EL PATIO DE DON ANTONIO

Está lloviendo. El día ha nacido con lluvia (bendita lluvia). Las gotas resbalan por los cristales. Parecen quietas, pero enseguida se echan a correr empujadas por un desconocido resorte. Las gotas de la lluvia en los cristales me recuerdan indefectiblemente a Don Antonio. Como me recuerda la visión de un patio de sevilla. El otro día, S* C* y yo paseábamos por las cercanías del palacio de Dueñas y acabamos frente a una reja donde pudimos contemplar largamente ese patio. Permanecimos allí, silenciosos, acaso sopesando el valor simbólico de aquel encuentro inesperado y bellísimo con el patio machadiano. Las lluvias de los últimos días dejaban sobre el albero una sensación untuosa y viva; decenas de naranjos flanqueaban mansa, pudorosamente el camino que emergía en mitad del patio; una extraña y pudorosa vida parecía poseer todo aquello. Una vida tranquila y serena, ajena al bullicio exterior. Más allá trepando por el muro del palacio, las buganvillas, el macizo de flores moradas que apenas si dejaba libres las ventanas. Los tejados, húmedos, remataban la sensación de bienestar. Un par de palmeras, emergiendo entre los macizos de naranjos, otorgaban al recinto un cierto valor exótico. Allí, agarrados a la verja, bendecidos por su silencio, permanecimos en un sin tiempo, mientras la mañana avanzaba nostáljica, como en los versos de Juan Ramón y levemente cansina como en los de Machado. De pronto, un coche comenzó a maniobrar desde una de las cocheras oculta a nuestras miradas. Era un coche negro, desafiante, que rompía con su sola presencia la magia del lugar. En ese instante se sumaron a nosotros un coro de bulliciosos desconocidos. Cuando el coche se fue acercando, el coro se agitó como si en los próximos segundos allí fuese a obrar algún milagro. Todos señalaban nerviosamente al automóvil que crujía en el albero. Sus ventanas tintadas nos dieron la pista de lo que allí estaba ocurriendo. Dios, qué horror, cómo aquel coche y aquellos desconocidos lograron romper en un segundo la magia del lugar, el silencio de un patio consagrado al silencio, esa sensación íntima que minutos antes había sobrevolado por el recinto. Nos fuimos. Corrimos antes de encontrarnos con el rostro simiesco de la duquesa, capaz de destruir para siempre aquel momento de silencio y de recogimiento. Mientras nos alejábamos, la luz del patio, su sencilla y limpia arquitectura, la sensación de que algo conectaba también con nuestra infancia, se iba diluyendo, pero las tortuosas calles, la sensación limpia del mediodía, consiguieron devolvernos al estado de luz que aquellos intrusos nos habían arrebatado. Seguían abiertas para quienes quisieran entrar en ellas todas las puertas de Sevilla.


Hoy vuelvo a la poesía, esta vez de la mano del inefable Antonio Machado. Son muchos los versos del poeta que hablan del patio sevillano, y en éste, la alusión es mínima, pero sorprende que con tan sólo un par de versos sobre su patio infantil, consiga despertar tanta emoción y tanta verdad destilada.
Machado, como Pessoa, esos seres escindidos, son y han sido mis maestros. En ellos procuro mirarme. A su ayuda acudo cuando por aquí soplan los cierzos. Mañana, si nada se cruza por mi camino, volveré con los micros. Quédense ahora con estos versos inolvidables. Sé que me lo agradecerán.

AUTORRETRATO

ANTONIO MACHADO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
?ya conocéis mi torpe aliño indumentario?,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
?quien habla solo espera hablar a Dios un día?;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último vïaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.



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