oficio de ecritor









EL OFICIO DE ESCRITOR

manuel moya



Antes de nada debo formular una afirmación necesaria: sí, aunque a algunos escritores y a otros les parezca raro, existe el oficio de escribir. Hay escritores por el mundo que tienen un oficio, que son un oficio en sí mismos y que con su oficio dignifican la literatura y la vida. Porque de eso creo que trata la literatura, de dignificar la vida, tanto en lo personal como en lo colectivo. Dignificar la parte soleada y la parte envuelta en sombras, naturalmente. La escritura es algo así como un tendedero donde colocamos nuestras sábanas a la vista de todos. Nuestra vida, nuestros humores, nuestros amores, nuestras vigilias y nuestros quebrantos quedan expuestos ahí, a merced del sol, de la luna, de la noche, de la brisa y de la mirada de otros hombres. Esas sábanas tendidas se convierten por un extraño juego de magia o de simple y conmovedor misterio en nosotros, en lo que al final es nuestra huella en la Tierra, nuestro paso por estos pedregales. En esas sábanas colgadas del tendal se posarán los grajos y alguna vez que otra se verán agitadas por los vendavales, pero también el sol las dorará al atardecer y en ellas persistirán nuestras huellas, nuestros sueños o nuestros insomnios. Y esas huellas, esos sueños y esos insomnios podrán ser muy poca cosa, sí, pero son nuestros. Nuestra modesta y acaso ilusa tentativa de desafiar al tiempo indomable.

Pero ciñámonos al título. La escritura es un oficio como el de dentista, abogado criminalista, soldador, futbolista, descorchador, lampistero, cirujano, pescador sexador de pollos, albañil, estilista, proxeneta, agricultor, drag queen o sastre. Un oficio al que debemos entregarnos sin esperar mucho de él, como ocurre con los grandes amores, como ocurre con las grandes aventuras y exploraciones que nos han empujado un poco más allá. Tal vez la escritura no merezca la pena y se convierta en un arduo esfuerzo sin compensaciones, pero dónde está escrito que todo lo que hacemos con esfuerzo ha de ser compensado y ha de tener un rédito vital asegurado. La literatura es y tiene que ser una vocación, pero yo diría más, la escritura es una pasión. Sin pasión no hay gran escritura. En 1929 un gran poeta, Rainer María Rilke escribía estas palabras a Franz Kappus, un aprendiz de poeta que le había enviado unos versos para que Rilke le hiciera su crítica:

"Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debe hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le mueve a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Sí debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida".


En mi vida de escritor he visto a muchos jóvenes doblar la cerviz a las primeras de cambio en cuanto no encontraban en la recepción de sus obras la respuesta social que esperaban. Lo que ellos buscaban no era estrictamente la escritura, si no sus alrededores, sus partes de sol y de bonanzas, su espectáculo, por decirlo así. Y han acabado abandonado porque la realidad no se correspondía con el tamaño de sus anhelos. Ellos no estaban motivados por la escritura, sino por esa "fiesta" de egos que ingenuamente pensaban que se escondía en el mundo literario. Por el prestigio, por la celebridad, por la pasta, por todas esas cosas que la escritura suele ofrecer con cuentagotas y no con equidad. Todo el mundo tiene derecho a sentirse Dios, pero cuántos, cuántos posibles dioses hay en estos momentos deambulando por el mundo. Álvaro de Campos ya hablaba de eso en Tabacaria:


¿En cuántos áticos y no-áticos del mundo

habrán ahora mismo autogenios soñando?

¿Cuántas nobles, altas y lúcidas aspiraciones–

sí, verdaderamente nobles y altas y lúcidas–

y quién sabe si realizables,

verán la luz del sol real o lograrán el auditorio de la gente?

El mundo es de quien nace para conquistarlo

y no de quien sueña con conquistarlo...


Pero, es cierto, existe una cierta concepción equivocada del esfuerzo, seguramente alentado por la filosofía capitalista y calvinista del esfuerzo, según la cual sin esfuerzo nada es posible, pero al tiempo se da la paradoja según la cual las cosas que más nos congratulan y nos gratifican no nos exigen esfuerzo alguno. El esfuerzo y la culpa son el legado de la religión en nuestras vidas. Las cosas según esta concepción han de costarnos, las cosas han de dolernos, las cosas han de ser conquistadas o vencidas, como si vivir fuera una batalla y nosotros su campa viva. Y la metáfora de la batalla, del esfuerzo por un lado y de la culpa por otra parecen las consignas de la vida, cuando no son más que su brazo opresor. Sangre, sudor y lágrimas. Se nos dice que tenemos que batallar, que abrirnos paso a codazos si es necesario, se nos dice que no basta con ser como somos, que tenemos que zaherirnos por hacer las cosas no lo suficientemente bien, por ser como somos, por merecer lo que de ninguna forma merecemos, etc... Uno se ve gordo, calvo, bajo, triste y uno siente que debe flagelarse por eso, pues no se esforzó lo suficiente o no renunció lo suficiente. Hay quienes siguen pensando que la autoflagelación es el método. Cuántas veces he escuchado en corredores o ciclistas aficionados decir con un vibrante orgullo aquello de "hoy me he pegado una paliza del carajo" o "casi acabo muerto, pero valió la pena"... ¿Como? Acabas casi muerto y te ha merecido la pena? Intenta el suicidio, chaval, igual así te sientes completamente realizado. No otra cosa decían los monjes que utilizaban el cilicio para contener sus instintos, sus dudas y sus caídas en el vacío. Sin embargo las cosas no tienen por qué verse de esa manera. Amar a alguien o a algo no nos cuesta nada ni nos incendia de culpa. Escuchar al hijo o a la madre ausente, contemplar en silencio una escena de la naturaleza, por insignificante o intrascendente que sea, bañarnos en un río, contemplar el mar o el fuego, recordar a los seres queridos, consolar a un amigo, observar algo hermoso, algo vivo, algo accidental, abrazar a un ser querido, charlar con alguien... nada de eso requiere dinero o esfuerzo, nada de eso pide "pegarnos una paliza" o "acabar muertos", nada de eso suma culpa a la culpa. La felicidad nos hace libres y mejores, pero no queremos ni estamos acostumbrados a ser ni libres ni mejores, sino correctos y anónimos ciudadanos que cumplen con las normas, por más arbitrarias que éstas sean, pero bueno, basta ya de simplezas y de filosofía de baratillo. La escritura no es ni tiene por qué ser una flagelación, aun cuando existe una nutrida nómina de escritores que han sustituido el cilicio por la pluma, pero eso es otro cantar.

Pero volvamos a Rilke. Imaginemos que uno ha respondido a la cuestión del poeta checo con un sí, es decir, que uno está dispuesto a decir sí al reclamo de la literatura y está dispuesto a pagar su alto precio. Que no hay marcha atrás. Lo primero, claro, será hacerse con un instrumental básico. La escritura es un oficio con instrumental propio. Un oficio que en vez de palustre, utiliza el teclado o el bolígrafo, que en vez de bisturí usa el papel en blanco, que en vez de la cubitera de coctáils usa la papelera y que en vez de un tractor utiliza una biblioteca. Sin ese instrumental básico (pluma, papel, papelera, biblioteca), no hay manera de escribir. En caso de mucha necesidad, tal vez podríamos prescindir de la biblioteca física, bueno, pero a condición de que seamos capaces de llevarla en la cabeza, pero apenas podríamos prescindir del papel, como tampoco de la pluma, que es el puntero que hace estampar el negro en el firmamento de lo blanco, o, por supuesto, de la papelera, que es el mejor y más sutil instrumento del escritor, aquél del que no puede prescindir en casi ninguno de los casos. Hablaremos poco de la pluma o del papel porque todos lo conocen y todos lo han probado. Uno podrá llegar a prescindir de ambos y escribir de cabeza como lo hacía Pedro Garfias, nuestro escritor del 27, que iba a las imprentas con su libro de poemas perfectamente pre-impreso en la cabeza, uno puede escribir en las paredes y hay paredes maravillosamente escritas.


Yo, sin embargo, me voy a detener hoy en esa gran olvidada que es la papelera, un instrumento que suele pasar desapercibido y que no cuenta con el pedigrí de sus dos compañeros de trabajo, pero sin papelera, sin el discernimiento o el filtro que supone una papelera, escribir es casi imposible. Un porcentaje muy grande de cuanto escribimos son tentativas, aproximaciones, borradores. Autoanalizar la obra, corregirla, pulirla, contrapesarla, descartarla, averiguar si está acabada o no, si se le puede afinar un poco más, trabajos tan poco glamurosos, ocupan aproximadamente el 80% del oficio de un escritor. Me resisto a creer en esos autodenominados escritores que publican un texto sin haber intentado mejorarlo. Me tocan las narices esos poetas que te recitan un poema cinco minutos después de haberlo compuesto o ésos que te dicen, lo compuse ayer, mira, no me ha dado tiempo a corregirlo pero léelo. ¿Cómo?, ¿me estás pidiendo que me coma un pollo crudo sólo porque es tu pollo? Los primeros bocetos de un poema o de una novela, hacedme caso, son casi todos malos, salvo si te apellidas Cervantes, Shakespeare, Sthendal, Rimbaud, Dostoyevski o Lorca. El resto de los mortales necesitamos corregir, pulir y decantar una y otra vez, una y otra vez. Es por eso que me parece una atrocidad publicar textos póstumos, bocetos, páginas sin desbrozar o sin acabar, que el autor aún guardaba en sus cajones para seguir trabajando. En mi caso, me enfrento al texto como a un viaje que empieza en su primera redacción, muy intuitiva, para luego irse transformando hasta acercarse a su forma final. A eso lo llamo esclarecimiento, pero podríamos denominarlo también decantación. Muy poco a poco el texto, dialogando contigo, te lleva hasta su meollo, hasta su decantación última. No siempre se produce la decantación, sin embargo. Muchos textos no completan su viaje, pero ocurre a veces que un texto te dice, clac, no lo toques más que así queda la rosa. Otras veces los abandonas o los olvidas. A veces no necesitas de más de diez o doce correcciones para que alcance su forma, pero en la mayoría de las ocasiones este viaje supone un trabajo arduo y paciente, con frecuencia de años. Por eso lo llamo viaje. Por eso considero a la papelera como el mejor cómplice del escritor. Sólo conozco a un escritor sin papelera: se llamaba Fernando Pessoa, y convirtió su arca en una inmensa papelera de donde aún extraemos sus textos. Pero el de Pessoa es el típico caso del escritor iceberg, y además Pessoa, llegado a un cierto punto de su vida, sin un posible retroceso, tuvo que decidir si corregir y ordenar lo ya escrito o lanzarse a tumba abierta y, acaso desesperado y vencido, cuando ya no le quedaba mucho tiempo de vida, eligió la segunda opción.

El suyo, con todo, es un caso excepcionalmente raro, pero la literatura está llena precisamente de casos raros, e incluso parece que la rareza, a la que solemos llamar por estos pagos originalidad, suele ser un don precioso, si bien el exclusivo y a veces gratuito culto a la originalidad encierra tantos peligros como las selvas de Salgari, Kipling o Quiroga. Cuando la originalidad es sincera y nace de lo más adentro está muy, pero que muy bien, pues aporta frescura y desoye el polvoriento corsé del orden, que suele ser la carcoma del arte, si no su freno, pero cuando la originalidad es meramente epidérmica o casual, cuando no sale de las tripas y más bien se debe a una perentoria necesidad de llamar la atención, suele acabar en la mera ocurrencia y, cuidado, el campo de la ocurrencia sin más le estará vedado a un artista comprometido con su arte. Para que una ocurrencia dé el pego ha de ser corregida hasta dejarla en los huesos y luego volverla a armar, limando sus asperezas, quitando aquí y sumando allá, hasta hacerla irreconocible. Una ocurrencia tiene al menos que pasar el proceso que Karl Popper define para la ciencia. Es necesario falsar las ocurrencias, someterlas a un severo escrutinio, a preguntas y a respuestas y sólo si pasa el examen, la ocurrencia, que evidentemente ya no lo es, se convertirá en material literario. Huyan tanto de las ocurrencias como del café con cianuro, de las gráciles medusas o de gente como Medea, Ricardo III o de los miembros del jurado del Nadal. Un poeta no es nunca un ocurrente, alguien que se queda en la mera ocurrencia, sino un artífice, alguien que hurga en lo desconocido, alguien que se enfrenta al límite, alguien que rastrea en la luz o en la oscuridad, alguien que se zambulle con una lupa en su propia piscina.

Con el instrumental descrito y con una ventana abierta hacia afuera o hacia adentro, bastaría para enfrentarnos -si enfrentarnos, por qué no- a la escritura. La ventana es imprescindible, porque la ventana es una flecha que nos precipita hacia los demás y es un hueco que nos vacía de nosotros mismos, según su orientación. Sin una ventana, lo admito, es muy difícil escribir. Porque la ventana, ya sea hacia adentro o hacia afuera, es lo que confiere sentido a la escritura, su horizonte, su hábitat. Podremos llamar a esa ventana, la mirada, pero el concepto sería el mismo. Tenemos que escribir algo, acerca de algo, pues es imposible escribir en la nada, desde la nada. Podremos, eso sí, lanzarnos a la búsqueda, sin saber con exactitud hacia dónde nos dirigimos y eso suele dar buenos resultados, pues vayamos donde vayamos siempre lo haremos hacia territorios y horizontes donde algo nos interpela. Bastaría con dejarnos fluir, con dejarnos abrazar por la escritura, sea cual sea su resultado. Incluso podría servirnos de terapia. Se trataría de salir del laberinto de nosotros mismos o penetrar en el laberinto exterior. Pero, claro, es necesario apechar con sus posibles consecuencias y no hacernos trampas en el solitario. En el fondo el escritor no escribe de lo que desea escribir, sino de lo que puede escribir, o de lo que tiene que escribir. La escritura se convierte en este sentido en un mecanismo boomerang. Vuelvo a la ventana: Ha habido discursos literarios rupturistas, los ha habido que niegan esto o lo otro o lo de más allá, pero todos tienen una ventana a la que mirar, un horizonte, interior o exterior, al que recurrir. El horizonte es importante, pues es el lugar hacia el cual se dirige la mirada, la línea que esa mirada enfoca y penetra. Sin un preciso horizonte se hace muy, pero que muy difícil escribir. Pero lo único que podemos afirmar de un horizonte es que jamás es definitivo. Después de una cordillera siempre viene otra y después de una línea de mar otra viene, pero se trata de eso, de seguir la llamada de eso tan huidero como es el horizonte.

No hace falta mucho para escribir, sino ponerse a ello. No hay ningún ser humano que no tenga algo que decir o que revelar. Cada persona, decía Arendt, es insustituible y el verdadero horror es sumirse, esconderse en la gregariedad, la excesiva imitación de elementos impuestos, la dejación de uno mismo y las convicciones personales por ganarse una vida placentera y tomar un puesto en la manada, la banalidad en suma. Toda existencia está llena de conflictos, rupturas, traiciones a uno mismo y a los demás, gozos, dudas, compromisos, grandezas y miserias y ésa es la cantera del escritor. El trabajo de escritor se parece mucho al de minero. Miren, antes de extraer un sólo gramo de plata, el minero ha de cavar y cavar toneladas enteras de tierra. El escritor antes de sacar un gramo de literatura también ha de mover toneladas de tierra. Días, meses, años, arramblando palabras, emborronando papeles, dando de comer a las papeleras. Que extraiga mármol o arcilla, que cargue sus barcos con plata o con tierra de cabezos es quizás cosa que tendrá que ver con el oficio tanto como con el mundo interior. Porque el oficio consiste en acabar discerniendo entre plata y tierra o cómo extraer plata de lo que parece simple tierra. Mil palabras pueden contener todo el plomo del mundo, pero quince o veinte bien halladas y pulidas pueden esconder una pepita de oro. Cargar un barco con plata o con tierra no puede ser lo mismo. Y lo que en este oficio suele convertir la tierra en plata, amigos míos, no es otra cosa que la palabra, la lengua, la tradición, la capacidad de enfrentarse a unas y conversar con las otras.

Empecemos por la palabra. El minero escritor ha de conocer bien las palabras, tiene que conocer su peso, su timbre, su precisión, su tempo y su cochura. Por dónde parten, por dónde sueldan. El verdadero escritor ha de aprender cómo engranarlas, cómo doblegarlas, cómo adelgazarlas, cómo sublimarlas, cómo llevarlas al punto de ebullición, cómo transformarlas, cómo utilizarlas de sillares para levantar un magnífico lienzo, cómo omitirlas, cómo darles sentidos equívocos, cómo conferirles respiración o cómo vomitarlas, pues será a través de ellas como construirá su mundo. No hay palabras buenas o palabras malas, palabras pobres o palabras ricas, palabras chuscas o palabras solemnes, siempre que pertenezcan al escritor y a su mundo. A veces en mis novelas utilizo palabras vernáculas. Son siempre palabras que conozco, que he asimilado, que he utilizado alguna vez en mi vida y que conviven conmigo. No veo a los hombres de mi tierra diciendo acequia, cuando ya tienen la palabra lieva, ni la palabra azada cuando ya tienen la palabra sacho. A mi padre, que era agricultor, jamás le escuché la palabra azada. Siempre dijo sacho y cuando pongo a hablar a gente de mi comarca la palabra que utilizo es sacho. Éste es sólo un ejemplo. Sería desastroso escribir provisto de un diccionario, porque muchas de las palabras que extraería de él no serían mías y por tanto se comportarían como elementos extraños al texto, y aunque esto os parezca poco plausible, esta impostura se advierte como se advierte un ladrillo en una pared de mampuesto o como con una simple ojeada el que sabe discierne entre el diamante y el metacrilato. El escritor se nutre de palabras. Mientras más palabras tenga en su mochila, mejor. También por esto el escritor ha de leer y también escuchar a los hablantes: para así aumentar su acerbo lingüístico, haciéndolo más rico, más maleable, más natural. Pavese solía hacer largos listados de sinónimos para poder trabajar con ellos cuando lo necesitara y solía escuchar a los campesinos de la Langa para así hacerse con las variantes lingüísticas de la región de su infancia.

Un escritor es un músico y si oís un poema o un relato, veréis que hay algo regular en su fraseo, una música, una suerte de proporción, de compás, de equilibrio que va urdiendo las frases, y que como lector te va conduciendo a través del párrafo o del poema. Una frase se construye como un paseo marítimo al anochecer: cada setenta metros una farola, una luz, cada 250 un quiosco, un paso de cebra, cada 500 una fuente. Todo en el párrafo -en la frase- ha de ser armónico y se ha de relacionar armónicamente con las demás, cada palabra ha de tener su respiración, su tenor, su sitio. Y esto hay que aprenderlo exclusivamente de los maestros de nuestro idioma, después de leer páginas y páginas porque es aquí donde las traducciones pueden tergiversar el swim de cada escritor. No es necesario colgarse un metro de costura al cuello cuando escribimos. Puede hacerse y hay gente que lo hace y lo hace muy bien, pero no es necesario.

El escritor es esclavo de su lengua y ha de conocerla con la mayor exactitud y ha de investigar en ella. Parafraseando a Pessoa "la lengua es la patria del escritor". Conocer su lengua es obligación de todo escritor, como es obligación de un mecánico de coches conocer las piezas de un coche, sus variantes y su funcionamiento. Y cuando digo conocer la lengua quiero referirme no sólo a su parte teórica, sino también a su uso, a su oralidad. Así como el buen pintor ha de conocer las texturas de cada pigmento, el escritor habrá de estar familiarizado con las texturas de su lengua. No es esto algo que se estudie en los libros, sino que es un arte, por así decir, que se va adquiriendo poco a poco, a medida que uno se interesa por la palabra. A veces ese conocimiento lo hace por contraste con otras lenguas. Yo confieso que la traducción y el conocimiento de otras lenguas me sirve para ahondar más exactamente en los mecanismos, en la grandeza y en los puntos muertos de mi lengua. Pongo algunos ejemplos: me sorprende mucho que ni el español ni el portugués tengan un específico pronombre posesivo de tercera persona del plural, de forma que decimos esta pelota es de ellos o suya, cuando todas las demás personas del verbo poseen su voz específica. Me sorprenden las dobles o terceras negaciones: no vengo nunca, ni vengo ni no vengo, nunca nadie me dijo nada; me encanta, por ejemplo, la palabra lusa luar que significa rayo o reflejo de luna, pero en español no tenemos una palabra específica para ese concepto; para designar el olor a tierra mojada de la lluvia, el español tiene una palabra infame, petricor, que ningún poeta se atreverá a colocar en un poema; una palabra con tanto flujo como doquier ha caído en la irrelevancia o sustituida por la perífrasis por todas partes cuando en inglés existe el everywhere, en italiano el dovunque o el dapertutto, o en francés el partout. Son nimiedades, de acuerdo, pero sin poseer una conciencia orgánica de la lengua, sin conocer algunas de sus limitaciones o grandezas es difícil prosperar en la escritura. Concretamente presto mucha atención al andaluz, porque me resulta un lenguaje más vivo, intuitivo, preciso y plástico que el castellano septentrional. Una frase como "vengo muertecito vivo", me vuelve literalmente loco por cómo se cruzan términos antagónicos para reforzarse, y cómo el diminutivo se convierte por la gracia del lenguaje andaluz en aumentativo, de modo que decir que vengo "muertecito vivo", o "estoy loquito perdío", más allá de ser intraducibles, son disparates lingüísticos que a mí me encantan. O el valor de la redundancia para expresar graduación: el tipo estaba loco loco, ¿el coche iba ligero ligero o iba despacito despacito? O el famoso noniná, esa expresión maravillosa que desafía toda lógica gramatical y en eso consiste su intraducible belleza. O el también intraducible noysí utilizado en mi comarca para expresar un no categórico. ¿Cómo carajo una lengua llega al noniná o al noysí? ¿Por qué triunfaron tales expresiones? ¿Por qué se han quedado? Conocer y querer la lengua es prestar atención a éstas supuestas banalidades. Conocer bien nuestro instrumental lingüístico no es cuestión de un día ni de dos, pero viene a ser como conocer la paleta cromática para un pintor o las interacciones de las piezas mecánicas para un mecánico. Puedes pintar cuadros sin conocer cómo se relacionan los colores entre sí, de acuerdo, pero sin ese conocimiento esas obras tal vez carezcan de armonía y de contrapeso y ante ellos sentiremos que algo no va. Se puede escribir con relativamente pocas palabras. Antonio Machado y San Juan de la Cruz son acaso los poetas con las paletas lingüísticas más pobres del castellano y sin embargo ambos dos son, tal vez junto a Lorca, los más altos poetas de la lengua. El propio Rulfo es un narrador sobrio con una muy limitada tabla semántica, pues no emplea, como Machado, más que un puñado de palabras gastadas y sin embargo su cortísima obra es una cima de nuestra lengua. Rulfo, prestad atención a esto, no utilizó en su obra más palabras que las que utiliza un campesino analfabeto de Jalisco, su tierra, pero cada palabra tiene el peso de una piedra y a la vez el vuelo de un totochilo, "esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amoles". Pero, cuidado, con esas pocas palabras construye un universo. ¡Y qué universo!

La tradición también es algo en lo que el escritor ha de escarbar y tomar partido, hasta hacerla suya. Existe un acerbo lingüístico, un universo temático o genérico, un gusto por determinados caminos de la escritura, una manera de resolver situaciones, unas hechuras, una mirada al mundo, una relación con el lenguaje, tradiciones en suma. Unos hacen novela histórica, otros poesía de la conciencia, thrillers, realismo mágico, metapoesía, suspense, expresionismo, picaresca, esperpento, noir, neobarroquismo, novela crítica, novela romántica, neorrealismo, psicologismo, historicismo..., el listado es tan largo como presumible, pero lo único cierto es que el escritor que quiera trabajar en alguna de estas canteras, ha de conocerlas bien, desde dentro, desde la lectura, desde el conocimiento profundo de sus fuentes y de sus expresiones. La tradición son las referencias, el adn, la larga cadena que lo une a otras formas de escritura. La tradición es el entramado óseo que sostiene la obra del escritor. Uno es parte de una carrera de relevos y ha de saber de quién tomar el testigo o al menos cuál es tu equipo. Naturalmente podrá combinar dos o más tradiciones pero sólo, y subrayo el adverbio, sólo desde el cabal conocimiento de ellas. Aquí es de capital importancia la lectura. Cada fórmula tiene unas reglas no escritas, intuitivas que sólo se conocen mediante su frecuentación y su reflexión.

La escritura habla de nosotros, de nuestro mundo, de nuestros intereses, de nuestra tradición, de nuestros anhelos. La condición humana, la naturaleza, el tiempo y su paso, la historia. Al escritor le basta consigo mismo para describir el mundo. Dentro de él está todo. Todo cuanto él conoce, que es tanto como decir tanto sobre lo que puede escribir. Sus experiencias, sus fobias o sus anhelos son equiparables al del resto de los mortales, pero él, embaucador al fin, los hace suyos, él escarba en ellos, él nos los presenta como algo nuevo. El dolor, como sugería Shakesperare iguala a los hombres, y así el amor, la esperanza, la duda, los miedos, etc... Todo cuanto tengamos que decir ya está en nuestra cabeza. Por fortuna no es necesario pagarse un vuelo a Nairobi o Nueva Zelanda para recrear en tu imaginación una calle de Nairobi o Nueva Zelanda donde el personaje recibe por vez primera un beso o un disparo en el pecho, pues todos los primeros besos y todos los disparos en el pecho nos siguen ocurriendo aquí y ahora, una y otra vez, y Nairobi no deja de ser un raro decorado secundario en mitad de la plenitud del beso o del disparo; no hay que haber conocido la Roma de los césares para echar a andar a un personaje por esas calles oscuras y salitrosas donde es raro que no nos conmueva el olor nauseabundo de la muerte. Sí, nosotros, cada hombre lleva todo el mundo y toda la historia del hombre encima. Nacemos con eso como nacemos con una piel sonrosada u oscura. Somos parte de algo muy anterior a nosotros, algo que va a condicionar nuestras vidas, pues nos servirá de carril por el que caminar. Hay, sí, que haber ahondado en uno mismo, hay, sí, que haber dejado atrás los convencionalismos y estar dispuesto a echarse al camino (al horizonte), aceptando que podrás darte de bruces con una pacífica jirafa o con un león embravecido y que tu oficio es salir bien parado del encuentro. La coartada que elijas es lo de menos. Hay quienes escriben por vocación y eso está bien, hay quienes lo hacen por necesidad y eso está bien, hay quienes lo hacen por entretenerse y eso está bien, hay quienes lo hacen en defensa propia y eso está bien, hay quienes lo hacen para deslumbrar a su vecina y eso está bien, hay quienes lo hacen por fastidiar y eso está bien, hay quienes lo hacen por profesión y eso está bien, hay quienes lo hacen por curarse y eso está bien, hay quienes lo hacen para disculparse y eso está bien, porque no importa desde dónde partamos, sino cuál sea nuestro viaje. Y como pretendía Kavafis hablando de Ulises lo importante acaso sea el viaje y no su fin.

La escritura es forma. Hablaba Borges de que no había más de 5 argumentos para una novela. Me parecen muchos. Lo importante no es lo que escribamos, sino cómo lo hagamos. En cada momento de la historia hay argumentos recurrentes. Antes de ayer se hablaba del honor, ayer se habló de la condición social, hace un rato de la libertad, hoy del feminismo, mañana de multiculturalismo, pasado mañana sobre la invasión de los selenitas, ayer prevalecía la novela social, esta mañana la erótica, a mediodía la histórica, el thriller, pero sólo las buenas novelas, las realmente buenas, las que estén bien escritas formarán parte de nuestro acerbo. No por hablar de un tema de prestigio o de moda tu obra será buena. No. Importa la forma, el cómo esté contada la historia, el cómo fluya el poema, el cómo el autor haya contado su historia. Hay muy pocas novelas que superen la descripción del mundo femenino como La plaça del diamant y esto ocurre sencillamente por el brutal aunque contenido análisis que su autora hace sobre el mundo femenino en una época aciaga para la mujer. Merçé Rodoreda logra en esa novelita de no demasiadas páginas hacernos ver con toda su acritud y toda su humildad el universo femenino en una época concreta. Lo que salva a la novela no es lo femenino, sino la manera de estar contada esa historia. La idea del Dios católico subyace en el meollo de todas las catedrales, pero hay que reconocer que hay catedrales y catedrales. Pues igual pasa con la escritura.

La escritura es la descripción de un viaje, ya sea hacia adentro, hacia afuera, o hacia donde nos dé la gana. Partimos de algo para llegar hasta un otro algo. Una novela o un poema no es más que algo que empieza de una forma y acaba de otra. El poeta no describe una flor, pues eso lo haría mucho mejor el botánico. El poeta no describe la flor sino que nos hace verla, sentirla, pensarla, incorporarla a nosotros. Nos la revela, en suma. Transforma la flor en otra cosa, en algo que sin dejar de ser flor, ya es otra cosa y nos pertenece, nos habla, nos abre la espita de la memoria, nos convoca, nos conmueve. Si el poema no es capaz de abrir esos cauces, si no es capaz de revelarnos algo o emocionarnos con algo, si el poema no nos interpela, si no nos pregunta o no nos inquieta, el poema no ha cumplido su función y se convierte en un acto fallido, en un artefacto mal trazado, como el reloj que atrasa sistemáticamente o un puente varado en mitad de un río. Los personajes de una novela comenzarán un camino que los transformará, pues en caso de no hacerlo, la experiencia será nula, no habrá nada que contar, no habrá novela y si no hay nada que contar, si lo que contamos es tan irrelevante que ni siquiera parece concernir a los personajes, qué podrá decirnos a nosotros o a nuestros lectores. Es indispensable que una novela o un poema proponga algo y lo desarrolle. Y esto vale, naturalmente, igual para una novela de suspense (donde un suceso habrá de ser desvelado a través de un viaje que se inicia en la ignorancia, para acabar en el conocimiento), que para una novela psicológica donde un suceso hace que el personaje entre en una dimensión desconocida de sí mismo y avance sobre ella, o en la novela histórica donde el personaje se siente espoleado y transformado por los acontecimientos que le toca vivir o los propicia. Ha de quedar claro que la novela debe partir de un lugar para arribar a otro. Los personajes que comienzan la novela no son ni pueden ser (o parecer) los mismos que asisten a su final. Una búsqueda, una muerte, una desilusión, una salvación, una renuncia, una toma de conciencia, una culpa, una condena, una derrota, una revelación, los espera entre sus páginas y ellos son los primeros sacudidos. De no ser así, qué lector se tomaría el trabajo de seguir el curso de algo que no tiene curso, que no conduce a nada, que ni siquiera ha hecho cambiar a sus protagonistas. Una novela no es más que un billete a alguna parte. La escritura es, pues, transformación. Proceso. Viaje. El escritor es un viajero que viaja sobre el grafito de su lápiz o desde las teclas de su ordenador buscando un rastro, no pocas veces su propio rastro.

Escribir es un oficio y como tal hay que tomárselo y hay que vivirlo. Uno lo tiene que aprender de otros, al menos hasta que las manos estén encallecidas de pasar páginas y leer en los demás y conocer el alma humana, e intuir nuestras limitaciones, y no desconocer nuestras esperanzas. Leer, no hay más camino que ése, hasta ir discerniendo entre el ruido, los sonidos verdaderos de los enlatados. Hay que saber cómo los demás han afrontado el hecho y el oficio, qué nos han dejado, cuáles fueron sus carencias, cuáles sus miserias y cuáles sus grandezas. Saber qué han visto otros es haber estado allí, es haber experimentado o al menos contemplado la visión. Pero es que, además, tengo la casi certeza de que todos los escritores verdaderos son gente curiosa, buscadores de perlas, inconformistas que necesitan explorar en sus suelos más profundos, que desean observar cómo antes otros afrontaron su vida y su escritura. Es hermoso escuchar a los pintores hablar de la pincelada de tal pintor, de cómo aplica determinadas técnicas, de la predilección por determinados pigmentos, de cómo prepara los lienzos, la pared del fresco, o el papel de grabado, de cómo es su cocina. Los escritores también tenemos cocina. De unos nos interesan el fraseo, de otros la estructura, la temperatura, en otros la adjetivación o las descripciones, unos destacan por la construcción de sus personajes, otros por el manejo del diálogo, por el tempo, de unos nos interesa cómo construyen la frase, de otros su falta de solemnidad, la fuerza, la ligereza, la mirada, su compromiso, su sagacidad, su audacia. No es lo mismo Carroll que Celine, como no es lo mismo Lezama Lima que Rulfo. Al conjunto de rasgos que informan de un escritor solemos llamarlo taller. Crear nuestro propio taller es importante. Leer a los demás es leer en uno mismo. Observar cómo alguien afronta la escritura del amor, del deseo, de la frustración, de la derrota, del poder, del compromiso, de la euforia, del misticismo, del dolor, de la aventura de la vida, de la prisión, de la oscuridad, de la esperanza, de la fatalidad, de la frustración, de la desgracia o de la dicha, nos descubre, aunque sólo sea por contraste cómo lo hubiéramos afrontado nosotros. El escritor no puede prescindir de la experiencia ajena, como no puede prescindir de la estrategia con que se enfrenta a cualquiera de esos estados de la vida. Un escritor es un observador, un cotilla, un oidor, un curioso. Y, por sobre todas las cosas, un lector. Un escritor que no leyera tendría el mismo éxito como escritor como el natural de una aldea de Guinea Papúa que pretendiera inventar un tractor sin conocer la existencia de la rueda o las leyes de la termodinámica. Un escritor no podrá construir artilugios sin saber cómo los hacen quienes les precedieron o incluso cómo lo hacen sus contemporáneos. Esto parece algo de perogrullo pero cuántas veces nos encontramos con jóvenes escritores que afirman no leer para así evitar que sus lecturas les influyan. Imaginen ustedes que nos negáramos a comer para así no dejar entrar en nuestro organismo ninguna partícula nociva venida del exterior. Y si sin comer es imposible vivir, lo siento, sin leer no es posible la escritura, aunque también es cierto que no está escrito en ninguna parte que sea imprescindible escribir.

Otro aspecto de la escritura que de ningún modo quisiera soslayar es el de la responsabilidad del escritor con su tiempo y con su espacio. Sé que hay escritores que no quieren saber nada de compromisos. Esos escritores francamente no me interesan, no están en mi tradición, por así decir. El solipsismo no me interesa. Vivimos dentro de una inmensa naranja y todos viajamos con ella. Sobre esa naranja se van produciendo hechos lo queramos o no. La indiferencia ante esos hechos no es posible. O sí, pero la indiferencia ya es una actitud, una manera de posicionarse frente a los hechos. Ningún escritor nace exclusivamente de sí mismo. Necesita de los demás. Y necesita de los demás no sólo para aprender, sino para que su obra tenga una posibilidad de ser recibida y discutida. Publicar no significa otra cosa que convertir mediante la imprenta en público lo que antes permanecía en el ámbito de lo privado. Publicar por tanto implica una responsabilidad, una tentativa de comunión y de diálogo con el otro y con los otros. Cada escritor elegirá qué tipo de compromiso y qué tipo de ligazón lo unirá con su tiempo y con su espacio. Pasar de puntillas no es posible. No se trata de influir o de pretender convertirse en una suerte de Norte social, de sacerdote de la comunidad, pero sí tratar de penetrar en los conflictos, contradicciones, perspectivas y pálpitos de su tiempo. El escritor se convierte sin quererlo en una veleta que registra los cambios de viento, las precipitaciones, las borrascas, los seísmos. No es posible escribir sin proponer algo, escondiéndose tras las cortinas, haciéndose el invisible, tratando de agradar a todos. El escritor ha de formarse una teoría del mundo, una teoría del hombre, una teoría del tiempo y en la medida que esas teorías sean más o menos certeras, más o menos sinceras y más o menos plausibles podrán servir a los demás, podrán proponer nuevas visiones o nuevas respuestas. Un escritor sin mundo, que no se lleve al mundo con él mientras escribe, es en esencia un escritor muerto, un escritor sin programa, un escritor sin preguntas, un escritor sin respuestas y todo podremos perdonárselo a un escritor, salvo que no nos provea de preguntas, que su escritura no proponga nada, que no se rebele ante anda. Desconfíen ustedes de la literatura y del literato que rehuye la pelea, que se esconde, que no transpira, que no responde a los retos de su tiempo y de su espacio.


La escritura es generalmente un oficio mal pagado, difícil, de feroz y a veces espúrea competencia y al que generalmente tenemos que ayudar con segundos oficios o pasarlo de todos los colores. El alejandrino Páladas escribió esta frase que siempre ha regido mi escritura: "Para que Paris siguiera raptando a su Helena, yo me hice mendigo". Alguien como Pessoa publicó en vida muy poco y en lo poco que publicó hubo de pedir ayuda a los amigos o pagárselo de su propio bolsillo. Lorca no comenzó a vivir de su oficio hasta 6 años antes de su muerte y eso que Lorca es un caso extraño de pronta victoria en la literatura. Es una lástima que tanta victoria no fuese entendida por la ferocidad de los demás. Sus primeros libros hubieron de ser sufragados por sus padres. Lo mismo vale decir de JRJ, cuyos primeros 20 poemarios fueron pagados por él mismo. Esa y no otra es la razón por la que llegó a saber tanto de tipografía. Los novelistas parecen hechos de otra pasta pero su situación ha sido y es similar. Vemos a unos cuantos rostros televisivos a quienes parece les va muy bien, pero no nos equivoquemos, son una muy pequeña minoría y esa minoría por lo general viene de otras guerras: suelen ser periodistas para medios importantes, tertulianos, famosetes del tres al cuarto o asimilados. Pérez Reverte fue un reportero de guerra de la tele cuando sólo existía una sola cadena televisiva y muchos de los últimos Premios Planeta son personas que vienen del mundo del periodismo de alto vuelo, del mundo del espectáculo o son simples rostros de la tv. No pretendemos desde aquí echar por tierra este divino oficio, pero no se dejen ustedes encandilar por el oropel y la fanfarria. Este es un oficio generalmente de derrotados a quienes luego, pasado el tiempo, hay que rescatar de los escombros, de las escombreras, de los socavones. Ignoro por qué nos conmueve más la derrota que la victoria. Las primeras ediciones de los grandes libros suelen ser caras: la razón siempre es la misma, se imprimieron muy muy pocos ejemplares. Y porque de la derrota y del derrotado suele salir mucho mejor literatura, pero es este un hecho tan incontrovertible por ahora como que la Tierra es redonda.

Aunque algunos se empeñen, no hay manera de saber si un libro tendrá éxito o no, si venderá ejemplares o no, salvo que narre un chismorreo psicalíptico sobre un futbolista o un rey. Así quizás, y sólo quizás, sí. Podrías escribir como el culo o que tu negro escriba como el culo pero entonces probablemente sí, entonces venderás por encima de los mil ejemplares. No pienses mucho más allá de esa vertiginosa cifra. Los escritores debiéramos desaprender a contar más allá de 200, pues eso nos evitaría muchos malentendidos con los demás y con nosotros mismos. Para un editor acertar con un best seller es tan probable como acertar en la quiniela. Nadie puede explicar porqué Tiempo entre costuras, Patria o Soldados de Salamina superaron las 50 ediciones. El que sean libros pésimos no basta para explicarlo todo. Ni los más bravos editores, acaso los más interesados en el asunto, logran dar con la tecla. A veces leo en algún anuncio a un tipo que dice tener la fórmula infalible para escribir un best seller, pero luego busco en google los libros de quien paga el anuncio y tampoco ellos han logrado dar con ese best seller prometido o quizás, no quiero ser demasiado severo con ellos, se conforman con señalar el camino, pues los iluminados aparte de raros, suelen ser desprendidos. Quizás no hayan escrito ese libro para no apabullar a los mortales o para dejar hueco a los demás mindundis que andamos por estos andurriales y que necesitamos apuntarnos a sus cursos. Es un gesto de agradecer, pero yo, que soy malicioso por naturaleza, intuyo que el no acertar ni una se debe a la cantidad de variables que han de darse con un libro no para que sea bueno, que también, sino para que simplemente se venda. Y esas variables son tan infinitas que ni siquiera Dios o estos señores tan señoreados han dado aún con la tecla. En todo caso el oficio de escritor no acaba cuando pone la palabra fin a su última corrección o galerada. El escritor ha de acompañar al libro, ha de difundirlo, ha de conseguir que lo lea el mayor número de lectores. Los primeros libros de un autor apenas se venden, pero puede que lo lea alguien que pueda leerlo y proyectarlo. Publicar tiene mucho de echar una mensaje en una botella al mar. Probablemente la botella acabe rompiéndose contra un acantilado o enterrada en la arena, pero, bueno, han ocurrido milagros.

Digámoslo en plata: en literatura hay mucha más cochambre que lentejuelas. Si usted pretende ser novelista de oropel, mi consejo es que abandone a todo correr esta sala, que se compre una camarita y un micrófono, que se monte un estudio de you tuber, que haga un reportaje degollando literalmente a su abuela, consiga que un perro cante por bulerías o que un choco atraviese en actitud marcial un semáforo, provoque a su vecino con un bate de béisbol, pásele un porro al rey de Inglaterra, pinte de azul el puente de San Francisco y convenza a sus vecinas para que se tiren a una charca inmunda, y grábelo, grábelo todo. En fin, haga lo que tenga que hacer, y una vez labrada cierta notoriedad y ganada una pasta, contrate a un negro -aquí le dejo mis honorarios- para que le escriba su primer best seller o lo que sea. Este es mi principal consejo para que la inversión en este curso le resulte altamente rentable. No sólo se ahorrará tiempo y desdichas, sino también pasta, pues no tendrá que comprar cantidades ingentes de libros (que además tendrá que leer y entender y almacenar bajo las camas, vaya quilombo), no tendrá que mendigarle a ningún amigo que lea sus textos, no tendrá que agarrar por los mismísimos a sus familiares, amigos y compas de currelo para que acudan a su primera presentación (a la segunda no irá nadie, ya se lo aseguro) y por supuesto no tendrá que soportar la pedantería casi segura de los críticos y de sus editores, todos los cuales le hablarán de Lacan, de Gombrowitz, de Pessoa o de Proust, con quienes ha de familiarizarte enseguida no vaya a pasar por un dominguero con su cestita de setas recién comprada en el Corte-Inglés. Y eso, compadre, es lo último.

Por supuesto si quiere ser escritor, digo escritor, escritor de verdad, haga la prueba de fuego y acuda puntualmente a las ferias del libro para ver colas de youtubers, toreros y demás botox televisivos, ésas que le dan siete vueltas al recinto mientras usted, escritor de oficio, permanece ocioso con su flamante pluma de 50 euros defendido del ridículo sólo por una pila de libros y el techo de una caseta, fortaleciendo su espíritu y controlando su perplejidad, mientras medita sobre la existencia y cavila sobre las naturalezas de Raskolnikov, del Dr Jekill y Mr Hyde, de Enma Bovary, de Ana Ozores, de Ignatius Reilly o de Remedios la Bella, pero a sabiendas de que mañana seguirá escribiendo porque no puede dejar de hacerlo, porque se seguirá sintiendo atado a esa rueda que la tan lisonjera como cabrona fortuna ató a su cuello, y todo, todo esto se lo dice un tipo como yo, que dedica sus pulmones a este sagrado oficio, y que para ir a una feria del libro debe pagarse el transporte, el menú barato, el hotelito y las copas, para acabar firmando uno o dos ejemplares a un amigo trasnochado que no ha encontrado excusas para rechazar su invitación o, peor aún, al colega que ha reconocido cuando pasaba casi suprepticiamente junto al stand, para hacerlo caer en su red, como una vulgar viuda negra, y el pobre no ha tenido la crueldad o la displicencia de no adquirir un ejemplarcito firmado por usted, un ejemplarcito que alguien pisoteará esta misma noche junto al contenedor de su barrio, sin que nadie haya leído la dedicatoria o el título, naturalmente. Pero si usted ha optado por no salir de esta sala y apechugar con lo que le cuento, le auguro al cabo de innumerables fracasos la consideración de un centenar de personas (con suerte dos centenares) y vivirá una incierta aunque náufraga posteridad. Aun así, hay gentes que incluso estando las cosas como están, ponen todo su afán y todo su ser en la escritura porque estoy convencido de que no hay derrota que no alumbre una pírrica victoria, y porque uno puede vivir sin dinero, uno puede vivir sin coche, sin una casa confortable, uno puede vivir en la pura incertidumbre, pero a cambio llevará consigo la pasión y es la pasión, que no otras zaramanguayas, lo que nos hace la vida soportable. O como diría Pessoa a través de Reis:


Para ser grande, sé entero: nada

tuyo exagera o excluye.

Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres

en lo mínimo que hagas.

Así en cada lago toda la luna

brilla, porque alta vive.


Pavese: mal de ojo

Hoy os dejo con un cuento bastante desconocido de Cesare Pavese, Mal de ojo (Iettatura) no publicado en vida ni recogido en el volumen postumo de cuentos Fiestas de agosto y que apareció por vez primera en la colección de Cuentos completos de CP,  de 1960, organizado por Italo Calvino, y publicado por Einaudi. En España lo tradujo la excelente traductora Esther Benítez pero su traducción llegó a pocos lectores y no es fácil de encontrar. Hace un par de años lo publicó la ed. Alud con traducción mía junto a otros cuentos desconocidos de CP. Esta es la presente versión.

Eterna Cadencia - Trabajar cansa: poemas de Cesare Pavese

 

 

Mal de ojo1
(“Iettatura”)


Un día escuché decir a la cajera: —Mira, parece enfermo. ¡Qué tipo tan repugnante! —Y me giré sorprendido. Hablaban de mi compañero, que se asomaba lentamente por la escalera cargado con una pila de libros. Cuando me volví sólo asomaba su cabeza calva; luego aparecieron los hombros encorvados, la larga bata gris, y Berto vino a depositar los libros que cargaba contra el pecho, sobre el mostrador. Había en su cara una inmóvil tensión de angustia, como la de quien se esfuerza por no llorar, y extrañamente sus ojos parecían hundidos bajo los párpados, brillantes como el agua de un pozo.

—Y eso que no está casado —susurró el primer dependiente a la cajera, que tenía aún la boca crispada por la mueca. Me miró a mí, que los escuchaba, y me hizo señas. Acerqué mi cabeza a sus cabezas inclinadas y me trajo a la memoria ciertas tardes cuando uno sale de la tienda al calorcito primaveral. Nunca había estado, simple mozo, tan cerca de aquella mujer inalcanzable. —Gigi nos está oyendo —dijo sonriendo. —¿Siempre pone ese careto en la trastienda? —me preguntó el oscuro empleado.

—Pero, señor, cada cual tiene su cara —respondí.

—Eres un chaval despierto —prosiguió—. ¿No te cuenta qué le pasa, no se abre contigo? No se puede mirar así a la gente sin una razón.

—Yo me quejo cualquier día —dijo la cajera.

—Si en la tienda hubiera un incendio o echaran a alguno, diría que es un gafe; pero no soy supersticioso —dijo el otro, preocupado—. ¿Tú qué dices, Gigi?

—Cuando pasa por delante me da cosa —silbó la cajera—. Lo que temo es que haya salido de la cárcel.

—Edad tiene, unos cuarenta años.

Yo nunca tuve esas sospechas. Era entonces muy joven y poco propenso a fijarme en las caras ajenas; menos aún en la del silencioso Berto. Lo veía muy poco, porque me pegaba todo el santo día en bicicleta dando bandazos con los pedidos. Las raras horas que pasaba en la tienda deshaciendo paquetes o buscando libros para los dependientes, casi siempre veía a Berto de espaldas, vuelto hacia las estanterías, con la cabeza inclinada a un lado. O pasando con pasos rápidos, como una sombra, mirándome sin decir esta boca es mía. Si le pedía algo, enseguida se daba la vuelta sobresaltado y me atendía. Un viejo, me parecía, quizá impotente. Una vez que regresé empapado de lluvia me lanzó una media sonrisa, estirando la cara y guiñando aquellos ojos distantes.

Era verdad, como decía la cajera, que parecía enfermo. Pero un enfermo de las fotos, con expresión inmóvil y grabada a fuego. Hasta el amarillo malsano de las fotos viejas se transparentaba a su alrededor, en el eco cansado de las bombillas de baja intensidad. Pero él ni siquiera se quejaba de esa cicatería del dueño, que hacía que nos dolieran los ojos de tanto leer en las estanterías más altas, excepto por la muda desnudez de aquellos ojos, siempre a punto de echarse a llorar. Una vez que me estaba dejando los ojos buscando un libro en un rincón, maldije aquel tinglado y encendí una cerilla. Berto vino corriendo y la apagó, diciendo, indignado, que podríamos incendiar el almacén.

Fue la tarde en que me había enterado de la desaprobación de los dependientes. Miré a Berto y lo encontré despreciable. Aquella cabeza calva; la boca caída, enderezada sólo por las muecas y la piel arrugada, contraída, como por una fiebre congelada en los huesos o en el alma, me irritaron. —¿Es que te duele el estómago? —le grité enderezándome.

Berto me repitió en baja voz que no se podía encender fuego, que a él le gustaría fumar en la tienda, pero que el dueño se lo había prohibido y no le faltaba razón. Se me escapó una risita y le expliqué que me refería a una enfermedad de verdad: a una colitis, a algo del estómago, de los intestinos y quizás a unas purgaciones —concluí.

—Las tuve a tu edad —dijo Berto, dudando—. Mal asunto, pero ya estoy bien.

—Y ahora, ¿qué es lo que tienes?

—¿Ahora? —el asombro le blanqueó la cara, sobreponiéndose a la tensión de siempre. Movió los ojos—. No tengo nada. ¿Por qué? ¿Me ves mal?

Era sincero. —Pareces un muerto, eso es. ¿Te zurran en casa?

La animación de Berto se apagó. —Muchacho —dijo en voz bajita—, vivo solo. Hace mucho que nadie me zurra. Habré cogido frío; soy viejo, por eso tendré mala cara.

Aquel modo serio y asombrado de aceptar las preguntas me impidió seguir. Era como andar por la arena: mucho trabajo y poca ganancia. Cierto, pero no me había mentido. Y, además, mirándolo bien, su rostro no parecía el de un enfermo. Tendría que ser un dolor lancinante y seguido como para contraerle la boca de aquel modo y hundirle los ojos tan a fondo. Y, además, ¿qué enfermo no se aprovecharía de una ocasión así para quejarse? Lo de Berto era más bien desolación, como la de la cara de un niño mimado que se va a echar a llorar. También yo empezaba a sentirme retorcido en su presencia. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta?

Al día siguiente, al subir en busca de un paquete, aproveché un momento en que dos clientas pelmas preguntaban por el dueño para no sé qué cosa, y me acerqué al primer dependiente que lo miraba pálido y correcto.

—Parece que no está enfermo —le murmuré, contento por la confidencia.

—¿Qué? ¿Quién? —me preguntó.

—Berto —dije intimidado.

—¡Al diablo! Es culpa vuestra el que no salgan los pedidos. Al mirarles a la cara, uno se olvida de los libros. ¿Qué es lo que hacen mientras?

Me escapé como pude, pero la cajera, a mediodía, me llamó muy amable en el pasillo y, poniéndose el sombrero, me dijo que si no podría subirle yo los libros. —Tú, Gigi, eres más rápido y en la tienda hace falta gente con buena pinta. ¿Cómo se puede soportar a ese viejo imbécil? —y añadió, agitándose—: Lo veo hasta en la cama, a oscuras, como un fantasma. Le respondí que yo estaría encantado de hacerlo, pero que mientras andaba de recados no había más remedio que lo hiciera Berto. La guapa Luisa se marchó sonriendo.

Por varios días, después de la tarde de la cerilla, vi poco a mi compañero. Ahora nos despedíamos a la salida, y siempre sentía aquellos ojos sobre mí y, al encontrarlos, recibía una triste sonrisa. Ese gesto suyo me alarmaba y me provocaba un malestar casi físico. Me quedaba siempre aquella angustia vil, aquella despiadada soledad de los ojos. ¿Cómo se vería el mundo a través de aquellos ojos?

Una tarde salimos juntos; ya estaba oscuro y yo, exaltado por una brisa que traía olor a nieve, invité a Berto a tomar algo en una taberna. Recuerdo que al doblar la esquina Berto alzó la cabeza hacia la Central, que al anochecer apuntaba hasta el cielo con sus innumerables ventanas iluminadas, y dijo deteniéndose: —Cuánta gente trabajando. Ésos estarán toda la noche.

—¿Y tú qué haces por la noche?

—Yo me pongo a leer en la cama. No tengo otras distracciones.

Que leía, yo ya lo sabía. Casi todas las tardes al salir, de eso me había dado cuenta unos días antes, se metía algún libro en el bolsillo interior del gabán, que restituía en su lugar, secreta y delicadamente, al día siguiente. Unas veces era un manual de historia, o, más frecuentemente, una novela. Por lo demás, sospechaba que la cajera hacía lo mismo.

En la taberna bebí un vino y Berto pidió café. El vino me calentó un poco la sangre y me olvidé del malestar de su presencia. Le expuse mis proyectos, que me gustaría ser primer cajero, y le confesé que, mientras, me conformaría con llevarme a la cajera a la colina.

Berto escuchaba con su habitual gesto de sufrimiento. —Eres joven —me dijo—. Tienes tiempo y hasta puedes hacerte el dueño. Olvídate de la cajera: por bien que te salga, una mujer sólo puede darte hijos. Tienes mucho tiempo por delante. Ahora piensa en ganar dinero.

—Y a ti, ¿qué te han hecho las mujeres? —le pregunté.

Berto respondió gravemente, cerrando los ojos como si quisiera sonreír: —Nada —más tarde repitió—: Nada. Y ojalá te pase lo mismo con Gigi. A muchos les hacen daño. Piensa que sólo hay una mujer para cada hombre, y no siempre se la encuentra.

—¿Una sola? —dije preocupado.

—No seamos injustos —continuó Berto—. A las mujeres les pasa lo mismo. ¿Qué les damos nosotros a las mujeres? Muchos las maltratan.

—Yo no soy de ésos —respondí.

En resumen, durante aquella tarde la figura de Berto se me veló de niebla, y al dejarlo hasta le estreché la mano. Pero ya por la noche, medio dormido, sentía un vago recelo por haber estado tan abierto ante aquellos ojos vacíos. De madrugada, recordé con un escalofrío que su gesto angustioso ya lo había visto una vez siendo niño en mi propia cara, reflejado en un escaparate, cuando mi padre me echó de casa a gritos, dándome patadas. Luego encontré trabajo y pude regresar, pero aún temblaba al recordar aquella aventura. Los pensamientos que había tenido entonces —entre los más alegres estaba el de tirarme al río— volvieron a mi mente. Ahora bien, Berto tenía la cara de quien se había tirado. Y aún la lleva encima. Siempre, a todas horas.

Al día siguiente había nuevas remesas que subir a la tienda y los dos íbamos y veníamos con grandes pilas de libros, vigilados por el primer dependiente, que toda la mañana anduvo con los nervios de punta y en especial con Berto, a quien no le pasaba ni una. Yo me escurría en silencio y noté que, a la primera aparición del pobre, un dependiente cercano a la caja se rebuscó en el bolsillo de los pantalones y le dijo algo a la guapa Luisa. Esta soltó una risita y luego echó una ojeada de resentimiento a Berto, quien se tambaleaba bajo su carga. El dueño sacaba de cuando en cuando la cabeza de su cubil y volvía a meterse en él, satisfecho.

Hacia mediodía hubo un momento de respiro, y el primer dependiente me llamó para darme trabajo.

—Berto es un buen hombre, ¿sabe? Debe de haberlo dejado su mujer —dije con desenvoltura. El otro me miró fijo—. Que lo haya plantado quien quiera, pero maltrata los libros.

—¡Cómo! Si los lee, sin hacerles una doblez... —dije.

—¿Cuándo los lee?

Me mordí la lengua. —No sé..., en el almacén, un vistazo, en los ratos libres. También yo leo algo.

—¿Cómo? ¿Es que también leemos durante el trabajo? ¡Ah! ¡Por eso no venís cuando se os llama! Que sea la última vez.

—No, no es eso. Berto no pierde el tiempo. Y yo habré leído tres páginas en dos meses. Sólo me ha dicho que le gusta leer.

—Pero no compra libros —concluyó, sombrío.

Aquella tarde me la pasé repartiendo paquetes por la ciudad. Saltaba a la bicicleta y así todo el rato. Era un trabajo sin futuro, como el de mozo de carnicero, y a veces humillante, pero hoy quisiera volver a aquellas escapadas a tumba abierta por las calles más dispares, siempre alegre e irresponsable. A veces andaba por lejanas y tranquilas avenidas, donde nunca había estado, y hacía tales sprints por el asfalto, que ni parecía que aquello fuera un trabajo. Luego regresaba despreocupado, serpenteando a paso tranquilo, y miraba a las chicas y terminaba el cigarro. Me pagaban por aquello.

Por la tarde regresé cuando ya estaba oscuro. Había brillado un poco el sol sobre el estanque congelado de las calles, y casi no sentía los dedos sobre el manillar. Entré en la tienda cuando ya estaban cerrando.

Encontré al primer dependiente, muy seco, paseando con aire ofendido ante la caja, mientras la guapa Luisa se dedicaba a mirarse las uñas. Del cubil de dirección llegó una voz airada: —¿Se da cuenta que lo suyo es casi un robo?

Crucé miradas con los otros dos dependientes, quienes me hicieron con las manos el gesto de a quien lo despiden. Creí que lo decían por mí y se me aflojaron las piernas. Eché otro vistazo alrededor y no se movía nadie. Entonces crucé toda la sala, alzando la bicicleta sobre el parquet, y bajé al almacén. La luz estaba ya apagada.

Estaba casi a oscuras, indeciso, hasta que ya en el último peldaño oí cómo la voz histérica gritaba: —¡Váyase, le digo! Y deje de mirarme de ese modo.

1Manuscrito. 11-13 de noviembre de 1937. Publicado en Racconti, Ed. Einaudi 1960.

REMEDIOS Y UNGÜENTOS PARA LA VIDA


Puede ser una imagen de una persona

Ayer hizo 4 años del fallecimiento de mi madre, Ana Escobar, y por eso quiero regalaros algo de ella (y de Manuel Garrido Palacios, claro, que fue quien le hizo la entrevista), que es su saber de plantas y de ungüentos, donde se mezcla la sabiduría y la magia popular. 

 

Ana era una mujer curiosa, de una vastísima cultura popular. Era también memoria viva. Tenía la cabeza con la claridad de un cristal de bohemia. Lo recordaba todo y todo lo almacenaba en su prodigiosa cabeza. En el gran doblao de su casa guardaba cientos, acaso miles de cachivaches, todos provenientes de un pasado menesteroso, pues bien, su cabeza era como ese doblado. Cada cosa en su lugar, cada lugar en su cosa. Sabía de labores (era excepcional en eso), sabía de lenguaje de signos (su abuela fue sorda y ella se comunicaba con su abuela a través de esos signos), sabía hacer queso, pan, jabón y toda clase de conservas. era una magnífica guisandera que aún conservaba la receta del guiso de Cumbres Mayores, de donde provenían sus bisabuelos. Le gustaba viajar y cuando pudo permitírselo (ya con 50 años) viajó a París, Praga, Budapest, Marruecos, Lisboa, Italia, muchas ciudades españolas... le encantaba Gaudí y el barroco en general. Su corral era una selva de macetas y de flores que ella cuidaba con un amor infinito y le gustaba, ya en estos meses, pintar su casa de blanco, y se pasaba meses haciéndolo y disfrutándolo con aquellas batas viejas y remendadas y el olor a cal o a trementina.

Os dejo con nada más y menos que 136 alivios y remedios caseros dichos por ella a Manuel Garrido Palacios para sus libro "Voces de la Sierra", que muchos de vosotros a veces me pedís(pero no quedan ejemplares):




1

La voz que estrena este Macer Floridus serrano es la de Ana Escobar, de 69 años. Lo mismo habla en pasado que en presente, en dudas de si alguna de las prácticas que recuerda mantiene su vigencia o no.


[1] La calimenta es la ananeota; se toma para hacer buena digestión. No conozco que sea para nada más.


[2] Para la úlcera de estómago vale la hierba que le dicen paletosa.


[3] También se ha usado poner encima de la parte dolorida un talegón de arena caliente. Se calentaba la arena en una sartén y así se calmaban los dolores.


[4] Para el cabello que se cae se ha gastado el brótano macho hervido con vino y untado en la cabeza con un algodón.


[5] Para teñir el pelo se usa un cocimiento de cáscara de nuez cuando aún está verde en verano. Se quitan las canas la mar de bien.


[6] Los ojos se lavaban con agua y aguardiente, o aguardiente un poquito rebajado, aguao. Se daba con eso y al momento se quitaba la infección, tanto en los niños como en los mayores; era que se pegaban los ojos y dolía mucho.


[7] Lo mejor del mundo para la diarrea fuerte es la cebá que le echan a los caballos, verde, sin tostar. Se hierve y se toma ese agua con sacarina, no con azúcar. Mi Manuel casi se me muere cuando chico por causa del azúcar. Le entraron a mi niño unas diarreas infecciosas y los médicos le mandaban las medicinas a base de suero y el niño cada vez peor. Entonces había aquí un practicante ya mayor y le dije que iba a llevarlo a Huelva, que tenía un año y se me moría. Y dice él: «¿Tú lo quieres curar al estilo de pueblo?. Pues no le des ninguna medicina; las tiras. Hiérvele una poca de cebá verde y le echas una sacarina». Mire, con dos tacitas se le cortó. La cebá es el desinfectante más grande que hay.


[8] Los repiones de jara hervidos valen para la diarrea.


[9] La miel era buena para todo; si tenías pupillas o llagas en la boca, una cucharadita de miel las castraba.


[10] Las boqueras se quitaban frotándoles una llave de hierro por la mañana en ayunas. Cualquier llave.


[11] El dolor de muelas se iba de veinte mil maneras. Si la picadura era grande, se metía en ella un clavo de olor, de los de cocinar, de especia, o una mijilla de picadura de tabaco, o una jilá mojada en colonia, o mojaíta en yodo.


[12] También desaparecía el dolor de muelas con la flor del lobo, que tiene un botoncito y cuatro hojas grandes; se deshoja pronto; se cocían en agua bolitas nones, nunca pares; no sé por qué era así, pero así era.


[13] Para los flemones se daban buchás de malvavisco hervido calentito con tal de que aquello saliera a flote y reventara.


[14] Cuando uno se relajaba un pie o daba un recalcón que sufría al andar, se ponía manrrubio, o marrubio. La hoja se machacaba con sal en el mortero y se emplastaba con una venda encima. Lo más eficaz que he visto.


[15] Era muy bueno para lo mismo un cacho de hoja de pita, la del pitaco, o pirulito, con un buen manojo de retama, que se parece a la acendaja. Se hervían las dos plantas y en el agua calentita se metía el pie. Con dos veces se le curaba el dolor o lo que tuviera.


[16] Cuando los niños se herniaban, había aquí una mujer que los vendaba con una faja que le decía de los siete nudos. La mujer murió hace tiempo; era Josefa la del Coto, que tenía muchos niños que quebraban de tanto llorar. Una vecina de Aracena la enseñó a curar la hernia. Al bañar al niño le ponía esa faja y la hernia bajaba por día, hasta que se iba del todo. Tardaba a veces un mes, pero sanaba. La faja era de seis dedos de ancha y la tenían las madres en las casas.


[17] En Linares de la Sierra se pasaba al niño herniado a través del mimbre. Lo hacía una mujer, Emilia la de Linares. Decía ella que pasaba al niño por una vareta. En Santa Ana la Real se curaba la hernia pasando al niño bajo el arco formado con una mimbrera sobre un arroyo (16).


[18] Cuando alguien se hacía un degince le vendaban con un paño mojado en clara de huevo, que cuando se secaba parecía yeso.


[19] Para las almorranas aún se cuecen castañas indianas y el agua se echa en la escupidera para que el enfermo se ponga a tomar los vapores.


[20] Para lo mismo hay quien lleva una castaña de Indias en el bolsillo porque dice que así se le alivia el dolor.


[21] Cuando a un niño le dolía el vientre traían a las mellizas para que una de ellas le diera una friega con un poco de aceite. Si era niña tenían que traer mellizos.


[22] Si los niños tenían empacho y se les soltaba el vientre se les daba un espurreo de aguardiente, una buchá. Cualquiera podía hacerlo, aunque solía ser la madre.


[23] Las sanguijuelas se han usado para las sangrías. Un hombre se cayó de un castaño, se dio un golpe muy grande y trajeron sanguijuelas para que le chuparan la sangre mala.


[24] Para el corazón se usó tomar una taza de digitalini cocida; la planta es una cosa así como unas trompetas que salen por mayo; le dicen alcahueta de las cerezas porque cuando va a haber cerezas salen ellas antes.


[25] De la tensión se sabía poco. Quien tenía un mareo se decía que le había dado un aire, un mal aire, una congestión. Era fatal y se solía esperar a ver.


[26] Para el azúcar en la sangre se tomaban unas ramitas de perejil.


[27] Aquí hay una mujer que se llama Magdalena, que para los dolores en los huesos dislocados pone un puchero de barro a hervir y cuando está hirviendo lo planta bocabajo en una palangana y se comprende que por el calor el agua se recoge en el barro y no se derrama. Así lo cura. Ella reza una oración mientras está en la faena, pero yo no la sé.


[28] Para los catarros se tomaba la flor de la jara hervida con miel.


[29] El orégano, el poleo, la hierbaluisa, la tila, juntas en una tacita de flores rebujadas eran cosa buena contra todo lo que fuera tos y catarro.


[30] Los higos pasados secos se cocían con vino y se tomaba el caldo contra el resfriado.


[31] El vaho de eucalipto se usaba contra los resfriados. Lo ponían a cocer y cuando hervía tapaban al enfermo con una manta para que respirara aquello.


[32] La pulmonía la curaban antiguamente con unos cáusticos. Se trataba de una cataplasma en el pecho y en el costado. Era una mujer que se dedicaba a ello. También se ponía una rodilla o rodela de trapo manchada en aceite caliente en el costado. Era bueno para los dolores. Antes, el dolor de costado era señal de pulmonía. Y fatal.


[33] Para la piedra del riñón había la hierba rompepiedra, que se cría por las calles aparranaína entre las piedras cuando va a llegar la primavera. Se tomaban tazas del cocimiento.


[34] Para el cólico de riñón, de tanto dolor, se ponían bolsas de agua caliente en el sitio.


[35] Para la vejiga era buena la cerda del maíz, o sea, el pelo de la mazorca hervido.


[36] Para quitar las tercianas se pasaba a la gente por la mimbre en Linares de la Sierra, igual que con la hernia.


[37] Cuando se perdía algo se le rezaba a San Antonio:


San Antonio de Padua,

que en Padua naciste

y en Portugal aprendiste,

estando predicando

se te perdió el misal.

Antonio, Antonio,

lo que por ti será perdido

por ti será aparecido,

lo que por ti será olvidado

por ti será encontrado.


[38] Para las tormentas había un conjuro:


Santa Bárbara bendita

que en el cielo estás escrita

con papel y agua bendita

en el aro de la cruz.


[39] A las parturientas se les daba chocolate y una rebaná grande. Eso las ponía en pomporetas.


[40] Si una mujer no tenía leche para amamantar se le daba a beber carquesa hervida. Esto era magnífico para las personas y para los animales.


[41] Se creía que si el vientre estaba un poquillo picudo, sería niño, si se veía redondito, niña.


[42] Con el cuajo de chivo o el cardo en flor se hacía el queso. El cuajo era el estómago de un chivo matado que sólo hubiera comido la leche de la madre. Se raspaba una migina y con ello se cortaba la leche y se hacía el queso.


[43] La tila para los nervios.


[44] A la sarna le echaban azufre directamente. Se quemaban las pupas.


[45] Pedro el cabrero quitaba la gota, el reuma, a las cabras, haciéndoles un corte en la pezuña y se las estrujaba para que les saliera la sangre negra. Él se lo explicará mejor.


[46] A la ropa de los recién nacidos y a la de las madres no les podía dar el reflejo de la Luna porque se alunaban. A los chiquillos se les descontrolaba el cuerpo y a ellas se les ponían los pechos malos. Se les prendía una medallita de la Reina de los Ángeles como protección.





2

La segunda voz es la de Lorenza Pérez Sánchez, de edad aproximada a la de Ana, que vive en Fuenteheridos pero es de Los Marines (17). Dicen que tiene mano maestra para la cocina y que le gusta hablar de cosas de curar. El nieto, de 6 ó 7 años, se sienta a su lado e interviene para apuntalarle la memoria, como si el discurso de las hierbas fuera algo vivo en la casa y el chiquillo estuviera al queo.


[47] Del brótano hay dos, uno hembra y otro macho. El macho tiene desde la planta de una sola cabecilla, que se cocía y con eso se daba en el pelo.


[48] Los repiones de la jara son buenos para la diarrea. Hay que echar a cocer siempre nones.


[49] El orégano para la tos; yo lo pongo mezclado con menta y poleo.


[50] La hierba junciana es como la berza, aunque más parecida a la alfalfa; se cría en matojos grandes; cocida y puesta es buena contra las inflamaciones.

[51] El marrubio se seca, se muele y se amasa con vinagre como si fuera una torta y se pone como emplasto donde se tiene una la torcedura o un esguince. Se aprieta con un trapo, se tiene toda la noche y por la mañana ya no hay dolor.


[52] Para el empacho se cogía una hoja de col, se le quitaban las venas por el revés, se le ponía manteca de cerdo y se aplicaba en la barriga. La hoja se secaba rápido, y cuando al cabo se quitaba era como un papel de estraza. Dicen que el cuerpo se bebía aquello y se curaba.


[53] Para los vientres duros se le hacía a los niños un espurreo de aguardiente con la boca. Dicen que esa impresión en la barriga les daba alivio.


[54] Mi abuela tenía una cesta de más de arroba llena de flores de remedios. Mire, en el monte hay una que se llama murta. Pues las hojas van muy bien para el sudor de los pies. La secaban, la majaban y ese polvillo lo metían en los zapatos. Era bastante.


[55] Las boqueras se curaban con la llave de hierro o poniéndose en ellas un granito de sal.


[56] Para el dolor de muelas se tomaba tila porque se creía que era de nervios. O se ponía una jilá, que era una mijilla de algodón mojado en colonia metido dentro de la boca, si era posible, en la misma picadura.


[57] Para el dolor de muelas valía una buchá de aguardiente, o de vinagre retenido en el lado.


[58] Las hierbas curan más lento que la medicina, pero curan. Para los ojos vale la manzanilla, que se hace por la noche, se pone al recencio y se lavan por la mañana. Esto contra las infecciones esas que se quedan los ojos pegados.


[59] Contra los ojos malos y pegados se ha usado el árnica.


[60] El árnica para las hemorragias. En casa siempre había un brazao de árnica. Se cría en los alcornoques.


[61] La carquesa era buena para aumentar la leche de la madre.


[62] Si una gata de cría se comía un resto de comida que hubiera dejado una madre, a ésta se le retiraba la leche porque la gata se la llevaba. A mi me advirtieron.


[63] La luna llena pone a los niños malitos, lloran mucho; se dice que están alunados. Si se ve despacio, algo hay, porque en la luna llena los perros ladran mucho, los gatos andan revueltos. Pasa igual con los niños.


[64] La hierba de siete nudos sirve casi para todo, el corazón, los dolores de cabeza, la inflamación...


[65] La marioleta es para la fiebre de los resfriados.


[66] La hierba jarilla para los dolores de la boca.


[67] En las heridas se pone un emplasto de hierba jarilla.


[68] Contra el reuma se hace un cocimiento con hierbas de todas clases, pero de monte, por ejemplo, jara, tomillo, carquesa... se cuecen juntas y se toman tacitas durante días nones, las hierbas siempre se toman nones, yo no sé por qué.


[69] A mi abuela le dio una congestión y una entendida le dijo que cogiera todas estas hierbas del monte, las cociera en un caldero grande y la bañaran en ese agua. Le fue muy bien.


[70] Los restallones son buenos para el corazón. Se crían en los castaños. Son varas como de metro y cuarto. Al final echan unas campanitas por parejas, florecitas, y se toman solamente tres flores porque dicen que es muy fuerte.


[71] El gordolobo sirve para el corazón. Lo de las hierbas se va perdiendo. Ahora se cura con medicina, pero le voy a decir una cosa. A usted le dan algo de botica y lo mismo le cura esto que le perjudica en lo otro. Sin embargo, la hierba no perjudica en nada. Lo más que puede pasar es que no haga efecto.


[72] Para las almorranas se corta la raíz de una planta que ahora no me acuerdo, que se cría en todas partes, se trocea, se mete en una bolsita y se cuelga del cuello hasta que se le quiten. Mi marido la llevó un tiempo y hasta la fecha no ha vuelto a tenerlas.


[73] La castaña de Indias con un poquito de eucalipto es buena para las almorranas. Se hierve y se toman vapores.


[74] Las heridas sana con árnica seca y molida.


[75] Aquí, para una torcedura de hueso hacen una cosa con un puchero de barro. Lo llenan de agua y lo ponen al fuego. Cuando hierve lo colocan bocabajo sobre un plato. Se entiende que si tiene mucho daño, no se vacía, y si tiene poco, se va vaciando. La oración la sabe Dominga y la Paca. Tiene que hacerlo tres veces y se le quita lo que tenga.


[76] Los callos se quitaban majando un ajo y poniéndolo encima bien apretado con un trapo. Se tiraba del emplasto y salía el callo.


[77] Un ojo de gallo es como un callo. Pues le ponen media aspirina encima, se lía con un trapo y se cura de la noche a la mañana.


[78] Los dolores de costado suponían muchas veces una pulmonía y había una cosa llamada mostaza, que la he visto en granillo, parecida a la semilla de las coles. Se molía con vinagre y se ponía en emplasto con un trapo en el costado un día. Y luego se ponía otro hasta que se aliviara.


[79] Para los culebrones se usaba una masa de pólvora negra y vinagre. Se esparcía por el culebrón. Se quemaba así.


[80] El te amarillo subía el ánimo. A este te se le decía matulero. Siempre hubo muy poquino. En los Conejales había más. La planta es muy parecida a la del restallón, una hoja y la vara llena de flores, como la marioleta, ésta que la flor es amarilla, como los castilletes de los chochos bravos. Servía para estimular, quitar la tristeza. Mi madre lo tomaba migao. En vez de café, te. Era la flor en infusión.


[81] Los mellizos venían a refregar con aceite el vientre duro de las niñas. Si el enfermo era niño, tenían que ser mellizas.


[82] Un oído que doliera se aliviaba echando dentro unas gotas de leche de una madre que estuviera criando una niña, no un niño.


[83] Los dolores de cabeza se quitaban con unas tajadas de papa amarradas con un trapo en la frente, y también con un paño empapado en vinagre en la nuca.


[84] Las parturientas tomaban canela, tazas de canela, porque daba mucha fuerza. Canela en rama hervida. Cuando había una parturienta que llevaba muchos días, se le daba.


[85] En las muelas hay quien se ha metido un clavo de los de cocinar para quitarse el dolor.


[86] Para el insomnio, que la gente no duerme, hay una cosa que se llama borraja, de flores violetas, que son muy buenas para dormir y descansar. Se toma en infusión.


[87] Un sedante muy bueno para los nervios es la tila.


[88] La malva era para las almorranas, los dolores de huesos y para el resfriado. Cuando se tenían varias cosas lo normal era que se hiciera una infusión que le llamaban una liga, un rebujillo de varias hierbas y ya cada una iba a lo suyo dentro del cuerpo.


[89] Los granos se reventaban con sanalotó, que tiene una pelusilla y es una hoja larga y redonda. Le pone usted encima el sanalotó al grano y abre. El sanalotó se pela por el revés de la hoja y se coloca directamente con un trapito.


[90] Se revientan los granos con un trozo de tomate o de tocino de cerdo. Si es grande, se cuecen unas malvas, no tiene que ser la flor, sino el matojo entero; se escurre, se unta de manteca de cerdo hasta hacer un emplasto y se pone encima de lo malo. Si no a la primera, a la segunda, lo que sea, revienta. La malva es bajita pero cuando espiga se hace grandota.


[91] El ajo crudo va muy bien para el reuma. Hay quien se come un ajo crudo cada día.


[92] En la garganta apretada se ponía juncia de gallina. ¿Sabe lo que es?. Cuando se abre la gallina tiene abajo dos pellas de grasa amarilla. Eso era la juncia.


[93] La hoja del castaño era para teñir el pelo. Y la cáscara y la hoja de la nuez. Si usted quiere teñir un hilo, entonces se cuece una hierba del color del hilo, si es verde, verde, si es marrón, hojas secas. Se hierve el hilo dentro y se saca el color.


[94] Un hechizo es una superstición. En mi pueblo hubo cinco o seis personas que veían cosas raras y padecían dolores y parecía que se iban a morir. Decían que era un hechizo. Y ellos iban a curarse a una hechicera que había en Nerva.


[95] El mal de ojo se hace directo, con la vista, a seres más débiles. Dicen que existía, pero yo no lo he visto.


[96] El paludismo se curaba yendo una mañana al ser el día, sin salir el sol ni volverse de espaldas, a tirar un puñado de sal en contra de la corriente del río. Y había que volver al pueblo sin mirar el agua.


[97] Al que tenía la tiricia se le llevaba a ver correr el agua y el río arrastraba el mal.


[98] Las tercianas salían del cuerpo con la hierba hiel de la tierra. Una hierba muy bonita, florece en la primavera. Tiene las flores rosa. En infusión.


[99] Las manchas de la cara se quitaban con la hierba sanjuanera. Florece por San Juan. Se cogía la víspera, se echaba en remojo, se dejaba al recencio y antes de salir el sol se colaba el agua y con eso se untaba la cara y se quedaba la mar de bonita. Es una mata muy frondosa y en la punta echa un cogollo de flores menuditas, amarillas. En otoño están marrones.


[100] La noche de San Juan se cogían tres cardos borriqueros que se turraban un poco y se ponían en agua. Cada uno llevaba el nombre de un hombre que a la mujer le gustara. Y entonces, uno de aquellos florecía, o los tres, y por eso se sacaba quien quería a la muchacha. Si eran los tres, pues los tres iban detrás de una y se podía escoger. Lo malo era cuando no florecía ninguno.


[101] Para la tos, el orégano seco en infusión. Con tres o cuatro tazas, vale.


[102] También sirve la flor del jaramago blanco, que es planta corriente; no el de los cementerios, que es el jaramago bravo, con un verde distinto.


[103] El dolor de la péndice era el cólico miserere. Pater Noster.


[104] El dolor de riñón era un cólico pelao. A esperar a lo que Dios dispusiera.


[105] En la noche de San Juan rozaban los muchachos las plantas, las macetas de la vecindad y le ponían a las novias ramos de flores. Rozando es rozar, de hacer la roza. De cortar. La gente metía en las casas las macetas esa noche para evitar la roza.


[106] En mi pueblo, la víspera del Corpus se pone un chopo, y le dicen el Día del chopo. Por San Juan se quitaba el chopo y se ponía un guindo, con sus guindas pertenecientes, y entonces también rozaban macetas y le colgaban las flores al guindo. Yo no sé lo que significaba, pero así se hacía. Era como una costumbre.


[107] A las mujeres que curaban las hernias de los niños no les decían un nombre especial. Lo hacían porque tenían gracia. Les ponían una faja y unas monedas para que apretaran.


[108] En los chichones igual: monedas apretadas con un trapo.


[109] Para bajar los chichones se untaba manteca de cerdo y se apretaba la parte con un trapo.


[110] (Le digo que en Asturias vi unos sombreretes que se criaban en las paredes y que si se frotaba con ellos una verruguilla de la mano, se quitaba). Lorenza los llama colecitas y aquí sirve para lo mismo.


[111] Otra planta del campo se llama leche interna; se derrama el jugo sobre la verruga y se quita. Es como la flor de la hortensia.


[112] También sirve para la verruga la leche de higuera.


[113] Hay unas lagartas en los cerezos que son grandes (señala unos 8 centímetros) con unas patitas como si llevaran zapatos; por donde pasan dejan un rastro de erupciones, si es por la piel de alguien. La lagarta de los pinos es chiquitita y negra y también es mala para la piel. Conforme pasa deja la piel con la marca, un escozor que puede aliviarse con aceite.


[114] La ortiga, que también llaman magarza, si te roza te pica; son las agujillas que se van quedando. Entonces se moja un paño en aceite y se pasa por encima. Se quita el escozor.


[115] Las sanguijuelas se cogían en los charcos y se las ponían a las personas para sacarles la sangre mala. El animal es como un papel de seda y se transparenta cuando se moja, que si bebe usted de un pozo no se da cuenta y se cuela con el agua. Entonces se pega a la garganta y empieza a chupar la sangre hasta que se llena tanto que explota como un globo y parece que es la persona la que sangra. Una hemorragia falsa.


[116] Se hacían sangrías a los guarros. Si se les veía malos, o tristes, se les rajaba la oreja de manera que soltara sangre por ella y se mejoraban.


[117] Eran otros tiempos. Cuando se hacía una matanza, a renglón seguido de matar el cochino, nos poníamos a hacer las migas de invierno, fuera con papas fritas o cocidas, y con pan y un chorreoncito de mosto. Fritas las papas, se quitaba el aceite y se ponía mucho ajo, y sardinas embarricás. Al día siguiente se hacían las morcillas de macho, que aquí se llaman morcillas tontas; y se plantaba al fuego el cocido con esas morcillas o chorizos de macho, que eso hay que hacerlo y jerventarlo; y jamón, y tocino, y comía toda la gente. No es la memoria lo que deja atrás las cosas, sino los años que hace que estas cosas no se hacen.






3

Hablo con Magdalena González García, de 75 años, que compone tendones torcidos mediante el ritual, ya citado por Ana y por Lorenza, en el que intervienen un puchero de barro, agua, un plato, una cruz encima del tiesto (puede hacerse con dos palillos mondadientes), una aguja con hilo enhebrado y un rezo. Ella lo aprendió de su abuela y ahora se lo ha enseñado a su hija para que siga con lo mismo. Como la explicación del proceso para quitar los tendones torcidos me llegó en distintas versiones se me quedó algo confusa, ella acepta hacerlo en mi presencia, aunque no haya enfermo, para que me dé cuenta de cómo es.


[118] Calienta agua en un pote de barro; cuando hierve la vuelca sobre un plato llano y pone el pote caliente encima, pero bocabajo, y sobre él, la cruz hecha con palillos. Los presentes vemos cómo el agua vuelve a subir al pote poco a poco mientras ella cose con aguja e hilo sobre su ropa y reza esto:


Coso, qué coso,

miembro tortoso,

cuerda torcía;

miembro que te saliste,

cuerda que te saliste,

vuélvete a meter en el sitio

donde estuviste.


Repite el rezo mientras el agua sube desde el plato al pote de barro. Si no sube es que no es tendón torcido. Si se tiene, se quita así, ya sea del cuello, del brazo, de la muñeca o del tobillo. Y no hace falta que venga el enfermo todos los días. Lo del puchero de barro se puede hacer estando el enfermo ausente. Basta con decir que va por su salud. Añade Magdalena que esto no es cosa de brujería ni na. Lo puede hacer cualquiera que lo sepa hacer, claro.



4

Pedro Luis Carballo Bomba, Pedro, cabrero, de 73 años, está sentado en su solana con tres jaulas de canarios albinos recibiendo el sol de otoño. Le digo que él sabe y yo no sé, por lo que debe volcar su memoria en la mía. A partir de ahí el discurso sale casi sin interrupciones por mi parte, si no es para espantar alguna mosca o enderezar la charla cuando, como dice Joaquín Díaz: se va por los cerros de Úbeda.


[119] He tenido ganado toda mi vida. Mi padre trajo un golpe de cabras cuando yo tenía cuatro años y desde entonces he curado muchas. Me pasa que ahora, cuando yo me veo algo que se le parece, me curó igual. Tengo una alergia a los olores, y hace ya un montón de tiempo que no puedo comerme un puchero de garbanzos, ni unas papas fritas, ni un chorizo, ni na.

-¿Y eso cómo se cura? -intento la encuesta.

-¡Qué sé yo!. Lo mejor es huir para no oler. Sufrimiento por una cosa y sufrimiento por otra es mucho sufrimiento ¿sabe usted?. Ea.


[120] Yo le curaba los ojos a las cabras con sal y nunca entuertó ninguna; ahora que tengo yo los ojos malos me los curo lo mismo que curaba a las cabras. A ellas les echaba sal virgen machacada; me ponía al animal entre las piernas y allá que le curaba los ojos. Era cuando les entraba una raspa, que es la pajilla de una mata del campo que se clava dentro, y con la navaja o con los dedos la sacaba. Luego se le ponía el ojo blanco, que era cuando yo usaba la sal virgen, hasta que poco a poco volvía a su ser. Yo tengo los ojos malos no sé de qué. El médico me mandó unas medicinas y me daban unos picores como si tuviera un cesto de pulgas dentro. Así que yo me los siento mejor desde que me los lavo con agua con sal. Ya no me pican.


[121] A las cabras les curaba la gota. Cuando las veía cojas les cortaba una raspa de la pezuña hasta que sangraban. Les salía la sangre negra conforme apretaba. Se purgaban y ya salían adelante.


[122] Les sanaba los ubreros, que era cuando se les ponían las tetas malas con unos bultos mortales. Se les secaba la teta y la leche no salía bien. Se corrompía dentro. Las curaba con baños de agua fría en las ubres y jabón verde.


[123] Si le salen peras a las cabras se les pone el pezuño hinchado. Yo le descubría el bulto con la navaja hasta que le salía una presa viciosa, como carne viva, y entonces le echaba sulfato del de las parras, ¿de cobre le dicen?; es azul. Lo machacaba y se lo emplastaba en el sitio.


[124] La escarfia le sale a las cabras y a las bestias en los pezuños. Es una grietecilla de abajo; es un dañillo y por ahí sale la lacra. Se recorta hasta la sangre, se le estripa y echan una cosa como arena; esa es la escarfia, el mal. Esto en las cabras, en los mulos, en los burros y en los caballos.


[125] Cuando una cabra tiene pulmonía y se ahoga al subir una cuesta, le hago un corte en la oreja para que sangre un poco y luego le paro la hemorragia de este modo: cojo torvisca y trenzo unas cuerdas; busco rubira, una hierba que se cría entre los jarales; donde haya maleza, allí la hay; tiene las hojas como las del olivo. Entonces machaco unas hojas y se las pongo a la cabra como un emplasto amarrado con la torvisca. Así le corto la sangre y la curo. Esto lo mismo para las cabras que para las personas. Un guarda que estaba aquí, de Castaño de Robledo (18), vino un día con una herida; mientras segaba cebá se había pasado la palma de la mano con la hoz. Cogí rubiera (tanto dice rubira como rubiera), la machaqué con el garrote y se la puse bien fuerte amarrada con el pañuelo. Se curó. Mi hijo, igual. Tiró una piedra a un castaño y cuando bajó le rajó la cabeza. Con rubira machacada lo curé. Santa medicina.


[126] La paletosa es una hierba muy buena para el estómago. Hay que cocerla como si fuera un té.


[127] La flor de lobo para los resfriados. Tiene unas bolitas, se limpian y se cuelan por la boca con un poco de agua. Les llamamos píldoras.


[128] El brótano macho se seca a la sombra, se cuece en agua y se lava uno la cabeza. Así se conserva el pelo que se tiene.


[129] La hierba jarilla es buena para los resfriados. Se hace una cocción y se toma. Cuando las bestias tienen algo en el estómago se les da a beber.


[130] Para quitar un lacre, una postilla de una herida, es buena la hierba jarilla. Se cuece y se lava lo malo.


[131] La manzanilla agria es para el estómago. Sin azúcar.


[132] Ya tiene uno una edad en la que conoce a más gente muerta que viva. Para el culebrón había una mujer en Alájar (19), que me recomendó para mi mujer a otra de Almonaster, que curaba el culebrón con tinta de escribir, untando la tinta encima. Oye, pues se le quitó con eso.


[133] Para las quemaduras también se usaba la tinta.


[134] Cuando se le rompía un hueso a una cabra se le ponía un entablillado con una cáscara de árbol, de castaño, de chopo o del que hubiera; y entremedio un emplasto de jara cervuna machacada. Luego se apretaba con una cuerda y a los diez días se curaba. Durante este tiempo era bueno echarle agua fría.


[135] El palo sanguino se pela, se machaca, se cuece y se chupa para adelgazar. Es del monte, se cría en los jarales.


[136] Curé una cabra que tenía una hernia de un cornazo que le dio otra. La vi que no podía andar y la amarré, le abrí la barriga con mucho cuidado, desollando, le metí las tripas, la cerré por dentro y por fuera y sanó que parecía nueva. La cosí con seda y le eché alcohol. Se me derramó un vaso de vino y lo primero que hizo la cabra fue bebérselo. Lo di por bueno, porque, aunque a mi nunca se me derramó un vaso de vino ni se me cayó una mosca dentro, vaya, a lo mejor el animalito lo necesitaba más que yo en ese momento.