitio para todos. Y si se pone desagradable, una buena
patada en el culo y que se pierda en la insondable profundidad de las
fosas. ¡Sería una tumba bulliciosa! Nadie ha llegado aquí; nadie
ha ido tan lejos y sobrevivido a las ondas destructivas de las
neuronas, que llegan de todos lados, a la presión tremenda, la
terrible carga y descarga, el soberanamente armonioso, soberanamente
enloquecedor tutti. Nada más salir sano y salvo volveré a entrar
una y otra vez en el infierno gris, el cielo sofocado, para escuchar
el mortífero, rugido que nadie ha oído sin ser por ello asesinado.
Pero,
como dije antes, es en tu corriente sanguínea donde logro el estado
de dicha suprema reservado a los elegidos y a los justos. Me revuelco
en su interior, retozo, trisco, me elevo a míticas alturas, alcanzo
lo definitivo, me transformo, dejo de ser. Ya no soy yo mismo. Soy tu
sangre: alimento tus pulsaciones, cruzo y vuelvo a cruzar el umbral
de tu corazón, me deslizo arriba y abajo, me abalanzo del ventrículo
al aurículo, hago tiempo en el atrio, paso de la vena a la arteria y
regreso a la vena, hago el recorrido de los pulmones y emprendo de
nuevo el camino de tu corazón. ¡Tu corazón! ¡Por fin soy yo tu
corazón! No sólo el vello suave de tu pubis sino también tu
corazón. Sono il tuo sangue! Quello que senti rimbalzarti dentro,
questi brividi, questa strana gioia, questa paura, questa bramosia,
sono io, sono io, galleggiante nelle tue arterie, e la carne che
rammenta, dorenavanti rammeneiamo insieme per l'eternitàà, amore,
amore, pauroso amore mio! No has de tener miedo, nunca volveremos a
sentir la soledad, la terrible, vergonzosa soledad de la carne. La
soledad se ha ido para siempre, desechada, expulsada, suprimida,
quemada, enterrada. ¿Me estás oyendo? ¿Me oyes surcar tu sangre a
toda velocidad cantando y gritando a pleno pulmón, entonando
extrañas canciones de gozo, sollozando, gimoteando, gimiendo en un
frenesí de felicidad que ningún ser humano ha conocido antes? Sono
io, sono io! Moriré contigo me convertiré en sustancia inanimada,
recorreré toda la gama de la existencia pre-orgánica y
post-orgánica, y renaceré una y otra vez, un millón de veces, ad
infinitum, contigo.
Cuando
estoy de un talante menos intelectual, más emprendedor, de adentro
en largos safaris por tu flora intestinal.
La
vena porta abre sus puertas de par en par y yo me cuelo en la copiosa
oscuridad. Podría tomar un atajo por el mesentérico, pero prefiero
el camino menos recto, que me hace estremecer de expectación.
Después
de un largo descenso me encuentro en el más profundo misterio. Ni
las cuencas amazónicas ni las vertientes nigerianas podrían nunca
igualar su caudal. Para hallar semejante uno tendría que retroceder
a los días en que las fuentes del Nilo eran desconocidas, o incluso
antes, mucho antes, cuando el gran río empezó a fluir, al principio
sólo una estrecha corriente, que serpenteaba por el fondo de una
espantosa hendidura, y que después crecía, algunos millones de años
después, hasta convertirse en un tranquilo arroyo de mediano tamaño,
eternidades antes de que el hombre llegara con los ojos vidriosos.
A
medida que voy penetrando en las profundidades de la jungla, me
siento incesantemente atraído, ceñido y rechazado por las miríadas
de formas, los seres tentaculares del bosque inexplorado, las
minúsculas y monstruosas flores, el interminable proceso de creación
y destrucción, los mil círculos kármicos que nadie habría
sospechado encontrar aquí abajo, repitiéndose millones de veces a
lo largo del largo descenso.
Podría
seguir escribiendo sin parar sobre mi travesía de los pliegues
semilunares, la luz opalescente donde las criaturas más extrañas,
medio-animales, medio-vegetales, se abren y se cierran, se degeneran
y regeneran, se abren las entrañas en suicidios masivos, sólo para
intercambiar fragmentos y reunirse segundos más tarde. Esa parte de
mi viaje dura años, de tan fuerte como es la fascinación del
destello malsano, que adopta sutilmente matices diferentes bajo cada
pliegue. Me dejo abrazar por los billones de criaturas que pululan en
mi interior, apiñándose en el espeso jugo en el que yo nado
silenciosamente. Elegí una al azar, tal vez la más atractiva, tal
vez la más horrenda, y dejo que me sumerja y me trague como un
corpúsculo devorado por una célula blanca. Qué quietud infinita,
qué paz ahora... ¿Cómo es posible que nunca hubiese pensado en
esto? ¡Esto sí que es felicidad! No hay otra palabra. En la
profundidad del pliegue más recóndito la he encontrado. Esto
cancela y borra años de búsqueda inútil. Soy feliz. ¡Al fin!
Ni un
sonido, ni una simple regurgitación se escapa del lugar remoto
adonde he llegado. Es el silencio de los abismos oceánicos, siempre
conjeturados, siempre inescrutables. Únicamente aquí puedo ser yo
mismo. Apacible e interminablemente, giro entre los silenciosos
tropeles que entran y salen por cada orificio de mi cuerpo. Millones
de muertes y nacimientos se suceden sin un lamento, sin un estertor,
sin nada.
En un
cruce, después de resbalar a lo largo de meses en una agonía mortal
por el casi impracticable sigmoide, el paisaje cambia abruptamente.
Qué quietud de la Umbría entre estos árboles del tamaño de un
mamut, repentinamente desproporcionados respecto a cualquier especie
imaginable de cualquier reino. E1 interminable proceso de tragar y
devolver se detiene y otro, mil veces más mortífero y más
majestuoso, comienza. Me siento perdido en este bosque de gigantes
que avanzan lentamente abrazando a traición, ignorándome
completamente en su grandeza. Camino pegado a lo que tomo por un muro
del bosque hundido, hasta que descubro que he despertado a otro
gigante y tengo que salir disparado para salvar la piel. (Ahora
podría tomarme un respiro antes de que fuese demasiado tarde, y
hacer el largo viaje de descenso a la punta de tu polla con una breve
escala dentro de los testículos, que podría llegar a convertirse en
una prolongada estancia, primero en el derecho, después en el
izquierdo, ya que siempre es grato un cambio de altitud. ¿Quién
podría detenerme, excepto la muerte, y sería, en ese caso, nuestra
muerte? Y si decidiera hibernar en el glande, dormir para siempre
dentro del prepucio, reservar un espacio debajo de la túnica, podría
hacerlo, pero tomo otra decisión). La muerte está aquí mismo, al
igual que la vida, y es aquí donde me siento más próximo a ti.
Podrían poner en pie de guerra ejércitos enteros, legiones de
carros blindados, aviones muy bien abastecidos y muy modernizados
vomitando fuego para desalojarme de aquí. De nada serviría. Esto es
el Paraíso. Lo he hallado. Al contrario que a Colón, no se me
reexpedirá atado de pies en una sentina. Tampoco habrá un Canossa
para mí. He entrado en el Reino de los Cielos y he tomado posesión
de él con todo orgullo. Ésta es mi concesión privada, mi heredad,
mi feudo. No me marcharé.
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