MOJAMA, LA NOVELA



DE MOJAMA (Ed. NIEBLA)
Os dejo con el comienzo de la novela Mojama, de mi autoría, publicada por Ed. Niebla, Huelva, 2018. Que os aproveche, si es que aprovecha.

Morante se echó al hombro la bolsa de cuero y juntos bajamos las escaleras. No era de mucho hablar Morante, pero aquella noche estaba hablador. Las luces de navidad nos esperaban en la plaza.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —me preguntó.
—No lo sé. Tal vez me vaya a casa, me fume dos porritos y vea una peli.
—Yo tengo pensado darme una vuelta por el Milnovecientos.
—Joder, hace un millón de años que no paso por allí.
—Tienes que salir, tía. Te vas a amojamar si sigues así.
—¿Así cómo?
—Joder, así. Tú sabes a lo que me refiero.
Sabía, claro, a qué se refería, pero mi tiempo de salir por las noches había pasado hacía dos años. Desde lo de Lidia. Ahora simplemente me deprimía volver a los mismos garitos donde todo seguía igual que dos décadas atrás.
—Me cansan esos garitos.
—Yo sé lo que a ti te cansa —dijo enigmáticamente.
Un carrusel de luces y un ruido atronador de sirenas nos esperaban en las inmediaciones. Decenas de curiosos se agolpaban junto a la cinta amarilla. La mole de ladrillos de la estación aparecía y desaparecía entre luces rojas y azules. Morante y yo franqueamos la cinta y un policía malencarado nos salió al paso.
—Eh, ustedes. ¿Es que no habéis visto la cinta?
—Somos de La Mañana —contesté.
—Como si sois del atardecer, no te jode.
A lo lejos, a dos metros de una ambulancia, se veía un corro gesticulante de policías y sanitarios. A pesar del barullo de luces y sirenas, todo aparentaba una más que tibia calma. Algo alejado de ellos, entreví al inspector Montaño con el móvil pegado a la oreja. Las luces peinaban la calle mientras Morante desplegaba el trípode y comenzaba a sacar de la bolsa los objetivos y toda su parafernalia.
Un tipo vestido con una cazadora sucia se acercó a mí y, sin más me informó que no hacía ni cinco minutos que habían evacuado a un herido en una ambulancia. Lo apunté.
—Un negro, añadió.
Me lo quedé mirando. Se trataba de un tipo algo pasado de vino de tetrabrick que se ganaba la vida de gorrilla por el centro.
—Sí, un negrata, ¿qué pasa? ¿Es que no se cree lo que le digo? Un pedazo de negrata.
—Ya te he oído, copón, un negrata —le contesté.
El policía, que estaba viendo cómo Morante desplegaba su instrumental, vino a nuestro encuentro.
—A ver, a ver, ¿ustedes de dónde salís?
El compañero que antes nos había cortado el paso se acercó y dijo que éramos de La Mañana. Al policía la explicación no pareció convencerle.
—Y, a ver entonces, ¿quién cojones os ha llamado?
—A nosotros no nos tiene que llamar nadie —respondí sin arredrarme, molesta por el tono que empleaba el policía.
El tipejo me miró desorientado. Se trataba de un madero de unos treinta y tantos años, acostumbrado tal vez a que no le replicaran.
—¿Podemos pasar? —pregunté.
—Esto es una operación policial —dijo extendiendo las manos.
—Llame a Montaño —dije—. Tenemos que hablar con él.
Su cara cambió entonces. Bajó los brazos.
—¿De qué conoces tú al teniente? —preguntó.
No contesté. No me gusta que me tutee quien no me conoce de nada. Y mucho menos un madero.
—Si no quiere llamar a Montaño, díganos qué es lo que ha pasado aquí —dije.
El tipo regresó a su asco. Parecía que lo estuviera mascando.
—No puedo hablar —respondió.
—Llame entonces a su superior —le repetimos—. Somos periodistas y queremos saber. Si lo prefiere llamamos a Delegación.
El policía dudó un instante pero luego, tras mirar de reojo a Morante, se fue a buscar al teniente, que andaba de espaldas hablando por el móvil. El policía se acercó a él y Montaño giró la cabeza hacia el lugar donde Morante y yo nos encontrábamos. Alzó la mano en señal de saludo. Que esperáramos, dijo desde lejos. Esperamos. Al cabo de cinco minutos, cuando ya Morante había hecho sus mediciones, se acercó Montaño, todavía agarrado al teléfono.
Le pregunté qué estaba pasando, a qué tantas luces.
—Una pelea callejera, un herido grave de bala y dos leves —resumió—. Todos extranjeros. El más grave, un negro, los otros...
—¿Una pelea entre quiénes? —pregunté.
—Joder, ¿entre quiénes va a ser? Entre bandas de inmigrantes. Mafias. Como comprenderás...
—¿Mafias?
—Es una manera de hablar. Gentes de ésas que vienen aquí y se juntan, beben, fuman unos porritos, se meten no sé qué y luego pasa lo que pasa.
—¿Y gastan balas?
—¿De qué te extrañas? No tienen papeles, ni su puta madre. Les da igual ocho que ochenta. Un día, ya lo verás, como esos cabrones no le pongan remedio, esto acabará por reventar.
—Sois vosotros los que debéis poner remedio.
—¿Nosotros? Tú andas mal de la azotea, guapa.
—De momento... Que yo sepa es la primera vez.
—¿Que tienen broncas entre ellos? Chica, pero tú en qué país vives. Cada dos por tres están así. Esta vez se les ha ido la mano con las pistolitas, pero...
—Entonces dígame qué pongo en los papeles. Porque algo tendré que poner.
—Yo que tú no le daba la menor importancia. Total...
—Total qué.
—Mira, chica —dijo restregándose los ojos en señal de cansancio—. Aquí no ha pasado nada. Ha habido un puto herido, ¿vale?, pero mañana lo echarán del hospital y se irá a su casa o adonde sea. En año nuevo nadie se va a acordar de lo que ha pasado aquí y aún menos ese chaval. Estos tipos, que yo sepa, no compran el periódico.
—Pero algo tendré que decir.
—Te digo lo que te digo. Yo que tú no me andaba metiendo en líos por esta puta gente.
—¿Líos? Ahora sí que no le sigo.
—Joder, chica, pareces boba. Ellos son los primeros interesados en que no se hable de este asunto. Lo que puedes conseguir sacándolos en los papeles es que la vida se les ponga todavía más difícil, que ya es decir. Mientras más tranquilitos estén, mejor para ellos y para todos.
—No sé a dónde quiere ir a parar.
—Yo no voy a ninguna parte. ¿A dónde carajo querría ir yo? Todo lo que quiero es que me dejen en paz. Y eso es lo que deberías querer tú, no sé si me explico.
No, no acababa de explicarse, pero en ese momento, como hecho a propósito, sonó su teléfono. Supe que nuestra conversación había concluido. Montaño se excusó y se distanció unos metros. Alzó la mano y se fue alejando sin dejar de hablar por teléfono. Al menos su chaqueta era bonita. Cara pero bonita.
—Un hombre ocupado —ironizó Morante.
Anduvimos por allí unos minutos más, preguntando entre los curiosos que quedaban por los alrededores. El policía que antes nos había cortado el paso, nos seguía ahora con cara de pocos amigos. Así las cosas nadie supo o quiso darnos novedades. Ni siquiera el gorrilla. Todos parecían obnubilados por las luces y el ruido. No quedaba por allí ningún extranjero. Al cabo de un rato la ambulancia encendió la sirena y se abrió paso entre la poca gente que iba quedando por el lugar. Morante dejó que se acercara para dispararle cuatro, cinco veces.
—¿Tienes algo? — le pregunté.
—Tampoco hay mucho que tener. Cuando llegamos todo el pescado estaba vendido.
—Creo que hemos perdido cerca de una hora para nada —respondí.
—Pues más vale que no se lo cuentes a los de redacción.
—Ya se me ocurrirá algo.
—Oye, Morante. Dime, ¿a qué carajo te referías cuando dijiste eso de que tú sabes lo que me cansa?
—¿Yo he dicho eso?
—Sí. Tú has dicho eso.
—Pues ahora no sé a qué me refería.
—Hablabas de mi vida. De que me estaba amojamando. Eso dijiste.
—¿Y no es verdad?
—¿Así me ves?
—Lo importante es lo que tú veas. Si tú te ves bien, adelante. Deja correr al viento.
—¿Te han dicho alguna vez que eres un tipo enigmático?
—Me lo han dicho, claro, pero casi siempre en el catre. ¿No te irán a ti los tíos?
—¿Los tíos a mí? Eres una mamona. Te lo digo de verdad.
—Tú piensa en todo esto. A propósito, ¿en Nochevieja qué carajo haces?
—No lo sé. No he decidido todavía qué hacer.
—Pues no tienes mucho tiempo. Si quieres, te puedes venir conmigo. Me he contratado para un cotillón.
—¿Qué quieres, que curre también esa noche?
—El que va a currar soy yo. Tú vienes de soporte. Te ahorras sesenta pelotes, te metes cuatro rayitas y te das un poco de aire, reina, que te hace falta.
—Joder, ni que me estuviera apolillando.
En la redacción, Muriel, Nacho y Lidia nos esperaban con los ojos desencajados, haciéndonos ver que había pasado más de una hora desde que salimos.
—Los de máquinas están que trinan.
—Llamad y decidles que vamos en diez minutos —aseguré—. Creo que tenemos un ajuste entre bandas.
—¿Creo? —preguntó Lidia irónicamente.
—¿Bandas? —se alarmó Muriel.
—Vamos en portada —dije.
Morante me miró sorprendido. ¿En portada?, me preguntó con la mirada.
—En portada —repetí—. A ver si tenemos una buena foto.
—Tú por eso no te preocupes, que tengo una ambulancia que vas a flipar.
Y me puse a teclear sin saber muy bien qué iba a decir, ni hacia dónde quería llegar.


GRAVES ALTERCADOS EN LAS
INMEDIACIONES DE LA ESTACIÓN

En la noche de hoy, cuando ya nos disponíamos a dar por cerrada la redacción, ha tenido lugar una reyerta en las inmediaciones de la estación de autobuses, a consecuencias de la cual ha habido un herido grave y un número indeterminado de heridos de escasa consideración. Al parecer, y a la espera de ulteriores aclaraciones, se trataría de un enfrentamiento entre inmigrantes. Según hemos podido consultar en fuentes policiales de toda solvencia, es cada vez más frecuente este tipo de enfrentamientos en nuestra ciudad, pero ésta sería la primera vez que se producen heridos de consideración. Habrá que permanecer atentos a las pesquisas que llevarán a cabo los cuerpos de seguridad durante las próximas jornadas a fin de esclarecer las circunstancias y controlar a estas bandas, que según hemos sabido, vienen operando en determinados puntos de la ciudad con gradual intensidad y organización interna. Ojalá el incidente de esta noche se quede en una mera llamada de atención sobre un problema que no ha hecho más que dar la cara entre nosotros.
Este diario, comprometido con la verdad y con la paz social, se compromete a hacer un profundo seguimiento del caso e informará con toda honestidad de cuanto las investigaciones subsiguientes pudieran dar de sí.

Fue cosa de cinco, diez minutos. Escribía con el aliento de Lidia y Nacho en el cogote. Era incómodo escribir así, pero una vez me puse en marcha, las palabras brotaron solas. No había mucho que contar, es cierto, pero tenía lo suficiente como para parecer que tenía algo. Cuando puse punto final y me eché sobre el respaldo de la silla, Lidia me dijo:
—Eso de “diario comprometido con la verdad y la paz social”, qué quiere decir exactamente.
La miré con cierta perplejidad. Sonreí.
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé e-xac-ta-men-te.
—Ya me lo parecía, bonita.
—Mira que no está el horno para bollos.
—No sé a qué te refieres.
—De sobra sabes que me refiero al Masca.
—¿Qué carajo tiene que ver el Masca con esto? —pregunté.
—Todavía sigue siendo el jefe, ¿no?
—Y el tuyo, bonita.
—Un día te vas a levantar con un avispero en el culo.
La verdad es que la noche se había puesto enigmática. Ella volvió la cara y se dirigió al perchero, en busca de su abrigo color melocotón.
Faltaba muy poco para las diez, cuando apagamos las luces de la redacción. En la plaza no quedaba un alma. Justo donde antes bailaba la chica africana, volaba al compás errático del viento una bolsa de Carrefour. Junto a un árbol reposaba una caja de zapatos. Mucho más lejos, la horrible estatua del prócer local seguía apuntando enigmáticamente con su dedo extendido hacia la estación del ferrocarril. En un edificio abandonado se bamboleaba cansinamente una bandera. Ni rastro de las palomas que debieran dormitar en las ramas de los plataneros. La lejana parada de taxis estaba desierta. No se oía más que el lejano ruido de los coches y el borboteo de la fuente que presidía la plaza. La ciudad parecía hervir en una salsa dulzona y espesa. Mientras las farolas y los colorines de la iluminación navideña daban un poco de fijeza a todo aquello, los compañeros se dispersaban. Muriel, con sus guantes puestos y su porte de viajante curtido en mil injurias, parecía huir hacia el reino de la oscuridad. Nacho y Morante iban juntos y pronto se perderían por una de las esquinas. Lidia, envuelta en su abrigo, se encaminaba muy decidida hacia la fuente. Hablaba por teléfono. Su elegante y frágil figura parecía absorber toda la luz de la plaza. La veía alejarse como si fuera una bengala que estuviera a punto de estallar. Pero quien estallaba era yo, como siempre. Estuve por correr a su lado y proponerle mi rendición incondicional. Comencé a acelerar el paso, pero sentí como que los huesos no corrían conmigo, que se quedaban fuera de mi carrera y eso me desalentó. Me detuve. Lidia, ajena a todo, se alejaba. Le grité. Volví a gritarle pero ella alzó el brazo libre y extendió el dedo anular. Que te follen, leí. Me detuve. Mi sensación de orfandad era cada vez mayor. En ese momento me hubiera dejado arrollar por un autobús urbano.
Sí, quizás Morante tuviera razón. Me estaba amojamando. Y hacía frío. Mucho, mucho frío y lo último sería echarme a llorar.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Plas,plas, plas ... !!!