mojama, la última frontera



mojama

(la última frontera)


manuel moya











Digamos que toda esta puñeta comenzó la noche del 28 de diciembre. Casi como una broma de mal gusto. Así. Miré el reloj que colgaba sobre la máquina de café. Siempre me regía por aquel reloj a pesar de que en la pantalla pudiera consultar la hora. Faltaban cinco minutos para el cierre y me sentía cansada. Mientras esperaba, como hacía otras veces, me asomé al ventanal y me distraje con el panorama navideño de la plaza de las Monjas. Vista desde el cuarto piso tenía un aspecto casi divertido. Tras los tenderetes de artesanía, que ocupaban dos hileras paralelas, un hombre calvo, envuelto en una gabardina, llamaba a un imaginario taxi con exageradas oscilaciones de la mano. Muy cerca de él, dos chicas que portaban bolsas de unos grandes almacenes charlaban con indiferencia, la una apoyada contra una señal de prohibido aparcar, la otra fumando y luchando con su melena, que el viento desordenaba. Varios metros más allá, una mujer arrastraba de la mano a un crío con gorro y bufanda que miraba tal vez el pelo revoltoso de la chica o quizás al hombre que pedía taxis cuando era evidente que no había taxis a la vista. Más escorado hacia la derecha, recortado su morro tras el templete de la música y los árboles, un autobús abría sus puertas y una docena escasa de viajeros que antes esperaban ocultos bajo la marquesina, se apretujaban en una corta fila para acceder a su interior. En mitad de la plaza, separada unos escasos metros de los toldos, una mujer africana envuelta en una bata de colores bailaba siguiendo una música remota que ascendía como un vendaval desde las plantas de sus pies. Una vez descubierta no resultaba fácil alejar la vista de ella. Dos o tres transeúntes solitarios cruzaron la plaza en diagonal, ajenos al aire de irrealidad que transmitían las bombillas de colores colgadas en los árboles o las que unían alegremente los mástiles de las farolas. Contra el suelo húmedo ya de rocío rebotaban rayos azules, verdes y rojos, reforzando la apariencia atónita del conjunto que, visto desde arriba, semejaba la cubierta de un plácido trasatlántico varado frente a un iceberg. Pero yo, seguía sin poder dejar de observar a la mujer africana que cimbreaba sus caderas y afirmaba los pies en el suelo, como un arbusto azotado por los vientos, a cinco mil quilómetros de distancia de sus raíces.

En la redacción permanecíamos sólo cinco personas. Los demás, incluido el director, estaban de permiso o se fueron a media tarde, una vez acabadas sus faenas. No quedaba trabajo por hacer. Casi todos los ordenadores estaban apagados. Lidia se retocaba las uñas en su asiento y Nacho discutía de fútbol con Muriel al lado de la máquina de café. Morante, espatarrado sobre su sillón, tarareaba una canción de Dylan, para variar, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre la nuca.

Desde que unos meses atrás despidieran a casi la mitad de la plantilla, la redacción tenía algo de conventual y triste. Los que finalmente conservamos nuestros puestos nos sentíamos amenazados y era inevitable aceptar que entre nosotros se hubiera instalado una especie de desconfianza y de alerta. Hasta entonces nos habíamos caracterizado por la solidaridad y el compañerismo, de modo que cuando vimos coger el petate a nuestros últimos compañeros, una sensación de irrespirable culpa se instaló entre nosotros, los supervivientes. Desde entonces sentíamos una palpable incomodidad al movernos por la redacción, como si hubieran plantado minas por los pasillos. Diríase que nos acechábamos y que nos guardábamos las espaldas como si temiéramos que alguien nos encasquetara una bolsa de plástico por la cabeza. No es agradable trabajar así. Depresivos, tristes, deambulábamos por la redacción como ángeles resacosos y marchitos. Malos tiempos para el periodismo, repetíamos de continuo y era verdad, malos tiempos, muy malos tiempos. Los compañeros despedidos no acababan de encontrar acomodo en su vieja profesión y deambulaban como animales prehistóricos por una ciudad que de pronto se les había vuelto desconocida. Todos rumiaban su desamparo. Era inevitable encontrarnos con ellos por las calles y experimentar una sensación de sorda incomodidad. Por qué nosotros sí, por qué ellos no, parecían decirnos. No cabía apelar a la ruleta de la fortuna ni a la lógica. De sobra sabíamos que quienes aún permanecíamos aferrados a nuestra silla no éramos mejores que ellos, simplemente estábamos más cerca de la dirección. Ni siquiera podíamos apelar al consuelo de que La Mañana acabaría cediendo y el resto de la plantilla caería con ella. Nos harían el periódico desde una ciudad lejana. Bastaría quizás con un par de redactores pero eso bastaba para agarrarnos a nuestros sillones como el náufrago se agarra a una jodida sombrilla. Ya lo he dicho: todos en la redacción hacíamos lo imposible para guardarnos de los compañeros, la gente con quienes hasta hacía poco tomábamos copas y compartíamos confidencias más o menos osadas. Nos convertíamos en futuros predadores. En el fondo, nos estábamos haciendo polvo.

Dado que yo era la responsable de cierre, todos estaban a la espera de que acabara de decidirme. Lo cierto es que en el período navideño no había mucho trabajo y, salvo imprevistos, solíamos tirar de agencias, publicidad y material de aliño para cubrir las treinta y dos páginas. El número estaba acabado hacía una hora y sólo esperábamos a que el reloj señalara las nueve para enviarlo a máquinas. No estábamos dispuestos a que un buen titular nos fastidiara el descanso. Las agujas giraban con una lentitud exasperante, tanto que una especie de sopor se había instalado en todos nosotros. Faltaban diez minutos cuando sonaron a la par, como si se hubieran puesto de acuerdo, dos teléfonos. Fue Lidia la que en un gesto de fastidio, levantó el más cercano.

Sí. La Mañana, dígame —escuché a mis espaldas.

Pasaron unos segundos.

Es para ti, Violeta —dijo Lidia.

¿Quién es? —pregunté en voz baja, antes de tomar el auricular, mirando de reojo a Nacho, que tomaba el otro teléfono con infinita resignación.

El Masca —me respondió Lidia, tapando el auricular y moviendo los labios con exageración, como si estuviera mascando hierro.

¿Quién es? —pregunté a la voz que surgía del cable, observando el rostro cada vez más serio de Nacho, mientras garabateaba nerviosamente con un lápiz en un mazo de folios.

¿Todavía por ahí? —preguntó la voz, con una pronunciación que me pareció blanda y embarullada.

Estamos cerrando. De un momento a otro lo mandamos para imprenta —informé.

No te escucho bien —dijo el Masca.

¿Dónde andas? Con tanto barullo yo tampoco te escucho bien a ti.

Trabajando, qué si no. Estoy en una cena. No veas. Todo lo que te puedas imaginar. Se ve que estos cabrones manejan guita.

¿Con quién andas?

Esto es un alto secreto, preciosa. La flor y nata. Tú ya sabes.

Dale recuerdos al alcalde de mi parte, si lo ves.

¿Y cómo carajo sabes tú que está aquí el andoba este?

Joder, acabas de decirlo. Cuando dices la flor y nata, siempre pienso en la flor.

Cojones, Violeta, ni que fueras la maricona esa de la túnica, joder, cómo coño se llamaba.

Rappel, creo que se llama Rappel. Más me valdría serlo, te lo juro.

No te quejes, joder. La vida es dura. A ver si te crees tú que a mí me gusta tratar con este ganado y esta canalla. Vomitera es lo que me dan.

Ya será menos.

Lidia me miraba. Con un gesto de la mano le hice ver que el Masca andaba mamado. Ella sonrió.

Bueno, lo importante es trajinarse a estos cabrones.

¡Anda que te podrás quejar!

Chica, a ver de dónde te crees tú que sale la pasta para el periódico. A estos tíos hay que tratarlos bien, para que suelten la guita. Incluido el florista.

Tú sabrás.

Joder, si lo sé. A estos hijos de puta hay que trabajárselos de lo lindo.

Bueno, por lo pronto no trabajes mucho, no te vayas a cefrar.

Lo procuraré, pero lo veo difícil. Hay langostas como cabras. ¿Y eso, cómo va? ¿Algo importante?

Nada. Lo de siempre. Una oveja que se salta un huerto para comerse tres lechugas y dos caballos que han vuelto a descarrilar un tren. Lo de siempre —informé—. En cinco minutos cerramos.

Lidia se tocaba el reloj, me tiraba de la manga y me miraba con impaciencia. Nacho seguía garabateando nerviosamente en el folio. Morante, a su lado, lo miraba con inquietud.

No te escucho, Violeta. Por aquí hay un ruido del carajo y voy ya por el tercer whisky. Así que tú verás.

Ya lo oigo, ya —grité—. Decía que sin novedad. Sin no-ve-dad.

Ahora sí —dijo—. Mucho mejor. ¿Te había dicho que cuando salgamos de aquí, nos llevan a un espectáculo de niñas?

Joder, que aproveche. Ya nos contarás.

Unas dominicanas que han traído de no sé dónde y que bailan de morirse, tú.

Bueno, te tengo que colgar. Que te diviertas.

¿Entonces todo oquéi por ahí?

Ya te he dicho que sí. Te cuelgo.

No había acabado de hacerlo, cuando Nacho, que seguía al aparato, alzó su lápiz y lo mantuvo en el aire en señal de que algo estaba pasando y de que tal vez tendríamos que retrasar el cierre unos minutos.

De acuerdo —dijo con pereza, a modo de conclusión—. Se lo haré saber.

Y colgó.

Malas noticias —dijo en voz alta.

¡Tío, no nos jodas! Di de una vez qué es lo que pasa. ¿Con quién hostias hablabas? —se quejó Morante, el fotógrafo, que seguía la conversación de Nacho con expectación.

Bah, no es nada —resumió Nacho—, un follón por la parte de la estación de buses. Extranjeros y su puta madre.

¿Cómo?—preguntó una Lidia sorprendida.

Eso, una pelotera entre negros y moros al parecer.

Bueno, si es así, allá ellos —sentenció Muriel.

Tomé el folio garabateado que Nacho me extendía. Leí las palabras sueltas. Lidia se acercó a mí. ¿Reyerta? ¿Heridos de bala? ¿Estación? Lancé una ojeada previsora a mis compañeros, que, como yo, estaban ansiosos por marcharse. Me tomé unos segundos de reflexión.

Mariconadas de los simpapeles —aventuró Lidia—. En mi barrio...

Me pasé la mano por la frente. Tomé aire. Todos me miraban con expectación.

Llama a los locales a ver qué es lo que saben de la reyerta —ordené a Muriel, que me miró como si le apuntara con un cetme.

Tía, no jodas —volví a escuchar a mis espaldas.

Tú pregúntales —insistí, subiendo el tono de mi voz—. Es cosa de un minuto. Si sólo es una pelea, nos largamos cagando hostias. Pero si hay víctimas...

Nacho encendió un cigarro. Lidia se dirigió a los ventanales con cara de contrariedad. Morante sacó la llave de su mesa y, silbando, se fue a buscar la bolsa y el trípode que guardaba en el armario para depositarlos sobre una de las mesas vacías. Todo lo hacía con tranquilidad Morante. Las prisas del mundo parecían no ir con él. Lo mismo le daba salir a las ocho que a las diez. Seguramente, después de abandonar la redacción, subiría a su casa, se daría una ducha rápida, abriría una lata de berberechos y se encaminaría hacia cualquier antro donde tocaran un poco de música en directo y hubiera una remota posibilidad de un amor fugaz y gratuito. No es que se las diera de donjuán, pero sabía maniobrar en el mundo de las mujeres, que lo veían como un tipo franco, sin pretensiones ni problemas. Hacía años que lo conocía y al principio más de una vez me tiró los tejos. Venía de no sé dónde e iba hacia alguna parte que incluso él ignoraba. La Mañana era una simple parada para ganar un poco de pasta y seguir su ruta. Comenzó haciéndonos trabajos puntuales, para, finalmente, en una especie de lógica al revés, quedarse con nosotros en el hundimiento. Nunca me atreví a preguntarle por qué había acabado soltando el ancla con nosotros. Quizás estuviera algo tocado conmigo. Él era el único de toda la sala que podría buscarse la vida ahí afuera. Pero allí seguía, tarareando a Bob Dylan, aparentemente tranquilo, mimando a sus máquinas y preparándose para volar en su pedazo de moto. Un artista. Un alma errante, un tipo que cualquier día se daría cuenta de que su sitio no era éste, asfixiado por una gente que no tenía otra meta que seguir a sueldo de quien fuera, exprimiendo una existencia acomodaticia y banal. Otros mundos esperaban a Morante con sus carreteras interminables, sus gasolineras desoladas, sus bares nocturnos y sus mujeres muertas de sueño, sosteniendo en las puntas de sus dedos un vaso vacío y una vida cien mil veces más vacía. Él sabía que la vida apremia pero ni aun así lograba darse prisa. De momento seguía en la redacción, envileciéndose por una realidad obtusa y letárgica que le procuraba una vida sin sobresaltos. Pero escaparía, estaba segura de que tarde o temprano terminaría por escapar. También yo deseaba escapar pero me faltaba su talento, su desprendimiento, esa capacidad suya de vivir a un palmo de las cosas, como viéndolas a través de los lentes de su Laika, y, obviamente, me faltaba su moto. Con una moto como aquélla no me hubiera quedado un minuto más en aquel puerto.

El reloj pasaba ya diez minutos de la hora fijada para el cierre. Los monosílabos de Muriel eran todo cuanto podía escucharse en la sala. Con ellos, la resignación se había instalado definitivamente en la oficina. La figura ensimismada de Lidia apoyada en el ventanal, cruzando las piernas a la altura de los tobillos y jugando con uno de sus tacones, parecía sacada de un cuadro de ese Hopper de los cojones. Hacía mucho que entre ella y yo hubo un cierto tonteo que acabó en nada o, mucho peor, en algo que no se sabía muy bien si seguía siendo algo o no. Un equívoco. Desde entonces nuestra relación había tomado por derroteros difíciles de explicar. Unas veces todo parecía regresar a aquel momento, pero otras una gélida distancia se imponía entre nosotras. Con ella nunca sabía qué decir, a dónde llegar. Ahora, por ejemplo, me hubiera gustado caminar hasta ella, colocarme a su lado y decirle cualquier bobada mientras contemplábamos la plaza, pero me mantuve en mi sitio, mirándola como se mira un espejismo, una figura surgida en el otro lado de la realidad. Lidia era quizás un poco mayor que yo. Uno o dos años a lo sumo. Había estado a punto de casarse con un gilipollas de tomo y lomo y a resultas de eso seguía pagando la hipoteca de un piso, así que, dejando de lado esporádicas aventuras, no tenía la menor intención de volver a dejarse embaucar por el primero que pasase ante ella. Es lo que yo entendí al menos. Lo había pasado mal cuando aquel novio gilipollas y trepa se najó de un día para otro. Una mañana le vino con el cuento de que le habían ofrecido una oportunidad irrechazable en otra ciudad, con mejor sueldo y expectativas inmejorables. Ella le preguntó qué iban a hacer. El tipo se encogió de hombros: no podía permitirse el lujo de dejar pasar la oportunidad de su vida. Lidia lo miró consternada. ¿Cómo?, preguntó. El tipo trató de sonreír. ¿Y yo?, ¿qué es lo que pasa conmigo, con nosotros, quiero decir?, preguntó ella. Tú, respondió él, puedes venir a verme cuando quieras. Al día siguiente tomó un avión y ya nunca más supo de él. Desde entonces Lidia había declarado una guerra sorda a los hombres. A todos los hombres. Y lo intentó conmigo y así, de tontería en tontería, me dejó una herida del tamaño de una pelota de tenis en el corazón. Y lo peor es que la herida seguía supurando.

Muriel, un tipo taimado, rencoroso y reseco como una mojama, siguió pegado al teléfono durante un rato. Lo que se desprendía de su conversación era que los detalles de la reyerta resultaban confusos. Él trataba de quitar hierro a la cosa, pero al otro lado no estaban tan seguros de que el follón de la estación fuera algo tan inicuo. De pronto pronunció la palabra “balas” o “disparos”, no recuerdo. ¿Disparos, balas?, pregunté yo. Disparos, repitió Muriel frunciendo el ceño y haciendo girar el lápiz entre sus dedos. Las cosas estaban revueltas, dijo tapando el auricular con la palma de su mano, pero cinco coches policiales y un par de ambulancias iban echando hostias camino del lugar.

¿Ambulancias? Hay que ir a ver qué pasa —afirmé.

Pero tía —me rogó Lidia, que había regresado de su momento contemplativo y con los dedos daba toques a su reloj—. Ni que fuera un atentado.

Puede que no sea nada, pero hay que ir. Si hay ambulancias, es que hay heridos.

Ganas de joder es lo que hay.

Me la quedé mirando. Ella me sostuvo la mirada uno, dos, tres segundos. Estaba mosqueada y guapísima a la vez.

Hasta que volvió a sonar uno de los teléfonos. Era Josemari, el jefe de rotativas. Miré mi reloj de pulsera antes de tomar aire y descolgar. Estaban esperando la edición, me dijo en un tono levemente seco.

¿Y yo qué le hago? —le dije, una vez resumí como pude la situación.

¿Cuánto tardaréis? —preguntó.

Una hora cuando más —le prometí.

¿Una hora? ¡No fastidies!

Eso como mucho. Hay que salir echando leches para la estación, ver qué pasa, sacar fotos, volver y montarlo. Mientras, iremos haciéndole sitio. ¿De acuerdo?

¿No habría que consultar todo esto con el Masca? —preguntó Lidia, muy seria.

Joder, mientras más pronto veamos lo que pasa, más pronto acabamos, ¿de acuerdo? —le respondí—. Moro y yo nos damos una vuelta y vosotros vais adelantando lo que sea.







Morante se echó al hombro la bolsa de cuero y juntos bajamos las escaleras. No era de mucho hablar Morante, pero aquella noche estaba hablador. Las luces de navidad nos esperaban en la plaza.

¿Qué vas a hacer esta noche? —me preguntó.

No lo sé. Tal vez me vaya a casa, me fume dos porritos y vea una peli.

Yo tengo pensado darme una vuelta por el Milnovecientos.

Joder, hace un millón de años que no paso por allí.

Tienes que salir, tía. Te vas a amojamar si sigues así.

¿Así cómo?

Joder, así. Tú sabes a lo que me refiero.

Sabía, claro, a qué se refería, pero mi tiempo de salir por las noches había pasado hacía dos años. Desde lo de Lidia. Ahora simplemente me deprimía volver a los mismos garitos donde todo seguía igual que dos décadas atrás.

Me cansan esos garitos.

Yo sé lo que a ti te cansa —dijo enigmáticamente.

Un carrusel de luces y un ruido atronador de sirenas nos esperaban en las inmediaciones. Decenas de curiosos se agolpaban junto a la cinta amarilla. La mole de ladrillos de la estación aparecía y desaparecía entre luces rojas y azules. Morante y yo franqueamos la cinta y un policía malencarado nos salió al paso.

Eh, ustedes. ¿Es que no habéis visto la cinta?

Somos de La Mañana —contesté.

Como si sois del atardecer, no te jode.

A lo lejos, a dos metros de una ambulancia, se veía un corro gesticulante de policías y sanitarios. A pesar del barullo de luces y sirenas, todo aparentaba una más que tibia calma. Algo alejado de ellos, entreví al inspector Montaño con el móvil pegado a la oreja. Las luces peinaban la calle mientras Morante desplegaba el trípode y comenzaba a sacar de la bolsa los objetivos y toda su parafernalia.

Un tipo vestido con una cazadora sucia se acercó a mí y, sin más me informó que no hacía ni cinco minutos que habían evacuado a un herido en una ambulancia. Lo apunté.

Un negro, añadió.

Me lo quedé mirando. Se trataba de un tipo algo pasado de vino de tetrabrick que se ganaba la vida de gorrilla por el centro.

Sí, un negrata, ¿qué pasa? ¿Es que no se cree lo que le digo? Un pedazo de negrata.

Ya te he oído, copón, un negrata —le contesté.

El policía que estaba viendo cómo Morante desplegaba su instrumental, vino a nuestro encuentro.

A ver, a ver, ¿ustedes de dónde salís?

El compañero que antes nos había cortado el paso se acercó y dijo que éramos de La Mañana. Al policía la explicación no pareció convencerle.

Y, a ver entonces, ¿quién cojones os ha llamado?

A nosotros no nos tiene que llamar nadie —respondí sin arredrarme, molesta por el tono que empleaba el policía.

El tipejo me miró desorientado. Se trataba de un madero de unos treinta y tantos años, acostumbrado tal vez a que no le replicaran.

¿Podemos pasar? —pregunté.

Esto es una operación policial —dijo extendiendo las manos.

Llame a Montaño —dije—. Tenemos que hablar con él.

Su cara cambió entonces. Bajó los brazos.

—¿De qué conoces tú al teniente? —preguntó.

No contesté. No me gusta que me tutee quien no me conoce de nada. Y mucho menos un madero.

Si no quiere llamar a Montaño, díganos qué es lo que ha pasado aquí —dije.

El tipo regresó a su asco. Parecía que lo estuviera mascando.

No puedo hablar —respondió.

Llame entonces a su superior —le repetimos—. Somos periodistas y queremos saber. Si lo prefiere llamamos a Delegación.

El policía dudó un instante pero luego, tras mirar de reojo a Morante, se fue a buscar al teniente, que andaba de espaldas hablando por el móvil. El policía se acercó a él y Montaño giró la cabeza hacia el lugar donde Morante y yo nos encontrábamos. Alzó la mano en señal de saludo. Que esperáramos, dijo desde lejos. Esperamos. Al cabo de cinco minutos, cuando ya Morante había hecho sus mediciones, se acercó Montaño, todavía agarrado al teléfono.

Le pregunté qué estaba pasando, a qué tantas luces.

Una pelea callejera, un herido grave de bala y dos leves —resumió—. Todos extranjeros. El más grave, un negro, los otros...

¿Una pelea entre quiénes? —pregunté.

Joder, ¿entre quiénes va a ser? Entre bandas de inmigrantes. Mafias. Como comprenderás...

¿Mafias?

Es una manera de hablar. Gentes de ésas que vienen aquí y se juntan, beben, fuman unos porritos, se meten no sé qué y luego pasa lo que pasa.

¿Y gastan balas?

¿De qué te extrañas? No tienen papeles, ni su puta madre. Les da igual ocho que ochenta. Un día, ya lo verás, como esos cabrones no le pongan remedio, esto acabará por reventar.

Sois vosotros los que debéis poner remedio.

¿Nosotros? Tú andas mal de la azotea, guapa.

De momento... Que yo sepa es la primera vez.

¿Que tienen broncas entre ellos? Chica, pero tú en qué país vives. Cada dos por tres están así. Esta vez se les ha ido la mano con las pistolitas, pero...

Entonces dígame qué pongo en los papeles. Porque algo tendré que poner.

Yo que tú no le daba la menor importancia. Total...

Total qué.

Mira, chica —dijo restregándose los ojos en señal de cansancio—. Aquí no ha pasado nada. Ha habido un puto herido, ¿vale?, pero mañana lo echarán del hospital y se irá a su casa o adonde sea. En año nuevo nadie se va a acordar de lo que ha pasado aquí y aún menos ese chaval. Estos tipos, que yo sepa, no compran el periódico.

Pero algo tendré que decir.

Te digo lo que te digo. Yo que tú no me andaba metiendo en líos por esta puta gente.

¿Líos? Ahora sí que no le sigo.

Joder, chica, pareces boba. Ellos son los primeros interesados en que no se hable de este asunto. Lo que puedes conseguir sacándolos en los papeles es que la vida se les ponga todavía más difícil, que ya es decir. Mientras más tranquilitos estén, mejor para ellos y para todos.

No sé a dónde quiere ir a parar.

Yo no voy a ninguna parte. ¿A dónde carajo querría ir yo? Todo lo que quiero es que me dejen en paz. Y eso es lo que deberías querer tú, no sé si me explico.

No, no acababa de explicarse, pero en ese momento, como hecho a propósito, sonó su teléfono. Supe que nuestra conversación había concluido. Montaño se excusó y se distanció unos metros. Alzó la mano y se fue alejando sin dejar de hablar por teléfono. Al menos su chaqueta era bonita. Cara pero bonita.

Un hombre ocupado —ironizó Morante.

Anduvimos por allí unos minutos más, preguntando entre los curiosos que quedaban por los alrededores. El policía que antes nos había cortado el paso, nos seguía ahora con cara de pocos amigos. Así las cosas nadie supo o quiso darnos novedades. Ni siquiera el gorrilla. Todos parecían obnubilados por las luces y el ruido. No quedaba por allí ningún extranjero. Al cabo de un rato la ambulancia encendió la sirena y se abrió paso entre la poca gente que iba quedando por el lugar. Morante dejó que se acercara para dispararle cuatro, cinco veces.

¿Tienes algo? — le pregunté.

Tampoco hay mucho que tener. Cuando llegamos todo el pescado estaba vendido.

Creo que hemos perdido cerca de una hora para nada —respondí.

Pues más vale que no se lo cuentes a los de redacción.

Ya se me ocurrirá algo.

Oye, Morante. Dime, ¿a qué carajo te referías cuando dijiste eso de que tú sabes lo que me cansa?

¿Yo he dicho eso?

Sí. Tú has dicho eso.

Pues ahora no sé a qué me refería.

Hablabas de mi vida. De que me estaba amojamando. Eso dijiste.

¿Y no es verdad?

¿Así me ves?

Lo importante es lo que tú veas. Si tú te ves bien, adelante. Deja correr al viento.

¿Te han dicho alguna vez que eres un tipo enigmático?

Me lo han dicho, claro, pero casi siempre en el catre. ¿No te irán a ti los tíos?

¿Los tíos a mí? Eres una mamona. Te lo digo de verdad.

Tú piensa en todo esto. A propósito, ¿en Nochevieja qué carajo haces?

No lo sé. No he decidido todavía qué hacer.

Pues no tienes mucho tiempo. Si quieres, te puedes venir conmigo. Me he contratado para un cotillón.

¿Qué quieres, que curre también esa noche?

El que va a currar soy yo. Tú vienes de soporte. Te ahorras sesenta pelotes, te metes cuatro rayitas y te das un poco de aire, reina, que te hace falta.

Joder, ni que me estuviera apolillando.

En la redacción, Muriel, Nacho y Lidia nos esperaban con los ojos desencajados, haciéndonos ver que había pasado más de una hora desde que salimos.

Los de máquinas están que trinan.

Llamad y decidles que vamos en diez minutos —aseguré—. Creo que tenemos un ajuste entre bandas.

¿Creo? —preguntó Lidia irónicamente.

¿Bandas? —se alarmó Muriel.

Vamos en portada —dije.

Morante me miró sorprendido. ¿En portada?, me preguntó con la mirada.

En portada —repetí—. A ver si tenemos una buena foto.

Tú por eso no te preocupes, que tengo una ambulancia que vas a flipar.

Y me puse a teclear sin saber muy bien qué iba a decir, ni hacia dónde quería llegar.



GRAVES ALTERCADOS EN LAS

INMEDIACIONES DE LA ESTACIÓN


En la noche de hoy, cuando ya nos disponíamos a dar por cerrada la redacción, ha tenido lugar una reyerta en las inmediaciones de la estación de autobuses, a consecuencias de la cual ha habido un herido grave y un número indeterminado de heridos de escasa consideración. Al parecer, y a la espera de ulteriores aclaraciones, se trataría de un enfrentamiento entre inmigrantes. Según hemos podido consultar en fuentes policiales de toda solvencia, es cada vez más frecuente este tipo de enfrentamientos en nuestra ciudad, pero ésta sería la primera vez que se producen heridos de consideración. Habrá que permanecer atentos a las pesquisas que llevarán a cabo los cuerpos de seguridad durante las próximas jornadas a fin de esclarecer las circunstancias y controlar a estas bandas, que según hemos sabido, vienen operando en determinados puntos de la ciudad con gradual intensidad y organización interna. Ojalá el incidente de esta noche se quede en una mera llamada de atención sobre un problema que no ha hecho más que dar la cara entre nosotros.

Este diario, comprometido con la verdad y con la paz social, se compromete a hacer un profundo seguimiento del caso e informará con toda honestidad de cuanto las investigaciones subsiguientes pudieran dar de sí.


Fue cosa de cinco, diez minutos. Escribía con el aliento de Lidia y Nacho en el cogote. Era incómodo escribir así, pero una vez me puse en marcha, las palabras brotaron solas. No había mucho que contar, es cierto, pero tenía lo suficiente como para parecer que tenía algo. Cuando puse punto final y me eché sobre el respaldo de la silla, Lidia me dijo:

Eso de “diario comprometido con la verdad y la paz social”, qué quiere decir exactamente.

La miré con cierta perplejidad. Sonreí.

Si quieres que te diga la verdad, no lo sé e-xac-ta-men-te.

Ya me lo parecía, bonita.

Mira que no está el horno para bollos.

No sé a qué te refieres.

De sobra sabes que me refiero al Masca.

¿Qué carajo tiene que ver el Masca con esto? —pregunté.

Todavía sigue siendo el jefe, ¿no?

Y el tuyo, bonita.

Un día te vas a levantar con un avispero en el culo.

La verdad es que la noche se había puesto enigmática. Ella volvió la cara y se dirigió al perchero, en busca de su abrigo color melocotón.

Faltaba muy poco para las diez, cuando apagamos las luces de la redacción. En la plaza no quedaba un alma. Justo donde antes bailaba la chica africana, volaba al compás errático del viento una bolsa de Carrefour. Junto a un árbol reposaba una caja de zapatos. Mucho más lejos, la horrible estatua del prócer local seguía apuntando enigmáticamente con su dedo extendido hacia la estación del ferrocarril. En un edificio abandonado se bamboleaba cansinamente una bandera. Ni rastro de las palomas que debieran dormitar en las ramas de los plataneros. La lejana parada de taxis estaba desierta. No se oía más que el lejano ruido de los coches y el borboteo de la fuente que presidía la plaza. La ciudad parecía hervir en una salsa dulzona y espesa. Mientras las farolas y los colorines de la iluminación navideña daban un poco de fijeza a todo aquello, los compañeros se dispersaban. Muriel, con sus guantes puestos y su porte de viajante curtido en mil injurias, parecía huir hacia el reino de la oscuridad. Nacho y Morante iban juntos y pronto se perderían por una de las esquinas. Lidia, envuelta en su abrigo, se encaminaba muy decidida hacia la fuente. Hablaba por teléfono. Su elegante y frágil figura parecía absorber toda la luz de la plaza. La veía alejarse como si fuera una bengala que estuviera a punto de estallar. Pero quien estallaba era yo, como siempre. Estuve por correr a su lado y proponerle mi rendición incondicional. Comencé a acelerar el paso, pero sentí como que los huesos no corrían conmigo, que se quedaban fuera de mi carrera y eso me desalentó. Me detuve. Lidia, ajena a todo, se alejaba. Le grité. Volví a gritarle pero ella alzó el brazo libre y extendió el dedo anular. Que te follen, leí. Me detuve. Mi sensación de orfandad era cada vez mayor. En ese momento me hubiera dejado arrollar por un autobús urbano.

Sí, quizás Morante tuviera razón. Me estaba amojamando. Y hacía frío. Mucho, mucho frío y lo último sería echarme a llorar.









Mi coche estaba aparcado a casi quinientos metros. Hacía tanto frío que hasta se podría trenzar el vaho con unos alicates. Tres grados, leí en el luminoso de la esquina opuesta, entre la iglesia y la cafetería. Me metí por la plazuela en dirección a la avenida donde quizás siguieran algunos bares abiertos. Al pasar frente al Tekila, me alcanzó el eco turbio de una melodía de borrachos. Más arriba, al amparo del portal de una caja de ahorros, un cuerpo dormía envuelto por tonelada y media de cartones, apenas animado por el ronroneo de una radio a pilas. A su vera, un carrito del Mercadona permanecía encadenado a un árbol. Mi coche estaba ya a tiro de piedra. En el parabrisas encontré publicidad de un cotillón. Buffet, confetis, barra libre, gran ambiente, todo amenizado por la GRAN ORQUESTA COLOMBINE, sesenta euros* (*entregando este cupón). Me metí en el coche y me restregué los ojos, abrumada por la hora. Al arrancar, dudé si marcharme a casa o picar algo por ahí.

No sé por qué acabé regresando a la estación. Mientras avanzaba, las calles parecían haber sucumbido a una bomba atómica. Ni un alma. Al enfilar la avenida de la estación, observé que la luminaria policial había cesado y no quedaba casi nadie por las inmediaciones. Todo parecía desierto. Aparqué a unos cien metros más abajo y regresé a la estación, donde seguía abierto el bar y media docena de clientes bebían, tapeaban y charlaban como si tal cosa. De no ser por el coche de la policía local aparcado frente al portón, nadie hubiera dicho que allí se había liado una buena hacía menos de dos horas.

Entré en el bar. Uno de los pocos bares de tapas que seguirían abiertos en la ciudad. ¿Amojamada yo? La expresión de Moro no se me quitaba de la cabeza. Desde que acabé periodismo había llevado una vida más o menos interesante. Tal vez no intensa, pero sí interesante. Había viajado, había vivido en pareja dos años, había cambiado de periódicos y salvo en los últimos años no había dejado de frecuentar los lugares más turbulentos de la ciudad. Conocía a todos los artistas, colgados y garitos, me bandeaba con sus próceres, sentía a mi alrededor la protección de todo un sistema, pero también su cerco a lo que entonces llamaba mi integridad. Pero, sí, en el fondo había algo en mí que comenzaba a resignarse, a pudrirse, a negociarse. Estaba harta de mi profesión, de la ciudad, de todo. Quizás Morante tuviera razón: habría que cambiar de aires.

Pedí un pepito de ternera y una Cruzcampo y me senté en una de las últimas mesas con la sensación de haberme equivocado de sitio. Noches así están hechas para encerrarse en casa, ver una peli, abrir una lata de cerveza, liarse un canuto y picar unas huevas con mayonesa. Pero ya no podía dar marcha atrás. En el rincón opuesto al mío, un anciano aporreaba una tragaperras que, dado el escándalo, se diría que la estaban descuartizando. Un par de jóvenes policías locales se acercaron a la barra y pidieron dos cafés. La chica que atendía la barra se dio la vuelta y se puso a trajinar frente a la máquina italiana. Vista desde atrás, tenía el pelo negrísimo y seco, recogido en una cola que le debía llegar hasta la cintura. No era muy alta. Los policías, puestos de perfil, esperaron a tener el café en el mostrador y con ellos en las manos se dirigieron a una mesa cercana al ventanal, a sólo dos metros de la mía. Por su andar, por esa arrogancia congénita, y por cómo me miraron parecían saturados de sí mismos. Me debatía en si hacerles la ola o no. Desde el ventanal, supuse, podrían controlar el coche, en cuyo interior quizás les esperase un tercer policía, probablemente un pardillo recién salido de la academia. Afuera seguía el lento cocerse de la ciudad en su propio frío. El tipo de la tragaperras seguía a lo suyo. El mundo parecía haberse quedado congelado a nuestro alrededor.

A mis espaldas, los policías hablaban de sus cosas, ajenos a mí.

Estoy loco por irme a casa —dijo uno de ellos.

Pues aquí nos queda una hora —respondió el otro.

Por lo menos estaremos calentitos.

Y puedes estar seguro que esos cabrones no vuelven. Y mucho menos los negros.

Los negros fijos que no —contestó el otro, riendo—. Esos hijoputas no aparecen por aquí en dos semanas.

Les está bien empleado, por mamones.

Yo no sé, te lo juro, qué carajo les meten en la puta chola. Que aquí van a vivir de cojones, que todo les va a ir de maravilla y ya ves tú, todo lo que les puede pasar es que le metan una bala en el culo o encontrarse con una viejarraca asquerosa con ganas de una buena tranca.

Ellos sabrán. De momento lo que tienen es lo que tienen. Si todos hiciéramos lo que ésos, verías tú como se le quitaban los cuentos y se dejaban de pateras y de hostias.

Joder, tampoco te pases. Imagina que también nosotros nos liásemos a tiros con esos hijoputas.

Pues qué quieres que te diga. Que no vengan a jodernos vivos. En dentro de veinte años los blancos seremos minoría. Prepárate entonces. Nos comerán vivos. Ya ves el panorama y ya ves tú la nochecita que nos vamos a chupar nosotros por su puta culpa.

Sin ellos sería lo mismo.

Andaríamos patrullando como cabrones, eso sí.

Pero patrullar en una noche así está bien.

Si quieres que te sea sincero, a mí lo que me toca los huevos es que esos niñatos se vayan de rositas. Hoy nos la han podido liar de cojones.

¿Pero tú con quién coño estás, joder, con los negratas ésos o con los nuestros?

Yo estoy con que las cosas vayan tranquilitas y bien. Si tenemos que echarlos, se los echa, pero bien. Si hay que hacerles la vida imposible, se les hace. Lo que me jode es que esos cabronazos anden por ahí con las pistolitas y su puta madre, como si fueran chupa-chups y nadie les corta los vientos. Eso también jode.

No sé a qué te refieres.

A lo que me refiero es que si a ti y a mí nos diera por andar a tiros con esos negratas, enseguida nos tenían enfilados.

Ah, esa es otra. Tú y yo íbamos para la trena cagando hostias, puedes estar seguro, pero eso no les quita la razón a los chavales. Serán unos pedazos de cabrones pero si todos le echáramos los huevos que ellos le echan, otro gallo cantaría.

No lo había pensado, no.

Pero a ver, ¿Qué cojones puedes esperar tú de esos hijos de la gran puta que vienen aquí para sacarnos la puta sangre y follarse a nuestras tías?

En los negros estamos de acuerdo, pero digo yo que alguien tendrá que pararles los pies a esos mamones de las pistolitas antes de que se les vaya la mano. Mira, hoy ya ha aparecido la primera. ¿Qué carajo será mañana? Porque vale que se lo monten con los morenitos, quizás alguien tendría que hacerlo, pero imagina que les dé por ponerse farrucos con cualquiera.

Bueno, está visto que si no les paran los pies, un día pueden liarla gorda.

Pues hoy ha faltado esto, compañero, con ese negro. ¿Cómo coño decías que se llamaba?

Walter, Walter Sengui o algo así. No me preguntes cómo, pero me he quedado con su nombre y con su jeta. Ese habrá que darle boleto en cuanto salga del hospital.

Ni siquiera hará falta. Son unos cagaos. Los moros tienen otra mala leche y no te digo los del Este. Los negros, pobres, son los que menos culpa tienen.

Pero son muchos más. No veas los que tiene que haber por esas fronteras intentando saltar las vallas y su puta madre.

El caso es que al final quienes se van a comer el marrón somos los de abajo. Tú y yo, como siempre.

Para cuando eso ocurra ni tú ni yo estaremos aquí, prenda.

No querría estar yo en el pellejo del Sengui.

Ésos están hechos a todo. Ya ves tú la que forman en la frontera o en las putas pateras. Hay que estar majarones para echarse al agua y comerse con papas todos esos desiertos.

Pobres, tampoco tienen culpa.

Lo que yo te puedo asegurar es que al tal Sengui o como se llame le ha tocado bien tocada la lotería. En cuanto se ponga en pie, lo ponen en la frontera y a huir.

Mala suerte, compañero. Esto es una tómbola y le ha tocado el número chungo.

Que lo metan en un avión y lo echan a los leones, por pringao.

Lo mismo le dan lo que sea para que cierre el pico.

Darles boleto es lo que yo haría con todos esos capullos. Mira, ahora a cuerpo de rey en el hospital. Cuándo coño ese hijo de puta la ha visto más gorda. Tú pasando horas en urgencia sin que venga un médico hijo de puta a verte y ese negro durmiendo en una cama, con tus putos impuestos. Por la cara. Es lo que hay.

A mí, mientras no se metan conmigo.

¿Que no se metan contigo? A ver, dime, dónde carajo estarías tú ahora mismo, joder, que pareces acabadito de caer del guindo.

Pues no sé.

Patrullando dentro del coche. Calentito. Tocándoles el culito a esas putas del Aqualung, no te jode.

Eso sí que es verdad.

Pues entonces...

Oye, tú, la Noche Vieja, qué.

Me cago en todos sus muertos. Turno de noche.

No te quejes. A mí me tocó la Nochebuena.

¿Mucho jaleo?

Nada, cuatro borrachos, cuatro hostias bien dadas y a sobar.

Otros que tal bailan.

Estaba más que visto, era una noche sucia. Los polis se levantaron de la mesa para regresar a la calle y con su ausencia el bar pareció quitarse un gran peso de encima. Hasta los borrachos parecían reanimados. En cambio, el viejo del tragaperras, empeñado un rato antes en hacer enloquecer la máquina, aparecía ahora inclinado contra la barra, exhausto. Todos hacíamos tiempo hasta que la oscuridad acabara por disolvernos. Con la excusa de pasarme por el hospital al día siguiente para visitar al tal Walter, podría levantarme un poquito más tarde.

Fui la última en abandonar el bar. La chica de la barra, una ecuatoriana de rasgos aindiados y de pelo negrísimo que recogía en una apretada cola, pasaba un paño húmedo por las mesas vacías. No hacía ni cinco minutos que el viejo de la tragaperras atravesó la avenida arrastrando los pies, como si se deslizara por un banco de arena. Hacía rato también que la oscuridad se había apoderado de todo. Un solitario coche pasó frente a la cristalera y sus faros avivaron durante un segundo los desnudos plataneros. La ciudad bostezaba. Sonreí a la camarera, mientras arreglaba la mesa de al lado. Puede tomarse el café tranquila, me contestó en un gesto cómplice.

—Habéis tenido jaleo esta noche —comenté a modo de anzuelo.

—Esos cabrones. Un día la van a liar no más, señora.

—¿Quiénes? —pregunté exagerando la sorpresa.

—Los niñatos esos. Los cabesas rapadas, que siempre andan en busca de bonche, señora.

—¿Pero la cosa no ha sido entre bandas de inmigrantes?

—¿Quién le dijo eso, señora? Fueron los puriticos nasistas. Se lo juro.

—Ah, pensé...

—Esos hijoeputas. No es la primera vez. Vienen a buscarlos a los pobres negros. Los vienen a buscar, señora. Se ve que les divierte.

—¿Usted los ha visto?

—Yo no vi nada, señora. Otras veses los vi, sí. Oí lo que han dicho los polisías y la gente que andaba por aquí —dijo con sequedad, dando por acabada la plática.

Sentí que se me cortaba el cuerpo. ¿Por qué me había mentido Montaño? ¿Por qué no se me ocurrió contrastar la información con la gente de a pie? Miré la esfera de mi reloj y comparé mi hora con la del reloj de Cruzcampo que estaba en la pared, sobre la tragaperras: marcaba la una menos veinte, un retraso de tan sólo dos minutos, me oí decir con indulgencia. Ya todos mis compañeros andarían embutidos en pijamas, mientras se lavaban los dientes. ¡Joder, y yo era la amojamada!

El herido que me había sacado de la normalidad para conducirme a la estación, dando un giro inesperado a la noche, acaso durmiera en una cama limpia, sedado hasta los dientes, reviviendo en sueños la llegada de los pandilleros y cómo uno de ellos se sacaba la pistola y lo apuntaba con frialdad; según mis nuevas informaciones, el herido se llamaba Walter Sangui y no había sido víctima de un tiroteo entre bandas malquistadas, como insinué en mi crónica, sino de un grupo de muchachos rubiotes y pulcros que desde hacía semanas se divertían molestando a los mendigos que se refugiaban en los portales y a los extranjeros que al caer la noche se reunían en las inmediaciones de la estación, huyendo de la nostalgia y del frío. Lo cierto es que al tal Walter Sangui le había tocado la lotería en el extraño avatar de una bala: por la mañana despertaría en una habitación fresca, con la sorpresa de un desayuno gratuito y de un vendaje en el muslo. Si la suerte continuaba de su lado, discurría mientras me llenaba de coraje para echarme de nuevo a la avenida, puede que en un par de semanas le dieran un permiso de residencia, si es que no le soltaban unos billetes o le conseguían un contrato de mierda para que se olvidara de todo y cogiera un bus para Francia. Bastaría con que su cara apareciera en los papeles y alguien removiera el caso. Ese alguien, me dije, bien podría ser yo. Iba a ser yo, qué cojones. Me sentía engañada por Montaño. La camarera volvió a la barra y se puso a limpiar la máquina del café. Sus movimientos parecían los de alguien que mide con exactitud sus esfuerzos. No sé por qué, me dije mirándola, nunca me han atraído las peruanas. Volví a consultar el reloj. Le di un último sorbo al café y me subí la cremallera del tabardo. Dentro de él me sentía no sólo caliente, sino segura. Iba siendo hora de meterme en la cama y olvidarme de todo. De amojamarme bien amojamada.







Por la mañana me dirigí a la redacción donde todos me esperaban bien abrigaditos y ya metidos en faena, como si las cosas del mundo les importasen un carajo. Lidia me soltó que se marchaba aquella misma noche a un spa del Algarve donde pensaba pasarse dos quilos el fin de año; Morante se relamía al pensar que se iba a sacar tres mil euros en un cotillón disparando su cámara contra todo lo que se meneara; Nacho, inmutable, no conseguiría quitarse el pijama en los próximos tres días. Muriel miraba huraño y no abría la boca: él no tenía planes. Estaba demasiado ocupado en parecerse a un muerto. Al cabo del rato, Lidia volvió a mi mesa para decirme que el Masca había preguntando por mí. Quería saber qué carajo era eso del tiroteo entre inmigrantes y si no había encontrado cien mil mejores asuntos para una portada navideña. La mención de los inmigrantes me despertó.

—¿Cómo? —pregunté indignada— ¿Qué es lo que dice ese capullo?

Ella se encogió de hombros. Sólo me repetía lo que le había oído. Sin pensarlo, me agarré al teléfono y comencé a marcar. Lidia me observaba y antes de clicar el último número le pregunté que qué carajo estaba haciendo allí. Chica, estoy frenándote, dijo. No llegué a terminar la marcación. ¿Para qué? Supuse que no merecía la pena meterse en una bronca nada más empezar el día. Miré a mi alrededor. Lidia se alejaba por el pasillo y cada cual parecía abducido por la luz de su ordenador. Dejé caer la cabeza sobre la pantalla, cerré los ojos y escuché el chisporroteo de las ondas. Algo se carbonizaba en mí. Una vez repuesta, me froté los ojos, me dirigí hacia la máquina de café y me apoyé contra la puerta de una taquilla. Fue sentir el café herviente en la garganta, y un soplo de aire ecuatorial me golpeó los cachetes. Pummmmm. Di un puñetazo sobre la taquilla y todos, como si ensayasen una pieza de ballet, se volvieron hacia mí con los ojos muy abiertos.

—Moro —grité—. Coge tus cosas. Estamos echando leches para el hospital.

—¿Al hospital?

—Sí, al hospital a ver..., bueno a hablar con el negro de ayer, joder, como se llame.

—¿Tía, has consultado con el de arriba? —preguntó alarmado.

—Que se joda el de arriba.

—Eh, tía, tía, tranquila, yo no voy sin que lo autorice el Masca.

—Si es por eso, no te preocupes —dije—. Voy yo sola. Dame una puta cámara o hago la foto con el teléfono.

—No tía, no me metas a mí en esto. A mí no me jodas.

Salí de la redacción y, como si tuviera algo muy concreto en la cabeza —pero no tenía nada—, me dirigí a la parada de taxis, en una esquina de la plaza.

—¡Eh! —escuché a mis espaldas.

Me volví y era Morante cargado con su bolsa, maldiciéndome, augurándome un futuro más negro que el del negro al que casi matan ayer.

—¿Ya se te ha quitado la jindama?

—Que se joda ese capullo —dijo sonriente—. Si me echan, ya ves tú, me voy a forrar con las bodas.

—Cuenta con la mía —dije acercándome a uno de los taxis.

—¿Oye, y tu carro?

—Lo he dejado en casa. Con el frío le da por no arrancar —repuse.

—Demasiado te aguanta.

—Y lo que le queda. Vamos en mi moto.

En el hospital preguntamos por el herido de la noche anterior y el chico del mostrador nos miró como si fuésemos traficantes de órganos.

—Las cámaras no pueden entrar sin permiso de arriba —dijo al cabo, apuntando a Morante con el dedo, después de examinarnos del derecho y del revés.

—Mire. No importa. Entraremos sin cámaras —contesté—, pero dígame dónde está el chico.

Nos preguntó el nombre exacto y dijimos que no lo sabíamos. Un nombre africano, no sé, del Senegal, que ingresó ayer por la noche en urgencias, dije. ¿Del Senegal?, preguntó como si ese dato pudiera ser relevante. Después anduvo tecleando en el ordenador, hasta que se detuvo frente a una pantalla azul.

—¿Assengway?

No me suena. Creo que no es ése.

Pues es el único que hay registrado aquí de ayer.

¿Cómo dijo que se llama?

Walter Assengway.

—Puede que sea ése. Lo intentaremos —contesté.

El chico se volvió a la pantalla y dijo:

—Es la 404, pero no se permiten fotos.

Assengway estaba solo en una habitación, tumbado y a medio cubrir por una manta blanca con rayas azules. Al verme trató de taparse. El gesto pudoroso me hizo gracia. Cuando le dije quiénes éramos y qué hacíamos allí, esbozó un gesto de cansancio y volvió ligeramente la cara.

—No, no quiere periódicos —dijo en un español bastante rudimentario—, periódico no, fuera, no gusta periódico.

Discutimos durante un buen rato. Fuimos deduciendo que no quería que nadie le ayudase, que estaba harto de promesas, de trampas, de gente que se acercaba para sacarle los cuartos o la sangre a cambio de promesas. Estaba vivo de milagro y cuando saliera de allí, no tendría dónde dormir, así que de aparecer su cara en los periódicos, tendría que olvidarse de ir encontrando trabajo. ¿Quién lo iba a contratar? Antes sobrevivía de mantero, pero ahora, con la pierna chunga, quién podría contratarlo.

Le pregunté qué había pasado en la estación. Al principio se mostró reacio a contestarme. Fui dándole pie con lo que ya sabía hasta que me soltó que estaban por allí, como casi todas las noches. Por qué en la estación, pregunté. Él pareció sorprendido. A veces llegaban amigos de otras partes. Gentes de su tierra o gente que habían ido conociendo por el camino. Por lo de las fresas y los invernaderos. A veces les hablaban de amigos de quienes nada sabían desde hacía meses o años, otras les daban noticias tristes, como la desaparición de algún compañero de viaje, la deportación de un paisano, pero otras intercambiaban noticias de trabajo, como que en Francia pronto comenzaría la castración del maíz o la recolección de la manzana en Lérida o Trento.

—¿Entonces ayer, qué fue lo que pasó?

—Estábamos en la estación. Tranquilos. Todos tranquilos. Y vienen con los palos, esos fascistas. Vienen con los palos y con las navajas. Todo.

—¿Eran muchos? ¿Cuántos eran?

—No sé. Puede doce, diez. No conté. Muchos.

—¿Llevaban pistolas?

—No vimos pistolas. Uno sí. Uno sacó una pistola y pumm pumm. Eso era todo.

—¿Era la primera vez que veíais a esos niñatos? Quiero decir, ¿os molestan con frecuencia?

—No primera ves. Vienen por africano y moro, ¿sabes?

—No. No lo sé.

—¿Y tú periodista?

—Hacemos lo que podemos, pero, dime, ¿serías capaz de reconocer a alguno de esos niñatos?

—Yo quiero vivir tranquilo, amiga. Estar tranquilo.

A él le había tocado la peor parte, pero estaba contento. No parecía haber rencor en sus respuestas. La vida es dura en todas partes, parecía decir. La bala le había entrado y salido con limpieza por el muslo. Había tenido mucha suerte. Si hubiera pillado hueso tendría que andar el resto de su vida con muletas, dando cambayadas. Pero no. Se trataba de una trayectoria limpia. Walter Assengway era de momento un tipo con suerte. Diez o quince días de hospital y volvería a buscarse la vida con su manta. Eso era todo. Así que, abriendo los brazos como una gaviota encerrada en una bata celeste, nos pedía educadamente que saliéramos de la habitación y lo dejásemos en paz.

—Pero, chico —le dije muy despacio, para hacerme entender—, quizás lleves razón, pero deja que te pregunte una cosa más: en cuanto salgas por la puerta del hospital, ¿quién crees que te estará esperando?

—...

Abrió los ojos como si por su pensamiento pasara la evidencia vestida de policía con unas esposas colgadas de su cinto.

—Yo te lo diré, Walter. Una furgoneta con cinco maderos y un precioso billete de avión para tu África.

—¿Moderos?

—Policías, policías.

Walter abrió mucho los ojos y con dificultad, arrastrándose primero de una parte y luego de la otra, logró recostarse sobre el respaldo de la cama, mostrando unos aparatosos vendajes que le ocultaban el muslo. Morante, que no había dejado de trajinar con sus cosas, se echó la cámara a la cara y, guiado por un instinto depredador, se dispuso a disparar. Entonces interpuse mi mano.

—Déjalo, Moro, bah. Si no quiere, no quiere. Nos piramos.

Morante me miró como si me hubiera puesto a hablarle en arameo.

—No jodas, tía, ¿hemos venido aquí para nada?

Walter se quedó en silencio, recostado sobre el respaldo de la cama, sin dejar de observarnos con una mezcla de desconfianza y asco. A mi lado, Morante seguía mascullando, mientras guardaba la cámara. Seguí sus movimientos y cuando ya se disponía a cerrar la última cremallera, me acerqué a Walter, cuya cara, tersa, inexpresiva, no había dejado de observarnos ni un solo momento. Le tendí la mano, le dejé un papel con mi teléfono y le deseé buena suerte y feliz año nuevo. Sabía que los iba a necesitar.









.ESTAS PÁGINAS NO PUEDEN LEERSE]




Al llegar a la oficina Lidia me dijo que el Masca quería hablar conmigo. Me dirigí a su despacho pero vi que andaba hablando por teléfono. Cuando acabó, salió a la puerta y me llamó. Cerré la puerta a mis espaldas pensando que un tren me estaba ya pasando por lo alto. Domingo estaba sentado en su sillón probando una pluma en un papel. Parecía confundido y tenso, pero trataba de sonreír. Había visto esa expresión alguna vez y no me gustaba.

—Estos cabrones me han regalado una pluma de imitación.

Era la primera vez que escuchaba hablar de una pluma de imitación.

—¿Dónde has estado todo este rato? —preguntó, dejando la pluma sobre el papel y señalando el reloj—. Son las cinco de la tarde.

—Vengo del hospital y de comisaría.

—¿Algún asunto entre manos?

—No mucho. Fui a ver al negro aquel, no sé si te acuerdas. Me soplaron que le dieron los papeles y quise averiguarlo de primera mano.

—¿Sigues entonces con esa vieja chaladura tuya?

—No te entiendo.

—Vamos a ver, guapa. Éste es un periódico que necesita salir todos los días. Si esto se hunde —dijo señalando en redondo—, todos nosotros nos hundimos. Si creamos problemas a las autoridades, las autoridades nos quitan la publi y nosotros nos vamos a coger tagarninas. Fá - cil.

—Pero a ver, ¿qué problemas le vamos a crear a las autoridades averiguando si a un tipo le dan o no le dan los papeles?

—¿Y tú crees que lo de los papeles es noticia?

—Si le añadimos que el pobre muchacho fue herido de bala, a lo mejor...

—Mira, niña, nosotros a lo nuestro y lo nuestro es hacer treinta y tantas páginas, así que déjate de pamplinas y vamos a remar todos en la misma dirección. Si nos hundimos que no sea por gilipollas.

—Tú eres el que manda —dije levantándome de la silla.

Lo dejé con su pluma de imitación, con su mesa de imitación, con su sillón de imitación, con su periódico de imitación, con su vida de imitación.

—Debo advertirte, Violeta. Por mí se ha acabado este puto cachondeíto que te traes. ¿Entendido? Si quieres dedicarte a los faroles montas una farolería.

Lidia, que no había perdido ojo a la puerta cerrada, quería saber de qué nos habíamos fajado Domingo y una servidora. Todos estaban un poco con la mosca detrás de la oreja acerca de una nueva y acaso definitiva tanda de despidos y cualquier detalle podría ser decisivo. De momento yo estaba “señalaíta”. Con seguridad sería la próxima en coger la puerta. Eso, qué duda cabe, era un alivio para los demás y comenzaba a serlo ya para mí.

—No te preocupes —dije—, de verdad que no hay novedad. Sólo quería saber de dónde venía tan tarde.

—¿Y de dónde venías, si se puede saber?

—Dime primero con quién hablaba el Masca antes de llamarme al despacho.

—Me parece que hablaba con ese teniente sieso, pero no me eches mucho caso, ¿por qué?

—No, porque parecía alterado.

—Será la menopausia.

—Todo puede ser.

Podía jurar ante Ancho mar de los Sargazos que todo el asunto de Assengway y la maldita pipa tenía cada vez más mala pinta. Lo peor era el tufillo a cloacas que desprendía todo aquello. Sin darme cuenta me estaba metiendo en un berenjenal del que sólo sería capaz de salir haciéndome la muerta o, ¿cómo era?, dedicándome a los faroles. Eso: haría faroles, sí señor. Estaba más que claro que el teniente Montaño sabía que antes de pasar a verlo venía del hospital y más claro aún que el Masca andaba al tanto de mis correrías por el hospital y por el despacho del inspector. No acababa de entender a qué tanta diligencia en un asunto que no interesaba a nadie. El asunto de Assengway era importante para mí, no tanto por el propio Assengway sino porque parecía estar emergiendo de la oscuridad un oscuro grupo neonazi al que nadie pensaba parar los pies por el momento. Tal vez un día nos despertáramos con algo serio y entonces sería tarde para lamentarlo. Yo, que había demostrado en mil ocasiones que no era ninguna heroína, entendía que no podíamos seguir amparándolos, escondiéndolos, dándoles cancha. Y, lo repito, no lo hacía por un prurito de valentía, sino porque quería seguir viviendo en una ciudad apacible.




Pasaron dos, tal vez tres semanas. El caso de Assengway se había ido diluyendo en la medida de que la calma había regresado a la ciudad. Él mismo había salido del hospital y al parecer seguía deambulando por los mismos barrios de siempre, vendiendo discos y bolsos de imitación por las mismas plazas, acaso a la espera de su papeleo y de su liberación. Yo andaba tan contrariada que ni siquiera me propuse buscarlo. Todo aquel enjuague me olía mal. Que le fueran dando.

Morante y yo habíamos cogido la moto para irnos a cubrir la noticia de un campo arqueológico donde dos noches antes habían metido unas máquinas, destruyéndolo todo. No era la primera vez que algo así sucedía, pero luego de las primeras reacciones, también aquello solía acabar en el silencio. Una modesta multa y los empresarios que habían destruido los restos, tenían carta blanca para seguir construyendo sus edificios y sus cosas. Lo habíamos padecido decenas de veces. Seguiríamos padeciéndolo porque para eso estaba la ley, para multarlos levemente y para que los responsables de turno pusieran la mano y silbaran la Traviata. Y así vivíamos y eso era lo que había, y si no te gustaba, ya te podías ir a coger coquinas, guapa. Por eso nos limitábamos a cubrir el expediente: hacíamos que durante un par de días los lectores se indignaran, que alguien a quien no le gustaba verse en los periódicos pasara por el cepillo de La Mañana, que un buen día en La Mañana entráramos en modo amnesia y a otra cosa, mariposa.

Estábamos frente al campo destrozado, cuando un animal salió de no sé dónde y de inmediato se escondió bajo unos yerbajos. ¿Una rata, un gato? Parecía enorme.

—¿Has visto eso? —pregunté alarmada.

—Un gato —dijo Morante, tranquilo, categórico.

—A propósito de gatos, ¿te acuerdas de la noche de fin de año?

—¡Joder, cómo no me voy a acordar! ¡Menudo pelotazo!

—¿Sabes con quién carajo acabé yo? ¿De dónde carajo había salido La Generala?

—Estábamos muy mamados, tú.

—Entonces...

—Hazte a la idea de que esa noche te pasaste por la piedra a toda una generala austro-húngara.

—A La Generala, claro, pero ¿quién carajo es esa Generala? —pregunté confundida.

—Chavala, los viejos imperios nunca mueren.

—Tú me estás vacilando —dije.

—A lo hecho, pecho.

Pretendí saber más del asunto pero Morante no hacía más que darme largas. Recordaba los gatos, la mirada heladora del chico del Partenón, el miedo ante el Gran Orangután que no llegué a ver. Las bragas que se quedaron allí como una araña muerta.










A mi compadre Faíco Moreno recurría siempre que quería saber la tecla que debía tocar para hacerme con alguna revelación importante. Rafalico era toda una institución. Lo habían querido fichar en periódicos importantes y no se había movido de su mesa. Él mismo me dijo que su mejor secreto era la agenda y que hacerla le había costado más de veinte años, así que no le vinieran con pamplinas, que pensaba jubilarse allí donde había trabajado siempre. Luego se largaría a su pueblo, casi en el límite provincial, a buscar gurumelos en la época de gurumelos y tagarninas cuando hubiera tagarninas. Sin hijos ni mujer ni pollas en vinagre, no albergaba más pretensiones que las de regresar a su pueblo. Con ser respetado por los colegas le bastaba. No le importaba en absoluto que ambos trabajáramos para la competencia o que yo me llevase los laureles de alguna exclusiva. Solía argüir que las exclusivas estaban demasiado sobrevaloradas en el periodismo contemporáneo. Las exclusivas, me decía con su voz ronca y serena, son cosas de garrulos y feriantes y con frecuencia te estallan en los morros, Violetica. Me llamaba así, Violetica. Él se había fajado en los periódicos desde hacía treinta años y conocía a todo el mundo del negocio. No se acostumbraba al periodismo moderno. Recordaba las viejas redacciones, llenas de humo y gente llegando a cualquier hora de la madrugada cargada de papeles y de historias. Eran, solía decir, tiempos heroicos. Pero todo eso se fue. Cuando el hombre puso el pie en la Luna, todos nos fuimos a vivir a la Luna, decía, y así nos va. Todos amariconaítos vivos, todos esperando que por fin caiga una bomba o nos toque la lotería. Cuando algo se movía en el ambiente, Rafalico ya estaba al tanto. No había hoja en la ciudad, ni perro a veinte leguas que no tuviera fichado en su famosa agenda. Era tan suyo, que apenas salía de la redacción para tomar café en el bar Chopera, que venía a ser como una extensión de su mesa de trabajo. Todo el que tenía alguna necesidad de verlo, sabía dónde y cuándo encontrarlo. La barra del Chopera y un teléfono le bastaban para llegar con sus tentáculos a todos lados. Imaginaba a Dios así, como a Moreno, sólo que quizás más alto, más barbudo, más solemne. Yo había aprendido con él. Cubría sus cosas. Al principio me pareció un tío pasado de rosca, chapado a la antigua, pero pronto me percaté de que Moreno sabía dónde estaba y a qué se jugaba los cuartos. Una especie de Estrella del Norte en una ciudad ahogada entre marismas. Él me decía lo que tenía que hacer y yo sólo tenía que dejarme llevar. Mencionar su nombre era abrirte cualquier puerta. Unos por amistad y otros por temor, todos lo conocían; hasta los monosabios de la plaza de toros le debían silencios y favores. Un prenda Faíco Moreno, mi maestro y mi compadre.

—¿Sigues con el tema aquél? —me preguntó una mañana que fui a visitarlo.

—Eso es agua pasada. Carmona se empeñó en que pasáramos página y nada, donde hay patrón, no manda marinero.

—No me extraña. Carmona será lo que sea, pero es un tipo listo.

—No sé a dónde quieres llegar.

—A ver, ¿tú cuánto llevas en La Mañana?

—Para cuatro años —contesté.

—¿Y todavía no lo conoces?

—Lo voy conociendo, sí.

—Y sin embargo no te preguntas por qué le toca tanto los huevos que te intereses por aquello.

—¿Y tú cómo sabes eso?

—Violetica, hostias.

—A ver. Cuenta.

—¿Conoces a Carmonita Chico, su hijo?

—Sé que tiene un hijo de su primera mujer, pero no lo conozco.

—Debieras conocerlo.

—No comprendo. ¿Lo tienes en tu agenda?

—Yo tengo a todo quisqui retratadito en la agenda. Incluso a ti te tengo, guapetona.

—Lo mío es fácil, pero, venga, dispara. ¿Qué pasa con el hijo de Carmona?

—Pide una ronda y te cuento.

Moreno conocía al “Carmonita Chico”, como él lo llamaba. Un prenda, dijo.

—No sé a quién coño habrá salido. A su madre, supongo. El niño más facha que te hayas echado a la cara. Junto a otros prendas como él, le ha dado por correrle la badana a todo bicho raro que se le ponga por delante. Negros, jipis, mendigos, moros. Una joyita.

—¿Quieres decirme que...?

—Yo largo, Violetica. Las conclusiones son cosa tuya.

—No me jodas.

—Tampoco se hunde el mundo por esto. Hay más gentes que ollas. Niñatos que lo tienen todo, que se creen el culo del mundo. Colegios de pago. Gentes a quienes nunca se les ha parado los pies. Locos de atar. Pijorros. Gentuza. Esas cosas.

—Me dejas de piedra. ¿Pero de dónde salen esos cabrones? —pregunté.

—De dónde va a ser. Chaveas acojonados que creen que todo se lo merecen por su puta jeta y que son mejores que nadie por ser blanquitos, ducharse todos los días, usar ropa cara, tirarse todo el día en Hipercor, tener papás importantes y no haber dado un palo al agua. Hijos de armadores, capitostes, astilleros, farsantes, altos funcionarios, gentes de pelas, niña, los más guapos, los más rocieros y los más capillitas. Lo juntan todo. Un día se meten unas rayas y les da por salir a buscar cangrejos. Y lo peor es que mañana, dentro de nada, serán ellos quienes heredarán el cotarro y los despachos. Ellos son nuestro futuro. De ellos es el mundo, compañera.

—¿Y no los trincan?

—A ésos quién cojones los va a trincar. Si te metes por medio, te llevan por delante. Yo hace mucho que decidí olvidarme de ellos. Ésta no es la primera tanda. Viene de antiguo. Han estado escondidos largo tiempo, pero ahora, en cuanto ha llovido de su parte, salen como gurumelos bajo las encinas. He hablado con sus viejos, pero hasta ahí he podido llegar. Si los denuncias, te metes en un cisco de cojones. Un día te rayan el carro o te esperan en una esquina. Y no te quejes porque es peor. Yo ya tengo una edad y no voy a cambiar el mundo a estas alturas. Pero te diré una cosa. El Carmonita es de los chungos chungos. De los que se llevan por delante lo que se tengan que llevar.

—¿Y la pasma, qué sabe de todo este lío?

—La pasma, el alcalde, tu jefe, Maroto y el de la moto, todos saben qué pasa y quiénes son, pero, qué quieres que te diga, son hijos de sus entrañas y comen en el mismo mantel. Después de lo de los negros y tus artículos, los tíos están agazapados pero no tardarán mucho en salir de nuevo de cacería. En todo caso, mucho cuidado con lo que te haces.

—Pero, ¿y si se descubre el pastel?

—Si se descubre, andarán un tiempo limpiando la cosa, pero, descuida, ellos saben proteger sus culos. Lo que sobra es polvo de talco.

—Sabes qué te digo, Rafalico, que les den mucho por ahí.

—Pues que les den, pero mientras nos lo dan a nosotros.

—Una última pregunta.

—Tú dirás.

—¿Y por qué me cuentas todo esto ahora?

—A lo mejor te interesa saberlo, niña.

—¿Sabes lo que te digo, Faíco?, que ojalá y se lo coman las caballas.

—No nos caerá esa breva, niña.








Las revelaciones de Moreno no cayeron en mi olvido. A partir de ellas no podía mirar a Carmona sin recordar todo el asunto de los negros, pero el tiempo pasaba y la normalidad se había aposentado en la ciudad y en la redacción de La Mañana. Solía pasarme por la estación al concluir la jornada, pero ya no se veían tantos inmigrantes como antes. Al parecer se concentraban en plazas y descampados más alejados del centro, con más fáciles defensas, donde eran presa más difícil para la policía.

Pero, como bien refería Moreno, “nuestros” chicos no habían desaparecido. Iban y venían de los institutos, se compraban polos caros, iban a conciertos, paseaban ufanos por Hipercor, se reunían en los restaurantes de comida rápida, se metían rayas por los parques, asustaban a los melenudos y a la chicas con pearcings en el ombligo y aguardaban su momento. Simplemente estaban agazapados, esperando que todo se aquietara. Su regreso era cuestión de tiempo.

Lo que no esperaba es que lo hicieran por todo lo alto.

Era una apacible noche de junio y andaba tapeando con Morante en una terraza junto a la Plaza de Toros, cuando una ambulancia con la sirena encendida pasó ante nosotros como una exhalación. Hacía rato que se encendieron las farolas y la terraza estaba llena de gente que se dejaba el alma chupando caracoles. La sirena se fue apagando en la distancia y la brisa nos soplaba en la cara. Ya casi nos habíamos olvidado de la ambulancia, cuando nuevas sirenas pasaron a nuestro lado. Esta vez eran las de la policía y los bomberos. A un chaval que venía de la dirección por donde se perdían las sirenas, le preguntamos qué pasaba y nos respondió que estaba ardiendo una chabola de negros. Fue así como lo dijo “chabola de negros”. Miré a Morante, y le sugerí una breve excursión al corazón de las tinieblas.

—¡Tía! ¡No me toques las pelotas! Además, tengo el cargador en las últimas.

—Venga, Moro. Puede que de aquí saquemos algo guapo.

En cinco minutos nos encontrábamos frente a un incendio que todavía los bomberos no habían logrado reducir. A pocos metros, un corro de gitanos no hacía más que mirar en dirección al fuego, como si estuvieran imantados. Sus rostros parecían vivificados por el resplandor. Pero por allí no se veía ni un solo negro. Nos acercamos a una mujer que contaba cómo se habían ido extendiendo las llamas de una chabola a la otra.

—¿Hay heridos? —pregunté al cabo del rato.

La mujer se giró con desconfianza.

—Han sacao a uno, pero no sé si hay otro endentro.

Una ambulancia se abrió paso entre los camiones de bomberos. Me pareció ver al inspector Montaño, pero luego su figura se perdió entre el resplandor.

—¿Qué es lo que ha pasado? —pregunté.

—¡Esó cabroné! —aseguró la mujer, apuntando a las llamas—. E’to sevía devení. No é la primera vé que vienen ¿sabusté?

—¿Quiénes? —pregunté.

—Lo’ payo’ de siempre. Eso’ niñato’ cabrone’.

La palabra “niñatos” se me quedó clavada en la nuca. ¿Niñatos?

—Pol lo meno —siguió— er rubito ese no se vaí de rositá. Ése pol lo meno se vacordá de hoy. Por malahe.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? —pregunté.

Entonces la mujer comenzó a explicar lo que había visto.

—Llegaron a eso de la’ dié. Yo’taba ahí —dijo apuntando una casita baja—. Era un coshe o’curo, grande, un güen coshe. Sabaharon tre’ payo’ y le dihe a mi mare que se metiera padentro, que no me fiaba daquello’ gaschó’. No había hesho namá’ que alevantarse, cuando uno se fue pala parte datrá’ der coshe y sacó una garrafa de plá’tico y sin má’ ni má la tiró pala puerta. Despué’ otro, que tamié sabía abajao, eshó un seriyo y salevantó una’ llamará’ que yegaba ar sielo, mirusté. Vi’to y no vi’to. Meno’ de lo que se tarda en contal’lo. De pronto vi ar payo der seriyo nvuerto enuna llama. Pegaba ca gritío’. Po’ lo vi’to, se le’e’taba quemando la cara y er braso y er cabrón pedía ayúa. ¿Ayúa, cabrón? ¡Vete a pedil’le ayúa a tu puta mare, payo esaborío! Entonse er cabía tirao la garrafa, se quitó la camisa y se l’eshó ener braso pa apagal’le la’ llama’, pero ya sabía quemao tor braso y gritaba que tiraran pal ospitá pal ospitá pal ospitá. Lo’ negro’, criaturita’, salieron de la casa pegando mantaso’, y lo’ payo’, se montaron ener coshe y se fueron pala parte dayá —dijo señalando la oscuridad.

—¿Toeso la visto tú? —le preguntó una vecina.

—Como testoy viendo a ti. Que se me muera la Vanessa. ¿Quién te cree ca llamao a la maera?

—¿Y la’ criaturita’? —preguntó la otra.

—¿Qué criaturita’ ni criaturita’? ¿Lo’ negro’? Uno staba tirao ayí, al lao de la farola. Ayístaba. Elotro dándole mantaso’. Fihatetú. Dentro creo que se queó uno.

—¿Por qué lo cree’?

—Porque enesa casa vivían tré. Er de la’ pilícula’, ese que había llegao hase un me’ y er Guarte. Yo creo que er que saquemao vivo é er Guarte.

—¿Guarte?

—Sí, er de lo’ borsito’. Uno mu grande y mu saborío.

Morante tiró varias fotos a la cabaña mientras la mujer iba contando. Según ella, no era la primera vez que los niñatos venían buscando gresca. Una vez, aseguraba, vinieron con bates de béisbol.

—¿Pero los mismos?

—Eso no lo sé —respondió—. Ar rubito, ar que sa quemao er braso, lo había vi’to. Alotro no sé.

—¿Hace mucho de eso?

—Una semana no hará. Se ve que le tenían aprensión a la’ criaturita’.

El fuego fue controlado en un cuarto de hora. Dos bomberos entraron en la chabola y dijeron algo. Se armó un pequeño revuelo. El inspector Montaño andaba con el móvil y al reconocerme levantó la mano en señal de saludo. Le hice gestos para que se acercara y con la misma mano me dijo que más tarde. Pude hablar con él cuando ya estaba metido en el coche.

—¡Inspector! —le grité tocando la ventanilla—. Unas preguntas.

El inspector bajó la ventanilla con fastidio y me preguntó que cómo me había enterado tan pronto del asunto.

—Tengo mis contactos —respondí—. ¿Ha habido muertos?

—De momento, no sabemos. Quemaduras. Hasta que no venga el juez...

—¿El juez? ¿Qué es lo que ha pasado?

—Eso quisiera saber yo. Con esta gente nunca se sabe.

—¿Entonces no ha sido provocado?

—¿Cómo que provocado?

—Que si han vuelto a ser esos “niñatos”.

—No lo sé. De verdad que de momento no sabemos nada. Cuando acabe la policía judicial sabremos algo. De momento nada. Estoy molido. Hasta mañana no sabremos qué coño ha pasado.

—Una vecina me ha dicho...

—Mira, hasta mañana... No te fíes de esta gentuza. Son gitanos. Delincuentes. Tironeros y camellos. Con tal de no tenernos por aquí, son capaces de inventarse una de marcianos. Confía en nosotros. Ya se irá viendo.

—Pero entonces...

—Mañana hablamos. Vamos a esperar a que esto se aclare. Ahora tengo que pasar por la comisaría.

—Una pregunta más.

—Dale, pero rapidito, por favor.

—¿Tiene el nombre de las víctimas?

—¿Víctimas? Mira, mañana te pongo al corriente de lo que sepa, ¿conforme? —dijo elevando el cristal.

El coche se perdió en dirección a la ciudad y nosotros nos quedamos mirándolo como pasmarotes.

—Joder, Violeta ¿qué está pasando aquí? —preguntó Morante en cuanto nos quedamos solos.

—Si yo lo supiera... —respondí.

Por la mañana telefoneé a todos los hospitales y clínicas de la ciudad en busca del chico rubito que se había quemado la cara y el brazo, pero en todas partes me dieron la misma respuesta. Nadie sabía nada. No había quemados. Nadie había ingresado con esos síntomas. Etcétera. A eso de mediodía, harta de negativas, llamé a Montaño para que me contara, pero me dijo que sabía poco, salvo que todo indicaba un ajuste de cuentas. Le pregunté por los quemados y me informó que los dos estaban carbonizados.

—¿No eran tres? —pregunté.

—¿Cómo que tres? —respondió —. ¿Tú de dónde carajo te sacas esas cosas? ¿De radio macuto? Tenemos dos muertos, ¿vale? No tres.

Estaba confusa. Podía entender que a la policía le conviniera tratar el asunto como un accidente con una bombona de butano o como un ajuste de cuentas entre inmigrantes y no como un caso de xenofobia, pero lo que no me cuadraba era que en el camino se nos hubiera perdido uno de los quemados. A menos, claro, que no estuviera muerto, y yo sólo había preguntado por los muertos. A las dos puse los noticiarios locales y, durante más de un cuarto de hora, me tragué datos, entrevistas y teorías sobre el incendio. Prosperaba la tesis de que había sido un accidente. Una deficiente combustión. Una explosión. Lo de siempre. A continuación, un vecino se quejaba del abandono en el que vivía el barrio, así como de la presencia de moros y negros que habían traído la intranquilidad, sin que nadie les pusiera coto.

Decidí acercarme por la zona en cuanto cayera la tarde, a ver si ponía en claro lo que se estaba cociendo. La chabola era un muñón negruzco y humeante rodeado por una cinta roja. Un par de colchones convertidos en muelles y varios hierros retorcidos era cuanto quedaba de ella. Ni rastro de la mujer del día anterior. Un yonqui se acercó a pedirme un cigarro. Le pregunté si sabía qué estaba pasado.

—¿Po no lo ve’? —respondió—. Lan quemao la queli a lo’ negro’.

—¿Quiénes? —le pregunté.

El chico respondió con un gesto vago, y se marchó rezongando. Después interpelé a una chica y, con un gesto despectivo, me hizo ver que no quería líos. Llamé a la puerta de la mujer con la que Morante y yo habíamos hablado la noche anterior. Una voz que reconocí de inmediato, me preguntó que quién era. Cuando le dije que era una periodista, me soltó que había llegado aquella misma mañana de un viaje y que eso eran cosas de entre ellos y ellos y que tenía mucho que hacer, atendiendo a una anciana. De nada me valió que le dijera que estuvimos hablando por la noche y que entonces me contó otra cosa. Ni siquiera se tomó la molestia de abrir la puerta.

Cuando aparecí por la redacción no sabía ni por dónde empezar. Morante me corroboró la historia que habíamos escuchado la noche anterior. Me senté frente al teclado y comencé a escribir, tratando de no meterme en demasiados charcos. Estaba en eso, cuando Lidia me dijo, llevándose el auricular al pecho, que al otro lado estaba Domingo, el director. Arranqué mi auricular y de inmediato salió su voz.

—Vaya, por fin doy contigo.

—Estaba cubriendo el caso del incendio de una chabola —contesté.

—Tú siempre con tus historias particulares. Qué carajo se te habrá perdido a ti en las chabolas.

—El tema se las trae —dije—. Dos muertos y un tercero al que nadie encuentra. ¿Te suenan de algo los neonazis?

—Olvídate de neonazis, de chabolas y de hostias. Te llamo para que te hagas cargo de la cosa durante un par de días. Te volveré a llamar esta noche.

—Pero...

—Y nada de incendios ni pamplinas, ¿entendido?

—Tengo una historia de puta madre —grité.

—Estoy sin carga. Te llamo esta noche. Hazme caso. Ahora no me puedo entretener.

Confundida, colgué el teléfono y llamé a Faíco Moreno, mi hombre en la competencia, para preguntarle si sacaban lo del incendio. Faíco dudó un instante, pero me dijo que le daban media página en interior.

—¿Ajuste de cuentas?

—No estoy muy al tanto del tema —me soltó sin pensárselo.

—¿Eso es un sí o un no?

—Eso es que sigo sin estar al tanto del tema.

—Tú ganas. Me dejo cortar los huevos.

—¿Qué huevos? Tú no tienes huevos.

—Mira —le confesé—, esto huele muy malamente. Tú me dijiste que estos chaveas volverían a intentarlo, y quizás lo hayan hecho.

—Un día va a arder Troya y a nosotros nos cogerá tocando la lira.

—¿Eso no era en Roma?

—Roma, huevos. ¿Qué más da?

Colgué y me fui a la máquina de café, vencida. Morante me preguntó que qué hacía y le dije que se pusiera con Muriel, el de local, que yo iba a ver cómo andaba el tema de las agencias.

—Te veo perdida —dijo Lidia, de pronto a mi lado, introduciendo la moneda en la máquina.

—He dormido fatal.








¿Para qué te quería el Masca?

—Para lo de siempre —respondí—. Un día lo voy a mandar a tomar por culo.

—No veré yo ese día.

—Estoy hasta el coño. ¿Esta vez dónde te ha dicho que está? —pregunté por seguir la conversación.

—Pues no me lo ha dicho, aunque ha llamado desde un fijo raro.

—¿Raro?

—¡Y tanto! De Sevilla.

—Se habrá echado otra percherona seviyí de pelo oxigenado —respondí sin interés.

Lidia dio por terminada la conversación, giró sobre sus tacones y se alejó. Desde hacía unos meses Lidia ya no era Lidia. Había algo en nosotras que no acababa de comprender, pero no me atrevía a preguntárselo. Era como si en algún momento la hubiera ofendido, pero yo no era consciente ni del cómo, ni del cuándo, ni del dónde. Me quedé soplando el vaso, con la cabeza echa un puro lío. No había más que inventariar lo ocurrido desde que me levanté. Pero no iba a dejarme chulear así como así. También yo tenía derecho a quejarme, a rebelarme, a no seguir tocando la lira para salvar el culo de unos imbéciles. Enfilé hacia mi mesa con la intención de poner todo patas arriba. Esta vez, me dije, no me la iba a tragar. Pero en cuanto me vi frente a la pantalla y tecleé unas cuantas líneas, me atenazaron las dudas. Tenía que llevar el asunto del incendio a la portada, pero cómo olvidar la bronca que me llevé con el caso de Walter Assengway, quien hasta me recriminó que me mojara en su favor. Así que volví a Lidia y le pregunté por el teléfono desde el que llamaba Domingo. No quería pillarme los dedos, dije, y ella me volvió a mirar hosca, pero dejó lo que estaba haciendo y me apuntó el número en un papel.

Marqué.

—¿Hospital García Morato? —contestó una voz suave, con inequívoco acento sevillano.

—Dígame, con quién hablo, por favor —pregunté, confundida.

—Con Luna Dimarco. Sección de quemados. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

La sorpresa fue tan grande que no supe contestarle, aunque si apelo a la verdad, me esperaba algo así. Ella repitió la pregunta y yo respondí que buscaba a un familiar con un pie roto y alguien me había dado el número al que llamaba, que no correspondía con traumatología, sino con quemados.

—No se preocupe, pasa a veces —me contestó su voz melodiosa—. Que lo de su familiar no sea nada.

—¿Qué? —preguntó Lidia en cuanto colgué.

—¿Cómo que qué? —pregunté yo, aturdida todavía.

—Que si hablaste con el Masca.

—No —respondí—. Es el número de un hospital.

Lidia hubiera querido hacer una broma, pero mi repuesta la había desarbolado.

Sentí que no era segura la tierra que pisaba. Un incendio, un quemado, la planta de un hospital que trataba a quemados. Pudiera deberse todo a una casualidad. Miraba a mi alrededor, veía a los compañeros concentrados en sus pantallas y no podía sentir sino una desazón tan grande que hasta me temblaban los dedos. Debiera haber estado avisada. Moreno, a su manera, me había puesto en antecedentes. Ignoraba todavía con qué propósito me advirtió de todo lo que me advirtió, pero ahí estaba otra vez, adelantándose a los acontecimientos. Me había dicho que la cabra tira al monte y que aquel niñato volvería a aparecer. Y vaya si lo hizo. Pero la impunidad tiene eso: puede revestirse de silencio, pero no puede con los imprevistos, y menos aún con la gasolina. Al fin y al cabo ser un hijo de puta es un trabajo de riesgo y tarde o temprano acabas pagando. Eso fue exactamente lo que le sucedió a Carmonita Chico y yo sólo podía sentir asco por aquel chico, asco por todo lo que le había ido rodeando, asco por todos los que le fueron haciendo la ola, asco, un profundo asco, por los que como yo, habíamos mirado para otra parte creyendo que la cosa no nos incumbía, que no iba con otros. Me repetía una y otra vez esto, pero allí seguía, quieta, con una sensación de pesadez mental, de desazón.

Después de tomar aire porque no sabía qué podía encontrarme, entré en el facebook de Domingo Carmona y comencé a hurgar entre sus fotos hasta que me encontré con… una del Partenón calcada a la que había visto en casa de La Generala y posteriormente con otra de Domingo Carmona y La Generala tomados de la cintura frente a los molinos de Míkonos. En la tercera los tres almorzaban juntos y sonrientes, como recién caídos del cielo, frente al templo de Cabo Sunion. Todo aquello me parecía una broma de mal gusto, un montaje para desarbolarme. ¿También la Generala estaba en todo aquel lío? ¿Qué carajo había estado pasando a mi alrededor, que yo no me había dado ni cuenta? ¿Dónde me había metido durante los últimos diez años, qué carajo había hecho con mi vida, a quién había estado sirviendo? Cobraba por estar en una redacción y ahora me iba a dar cuenta que no me había enterado de nada de lo realmente importante que ocurría a mi alrededor. Durante años había cubierto romerías, mítines, ruedas de prensa, manifestaciones callejeras, vendavales, inauguraciones, accidentes, aliños de todo tipo… y me había mantenido como en estado de trance, alejada de la realidad, atrapada en una burbuja de circunstancias inconexas, de casualidades irrelevantes, de efemérides vacías. Lidia podría ser una peligrosa terrorista chechena y Muriel, el sieso de Muriel, un cachondo que por la noche se travestía en un cabaret, y yo tan pancha. Pensé en Moreno. En su profundo conocimiento de la realidad, en su intuición sin recovecos, en su capacidad para absorber y observar todo cuanto ocurría a su alrededor sin alejarse del despacho o la barra de un bar. Todo lo que hasta entonces me había rodeado con normalidad, aparecía ahora cariado hasta la médula, a punto de estallar por las costuras.

Al alzarme de la silla, me topé con la mirada gélida de Muriel, quien tal vez me hubiera estado acechando, pero pasé a su lado sin abrir la boca. Busqué de nuevo a Lidia y le pregunté a bocajarro qué había entre La Generala y Domingo Carmona. Ella me miró con sorpresa, como si, de tan obvia, no comprendiera el verdadero sentido de mi pregunta.

—¿Desde cuándo?—pregunté.

—Hace dos años que se separaron.

—La primera noticia...

—Pues más te vale.

Regresé a mi mesa y como un preso que se concentra en el chasquido de su cadena al arrastrarla por el suelo, borré lo que había escrito sobre el incendio y la chabola y me entregué a una nueva redacción. Después de varias líneas, se me ocurrió lo evidente, llamar al alcalde para ver qué tenía que decir sobre el suceso, pero Muriel me hizo ver que el alcalde ya había hablado y que sus explicaciones estaban colgadas en agencias. Entré en la página de una de ellas y, en efecto, el alcalde ya había soltado lo suyo. Sus palabras eran más o menos estas: “En nombre propio y en el de la corporación que presido, lamento en lo más profundo la muerte de dos inmigrantes indocumentados y de las graves quemaduras de un tercero. Es una triste noticia que se produce cuando no hace ni dos semanas que se habían entregado las llaves de treinta viviendas sociales en el plan anual de erradicación del chabolismo. Desde hace años el ayuntamiento que presido ha luchado por la erradicación del chabolismo en determinados sectores de la ciudad, pero esta línea de actuación no siempre ha sido entendida por la oposición, que prefiere esconderse bajo el manto de la demagogia social, haciendo de las desgracias ajenas su baluarte. Espero, por tanto, que este suceso trágico que ha acabado con la vida de dos inmigrantes, a falta de otras conjeturas, por un ajuste de cuentas y tráfico de drogas, nos haga recapacitar sobre un problema que ha de ser tomado en serio y al que se ha de responder con actuaciones precisas, por impopulares que parezcan. Tenemos que elegir entre una ciudad segura y entregada al imperio de la ley o una ciudad resignada a vivir sucesos como los que hoy venimos a lamentar. Nosotros, no les quepa la menor duda, estaremos siempre con la ley, puesto que una inmigración ilegal y descontrolada por fuerza nos ha de colocar ante retos para los que aún no estamos preparados y a los que debemos hacer frente sin la menor dilación. El problema no es tanto municipal como el de una clara política de fronteras. Pero seguiremos trabajando como es nuestro deber.

El comunicado me dejó un sabor amargo. No se trataba de incredulidad, pues conocía bien al personaje que había dado por buenas aquellas palabras, sino de rabia. Después de ver lo que había visto y de oír lo que había oído la noche del incendio, el discursito me daba vomitera, así que corrí a la ventana y comprobé que no me había equivocado, sino que la plaza seguía allí, con sus paradas de autobuses, sus abuelos sentados en los bancos, sus niños azules persiguiendo a las palomas y su fuente, espléndida, luchadora infatigable contra la gravedad, haciendo que los chorros se proyectaran con gracia hacia el cielo, una y otra vez, una y otra vez, para volver a caer sobre la taza y reincorporarse al círculo. Durante diez minutos me dejé narcotizar por la apacible panorámica. Comprobé que los autobuses se movían con más o menos regularidad, que las muchachas atravesaban la plaza coquetas y cargadas con bolsas, que los niños correteaban interminablemente detrás de las palomas, que los abuelos seguían tomando el sol y charlando de los tiempos del hambre, que el vendedor de cupones voceaba desde su esquina soleada, que las monjas salían del convento del mismo modo indeciso que los grillos salen de sus cuevas, que los turistas hacían fotos a las nubes, que los mendigos miraban a derecha e izquierda para ver si andaban cerca los municipales, que las parejas se besaban con ese encanto municipal que siempre acompaña a las parejas, que los patinadores patinaban, que los notarios y los oficinistas pasaban raudos, como si en sus carpetas escondieran un oscuro documento, que la horrible estatua de Colón seguía apuntando con su dedo a la estación del tren, que las palomas seguían engordando hasta reventar, que los perros olisqueaban la presencia de otros perros aún más perros que ellos, que en la terraza del bar de la esquina dos tipos examinaban unos papeles mientras hacían tintinear el hielo dentro de sus copas, que un taxista se rascaba el culo, que la loca de turno gesticulaba en el medio exacto de la plaza, que una mujer con chilaba pasaba casi sin hacer ruido, que en el banco de la glorieta dormitaba alguien y que a su lado, sentado sobre sus patas traseras, vigilaba un perro. Mientras sucedía todo esto, un par de municipales paseaban en diagonal y esa como conformidad de todo lo que en ese instante sucedía en la plaza con todo lo que sucedía en la plaza en ese instante, me hizo respirar con alivio.

—Te noto perdida —me dijo Morante, que, acabada su tarea, estaba loco por marcharse.

—La plaza. De pronto parece un hormiguero —contesté.

—Ya lo veo. Pero no sé, te noto rara.

—No dejo de pensar en lo de la chabola, tío. Tú mismo escuchaste a la mujer.

—¿Y?

—Que les ha faltado tiempo para apuntarse a la teoría del accidente con la bombona o, todo lo más, del ajuste de cuentas y del tráfico de drogas.

—Allá ellos, ¿no? ¿A nosotros qué pollas nos importa?

—A nosotros no, pero al director...

—¿Has hablado con él?

—No, pero ya sabes cómo se puso con lo de aquel negro. Estuvo a punto de largarme.

—A lo mejor ahora es diferente.

—¿Diferente? Por qué iba a ser diferente.

—Porque hay muertos y hay pasta. Esto vende. De diez mil ejemplares no hay quien nos baje. Tú haz lo que tengas que hacer, pero dime qué hago, porque yo aquí me asfixio. Estoy como loco por salir y pegar cuatro tiros.

—Mira —le dije—. Vete al depósito, tiras unas fotos y a ver si te enteras de algo. Si no hay nada, te largas al tanatorio. Total, te coge al lado.

Morante se fue a su mesa, tomó las cámaras y se marchó. Yo regresé a lo mío. Sabía que remaba a contracorriente, que estaba atrapada en una tela de araña cuyas ramificaciones ignoraba; sabía que si pretendía jubilarme en la silla que ocupaba, disfrutando de mis privilegios económicos y sociales, no tenía más que aliarme con la gran corriente. Si el asunto de la chabola se disfrazaba de ajuste de cuentas entre mafias de inmigrantes, y en un asunto de drogas y de inseguridad, quién carajo era Violetica Ponce para ponerlo en duda. Si estaban conformes el alcalde, la oposición, las agencias, los otros periódicos y las televisiones, quién era yo para enmendarles la plana. Volví a llamar a Faíco Moreno y le rogué que me adelantara algo de la crónica que habían elaborado. El compañero prometió mandármela a condición de que le largara lo que sabía. Me limité a contarle la versión que por la noche nos había dado la gitana y el mentís que me había dado horas después. Mientras llegaba lo suyo, me puse a escribir:


DOS INMIGRANTES FALLECEN EN EL INCENDIO DE EL ENGANCHE

Un ajuste de cuentas pudo ser la causa.

Dos inmigrantes cuya identidad aún se desconoce fallecieron en la noche de ayer a causa del incendio de la caseta abandonada en la que pernoctaban, en el barrio de El Enganche, según informaron fuentes municipales. El alcalde, J*** S***, confirmó en rueda de prensa que las dos personas perecieron a causa del incendio, uno de ellos carbonizado y el otro asfixiado tras inhalar humo. Ambos eran inmigrantes y llevaban semanas pernoctando en la caseta, sin que la administración municipal conociera tal extremo. Aunque se ha venido especulando con la teoría de un accidente doméstico, debido a una mala combustión de una bombona de butano, la tesis de un acto delictivo no puede descartarse. Según fuentes consultadas habría un tercer e incluso un cuarto accidentado, que los vecinos vieron huir del lugar momentos después del siniestro. Según esta versión, aún por confirmar, se cree que esta cuarta persona pudiera ser uno de los causantes del incendio, pero aún se desconoce su identidad y su paradero. El lugar del suceso se encuentra ubicado en una zona suburbial, conocida por El Enganche, y estaba dividido en diversos habitáculos donde desde hace meses dormían las víctimas. S*** declaró que todo parece indicar que el suceso se enmarca dentro de los continuos altercados que sufre el barrio debido a la delincuencia derivada del tráfico de estupefacientes y al chabolismo, que el consistorio lleva años intentando erradicar. Ante la confusión, las investigaciones continúan, a fin de determinar la forma concreta en la que se produjo el siniestro y la identidad y procedencia de las víctimas mortales, con el objeto de que puedan ser repatriadas a sus países de origen.



Una vez acabada la crónica, la leí con atención a fin de introducir algún elemento que apuntalara más ciertas posibilidades. Quizás una simple pataleta que me salvara de mi propia conciencia, como había sugerido Montaño. Algo así como: “otras informaciones sopesadas por nuestra redacción sugerirían que el hecho podría estar relacionado con los brotes de racismo que de un tiempo a esta parte sufre la ciudad”. Escribí la frase, la pegué en su lugar oportuno y decidí que era así como se quedaba y la envié a maquetación con la sugerencia de que utilizaran alguna de las fotos nocturnas de Morante. Durante una hora estuve trabajando en otros casos mucho más livianos y ya casi había concluido cuando Muriel se presentó ante mí. Me dijo que le había gustado mucho el tratamiento informativo dado a la noticia del incendio pero que la frase sobre los brotes de racismo quizás estuviese de más. Le pregunté el motivo y dijo que nadie manejaba la teoría de “los brotes de racismo y que no había más teoría que la de la bombona”. Estuve por contestarle que Morante y yo vimos arder la chabola y pudimos recabar testimonios de primera mano, pero me contuve a tiempo.

—Me huelo —dije a cambio— que en esto andan metidos esos niñatos.

—Te hueles, te hueles —contestó—. El periodismo no se hace con frases como “me huelo, me huelo”, Violeta Ponce. ¿Sabes la que podemos liar con una frase así?

—Mira, Gonzalo Muriel, conozco mi oficio y sé la que se puede liar con una frase así, pero, escúchame, ¿y si se tratara de un ajuste de cuentas no entre camellos, sino entre fachitas e inmigrantes?

—Pero no son ésos los datos que manejamos.

—Quizás yo maneje datos distintos a los tuyos.

—En todo caso —contestó— habría que consultarlo con Domingo, ¿no te parece?

—¿Y qué pinta Domingo aquí? ¿Era él el dueño de la chabola?

—No sé. Yo lo consultaría —sentenció.

—Si tan importante es, localízalo y que él decida. Como comprenderás, a mí este asunto me resbala.

—Déjalo de mi cuenta.

Muriel se retiró a su mesa, se sentó, tomó el auricular, marcó, esperó unos segundos y comenzó a hablar con alguien. Lo observé en la distancia y me escamó el que no hubiera necesitado a Lidia para conseguir el número o que el contacto fuese tan rápido. Cuando colgó, hice como que repasaba las noticias de agencia y enseguida lo tuve a mi vera.

—Todo arreglado —dijo triunfal.

—¿Como yo decía? —pregunté sarcástica.

—No, como decía yo.

—Asunto concluido —sentencié abriendo los brazos en un gesto de rendición incondicional.

Me levanté de la silla por enésima vez y por enésima vez fui a buscar el regazo profesional de Lidia. Le pedí que llamara al móvil del Masca. Me miró con una mezcla de frivolidad y desconfianza.





¿Para qué? —preguntó.

—Tú llama —insistí—, y le preguntas si va a venir mañana.

Lidia me miró con recelo.

—Llama —le urgí—. Es sólo una comprobación.

Marcó el número y durante unos segundos mantuvo la oreja pegada al aparato y los ojos clavados en un calendario del románico palentino (ella era de Frómista), pero al cabo me confirmó que el teléfono no estaba operativo. Le dije que era un sol así de grande y me marché con la sensación de que el Masca y una servidora jugábamos al gato y el ratón.

—Una pregunta, antes de volver al currelo.

—Tú dirás.

—¿Conoces al chico del Masca?

—¿Qué clase de perra te ha dado hoy con la familia del Masca?

—¿Conoces al hijo o no, joder?

—Claro que lo conozco. Cómo no voy a conocerlo.

—¿Y cómo lo definirías?

—Desde luego que tienes unas preguntas.

—Me refiero —dije tanteando las palabras— a si crees que pudiera estar metido en movidas políticas.

—Ahora sí que me he perdido.

—Lo que quiero decir es si será uno de esos fachas.

—Ah, era eso.

—¿Eso qué significa?

—Que puede ser. Que es un chaval difícil. De ideas ultras. ¿Te vale así?

—Por el momento me vale —contesté.

—Te lo juro. No sé qué perra te ha dado.

La tarde no dio mucho más de sí. El Masca me llamó sobre las cinco. Lo volvió a hacer desde el teléfono del hospital y me preguntó cómo iba la cosa. Ninguno de los dos hizo mención al asunto del incendio y la conversación discurrió con normalidad. Al despedirnos le pregunté hasta cuándo estaría fuera. Me dijo que un par de días y nos deseamos buenas noches.

Morante se presentó casi al filo de las seis. Se acercó a mí y ni siquiera me dejó preguntarle cómo le había ido.

—Tía, no te lo vas a creer —dijo abriendo mucho los ojos.

—¿Andas mamado, Morante? —le pregunté.

—Te he dicho que no te lo vas a creer.

—¿Que no me voy a creer qué? —pregunté intrigado.

—¿Te acuerdas del Assengway, el negro del hospital?

—¿Qué pasa con Assengway? —pregunté ya con alarma—. ¿Ha secuestrado algún avión?

—Ya te dije que no te lo ibas a creer.

—Cojones, habla de una vez —dije con impaciencia.

—Walter Assengway —contestó deteniéndose en cada una de las sílabas— es uno de los dos fiambres.

—¿Cómo? —pregunté en medio de la confusión.

—Comiendo, tía, comiendo. Te acuerdas del “Guarte”. Sí, cojones, la gitana de ayer.

—“Er Guarte”, claro —dije, no dando crédito a mi torpeza.

—Casi me linchan cuando llegué al depósito. En cuanto saqué la cámara, diez o quince negros salieron pidiéndome explicaciones, tía. ¿Te imaginas?

—Pero, espera, espera, colega. ¿Estás seguro de lo que me estás diciendo?

—Como que estoy viendo a un pedazo de tía delante de mí.

—Venga, déjate de gilipolleces. ¿Cómo carajo no había caído?: “Er Guarte”.

Me cago en el “Niñato” y en todos sus muertos, me dije. ¿Así que habían vuelto a por Walter?


El tanatorio queda un poco antes del cementerio, según se pasa la ronda de circunvalación. Quedan unidos por una estrecha carretera que en primavera aparece flanqueada por girasoles y por donde a veces me da por pasear en bicicleta. Me gusta dejarme llevar por el paisaje tranquilo e incontaminado de pequeñas lomas sobre las que aparecen granjas, tractores, aspersores o laboriosos buscadores de espárragos o tagarninas. Pasado el cementerio la carretera continúa y se pierde entre los campos amarillos hasta desembocar en una aldehuela lejana.

Pero centrémonos en el tanatorio, desde donde, a lo lejos se divisan los altos cipreses y que como todos los tanatorios aparece rodeado de aparcamientos, papeleras, parterres, arbustos y plantas vistosas que no consiguen romper la pueril rigidez del lugar. Visto por fuera tiene la pinta de un frontón y se podría confundir con un polideportivo, pero nadie diría que es ni una cosa ni la otra. A nadie engaña la muerte. En sus escalinatas rara vez escasean los corros de fumadores, los solitarios enchaquetados pegados al móvil, los temblorosos adolescentes que contemplan sin interés los primeros edificios de la ciudad. Un lugar, ya digo, nimbado de tristeza.

Quizás pasara de los cuarenta grados al bajarme del Corsa. Un par de coches policiales, aparcados sin ninguna discreción bajo la marquesina destinada a los taxis, era cuanto necesitaba ver para percatarme de que allí adentro estaba ocurriendo algo. A dos pasos de la puerta, tres o cuatro personas fumaban y charlaban con aparente tranquilidad. Tras ellas un policía que hacía las veces de portero, dudó si pedirme los papeles. En el vestíbulo reinaba la serenidad y el silencio. Un par de mujeres charlaban en voz baja en un sofá, un chico hablaba por el móvil mientras paseaba y gesticulaba. Alguien, tal vez su madre, parecía mirarlo con cansancio. No se veía a ningún negro y eso resultaba raro, muy raro.

—Por favor, ¿me dice el número de la sala donde está Walter Assengway? —pregunté a la chica que atendía tras el mostrador.

La chica, vestida con un uniforme color verde claro en cuya solapa se leía el nombre de Virginia Cervantes, me preguntó si era familiar directa o amiga de Walter. La pregunta me desarboló, puesto que era evidente que yo no podía ser familiar de Assengway.

—Amiga directa —dije al fin, tras mascar durante un par de segundos la respuesta.

—Espere un momento —me contestó, y sin pensárselo dos veces telefoneó a un compañero, que en breves instantes, apareció bajo ese caminar amazacotado que acaban por adoptar los profesionales de la seguridad.

Lo esperé a pie firme, como si ya adivinara sus palabras. Tampoco había que ser una guapa Virginia Cervantes para leer el pensamiento de aquel mastodonte.

—Mire, soy amiga de Walter Assengway, uno de los chicos que ha muerto en el incendio. Querría...

—Nadie puede ver a los fallecidos. Órdenes superiores —añadió, señalando con un movimiento de cuello al policía de la puerta.

—Trabajo para La Mañana —contesté, mostrándole el carnet de periodista—, pero era amiga personal de Walter.

—Lo siento. Son órdenes. Si quiere, puede consultarlo con el inspector.

—¿Qué inspector? —pregunté.

—El inspector Pastor Montaño.

—¿Pero Montaño está aquí? ¿Dónde se esconde?

—Lo encontrará en la cantina.

La cantina estaba al final de un estrecho corredor lateral. Las paredes desnudas, el mármol que lo revestía, los altos techos, las luces neutras, el aire acondicionado y ese olor a vainilla que saturaba el ambiente, daban al local un aspecto de nevera, casi de escalofrío. Del bar llegaba un confiado resoplido de cafetera italiana y un buen olor a café. Al abrir la puerta, me encontré con medio rostro de Montaño, escondido tras del Marca.

—¿Qué? ¿Leyendo a Juan Ramón?

—¿Tú por aquí? —preguntó, cerrando el periódico.

—Uno tiene amigos en todas partes —contesté.

—¿Vienes por lo de esos negros?

—¿Se sabe ya algo?

—Nada que no sepas.

—¿Pero no me había dicho hace un rato que se los iban a llevar a Sevilla?

—Al final no ha hecho falta.

—¿Entonces se conoce ya su identidad? —pregunté.

—No. Al parecer eran indocumentados. Estaban manipulando una bombona y pummmm. Eso es todo. Nadie los reclama. Lo de siempre. Pobres tipos que se la juegan por una miseria y ya ves cómo acaban. Una estúpida bombona de butano y a tomar por culo.

—Dejemos por el momento lo de la bombona. Me han dicho que uno de los muertos es Walter Assengway.

—¿Y quién se supone que es ese tal Walter o como se llame?

—¿No lo recuerda? El negro que hirieron en la estación.

—Pues no, ahora no lo recuerdo.

—Sí. Me contó que le habían prometido los papeles. Estuvimos en su despacho hablando del asunto.

—Éstos andan siempre fantaseando. ¿Tú crees que si de verdad tuviera papeles, viviría en una chabola?

—Pero él me aseguró...

—Joder. No crea todo lo que le dicen, chica. Al fin y al cabo es usted periodista.

—Pero, bueno, ¿se trata de aquel tipo o no? De Walter, quiero decir.

—Los cuerpos han quedado calcinados. No habrá manera de averiguar nada. No tienen familiares ni pollas. Todos los que le trataron escurren el bulto. Ni siquiera tienen a nadie que los reconozca. Indocumentados, gente que no existe.

—Eso significa que no va a investigar.

—Se hará lo que se pueda, pero, para empezar, no sabemos quiénes son, ni qué carajo estaban haciendo en la jodida chabola. Nadie ha reclamado sus cuerpos, nadie ha denunciado sus desapariciones. Todo lo que sabemos es lo de la bombona. ¿Qué quieres que yo haga? ¿Malabares? Sería como buscar una aguja en un pajar.

—Pero supongo que habrá alguien en el barrio que los pueda reconocer. Si vivían allí, la gente sabría quiénes son, cómo se buscaban la vida, con quiénes se juntaban.

—Llevas diez años en esto y sigues sin tener ni idea de qué va la cosa. En el barrio ya tienen suficiente con lo que tienen. Supongo que estarás al tanto de qué vive el barrio. Para esa gente un policía es poco menos que el diablo vestido de azul. No soltarían prenda, aunque los enchironáramos a todos, incluidos los perros y las farolas. Mienten más que pesan. No sé cómo cojones se fían unos de otros. Además, no queda nada para reconocer.

—¿Drogas entonces?

—Puede ser. Es lo más probable. ¿Pero dime la verdad, tú a qué has venido? ¿A quitarte el complejo de culpa? ¿A hacerle un bien a la humanidad?

—He venido a cumplir con mi obligación. La suya es esclarecer las cosas, la mía contarlas de modo que se entiendan, para que la peña no ande cada vez más huraña y cada vez más paranoica. La gente tiene que salir a la calle sin miedo. Si las calles se quedan vacías, es cuando estaremos jodidos. Pero si quiere que le diga por qué estoy aquí, se lo diré. Alguien me contó que había por los alrededores quince o veinte negros con ganas de bronca. Pensé que la podían liar.

—Se largaron en cuanto nos vieron aparecer. Esta gente nunca da la cara. Saben que los podemos empaquetar para su país en cualquier momento. Los cojones los dejaron por esos desiertos de Dios. Y, además, cómo crees que se ganan la vida. De ilegales. Por el momento con el top manta y con los pañuelitos de los cojones, pero ya están tardando en pasarse a la droga.

—¿Y por qué, siendo así, no los han detenido?

—Tú andas regular de la olla, chica. ¿Detenerlos, dices? Entran por una puerta y por la otra salen. Tienen más leyes que tú y yo juntos estos putos negros. No han pasado la puerta y ya están llamando a las oenegés de los cojones.

—Por lo menos sabría ahora quiénes eran esos dos.

—Como que nos lo iban a decir esos capullos. Tienes que espabilar: eres una ilusa. A las mujeres os pierde eso, no sé cómo llamarlo.

—¿El rollo maternal?

—¡Qué cojones de rollo maternal ni de rollo maternal! Creéis que ciertas cosas tienen arreglo y no lo tienen. Nosotros no podemos arreglar el mundo. Todo lo más que podemos hacer es limpiar y adecentar un poco las calles.

—Para eso ya está el servicio de basuras.

—Conmigo no te hagas la tonta, o la lista, según se mire.

—¿Y si lo de la bombona fuera un truño como una casa, y si estuviéramos ante un caso de violencia racista?

—Venga, no me jodas. Has visto demasiadas películas. Lo de la bombona no lo digo yo. Lo dice la policía científica. Pregúntale a ellos. Y sobre lo otro, ¿ quién se le ocurriría ir a un barrio de ésos, donde no somos capaces de entrar ni nosotros, a armar bronca? Éste es un accidente. De libro.

Lo cierto es que yo no fui al tanatorio a ver a Montaño, pero había logrado poner más o menos en claro las dos cosas que en realidad me importaban: una, que uno de los muertos era Walter Assengway y, dos, que la policía tampoco se iba a matar para esclarecer el asunto.

Salí del tanatorio cuando ya caía la tarde. En el aparcamiento me esperaba un estrépito de chicharras. Caminé hacia el coche con una sensación de rabia contenida. Arranqué y al dar marcha atrás observé que un tipo alto, fornido y negro, salía de un seto próximo, abría la puerta del copiloto y, de un salto, se colocaba a mi lado.

—¿Qué quiere de mí? —dije, frenando el coche y mirándolo a la cara—. La policía está ahí dentro.

—¡Arranca! —ordenó, alzando la mano como para darme un sopapo.

Arranqué.

Dejamos atrás la zona ajardinada, mientras acechaba de reojo a mi acompañante: me alivió mucho que no fuera armado. En el puente de la circunvalación, después de la rotonda, me armé de valor y le pregunté qué quería de mí.

—¿Eres la jornalista?

—¿La jornalista?, ¿qué jornalista? —pregunté ya en el semáforo, mirando su camiseta en la que se dibujaba una rata amarilla y la leyenda de “love rats”.

—¿Sabe quién quema la casa con dos allí dentro?

—No —mentí, mirándole a los ojos y esperando su respuesta.

—Blancos rasistas.

—¿Y eso cómo lo sabe?

—Yo estaba en la casa.

Frené.

Íbamos por una avenida jalonada de acacias con sus copas redondeadas y sus pájaros escondidos bajo el ramaje. A un lado se levantaban altos edificios que brillaban al penúltimo sol de la tarde, pero del otro lado no se veía más que un abrojal separado por una valla y la fachada del seminario, con su torre asediada por la calima y sus solitarias palmeras levemente arqueadas. El semáforo que teníamos delante se había pasado al naranja. Al frenar sentí una vaharada de calor, como si me estuviese cociendo por dentro. Abrí la ventanilla, volví la cara y me quedé mirando a mi acompañante.

—¿Tú?

—Yo estaba en la casa. Los rasistas fueron. Vinieron más veses. Antes. En otros sitios.

—¿Y sabes cómo se llaman, quiénes son?

—No, pero digo verdad —dijo alzando la muñeca—. Uno quemado con gasolina.

—¿Quién?

—Yo quemado braso. Suyo braso. Mucho. Arde mucho. Y la cara. Tenía miedo.

—¿Y por qué me lo dice a mí? ¿Por qué no va a la policía y lo denuncia?

—Walter era en hospital, dijeron, negro, tú caias y tienes papeles, pero nada. Ni papeles ni nada. En ves lo quemaron.

—¿Entonces no le dieron los papeles?

—No dieron papeles. Enganiaron. Nada dieron.

—¿Y por qué buscaban a Walter?

—Walter denunció. Fue comisaría a denunciar.

—¿Denunció? ¿Cómo que denunció?

—Primero esperó papeles y no dieron. Luego fue con abogado y enseñó los papeles del médico.

—¿Cuándo fue eso?

—Dies días hace.

—¿Y quién es ese abogado?

—Una oenegé quizás. Pregunta polisia. Ellos saben.

El semáforo se puso en verde y continuamos hasta llegar al cruce del viejo asilo, donde mi acompañante abrió la puerta y quiso bajar.

—Tienes que disir —me pidió antes de bajarse—. Tú tienes que disir. Maniana muere otro negro y otro y otro.

—¿Como te llamas? —pregunté.

El hombre pareció pensárselo. Miró hacia el coche.

—Corsa. Me llamo Corsa.

—No es un mal nombre —dije para mí.

Por el retrovisor vi cómo el negro atravesaba en dos zancadas la avenida desierta y se perdía por la bocacalle. De haber querido estrangularme y partirme en tres pedazos, mi cuerpo yacería ahora en una de esas cunetas y nadie sabría nunca qué había pasado. El resto del trayecto lo hice con un nudo en la garganta. Hasta entonces había decidido dejarme arrastrar por las consignas del director, pero sentía que callarme una vez más sería como dejar que me sepultara la mugre. Me sabía atrapada entre dos frentes. Es cierto que nunca me había caracterizado por mi nobleza de ánimo ni por mi coraje, pero sentía que después de aquella conversación, las cosas tendrían que ser distintas. Entre otras razones porque en la actitud de Corsa había implícita una amenaza. ¿Por qué si no, me habría abordado, jugándosela, sabiendo quién era yo, y qué relación me unía a Walter? ¿Por qué si no, me habría confiado lo que me confió? ¿Por qué si no, me habría pedido que pusiera luz en aquel asunto? ¿Qué es lo que me esperaría de no hacerlo? Sea lo que fuere, la presencia de Corsa en mi coche me había dejado bastante aturdida. Aún sentía su olor acre, la amenaza de su brazo, el calor de horno que desprendía su cuerpo. Por otra parte, me iba diciendo, una puede mirar hacia otro lado cuando lo que tiene delante son bagatelas, pero no cuando se trata de la muerte de dos pobres hombres. Podía entender la postura de mi jefe, pero no la del inspector, cuyo trabajo consistía en esclarecer la verdad y hasta me había ocultado lo de la denuncia. Una denuncia que, conocida por los agresores, habría motivado su reacción incendiaria. El inspector sabía mucho mejor que yo quiénes estaban detrás de aquel juego que tal vez al principio tuviera una cierta apariencia inicua, pero que ahora tomaba un cariz bastante más que pestilente. Pero no sólo era el inspector. No veía a Montaño tomando el teléfono y llamando a Carmonita Chico o alguno de sus secuaces para contarles que se acababa de interponer una denuncia. Probablemente hubiera llamado a su padre o incluso, más sibilinamente, al alcalde y éste a su vez habría llamado a Domingo. Así todo quedaría en casa. Hoy por mí, mañana por ti. Así había sido siempre y yo había transigido. Hasta entonces lo veía como un juego intrascendente de favores y miré para otra parte, suponiendo que nunca llegaríamos a un lugar como aquél. Me equivocaba. Ahora pagaba mi equivocación. En medio de estas reflexiones, no dejaba de pensar en las consecuencias a las que habría de enfrentarme en caso de contar lo que sabía.

Aparqué más lejos que de costumbre y caminé hasta la plaza. La brisa que a esa hora subía por la avenida, me hizo bien. Todo en la calle parecía en su sitio. Los contenedores, los semáforos, las bombas de riego, los quioscos, las fachadas, los carteles luminosos, las farolas con sus papeles pegados, los árboles, la gente, las tapas de las alcantarillas, la mierda de los perros, la estela del avión que pasaba por encima de la ciudad, el sonido de los cláxones: nada faltaba en el mobiliario urbano.

Subí las escaleras sumida en un fangal de dudas, como si de verdad me enfrentara a algo importante e inaplazable. Atravesé la sala donde mis compañeros trabajaban a destajo y en silencio y me puse frente al ordenador, sin saber todavía qué es lo que iba a escribir. Morante vino a ver qué había conseguido y le pedí las fotos tomadas en el tanatorio. Durante un buen rato me las quedé observando con la indolencia de quien observa las imágenes de un campo sembrado de redondas y monstruosas calabazas. Hasta que, entrecortado por otros, reconocí el rostro del chicarrón que se había montado en mi coche. Entonces, como si otra vez su rostro lo tuviera pegado al mío, reaccioné. Amplié la foto hasta casi descomponerla y enfoqué su cara. Tenía unas facciones duras, pronunciadas, con rastros de acné, tal vez cicatrices. En sus ojos se transparentaba la tensión, el odio, la rabia. Tras examinar aquel rostro durante mucho rato, respiré hondo y recordé con alivio su mano alzada, dispuesta a caer sobre mí.

Me acerqué a Muriel y, sin preámbulos le dije que tenía nuevos datos sobre el incendio y que iba a rectificar la noticia. Muriel me miró sorprendido y, como imaginaba, me respondió que habría que consultarlo al Director.

—Ya he hablado con el director —mentí— y me ha dicho que haga lo que me dé la gana.

—Eso no puede ser —gritó confundido.

—¿Por qué carajo no puede ser? ¿Qué hay debajo de todo esto, Gonzalo? —respondí subiendo el tono hasta que supe que todos estaban pendientes de nosotros—. Explícamelo. Porque tengo la absoluta certeza de que el incendio ha sido provocado por un par de niñatos y de verdad que no sé qué carajo hacemos nosotros amparándolos.

—No amparamos a nadie. Lo que pasa...

—Acabaremos enterándonos de lo que pasa, pero mientras, voy a contar lo que hay. Y además, te diré una cosa. Acabo de hablar con un tipo que estaba dentro de la chabola cuando lo del incendio. Dentro. Me lo ha contado todo. No estamos ya en el terreno de las especulaciones, sino en el de las verdades. Nos gusten o no. ¿Te parece que esperemos a los siguientes muertos, a la próxima bombona? Para entonces igual te arrean a ti o me violan a mí. O saltamos por los aires por la mala combustión de un nazi hijo de puta.

Muriel estaba sorprendido con mi revelación. No sabía por dónde continuar la defensa de aquellos niñatos.

—Mira. Ya sabes mi opinión. Yo no quiero saber nada. Escribe lo que te salga de ahí mismo, ponlo donde te parezca, pero bajo tu sola responsabilidad.

—Es lo que iba a hacer.

—Tú sabrás.

—La portada es para la foto del tanatorio y la noticia que voy a rematar ahora.

—Por mí como si te pilla un talgo.

Volví a la mesa espoleada por la discusión, y sin pensármelo dos veces me puse a escribir:


Según fuentes consultadas por esta redacción, no se descarta que el incendio de la chabola donde han muerto dos personas de raza negra, haya sido provocado por dos individuos de raza blanca que proferían gritos racistas mientras quemaban la chabola con gasolina. Al parecer, uno de los pirómanos también fue víctima de las llamas. Es posible que uno de los subsaharianos que se hallaban en la chabola cuando se produjo el incendio lograra escapar. Varios de los relatos referidos por los vecinos a esta periodista en el lugar de los hechos apuntarían en esta dirección. La redacción ha podido averiguar que uno de los fallecidos en el incendio podría ser Walter Assengway, víctima de otro ataque racista sucedido en las inmediaciones de la estación de autobuses a finales del año pasado y del que este diario, comprometido con la verdad, dio cuenta en su día. Es posible que aquellos acontecimientos y éstos pudieran estar relacionados. Añadir por último que en esta redacción se ha tenido noticia que un nutrido grupo de subsaharianos se ha personado en la tarde de hoy a las inmediaciones del tanatorio municipal exigiendo que se esclarezcan los hechos y pidiendo el cese de la violencia racista”.


A medida que escribía, me iba sintiendo mejor, aunque no ignoraba que el asunto me traería consecuencias poco halagüeñas y a veces me detenía a leer lo escrito, por si las cosas se me iban de las manos. Cualquier error podría resultarme fatal y procuraba teclear sobre seguro. Al colocar el punto final me sentí tan bien, que hubiera sido capaz de bailar una zambra, pero desvanecido aquel primer impulso, la sensación se fue diluyendo. A medida que se acercaba la hora de cerrar, planeaban sobre mi cabeza los buitres de la realidad, los tigres de la duda, los ñúes del arrepentimiento, y la ballena blanca de la soledad. A falta de otros estímulos, me enfrasqué en la reelaboración de varias noticias de agencias, pero sentía que flotaba sobre mi cabeza la sombra portentosa de los animales del arca.

De cuando en cuando miraba a Gonzalo Muriel, que seguía con la cabeza clavada en la pantalla y los dedos en el teclado, incansable, tal vez relamiéndose por los sucesos que habrían de sobrevenir en cuanto la noticia de mi insurrección llegase a los dominios del Masca. Para Muriel, lo mejor era que las cosas hubieran sucedido de la forma en que habían sucedido entre el Masca y yo. Todos nos habían escuchado discutir y habían podido hacerse una idea de quién era quién en la partida de brisca en la que ambos estábamos enfrascados. Nadie podría dudar de que él había tratado de frenarme y que yo me había decapitado sola. Muriel era esa clase de tipo capaz de jugártela, haciéndose pasar por víctima. Lo suyo era colocarse en una postura neutral y sensata, y adoptar una pose de fidelidad al Masca a prueba de lo que fuera. Lo sorprendente es que nadie se fiaba de él. Llevaba más de veinte años dando el callo bajo tres directores distintos y todavía nadie le había ofrecido el deseado timón del barco.

Eran las nueve menos cuarto y habíamos cerrado ya la edición. Lidia y Morante, de espaldas, se reían de algo que sucedía abajo, en la plaza. Ignacio, como siempre, escuchaba una canción tras de sus cascos. Muriel ojeaba una agenda tan sereno que me daban ganas de llamar al Telepizza y pedir que me trajeran el tigre del Circo Mundial relleno con aceitunas negras. Yo esperaba una llamada del Masca, pero pasaban los minutos y ésta no se producía. En el fondo de mí misma pensaba que una llamada suya me habría salvado. A las nueve en punto de la noche dimos todo por cerrado y nos largamos. Bajé las escaleras como si llevara sobre los hombros un rinoceronte. Hacía una temperatura agradable pero yo tenía el ánimo espantado y no sabía si el lunes siguiente seguiría formando parte de la plantilla de La Mañana o estaría disfrutando de unas vacaciones en el infierno.

—¿Qué vas a hacer mañana? —me preguntó Morante.

—Creo que me voy a pasar el día por allá arriba. Me vendrá bien coger un poco de oxígeno entre los castaños. ¿Por qué me lo preguntas?








Y entonces, en medio del castañar, sonó mi móvil. Antes de contestar, observé desde qué número me llamaban y se me debió demudar la cara al comprobar que se trataba del director. En realidad no puedo decir que no esperase su llamada. Tomé aire, me encomendé a la virgen, me limpié el sudor y descolgué. Ni siquiera me dijo quién era. Lo que me dijo fue que quería hablar conmigo de inmediato. De inmediato.

—¿Cómo de inmediato? —pregunté.

—Ahora mismo —dijo.

—Ahora va a ser difícil. Estoy en La Sierra.

—¿En qué lugar de la Sierra? —preguntó.

—En Fuenteheridos —contesté.

—Muy bien. Yo estoy en Sevilla. Ahora mismo tiro para Fuenteheridos.

—Nos vemos, entonces.

Fuenteheridos era el lugar donde de cuando en cuando me escapaba con alguna de esas amigas que una se va encontrando por el camino. Había una casita al pie de la carretera, entre un castañar y una chopera, que me gustaban. Solía alquilarla de tarde en tarde, cuando el cuerpo me pedía un poco de distancia o andaba de “maniobras orquestales” que exigían algo de discreción.

Sabía que Carmona tardaría al menos una hora en hacer los cien quilómetros de distancia, de manera que me fui andando hasta el pueblo, entre castaños y pinos y observando cómo los abejarucos, esos maravillosos pájaros, volaban a sus nidos horadados en el mismo talud de la carretera.

Eran las cuatro de la tarde y el sol pegaba de lo lindo, pero la cercana presencia del agua amortiguaba la sensación de calor. Salvé el repecho y me encontré con el cartel de bienvenida bajo la sombra de un álamo. El pueblo entonces apareció ante mí, emboscado entre los inmensos castaños. Bajé por una calle que anteriormente había sido de almacenes de frutas y patatas y ahora albergaba algún que otro restaurante. Atravesé la plaza todavía atestada de turistas y caminé unos doscientos metros por la carretera en dirección a los viejos lavaderos. La carretera corría paralela al pueblo, separados ambos por un profundo valle, que dejaba al caserío como colgado. El conjunto, escalonado sobre la ladera, con sus relucientes tejados y chimeneas, sus pequeños huertos y sus solanas, que parecían mirar no a la ladera contraria por donde yo caminaba, sino a un tiempo que ya había pasado, daba una impresión armónica, apacible y luminosa. Reverberante. Mientras avanzaba, unos forasteros se sacaban fotos haciendo la uve de la victoria, ajenos al imperturbable vuelo de los vencejos; allí vi una mesa libre y pedí un café, mientras meditaba en la inminente conversación con el Masca.

Intuía lo que Domingo quería de mí con tanta urgencia, pero el asunto podría ser también cualquier otro de nuevo cuño, porque el Masca tenía la costumbre de complicarnos a todos la vida con naderías y con proposiciones completamente insensatas y olvidables. Tenía motivos para preocuparme, pero no pensaba hacerlo.

Al cabo del rato me alcé y regresé a la plaza. No hice más que dar unos pasos por la sombra de las acacias, cuando un chico tambaleante alzó un botellín y brindó a la salud de no sé qué turbio Mississippi: unos metros más allá, un par de caballistas se alzaban sobre sus monturas como cromos antiguos, embutidos en su impecable disfraz de señoritos jerezanos algo pasados de rosca. Tras ellos, un perrillo olisqueaba entre los contenedores y cuatro o cinco jóvenes reían más de la cuenta resguardados a la sombra de un edificio encalado. Al lado contrario se entreveía una casa entre los cerezos y perales, cuyas copas oscilaban ante la brisa. Al desembocar en la plaza escuché el rumor violento de la fuente. Desde luego no era la primera vez que pisaba ese lugar, pero me volví a ver sorprendida ante el blancor de sus fachadas, la armonía de los arcos, los tejados, los árboles, el crucero, los numerosos coches aparcados y las calles empinadas que arrancaban de la plaza como las varillas de un abanico. Siguiendo el murmullo del agua, atravesé la arcada que se abría a mi derecha y desde allí contemplé la fuente. El agua de sus caños caía con violencia sobre un pilón gastado por el tiempo. Bajé hasta allí y, me refresqué la frente y los labios. Al volver sobre los escalones, me encontré con un recinto arbolado bajo el cual se repartían docena y media de mesas, casi todas ocupadas. Daban ganas de sentarse allí, al amparo de las sombras y del rumor de la fuente, pero intuía que no era aquel un lugar propicio para esperar a Domingo.

Como no había quedado con él en ningún sitio concreto, me dirigí al que sin duda era el lugar más carismático de la plaza: la Posada, que ocupaba casi todo un frontal del recinto. Se trataba de un edificio de dos plantas, con un portón a cuyo flanco, sobre un rótulo grabado en mármol, se leía un escueto: Mesón La Posá. Si la primera planta, presentaba un aspecto discreto, la mitad de la segunda estaba coronada por tres arcos de medio punto que le daban un porte señorial y elegante. Un muchacho servía las mesas distribuidas a ambos lados del portón, bajo la sombra que a esa hora proporcionaba la fachada. Desde allí se tenía una visión completa de la plaza y podía anticipar la llegada de Domingo.

Sabía lo que me esperaba en cuanto apareciera. Sabía, es cierto, que por la cuenta que le tenía, Domingo no me iba a despedir de inmediato, pero intuía también que mis días en el periódico estaban contados a menos que jugara bien mis cartas. Al fin y al cabo, era yo quien tenía cogido por los huevos al Masca a cuenta de la responsabilidad del hijo en el asunto del incendio donde murió Assengway, pero conociéndolo, tal vez eso no fuera suficiente. Había luchado junto a él en alguna que otra batalla y conocía de sobra sus astucias y sus manejos. Lo había visto despellejar vivo a media docena de compañeros como si se tratase de gallinas de corral. Lo había visto vender su alma por un par de cajetillas de tabaco o por un buen revolcón. Lo había visto recular como un cangrejo y luego vender su traición como un acto de heroísmo o de integridad moral. Era un tipo imprevisible, cuyos postulados éticos corrían parejos a las tendencias del mercado y a la estadística de las corrientes. Conmigo, me decía, la cosa no le iba a resultar tan sencilla, pero tampoco me hacía ilusiones.

Llegó casi una hora y whisky y medio después de hacerlo yo. Cuando lo vi junto al crucero, buscándome como un sabueso, me temblaron las rodillas. Levanté la mano y de inmediato se acercó. Su llegada fue fría, gélida casi. Se sentó casi sin saludarme y llamó al camarero con brusquedad.

—Vengo seco —dijo.

—¿De dónde vienes? —pregunté sin malicia.

Durante un segundo y medio fijó su mirada sobre mí, interrogativo, expectante, dispuesto a comerme viva. Comenzaba el combate.

—¿Cuánto tiempo llevamos trabajando juntos, Violeta?

—Muchos años —respondí sin dudar, como si tuviera pronta la respuesta.

—Eso quiere decir que algo nos conocemos —concluyó.

—Supongo que sí, pero no sé a dónde quieres llegar.

—Tú sabes de sobra a dónde quiero llegar. Joder. Imagina que en la redacción cada cual hiciera la guerra por su cuenta. Si entre nosotros no nos cubrimos las espaldas, apaga y vámonos.

—No entiendo nada. ¿Para decirme esto has venido desde tan lejos?

—Mira, Violeta, no te hagas la gilis, ¿vale? —dijo tras hacer tintinear el hielo de su copa y llevársela a los labios—. He hablado con Muriel. Me lo ha contado todo.

—¿Todo? —pregunté un poco aturdido—. ¿Qué significa todo?

—Mira, vamos a hablar claro. ¿Desde cuándo te interesan tanto los negros? ¿No te habrás vuelto ahora de la otra acera?

—Estoy en la acera de siempre. No te preocupes. No tengo ninguna predilección por los negros, pero no me gusta que cuatro niñatos los vayan quemando vivos. Y si los queman vivos, mi responsabilidad es tratar de enterarme de lo que ha pasado.

—¿Eso no le corresponde a la policía?

—Me imagino que nosotros tendremos algo que decir al respecto. Además, a la policía parece no interesarle el asunto. Uno de los quemados, porque nos estamos refiriendo, claro, a los quemados, presentó una denuncia y ya ves, en vez de meter en chirona a los que van por ahí con pistolitas, fueron a contárselo a los de las pistolitas y éstos fueron a quemar a la chabola con todos ésos dentro. Uno de ellos, claro, era el denunciante. ¿Cómo carajo llamamos a esto?

Carmona me miró perplejo.

—¿Y tú cómo coño sabes lo de la denuncia? ¿Te lo ha contado ese inspector?

—Soy periodista. Creo que trabajo todavía para un periódico. Y no rebelo mis fuentes.

—Déjate de tonterías, Violeta. Me cago en la puta madre de las fuentes. Te voy a hacer sólo una pregunta —dijo cambiando de tono—. ¿Esto lo haces para joderme o para salvarte de la quema?

—Ahora sí que no te sigo.

—Dime qué es lo que quieres. Somos mayorcitos. Joder, suelta lo que quieres y lo hablamos. Mira, siempre te he apreciado. Podría haberte despedido cuando despedí a los otros, pero no lo hice. Te considero una tía legal. Si haces esto para salvar el culo, lo entiendo. No me gusta pero lo entiendo. Cada cual juega sus bazas y las tuyas tengo que reconocer que son buenas.

—Yo no juego a nada, Domingo. Sólo quiero mirarme al espejo y no verme como una gilipollas.

—¿Destrozar todo cuanto te rodea te parece de gilipollas?

—Yo no he dicho eso.

—Pues eso es lo que me parece haberte escuchado.

—Mira, Domingo, si quieres franqueza, la tendrás. Por mí que no quede, ¿vale?

—Venga, dispara —dijo dándole un sorbo largo a su whisky.

—Yo no quiero destrozar nada, sino precisamente lo contrario. Mira, el otro día estaba tomándome una cerveza y me advirtieron de un incendio. Me acerqué a ver qué pasaba. Cuando llegué acababan de llevarse a dos tipos envueltos en mantas. Los vecinos contaban que unos niñatos habían metido fuego a la casa con cuatro negros dentro y que no era la primera vez que los niñatos venían a armarla. Que unos días antes intentaron formar otro cirio allí mismo. Me contaron con pelos y señales cómo había sido el incendio y quiénes lo habían provocado. Nada de bombonitas ni pollas en vinagre. Me aseguraron que uno de los pirómanos se había quemado la cara y el brazo al rociar la chabola con gasolina. Al día siguiente investigué y corroboré que las cosas habían pasado tal y como lo contaban los vecinos. Uno de los negros que sobrevivió al incendio vino a contármelo. No me lo contó el Papa de Roma, ni un profe del conservatorio. Un superviviente. Eso es todo. No me invento nada, Domingo. Tú lo sabes mejor que nadie. Si hubiera querido montar un cristo como una catedral lo hubiera hecho. Así que no me vengas con que si quiero destrozar esto o lo otro. El problema, como ves, no soy yo.

Él pareció dudar. Se volvió a llevar el vaso a los labios, mientras meditaba una respuesta.

—Mira, con la mano en el corazón, Violeta, ¿crees que nos conviene contar estas historias? Puede que las cosas ocurrieran así, pero la cuestión es qué carajo ganamos contándolas. Lo de menos es saber quién ha cometido esa salvajada. Hay muchos que están esperando la más mínima para tacharnos de putos racistas. Estamos tratando un asunto delicado, joder.

—Yo no me tomo a broma esto, Domingo. Conmigo no cuentes para echar tierra sobre este asunto. La han palmado dos tíos. Yo al menos preferiría no mirar para otra parte. Tampoco a ti te conviene, te lo digo muy en serio.

—No sé a qué te refieres —dijo, saltando del asiento y poniéndose a la defensiva.

—Me refiero a lo que me refiero. Y tú lo sabes tan bien como yo.

—La vida es complicada. Cuando crees que lo tienes todo, algo te explota en las manos. No me ha sido fácil llegar a donde he llegado. Me he abierto camino a puntapiés, como todo quisque. Quizás me haya equivocado en cosas importantes, pero ya es tarde para rectificar. Aunque lo quisiera, ya no puedo hacer nada por esa gente.

—Pero puedes hacer que ésos a los que todos esconden no nos compliquen la vida a los demás, que al menos se piensen lo que hacen. No es la primera vez, hostias. ¿Recuerdas el tiroteo de la estación? Si entonces hubiéramos contado lo que sabíamos, tal vez nos hubiéramos ahorrado lo del incendio. Pero no, los negros no venden, no compran periódicos. Las cosas no se arreglan echando tierra encima, Domingo. No todas las cosas, al menos. El incendio y aquello son la misma cosa. Los mismos personajes. Si en vez de hacer lo que tenemos que hacer, crees que con echar tierra en lo alto arreglamos el asunto, nos seguiremos equivocando.

—Las cosas son complicadas, Violeta. Por mucho que tú quieras marcarle un camino a tus hijos, tus hijos toman el camino que le sale de los huevos. Lo mío con Cecilia no acabó como tenía que acabar. No culpo a nadie, cosas de la vida. Su madre es una mujer dura, con ideas raras, ya me entiendes. Viene de una familia de militares y eso queda ahí. No sé cómo decirte. Uno quiere pensar que nos hemos quitado todo lo anterior, que una cosa son nuestros padres y otra nosotros, pero no, hay un poso que queda. Basta levantar una alfombra para que salga toda la mierda que pensábamos perdida y amortizada. Aquí nos tuvimos que mamar al dictador hasta que se le ocurrió morirse y eso, querida, no se va así como así. Quienes ganan la guerra suelen imponer las leyes y la historia. Es lo que ocurrió aquí. Después de morirse, todo siguió igual. Los que tenían despachos los mantuvieron y los que tenían medallas las siguieron luciendo en los desfiles y en las bodas. Sus hijos los sucedieron. Ocuparon sus sitios y siguieron en lo mismo. Podría darte cien, mil nombres. Los cañones siguieron apuntando para el mismo sitio y los sagrarios siguieron oliendo igual a como siempre han olido los sagrarios. Todo cambió para seguir siendo lo mismo, como decía el siciliano. Y nosotros no supimos enfrentarnos a eso. Nos dieron un rincón donde poder jugar, un chalé donde pasar los fines de semana y creímos que eso era mejor que nada y hasta nos olvidamos de los agravios anteriores y desistimos de hacer más preguntas. En vez de sacar al dictador de su mausoleo le llevamos flores todos los años. Así hemos reconstruido este país. Con putas mentiras. Pero te hablaba de mi mujer, de mi hijo, de que yo también me he equivocado, Violeta, pero no puedo abandonar a los míos y echarlos a los perros ahora. Tienes que entenderme. Yo sólo he venido a pedirte que por esta vez...

—Mira, Domingo. No sé de dónde viene esto ni me importa. Hace casi cuarenta años que aquel hijo de puta nos dejara. No toda la culpa es suya, sino de quienes han dejado que la fiesta siguiera. La culpa es también nuestra y lo será aún más si seguimos de brazos cruzados, pensando que somos de puta madre y que aquello de la dictadura pasó. Yo no tengo ningún inconveniente en callarme lo que sé, pero esto tiene que acabarse. Si dejamos que esos niñatos se vayan hoy de rositas, mañana van a volverlo a intentar. Alguien tendrá que pararles los pies y nadie parece dispuesto a hacerlo.

—Eso déjalo de mi cuenta. Yo he venido a pedirte...

—Por esta vez..., pero te advierto que la próxima cuento con pelos y señales todo lo que sé. Si no puedo hacerlo en nuestro periódico, me buscaré otro. ¿Entendido?

—Sabía que te avendrías a razones —dijo triunfal, levantando la copa al cielo, en actitud más de victoria que de tregua.

Me dieron ganas de echarle la mesa encima y largarme, pero me contuve. No sé por qué lo hice. No había escuchado una sola de mis palabras. Había venido a averiguar lo que sabía y, llegado el caso, a conseguir mi silencio a cualquier precio. Y lo había logrado. Y no sabía, lo juro, cómo lo había hecho. Me la había vuelto a jugar.

—Joder, niña, aquí se está de cojones.

—No es mal sitio —contesté de mala gana.

La temperatura había bajado. Los vencejos volaban describiendo círculos y las nubes se desmigajaban sobre los tejados. El agua de la fuente transmitía todo su frescor a la plaza y de cuando en cuando una brisa fría alcanzaba nuestra mesa. Dos chicos vestidos con camisetas de fútbol forcejeaban junto al crucero. Uno de ellos empujó al otro, que cayó de espaldas. El que lo había empujado corrió en dirección a los árboles. El otro se sacudió el pantalón y lo siguió. Domingo tomó de nuevo la copa, la examinó durante un segundo y dijo:

—¡Quién volviera a tener esa edad!

No contesté. Sentí que los whiskys me habían hecho mella. Me llevé las manos a la cara. Respiré todo lo hondo que pude y fui expulsando el aire poco a poco.

—¿Y qué es lo que has venido a hacer por estos pagos, si se puede saber? —preguntó al cabo mi compañero de mesa, tratando de parecer relajado y amigable.

—Tengo un amigo aquí —respondí sin convicción—. Vengo a verlo de vez en cuando. Esto —dije en un gesto turbio que abarcaba la plaza— me tranquiliza.

—¿Nunca has pensado en dejar el periodismo?

—Alguna vez, pero dejándolo no arreglaría nada ni para mí ni para los demás —contesté apurando el whisky y abandonando el vaso sobre la mesa.

—El alcalde está loco por ficharte. Dice que eres una tía de fiar.

—¿Y lo soy? —dije con una cierta amargura.

—Tienes tus cositas, como todas, pero yo creo que sí, que eres de fiar. Si quieres puedo hablar con él.

Su respuesta, lejos de alentarme, me sumió en la decepción. Nos despedimos un rato después. Anduve unos metros y me aproximé a una acequia que nacía tras el paseo y la casa de la cultura. Metí la cabeza en la corriente y aguanté la respiración hasta que me faltó el aire. El agua, veloz, me masajeaba la cara. Mientras mantuve la cabeza dentro del agua me volví a sentir bien, así que repetí la operación una y otra vez. Después de varias inmersiones, me encontré mucho mejor. La tarde caía casi con desgana. Una bandada de pájaros oscureció el aire desplazándose de un lado para otro. Parecía un solo cuerpo interpretando una desconocida danza en el telón apagado de la tarde. Tan pronto corrían en dirección al pueblo, como, en un imprevisto giro, se alejaban de él. De cuando en cuando un pájaro se desprendía del grupo y volaba por su cuenta, ajeno a la bandada. Yo lo seguía durante algunos segundos hasta que alcazaba al grupo y se perdía en él. Olía a hierba, a tierra mojada, a tarde de verano. ¿Desde cuándo no sentía aquello? Tal vez desde que abandoné la casa familiar para estudiar periodismo en Madrid. ¿Cuánto había pasado desde entonces? Hice la cuenta de inmediato: veinte años.

Veinte años y seguía atrapada en la misma tela de araña de entonces, aunque me daba en la nariz que la reciente conversación habría de tener consecuencias devastadoras sobre mi futuro. Conociendo a Domingo, sabía que no iba a tardar en encontrar una coartada para darme boleto. Lo hizo otras veces con otros compañeros y lo haría conmigo, apenas le diera un poco de tiempo para hacerme creer que el despido no guardaba relación con mis brotes de insurgencia. La cuestión era si se atrevería. En fin, me dije aspirando el aire con avaricia, tendré hechas las maletas y dispuesta la ametralladora, por si acaso. En ese momento, de espaldas a la acequia, con el pelo chorreando, atontada por el rumor del agua, hacer la maleta y cambiar de aires era la posibilidad menos dolorosa que se me podría presentar.

—Este es un buen lugar para empezar de nuevo —me dije contemplando los árboles.

También yo había aprendido a mentirme.



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