En una personalidad tan arrolladora
como la de Ernest Hemingway, cabe casi todo. En La Habana existe un
bar donde la peña va a tomarse mojitos en su nombre, en Pamplona se
evoca su figura como si fuera la de San Fermín, y en el Madrid de la
Guerra civil el recuerdo de su presencia es imborrable. Las mujeres, los toreros y los barmans lo amaron y con eso está dicho casi todo. Un verdadero
tipo de leyenda. Y fíjense que a mí me da que Ernesto fue un
fantasma, el mayor y colosal fantasma de todo el siglo XX. Y me huelo
que él -que no le se escapaba nada- lo sabía y que fue por eso que
un día se descerrajó un tiro. Todos los periodistas dicen haber
aprendido de él y todos los cuentistas poco más o menos te dirán
que le deben la vida. Menos lobos, Don Julián. Y todo eso está muy
bien, si no fuera porque el gran Ernesto acaso no sea para tanto.
Cierto que era excesivo -excepto para la literatura, donde pesaba
cada letra-, que su personalidad era arrolladora, que lo mismo estaba
en Kenia matando elefantes, que en las Ventas fumándose un puro o en
cercano Ritz bebiendo bourbon mientras entraban por las puertas dos
docenas de heridos y amputados. Uno lo ve de viejo periodista,
husmeando entre la sangre y la pólvora, recorriendo en una
ambulancia los puertos italianos o las calles de Madrid heridas por
las bombas. Todo ese le da músculo, no digo que no, pero yo me las
avío mejor con personajes como Pessoa o Pavese, que posan más de
banderilleros. Debo decir que de muy jovencito leí El viejo y el
mar y quedé fascinado por esa lucha sin cuartel que Santiago, el
viejo pescador cubano, sostiene consigo mismo y con el pez y con los
tiburones. En esa tremenda fábula final -fue su último libro- uno
quiere ver la lucha agónica del hombre con su dignidad o con el
destino. Esa novela es deslumbrante. Difícilmente en 100 páginas
puede caber mayor intensidad dramática. Aquí Hemingway llega a lo
más alto de su talento. Después de haberse enfrentado a un pez como
aquel, acaso ya quede sólo un cartucho en la recámara, y su lectura
de ese cartucho fue la que fue. Por esa sola novela uno le estará
siempre agradecido y no le faltarían flores en el pedestal de los
grandes. Dicho esto debo confesar que luego, por más que he leído a
Don Ernesto no he encontrado nada ni la centésima parte de valioso
como aquel relato de Santiago el pescador. Me defraudó Fiesta,
del que casi no recuerdo ya
nada, y Por quién doblan las campanas me
resultó extrañamente insincero, probablemente libros
de mérito, pero para quien viene de El Viejo y del mar no
deja de resultarle casquería fina. París era una fiesta no
sólo me defraudó sino que me pareció un libro sobrevalorado,
ramplón y muy inferior a los libros que los integrantes de la lost
generation habían escrito y mucho más pálido que la trilogía de
Trópico de mi admirado Miller, donde aparece el mismo microclima
pero expresado con cien mil veces más intensidad. En todo caso, lo
que hoy venimos a subrayar es su faceta cuentística que según lo
veo, es también irregular. Muchos de sus cuentos no me interesan
nada, pero en otros está eso que hace de Hemingway uno de los
imprescindibles del género. Lo más interesante de EH es su
predilección por los vacíos, a lo Henry Moore, por ese terreno que
el lector debe llenar con su intuición, con su propia visión del
relato. Hemingway que venía del periodismo, se dijo a sí mismo que
una palabra de más hacía más insostenible el edifico que
construía, de modo que se dedicó a quitar peso a sus historias, a
despojarlas de todo cuanto pudiera distraer su intensidad y confió
en el lector, hizo saber al lector que él debía componer el
mobiliario del relato, que no quedaría acabado sino hasta que el
propio lector pusiera en él su rúbrica. Hemigway campó en los
terrenos de lo sutil, de los puramente apuntado y en eso estriba su
grandeza. Cualquiera de los tres cuentos que propongo, que yo leía
siempre en mis clases de narrativa, vale como ejemplo absoluto de
cuanto he dicho. Ni una palabra más.
Escena de Los asesinos |
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?
-Esa es la cena -le explicó George-. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de atrás del mostrador.
-Son las cinco.
-El reloj marca las cinco y veinte -dijo el segundo hombre.
-Adelanta veinte minutos.
-Bah, a la mierda con el reloj -exclamó el primero-. ¿Qué tienes para comer?
-Puedo ofrecerles cualquier variedad de sándwiches -dijo George-, jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado y tocineta, o un bisté.
-A mí dame suprema de pollo con arvejas y salsa blanca y puré de papas.
-Esa es la cena.
-¿Será posible que todo lo que pidamos sea la cena?
-Puedo ofrecerles jamón con huevos, tocineta con huevos, hígado...
-Jamón con huevos -dijo el que se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado. Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda de seda y guantes.
-Dame tocineta con huevos -dijo el otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con los codos sobre el mostrador.
-¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.
-Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol y otras bebidas gaseosas -enumeró George.
-Dije si tienes algo para tomar.
-Sólo lo que nombré.
-Es un pueblo caluroso este, ¿no? -dijo el otro- ¿Cómo se llama?
-Summit.
-¿Alguna vez lo oíste nombrar? -preguntó Al a su amigo.
-No -le contestó éste.
-¿Qué hacen acá a la noche? -preguntó Al.
-Cenan -dijo su amigo-. Vienen acá y cenan de lo lindo.
-Así es -dijo George.
-¿Así que crees que así es? -Al le preguntó a George.
-Seguro.
-Así que eres un chico vivo, ¿no?
-Seguro -respondió George.
-Pues no lo eres -dijo el otro hombrecito-. ¿No es cierto, Al?
-Se quedó mudo -dijo Al. Giró hacia Nick y le preguntó-: ¿Cómo te llamas?
-Adams.
-Otro chico vivo -dijo Al-. ¿No es vivo, Max?
-El pueblo está lleno de chicos vivos -respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de jamón con huevos y la otra de tocineta con huevos, sobre el mostrador. También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la cocina.
-¿Cuál es el suyo? -le preguntó a Al.
-¿No te acuerdas?
-Jamón con huevos.
-Todo un chico vivo -dijo Max. Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes puestos. George los observaba.
-¿Qué miras? -dijo Max mirando a George.
-Nada.
-Cómo que nada. Me estabas mirando a mí.
-En una de esas lo hacía en broma, Max -intervino Al.
George se rió.
-Tú no te rías -lo cortó Max-. No tienes nada de qué reírte, ¿entiendes?
-Está bien -dijo George.
-Así que piensas que está bien -Max miró a Al-. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
-Ah, piensa -dijo Al. Siguieron comiendo.
-¿Cómo se llama el chico vivo ése que está en la punta del mostrador? -le preguntó Al a Max.
-Ey, chico vivo -llamó Max a Nick-, anda con tu amigo del otro lado del mostrador.
-¿Por? -preguntó Nick.
-Porque sí.
-Mejor pasa del otro lado, chico vivo -dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
-¿Qué se proponen? -preguntó George.
-Nada que te importe -respondió Al-. ¿Quién está en la cocina?
-El negro.
-¿El negro? ¿Cómo el negro?
-El negro que cocina.
-Dile que venga.
-¿Qué se proponen?
-Dile que venga.
-¿Dónde se creen que están?
-Sabemos muy bien dónde estamos -dijo el que se llamaba Max-. ¿Parecemos tontos acaso?
-Por lo que dices, parecería que sí -le dijo Al-. ¿Qué tienes que ponerte a discutir con este chico? -y luego a George-: Escucha, dile al negro que venga acá.
-¿Qué le van a hacer?
-Nada. Piensa un poco, chico vivo. ¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la cocina y llamó:
-Sam, ven un minutito.
El negro abrió la puerta de la cocina y salió.
-¿Qué pasa? -preguntó. Los dos hombres lo miraron desde el mostrador.
-Muy bien, negro -dijo Al-. Quédate ahí.
El negro Sam, con el delantal puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
-Sí, señor -dijo. Al bajó de su taburete.
-Voy a la cocina con el negro y el chico vivo -dijo-. Vuelve a la cocina, negro. Tú también, chico vivo.
El hombrecito entró a la cocina después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de ser un restaurante, el lugar había sido una taberna.
-Bueno, chico vivo -dijo Max con la vista en el espejo-. ¿Por qué no dices algo?
-¿De qué se trata todo esto?
-Ey, Al -gritó Max-. Acá este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
-¿Por qué no le cuentas? -se oyó la voz de Al desde la cocina.
-¿De qué crees que se trata?
-No sé.
-¿Qué piensas?
Mientras hablaba, Max miraba todo el tiempo al espejo.
-No lo diría.
-Ey, Al, acá el chico vivo dice que no diría lo que piensa.
-Está bien, puedo oírte -dijo Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la ventanilla por la que se pasaban los platos-. Escúchame, chico vivo -le dijo a George desde la cocina-, aléjate de la barra. Tú, Max, córrete un poquito a la izquierda -parecía un fotógrafo dando indicaciones para una toma grupal.
-Dime, chico vivo -dijo Max-. ¿Qué piensas que va a pasar?
George no respondió.
-Yo te voy a contar -siguió Max-. Vamos a matar a un sueco. ¿Conoces a un sueco grandote que se llama Ole Andreson?
-Sí.
-Viene a comer todas las noches, ¿no?
-A veces.
-A las seis en punto, ¿no?
-Si viene.
-Ya sabemos, chico vivo -dijo Max-. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
-De vez en cuando.
-Tendrías que ir más seguido. Para alguien tan vivo como tú, está bueno ir al cine.
-¿Por qué van a matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
-Nunca tuvo la oportunidad de hacernos algo. Jamás nos vio.
-Y nos va a ver una sola vez -dijo Al desde la cocina.
-¿Entonces por qué lo van a matar? -preguntó George.
-Lo hacemos para un amigo. Es un favor, chico vivo.
-Cállate -dijo Al desde la cocina-. Hablas demasiado.
-Bueno, tengo que divertir al chico vivo, ¿no, chico vivo?
-Hablas demasiado -dijo Al-. El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una pareja de amigas en el convento.
-¿Tengo que suponer que estuviste en un convento?
-Uno nunca sabe.
-En un convento judío. Ahí estuviste tú.
George miró el reloj.
-Si viene alguien, dile que el cocinero salió. Si después de eso se queda, le dices que cocinas tú. ¿Entiendes, chico vivo?
-Sí -dijo George-. ¿Qué nos harán después?
-Depende -respondió Max-. Esa es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis y cuarto. La puerta de la calle se abrió y entró un conductor de tranvías.
-Hola, George -saludó-. ¿Me sirves la cena?
-Sam salió -dijo George-. Volverá en alrededor de una hora y media.
-Mejor voy a la otra cuadra -dijo el chofer. George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
-Estuviste bien, chico vivo -le dijo Max-. Eres un verdadero caballero.
-Sabía que le volaría la cabeza -dijo Al desde la cocina.
-No -dijo Max-, no es eso. Lo que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George habló:
-Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un sándwich de jamón con huevos "para llevar", como había pedido el cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás, sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados espalda con espalda con sendas toallas en las bocas. George preparó el pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo entregó. El cliente pagó y salió.
-El chico vivo puede hacer de todo -dijo Max-. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda esposa, chico vivo.
-¿Sí? -dijo George- Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
-Le vamos a dar otros diez minutos -repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
-Vamos, Al -dijo Max-. Mejor nos vamos de acá. Ya no viene.
-Mejor esperamos otros cinco minutos -dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
-¿Por qué carajo no consigues otro cocinero? -lo increpó el hombre- ¿Acaso no es un restaurante esto? -luego se marchó.
-Vamos, Al -insistió Max.
-¿Qué hacemos con los dos chicos vivos y el negro?
-No va a haber problemas con ellos.
-¿Estás seguro?
-Sí, ya no tenemos nada que hacer acá.
-No me gusta nada -dijo Al-. Es imprudente, tú hablas demasiado.
-Uh, qué te pasa -replicó Max-. Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
-Igual hablas demasiado -insistió Al. Éste salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con las manos enguantadas.
-Adiós, chico vivo -le dijo a George-. La verdad es que tuviste suerte.
-Cierto -agregó Max-, deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron. George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina y desató a Nick y al cocinero.
-No quiero que esto vuelva a pasarme -dijo Sam-. No quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes había tenido una toalla en la boca.
-¿Qué carajo...? -dijo pretendiendo seguridad.
-Querían matar a Ole Andreson -les contó George-. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
-¿A Ole Andreson?
-Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos de la boca con los pulgares.
-¿Ya se fueron? -preguntó.
-Sí -respondió George-, ya se fueron.
-No me gusta -dijo el cocinero-. No me gusta para nada.
-Escucha -George se dirigió a Nick-. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
-Está bien.
-Mejor que no tengas nada que ver con esto -le sugirió Sam, el cocinero-. No te conviene meterte.
-Si no quieres no vayas -dijo George.
-No vas a ganar nada involucrándote en esto -siguió el cocinero-. Mantente al margen.
-Voy a ir a verlo -dijo Nick-. ¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
-Los jóvenes siempre saben qué es lo que quieren hacer -dijo.
-Vive en la pensión Hirsch -George le informó a Nick.
-Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció en la entrada.
-¿Está Ole Andreson?
-¿Quieres verlo?
-Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la puerta.
-¿Quién es?
-Alguien que viene a verlo, señor Andreson -respondió la mujer.
-Soy Nick Adams.
-Pasa.
Nick abrió la puerta e ingresó al cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estaba en el negocio de Henry -comenzó Nick-, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no dijo nada.
-Nos metieron en la cocina -continuó Nick-. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y siguió sin decir palabra.
-George creyó que lo mejor era que yo viniera y le contase.
-No hay nada que yo pueda hacer -Ole Andreson dijo finalmente.
-Le voy a decir cómo eran.
-No quiero saber cómo eran -dijo Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: -Gracias por venir a avisarme.
-No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en la cama.
-¿No quiere que vaya a la policía?
-No -dijo Ole Andreson-. No sería buena idea.
-¿No hay nada que yo pueda hacer?
-No. No hay nada que hacer.
-Tal vez no lo dijeron en serio.
-No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
-Lo que pasa -dijo hablándole a la pared- es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
-¿No podría escapar de la ciudad?
-No -dijo Ole Andreson-. Estoy harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
-Ya no hay nada que hacer.
-¿No tiene ninguna manera de solucionarlo?
-No. Me equivoqué -seguía hablando monótonamente-. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me voy a decidir a salir.
-Mejor vuelvo adonde George -dijo Nick.
-Chau -dijo Ole Andreson sin mirar hacia Nick-. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y mirando a la pared.
-Estuvo todo el día en su cuarto -le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras-. No debe sentirse bien. Yo le dije: "Señor Andreson, debería salir a caminar en un día otoñal tan lindo como este", pero no tenía ganas.
-No quiere salir.
-Qué pena que se sienta mal -dijo la mujer-. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
-Sí, ya sabía.
-Uno no se daría cuenta salvo por su cara -dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal-. Es tan amable.
-Bueno, buenas noches, señora Hirsch -saludó Nick.
-Yo no soy la señora Hirsch -dijo la mujer-. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la señora Bell.
-Bueno, buenas noches, señora Bell -dijo Nick.
-Buenas noches -dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante. George estaba adentro, detrás del mostrador.
-¿Viste a Ole?
-Sí -respondió Nick-. Está en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick, abrió la puerta desde la cocina.
-No pienso escuchar nada -dijo y volvió a cerrar la puerta de la cocina.
-¿Le contaste lo que pasó? -preguntó George.
-Sí. Le conté pero él ya sabe de qué se trata.
-¿Qué va a hacer?
-Nada.
-Lo van a matar.
-Supongo que sí.
-Debe haberse metido en algún lío en Chicago.
-Supongo -dijo Nick.
-Es terrible.
-Horrible -dijo Nick.
Se quedaron callados. George se agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
-Me pregunto qué habrá hecho -dijo Nick.
-Habrá traicionado a alguien. Por eso los matan.
-Me voy a ir de este pueblo -dijo Nick.
-Sí -dijo George-. Es lo mejor que puedes hacer.
-No soporto pensar que él espera en su cuarto y sabe lo que le pasará. Es realmente horrible.
-Bueno -dijo George-. Mejor deja de pensar en eso.
El tren pasó rápidamente junto a una larga casa de piedra roja con jardín, y, en él, cuatro gruesas palmeras, a la sombra de cada una de las cuales había una mesa. Al otro lado estaba el mar. El tren penetró en una hendidura cavada en la roca rojiza y la arcilla, y el mar sólo podía verse entonces interrumpidamente y muy abajo, contra las rocas.
-Lo compré en Palermo -dijo la dama norteamericana-. Sólo estuvimos en tierra una hora. Era un domingo por la mañana. El hombre quería que le pagara en dólares y le di un dólar y medio. En realidad canta admirablemente.
Hacía mucho calor en el tren y en el coche-salón. No entraba ni un soplo de brisa por la ventanilla abierta. La dama norteamericana bajó la persiana de madera y ya no pudo verse más el mar, ni siquiera de vez en cuando. Al otro lado estaban los vidrios, luego el corredor, detrás una ventanilla abierta y fuera de ella árboles polvorientos, un camino asfaltado y extensos viñedos rodeados de grises colinas.
Al llegar a Marsella veíamos el humo de muchas chimeneas. El tren disminuyó la velocidad y entró en una vía, entre las muchas que llevaban a la estación. Se detuvo veinte minutos en Marsella y la dama norteamericana compró un ejemplar de The Daily Mail y media botella de agua mineral Evian. Paseó un poco a lo largo del andén de la estación, pero sin alejarse mucho de los escalones del vagón, debido a que en Cannes, donde el tren se detuvo doce minutos, partió de pronto sin advertencia alguna, y ella pudo subir justamente a tiempo. La dama norteamericana era un poco sorda y temió que se dieran las habituales señales de partida del convoy y ella no pudiera oírlas.
El tren partió y no sólo podían verse las playas de maniobras y el humo de las grandes chimeneas, sino también, hacia atrás, la propia ciudad de Marsella y el puerto, con sus colinas grises en el fondo y los últimos destellos del sol en el mar. Mientras oscurecía, el tren pasó cerca de una granja incendiada. Había automóviles detenidos en el camino y desde dentro del edificio de la granja se sacaban al campo ropas de cama y otras cosas. Había mucha gente contemplando cómo ardía la casa. Era ya de noche cuando el tren llegó a Aviñón. La gente dejó el convoy. En los quioscos, los franceses que volvían a París compraban los periódicos del día. En el andén había soldados negros. Llevaban uniforme castaño, eran altos y sus rostros brillaban bajo la luz eléctrica. El tren dejó Aviñón y los negros quedaron allí, de pie. Un sargento blanco, de baja estatura, estaba con ellos.
Dentro del coche-cama el camarero había bajado las tres literas de la pared y ya estaban preparadas para dormir. La dama norteamericana no durmió durante la noche porque el tren era un rapide que iba a gran velocidad y ella temía durante la noche. La cama de la dama norteamericana era la que estaba más cerca de la ventanilla. El canario de Palermo, con una manta extendida sobre la jaula, estaba fuera del camarote, en el corredor que llevaba al lavabo. Fuera del compartimiento había una luz azulada. Durante toda la noche el tren viajó muy velozmente y la dama norteamericana se despertaba esperando un accidente.
Por la mañana, el tren se hallaba cerca de París y después que la dama norteamericana salió del lavabo, muy norteamericana, muy saludable y muy de edad mediana, a pesar de no haber dormido, quitó la manta de la jaula y la colgó al sol, volviendo al vagón restaurante para desayunar. Cuando volvió al coche-cama las literas habían sido levantadas de nuevo y transformadas en asientos, el canario estaba acicalándose las plumas al sol, que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de París.
-Ama el sol -dijo la dama norteamericana-. Ahora, dentro de un momento, cantará.
El canario siguió arreglándose las plumas y espulgándose.
-Siempre me han gustado los pájaros -dijo la dama norteamericana-. Lo llevo a casa para mi niña. Ahí está... ahora canta.
El canario pió y las plumas de la garganta permanecieron inmóviles. Bajó el pico y comenzó a espulgarse de nuevo. El tren cruzó un río y pasó a través de un bosque muy cuidado. El tren pasó por muchos de los pueblos de las afueras de París. Había tranvías en los pueblos y grandes cartelones de propaganda de la Belle Jardiniere, Dubonnet y Pernod, en los muros y paredes cerca de los cuales pasaba el tren. Todos los lugares por donde éste pasaba tenían el aspecto de no haberse despertado todavía. Durante unos minutos no escuché a la dama norteamericana, que estaba hablándole a mi esposa.
-¿Su esposo es también norteamericano? -preguntó la dama.
-Sí -dijo mi mujer-. Ambos somos norteamericanos.
-Creí que eran ingleses.
-¡Oh, no!
-Será tal vez porque llevo tirantes. -Había empezado a decir «tiradores», pero cambié la palabra al salir de mi boca, para mantener mi lenguaje de acuerdo con mi aspecto de inglés. La dama norteamericana no me oyó. Realmente era completamente sorda; leía en los labios y yo no la había mirado al hablar. Miraba afuera, por la ventanilla. Continuó hablando con mi esposa.
-Me alegro de que sean norteamericanos. Los hombres norteamericanos son los mejores maridos -estaba diciendo la dama norteamericana-. Por eso dejamos el continente, ¿sabe usted? Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey -se detuvo-. Estaban locos, sencillamente -se detuvo de nuevo-. La saqué de allí, por supuesto.
-¿Logró soportarlo? -preguntó mi mujer.
-No lo creo -dijo la dama norteamericana-. No quería comer nada y no dormía. Me empeñé en consolarla, pero parece no tener interés por nada. No le importa nada, pero yo no podía dejarla casar con un extranjero. -Hizo una pausa-. Alguien, un buen amigo mío, me dijo una vez: «Ningún extranjero puede ser un buen marido para una norteamericana».
-No -dijo mí esposa-; supongo que no.
La dama norteamericana admiró el abrigo de viaje de mi esposa y luego supimos que la dama norteamericana había adquirido sus propias ropas durante veinte años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas y una vendeuse que la conocía y sabía sus gustos, elegía sus vestidos y los enviaba a los Estados Unidos. Las ropas llegaban a una oficina de correos cercana al lugar donde ella vivía, en la ciudad de Nueva York, y los derechos de importación no eran nunca exorbitantes, porque abrían las cajas allí mismo, en la sucursal de correos, para revisarlas y siempre eran sencillas, sin encajes doradas ni adornos que hicieran aparecer los vestidos como muy caros. Antes de la vendeuse actual, llamada Théresé, había otra llamada Amélie. En total sólo trabajaron esas dos en los últimos veinte afros. La couturière era siempre la misma. Los precios, sin embargo, habían aumentado. Ahora tenían también las medidas de su hija. Ya era bastante crecida y no existía muchas probabilidades de que cambiaran con el tiempo.
El tren estaba ahora llegando a París. Las fortificaciones habían sido derribadas, pero la hierba no había crecido. Había muchos vagones en las vías: coches restaurante de madera oscura y coches-cama, que partirían para Italia a las cinco de esa misma tarde, si ese tren sale todavía a las cinco; los coches tenían carteles que decían: París-Roma; otros de dos pisos, que iban y volvían de los suburbios y en los que, a ciertas horas, los asientos de amibos pisos estaban llenos de gente y pasaban cerca de las blancas paredes y de las ventanas de las casas. Nadie se había desayunado todavía.
-Los norteamericanos son los mejores maridos -decía la dama norteamericana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres norteamericanos son los únicos con quienes una se puede casar en todo el mundo.
-¿Cuánto tiempo hace que dejó usted Vevey? -preguntó mi mujer.
-Hará dos años este otoño. A ella le llevo este canario.
-¿El hombre de quien estaba enamorada su hija era suizo?
-Sí -dijo la dama norteamericana-. Era de una familia muy buena de Vevey. Estudiaba ingeniería. Se conocieron en Vevey, solían dar largos paseos juntos.
-Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Pasamos allí nuestra luna de miel.
-¿Sí? ¡Debe haber sido maravilloso! Yo no tenía, por supuesto, la menor idea de que se había enamorado de él.
-Es un lugar muy bonito -dijo mi esposa.
-Sí -dijo la dama norteamericana-. ¿Verdad que es magnifico? ¿Dónde se alojaron ustedes?
-En el Trois Couronnes.
-Es un gran hotel -dijo la dama norteamericana.
-Sí -replico mi esposa-. Teníamos una habitación preciosa y en otoño el lugar era adorable.
-¿Estaban ustedes allí en otoño?
-Sí -dijo mi esposa.
Pasábamos en ese momento al lado de tres vagones que habían sufrido algún accidente. Estaban hechos astillas y con los techos hundidos.
-Miren -dije-. Debe haber sido un accidente.
La dama norteamericana miró y vio el último vagón.
-Toda la noche tuve miedo de que ocurriera alguna cosa así -dijo-. A veces tengo horribles presentimientos. Nunca más viajaré en un rapide por la noche. Debe haber otros trenes cómodos que no viajen con tanta rapidez.
El tren entró en la oscuridad de la Gare du Lyon y se detuvo. Los mozos se acercaron a las ventanillas. Pronto nos encontramos en la turbia largura de los andenes y la dama norteamericana se puso en manos de uno de los tres hombres de la Cook, que dijo:
-Un momento, señora, buscaré su nombre.
El mozo trajo un baúl y lo colocó junto al equipaje. Ambos nos despedimos de la dama norteamericana, cuyo nombre había encontrado el empleado de la Agencia Cook en una de las hojas escritas a máquina, que sacó de entre un manojo de éstas y que volvió a poner en su bolsillo.
Seguimos al mozo con el baúl, a lo largo del prolongado andén de cemento que corría al lado del tren. Al final había una puerta de hierro y un hombre nos tomó los billetes.
Volvíamos a París para establecernos en residencias separadas.
EL
GATO BAJO LA LLUVIA
Sólo
dos americanos paraban en el hotel. No conocían
a ninguna de las personas que subían
y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya
estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra,
en el jardín
público
de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía
buen tiempo, no faltaba algún
pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles
y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los
italianos venían
de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce
que resplandecía
bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba
charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían
en una larga línea
y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse
bajo la lluvia. Los automóviles
se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a
la entrada de un café,
un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario. La dama
americana lo observó
todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había
acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo
lo posible para evitar las gotas de agua que caían
a los lados de su refugio. El gato tenía
que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los
aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió
detrás.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella. –Iré
yo, si quieres –se ofreció
su marido desde la cama. –No, voy yo. El pobre minino se ha
acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito! El hombre
continuó
leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama. –No te mojes
–le advirtió.
La mujer bajó
y el dueño
del hotel se levantó
y le hizo una reverencia cuando ella pasó
delante de su oficina, que tenía
el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy
alto. –Il piove –expresó
la americana. El dueño
del hotel le resultaba simpático.
–Sí,
sí
signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo. Cuando la americana
pasó
frente a la oficina, el padrone se inclinó
desde su escritorio. Ella experimentó
una rara sensación.
Se quedó
detrás
del escritorio, al fondo de la oscura habitación.
A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía
cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de
desempeñar
su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos
grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió
la puerta y asomó
la cabeza. La lluvia había
arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó
la plaza vacía
y entró
en el café.
El gato tenía
que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los
aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió
detrás.
Era la sirvienta encargada de su habitación,
mandada, sin duda, por el hotelero. –No debe mojarse –dijo la
muchacha en italiano, sonriendo. Mientras la criada sostenía
el paraguas a su lado, la americana marchó
por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la
ventana. El banco estaba allí,
brillando bajo la lluvia, pero el gato se había
ido. La mujer se sintió
desilusionada. La criada la miró
con curiosidad. –Ha perduto qualque cosa, signora? –Había
un gato aquí
–contestó
la americana. –¿Un gato? –Sí
il gatto. –¿Un gato? –la sirvienta se echó
a reír
– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia? –Sí;
se había
refugiado en el banco –y después–
¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería
tener un gatito. Cuando habló
en inglés,
la doncella se puso seria. –Venga, signora. Tenemos que regresar.
Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera. Volvieron al hotel por el
sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el
paraguas. Cuando la americana pasó
frente a la oficina, el padrone se inclinó
desde su escritorio. Ella experimentó
una rara sensación.
El padrone la hacía
sentirse muy pequeña
y a la vez, importante. Tuvo la impresión
de tener una gran importancia. Después
de subir por la escalera, abrió
la puerta de su cuarto. George seguía
leyendo en la cama. –¿Y el gato? –preguntó,
abandonando la lectura. –Se ha ido. –¿Y donde puede haberse ido?
–dijo él,
descansando un poco la vista. La mujer se sentó
en la cama. –¡Me gustaba tanto! No sé
por qué
lo quería
tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un
pobre minino bajo la lluvia. George se puso a leer de nuevo. Su mujer
se sentó
frente al espejo del tocador y empezó
a mirarse con el espejo de mano. Se estudió
el perfil, primero de un lado y después
del otro, y por último
se fijó
en la nuca y en el cuello. –¿No te parece que me convendría
dejarme crecer el pelo? –le preguntó,
volviendo a mirarse de perfil. George levantó
la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho. –A
mí
me gusta como está.
–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer
siempre un muchacho. George cambió
de posición
en la cama. No le había
quitado la mirada de encima desde que ella empezó
a hablar. –¡Caramba! Si estas muy bonita – dijo. La mujer dejó
el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía
ya. –Quisiera tener el pelo más
largo, para poder hacerme moño.
Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y
también
quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara
cuando yo lo acariciara. –¿Sí?
–dijo George. –Y además,
quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero
que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un
gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso. –¡Oh!
¿Por qué
no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura. Su
mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía
llovía
a través
de las palmeras. –De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero
un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo
ni divertirme, por lo menos necesito un gato. George no la escuchaba.
Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se
había
encendido en la plaza. Alguien llamó
a la puerta –Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.
En la puerta estaba la sirvienta. Traía
un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos
que lo sujetaban. –Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me
encargó
que trajera esto para la signora.
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